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jueves, 30 de abril de 2020

Historias desde la cuarentena, 39. Detrás del tapabocas.



Antes de salir me paso delineador por los párpados y un poco de rímel en las pestañas. En estos tiempos de tapabocas los ojos son más que nunca el espejo del alma, pienso, mientras me preparo para ir a cumplir uno de los dos turnos que me toca hacer esta semana en el trabajo. Vengo, como tantos, de varias semanas de hacer tareas desde casa, sea para la oficina o para las clases del liceo, y esto de volver a ver el sol y de compartir el espacio con alguno de los compañeros, aunque sea de lejos y con los rostros a medio tapar, se parece mucho a la alegría del reencuentro. Nunca pensé que me pusiera tan contenta tener que atravesar la ciudad para estar cuatro horas frente a una computadora, pero ya ven, las cosas cambian.
Estaba a cinco minutos de salir cuando escuché un par de golpes en mi puerta. Detesto cuando alguien llama fuerte, como exigiendo atención inmediata, pero esto era diferente: un sonido bajito, discreto. Atendí por la ventana, como siempre: en la vereda había un muchacho de unos veinte años, alto, flaco y de pelo negro.
_ Disculpe, vecina. ¿Tiene basura para tirar o alguna tarea que yo pueda hacer?
Traté de disimular la tristeza, pero no sé si pude: es el segundo gurí que viene esta semana pidiendo algo para hacer. Estamos cayendo en un abismo, y yo a esto ya lo viví, en este barrio y en esta misma casa, hace 18 años.
Pensé darle algo, pero en el momento no supe qué, y solo dije:
_ No, por ahora no tengo nada…, perdoná. Que tengas suerte.
El muchacho parecía tímido, y ante mi negativa solamente sonrió, saludó y siguió su camino. Él no sabe que hay otro, el que vino ayer, que ya le ganó la clientela. El otro es lindo, es simpático y charlatán; cuando lo atiendo por la ventana me pregunta si la gata barcina es mía; me cuenta que todos los días ella lo persigue olfateando las bolsas de basura que otros vecinos le han dado para tirar y que lo tiene loco, lo cual le creo, porque a mí me hace lo mismo. El otro tiene la actitud y la energía del vendedor; no como el chiquilín de hoy, que parece bueno pero anda como sin fuerzas.
Cuando salía para la parada el muchacho tímido seguía golpeando las puertas de la cooperativa. Ahora llevaba un litro de leche en la mano, por lo menos. Me acerqué hasta él, esquivando al caniche ladrador de mis vecinos de enfrente, y le di la barrita de cereales que llevaba para acompañar el almuerzo.
_ Para que tengas algo dulce- dije, tratando de sonreír, con los ojos asomando apenas detrás de la barrera celeste del tapaboca.
_ Muchísimas gracias- sonrió a su vez, con una boca en la que le faltaban todos los dientes de adelante.
Diez minutos después voy camino a la Ciudad Vieja, sentada en el último asiento del ómnibus, tratando de no llorar para que el rímel no se corra demasiado, rumbo a mi empleo público con el sueldo asegurado.
A veces una siente que no, que las cosas no cambian.
Y ni siquiera sé con quién enojarme.

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