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lunes, 2 de noviembre de 2020

Noviembre 2020


Ya era casi el mediodía cuando marqué la salida en el reloj de la oficina y me fui a esperar el primer ómnibus disponible para ir al liceo, a dar mi única hora de clase de los lunes. Último lunes del año lectivo, cabe señalar (y ya era tiempo).
“Tenía que haber pedido boleto céntrico”, pensé cuando casi estaba por bajarme. Había pagado unos pesos de más, poca cosa. Pero a la vuelta, cuando desandaba el camino para ir a cumplir las horas de la tarde en la oficina, el boleto común todavía seguía vigente y terminé gastando menos que si hubiera sacado los dos céntricos. Mira vos: lo que parecía un error terminó siendo algo bueno.
Cuantas veces pasará que lo que a simple vista semeja un problema termina siendo algo positivo... Como cuando se cierra una puerta pero a partir de ahí se abren otras. No todos los finales son para lamentarse.
¿Es este acaso un post enigmático en el que estoy aludiendo a un amor que se termina pero con su final abre el camino para nuevas conquistas? No, estimados, ni ahí.
Es este un post agridulce en el que les cuento que el recorte multicolor terminó por alcanzarme, y no voy a tener en 2021 las horas en Comunicación Social que venía trabajando desde 2014. Cosas que pasan. Ya me dijeron que no tiene que ver con mi desempeño. Muy previsible todo.
¿Qué puerta estaré abriendo al comienzo del próximo año lectivo? ¡No se pierda el próximo capítulo de esta fascinante historia de recortes, como siempre, a cualquier hora, por este mismo canal! Ya les contaré cómo siguen “los mejores cinco años de mi vida”. En fin.




El ritual de la feria del domingo ha ido cambiando con el paso del tiempo. Cambia Tristán y cambiamos nosotros. Yo casi sin darme cuenta fui poco a poco dejando de ir exclusiva y obsesivamente a la cuadra de los libros y desde hace unos años disfruto de las transversales, las calles cortadas y los puestos raros. Compro productos de almacén (todos peligrosamente cercanos al mundo de la cafeína y de los dulces) y es raro que me vuelva sin una planta nueva que se quede a vivir en Arbolito. La feria tiene cada vez más voces, olores y sabores pero nunca pierde el espíritu caótico que la caracteriza. Hay puestos con carteles para mí Inescrutables (como el de “Productos hinodes”), otros con frases del estilo de “La vida es amarilla: amar y ya”, músicos increíbles apostados en las esquinas (aprovechando que Tristán está desde hace meses en obras de saneamiento), un grupo de jóvenes improvisando coros y el señor de la máscara de Anonimus bailando como muñequito de resorte en la puerta de su local. Dos chicas que vienen caminando a mis espaldas comentan algo del mate y dicen que el tereré se hace con agua fría pero ellas prefieren ponerle jugo Tang. Caras nuevas y desconocidas, acentos de todos lados, ofertas, saludos, pregones. 
Yo también fui parte del otro lado de esta feria, pienso al pasar por el lugar donde teníamos el puesto con mi vieja. Vendíamos ropa de niños junto a la familia de la disquería, que tenía miles y miles de vinilos. En esa época (yo estaría en primero o segundo de liceo) estaban de moda los conjuntos de pantalón y campera de la misma tela, preferentemente los de jean de colores. A mí me gustaba el hijo del de la disquería, un muchacho flaquito con el pelo lacio por los hombros, que ya tenía como 18 años y no iba a andar mirando péndex, por más ropa a la moda que llevaran. Mi vieja me había hecho dos conjuntos: uno verde seco y otro beige; yo los iba alternando una semana uno y la otra el otro, y me sentía la Reina de la Chatarra en versión Tristán Narvaja. 
 Al otro lado, como siempre en esa época, la esquina estaba ocupada por un puesto de venta de animales. En eso la feria ha mejorado: ahora solo se venden pececitos, y ellos también me dan lástima. Las plantas no, porque siempre son libres, pero los bichos... Por suerte ya no se puede vender a los conejos, las gallinas y todo el resto, especialmente los pajaritos. Especialmente los pajaritos. 
Vuelvo a mi casa mucho antes de que comience el desarme de los puestos, porque me gusta dejar la fiesta en el momento de más brillo. Llevo conmigo (además de capuchinos, confituras de naranja y un libro con obras de teatro uruguayo) dos plantitas: una suculenta que parece un peluche y una de las que con mi tía Esther cuando yo era chica llamábamos "palmeritas". 
Estoy pensando seriamente dedicarme a esto de las plantas en cuanto deje de dar clases, quizás, algún día. Será otra faceta de las "Hojas de Arbolito". Una faceta literal. 
Son las dos de la tarde: es tiempo de pensar en el almuerzo.
Que tengan un buen domingo.





A 37 años del río de libertad me detengo a mirar un par de fotos del entonces y el ahora: ¿vieron que los árboles conservan el mismo formato? Sigue sobresaliendo el que sobresalía, siguen teniendo las mismas proporciones y espacios entre ellos. Hace un par de días alguien (no recuerdo quién) compartía por estos lados un artículo sobre cómo las plantas tratan de comunicarse con nosotros, pero no las escuchamos. Yo creo que estos árboles nos están diciendo que el tiempo no existe, que nos dejemos de cosas, que tratemos de ser felices y que recordemos que ellos van a estar siempre mirando lo que hacemos pero sin decir nada (o nada que podamos entender, por lo menos).





Cuando el semáforo se puso en verde y las varias personas que esperábamos iniciamos el cruce levanté la vista y vi que el tiempo máximo para hacerlo era de 17 segundos. 8 de Octubre es a la altura del Intercambiador una avenida amplia pero no tanto, así que me sorprendió ver, cuando estábamos todos llegando de modo más o menos parejo a la acera opuesta, que solo nos quedaban tres segundos para hacerlo. 
_No hay chance que demoráramos 17 segundos en cruzar 8 de Octubre, boluda, no hay chance. -le decía en ese momento un muchacho a la novia, que se ve que andaba distraída y solo salió con un "¿eh?" desganado.
_ Que no puede ser. -continuó él, mientras ambos comenzaban a caminar a mis espaldas por la vereda del Intercambiador.- Que ese semáforo debe estar roto. ¿Vos sabés todo lo que se puede hacer en 17 segundos? Mirá: en solo 10.6 segundos el Diego se cruzó de un arco al otro y le hizo el gol a los ingleses, en 10.6 segundos, ¿me entendés?
Otro dolido, pienso. Otro que aprovecha la menor oportunidad para arrimarle unas flores a su héroe, que no es el mío. Es muy complejo esto de la construcción de mitos, mucho más complejo que simplemente decir que el hombre representaba esto o aquello, lo mejor o lo peor de su tiempo o de su mundo. Yo también me encontré hoy moqueando al mediodía cuando corrieron rumores de la muerte de Tabaré, y eso que no hubo interna en la que no votara por otros candidatos. Los símbolos a veces superan a las personas de carne y hueso, y una no sabe cómo va a reaccionar ante una situación, hasta que pasa. 
"Solo por breve tiempo estamos aquí, como prestados los unos a los otros", decía un poeta nahuatl que no estoy segura de si era Nezahualcoyotl. Otros dicen otras cosas: si pueden leer "Bajo el árbol de los toraya", de Claudel, no dejen de hacerlo. 
Acá en mi barrio el cielo  hace rato que se puso gris, pero los pájaros no se dieron por enterados. Es sábado, estamos vivos y tenemos tiempo. Todavía nos queda el tiempo. Carpe diem.




Una vez invité a un amigo a ver "Historias mínimas", de Carlos Sorín: él se aburrió tanto que a los 15 minutos me pidió que pusiéramos otra película. Yo no podía entenderlo: ya la había visto tres veces y la vería muchas más, para mí la historia del viejito que recorre media provincia a escondidas para encontrar a su perro (una de las varias historias mínimas que conforman la trama) era la poesía en su estado más puro, pero a él aquello no le tocaba el corazón y había que entenderlo. A veces queremos compartir algo que para nosotros es valioso ("oro en polvo", me parece escuchar la voz de Graciela, mi profesora de Uruguaya e Ibero en el IPA) pero para la otra persona solo se trata de algo menor, poco seductor, olvidable. 
Y acá estoy, escribiendo sobre "Historias mínimas" mientras trato de reponerme de "El cuaderno de Tomy", la segunda película de Sorín que veo, la segunda película de Sorín que me conmueve de pies a cabeza. No es para todo el mundo, de verdad, es muy triste. Hay un canto a la vida en medio de la muerte, pero no es para todo el mundo ni es para cualquier momento. Ustedes vean. 
La otra sí. "Historias mínimas" es una verdad universal (salvo para mi amigo, al que no lo volví a invitar a ver ninguna de mis películas favoritas). No está en Netflix, no está en youtube, pero si la ven por ahí denle una chance, y después me cuentan.




Yo tenía 16 años y estaba en quinto de liceo. Nunca había ido a una manifestación. En esa época no había marchas por el día de la mujer, por la diversidad ni –mucho menos- por los desaparecidos. Estábamos en plena dictadura y aunque la cosa se perfilaba como para terminar al año siguiente nadie tenía nada claro y los jóvenes recién empezábamos a saber que la gente se podía juntar a decir cosas.
Dos de mis amigas me invitaron a ir con ellas y con su mamá, aprovechando unos camiones que no sé qué comercio del barrio había puesto para el que se quisiera sumar al Obelisco. Pedí permiso en casa y me dijeron que sí, pero que me cuidara. Fue la única vez que vi a mi viejo ir a una manifestación: vivíamos en la cooperativa desde ese verano y también de ahí iban a salir camiones cargados a tope con personas que hacía años que no sabían lo que era decir lo que pensaban.
Nos bajamos en 8 de Octubre y Garibaldi: era imposible pasar de ese punto, y entre el río de gente y de carteles fuimos derivando hacia la zona del Estadio. Nos llamó la atención ver que muchos llevaban un alfiler vacío prendido en la solapa, y solo mucho después supimos que eran del Frente Amplio, proscripto pero visible.
Las olas nos fueron llevando de un lado al otro con suavidad. Ondulábamos por la calle y el parque, alternando períodos de movimiento con otros de quietud y observación. Cuando Candeau empezó a leer la proclama hubo un silencio atento, que se derramó en grito al momento de la célebre frase del final que nadie de los que estábamos ahí podrá olvidar nunca:  “Compatriotas, proclamemos bien alto y todos juntos, para que nuestro grito rasgue el firmamento y resuene de un confín a otro del terruño, de modo que ningún sordo de esos que no quieren oír no diga que no lo escuchó: ¡Viva la patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la república! ¡Viva la democracia!”.
Lo recuerdo tan bien que acabo de buscarlo en internet para no tener que escribirlo y termino corrigiendo al que lo publicó, porque cuando Candeau dijo eso de “de modo que ningún sordo de esos que no quieren oír no diga que no lo escuchó” yo pensé que ahí había un “no” de más y que una de las negaciones anulaba a la otra… Sí, ya era una rompehuevos desde entonces.
Sobre el final del acto, una nota de color. La madre de mis amigas de pronto dijo algo del orden de “vámonos, porque me revienta estar acá” y arrancó a caminar hacia 8 de Octubre, ante lo cual las tres adolescentes la seguimos sin entender qué bicho le había picado hasta que nos explicó que justo ahí, a un par de metros, acababa de ver al novio, que se había dicho divorciado pero estaba con la esposa. El acto, de todos modos, iba ya terminando. No recuerdo si cantamos el himno, no sé si las palabras de Candeau fueron el cierre del todo, solo sé que ese río de libertad fue el inicio de otros muchos, y que a partir de ese momento la gente empezó a hablar más de frente, con más poder y menos miedo. El año siguiente terminé de decidir que iba a ser frenteamplista (aunque no llegué a votar, por unos meses), y desde ahí hasta ahora he navegado numerosos ríos, mares y océanos, pero ninguno como ese. Yo ni siquiera sabía quién era Candeau hasta ese día, pero el recuerdo de su voz no se va a ir jamás de mis oídos.
27/11/83
“Lindo haberlo vivido pa´poderlo contar.”




Salgo de casa y en el camino a la parada voy elaborando sombríos pensamientos apocalípticos. Nunca se vio un noviembre tan caliente ni un sol que lastime tanto los ojos, nos queda poco, vamos a morir, ya no hay vuelta atrás, pobre planeta y todo eso.
Subo al 103 y entre las decenas de personas que viajan paradas y sentadas con barbijo pero sin distancia (porque sabido es que la pandemia se desactiva en los ómnibus, igual que en los shoppings y en la reuniones políticas multicolores), entre las personas del 103, decía, veo tres mujeres y dos hombres que viajan de manga larga, con sacos de lana o campera de jean encima de remeras o camisas abrigadas.
Sigo mi camino un poco más tranquila. Al planeta puede ser que no le quede mucho, pero en todo caso no es toda la humanidad la que siente qué hay un fuego malsano que se derrama en nuestras cabezas y nos derrite toda posible sinapsis. Debo ser yo, que a esta altura ya tendría que tener vacaciones completas y no estas semanas de extensión de cursos desconocedoras de la etapa de las clases virtuales del principio de la cosa. Es eso, o es el agujero de la capa de ozono que se nos fue al carajo. Ojalá que sea yo.


Historia de lunes
Primero una va a la cocina del trabajo a lavar el vaso del café y la ve ahí, en la pileta. Es una araña patona, de unos cinco cm de diámetro con todo y patas. Evidentemente ha caído en una trampa, porque la superficie pulida del metal no le permite escalar posiciones hasta la seguridad de la pared o las canillas, así que una (que se debate entre el miedo y el deseo de salvarla) le construye una escalera de ascenso con las dos esponjas y el palito del moka de Starbucks que se acaba de consumir (una es un tanto adicta, cabe señalar). Pero ella no entiende el concepto, cree que le hemos edificado una cueva donde poder protegerse de los otros humanos y se guarece agradecida detrás de la torre de las esponjas. 
Una vuelve a la oficina y convence a una compañera de volver a la cocina e intentar sacar al bicho de la pileta, única acción viable ante la posibilidad de que alguien no avisado de cualquier otra oficina intente tomar una de las esponjas y se encuentre con Miss Ocho Patas agazapada. La compañera tiene un poco más de miedo que una pero accede a ir al lugar de los hechos, en tanto una tercera nos mira con cara de "en serio, no la van a matar???", por lo que consideramos conveniente no invitarla a la expedición. 
Llegamos a la cocina, deshacemos la escalera de las esponjas y el palito de Starbucks y a partir de ese momento paso un largo rato intentando que la araña se deje arrastrar por un cuaderno con el que intento sacarla de la pileta, pero todo es en vano. Cuando no se quiere no se quiere, y a este bicho el miedo lo pone terco y resistente. Cuando mi compañera (que me acompañó pero se quedó subida a una silla, por las dudas) vio a la patona se erizó y lanzó un grito: "¡A mí me dijeron que esa era de las malas!". Nos miramos. Yo no sé de arañas inocuas o venenosas, pero no me daba para seguir con la Odisea de la Pileta, que por otra parte amenazaba con extenderse por los siglos de los siglos amén o hasta que me llegara la hora de ir al liceo, siglo más, siglo menos. 
Y acá estamos. A treinta metros de la cocina, dudando si hemos hecho lo correcto y esperando oír en cualquier momento una exclamación desde la Zona de Peligro, que esperamos no venga seguida de un golpe y un suspiro de alivio, por lo menos.

(Aviso media hora más tarde: Miss Patas ya fue salvada gracias a la oportuna acción de otra compañera, que en dos segundos la sacó de la pileta para depositarla suavemente en los escalones que dan al subsuelo, donde esperamos no tener que internarnos en lo que queda del año (y del siglo). Comuníquese, archives, etc.)



Esto es así: salís para ir a caminar a la rambla pero como vivís lejos tenés que esperar un 405 que demora tanto que te terminás yendo a caminar por tu barrio, donde en una cuadra hallás cien pesos y en la otra una señora que vende libros a cien pesos, así que te volvés a tu casa con Miss Tacuarembó y un marcador de cuero de regalo hecho por la misma señora*. Win win. Y el que perdió los cien pesos... ni se va a dar cuenta de que le faltan. Esto se llama lógica de domingo. 
*”Al Lucero le gusta la claridad y al agua del arroyo la libertad “, dice el marcador que me da la señora. 
_¿Querés revisar y elegir otro?- me pregunta, pero le digo que no, que este está perfecto y combina bien con el libro. Paso por la panadería, compro dos polvorones para acompañar la lectura de la tarde y me vuelvo a Arbolito, donde extrañamente no hay ningún gato gris exigiendo comida.




Yo iba rumbo a la veterinaria a comprar comida para mis gatos. Ella andaba por ahí, paseando y buscando adoradores. Me miró y empezó a emitir sus habituales maulliditos amistosos, hasta que me senté en el cordón de la vereda y nos quedamos casi diez minutos conversando. Hubo un par de perros que pasaron (con o sin correa, con o sin humano) pero no parecieron interesados en su presencia. Yo sé que sos de alguien porque estás linda y con buen pelo, le dije al oído, y además te parecés mucho a Matilda, pero no sos. Ella se frotó contra mis piernas y las dos nos hicimos compañía, hasta que recordé que los otros estaban en mi casa casi sin reservas y que la veterinaria iba a cerrar a alguna hora del mediodía, así que le dije que nos veríamos otro día y retomé la caminata bajo el sol de noviembre, con un gorro en la cabeza y el tapabocas en el bolsillo. 
Mariela: inteligencia. Siempre me acuerdo del tapabocas: cada vez que salgo de mi casa después de volver porque no llevaba el tapabocas me lo pongo en el bolsillo de la pollera y rehago el camino tranquila, como quien tiene todas sus neuronas en orden y no anda por ahí olvidándose de las cosas.





Último día de clases regulares para mí en el IAVA. Pocos estudiantes en la vuelta. 
Uno me muestra su nuevo tatuaje de tres triángulos entrelazados, me explica que se lo hizo por una serie de complicadas coincidencias de 3 y 9s en su vida y remata (en el patio, en un recreo) con un sonoro: “ ¡y porque 3 fueron los períodos del mejor gobierno que tuvo este país en toda su historia!” 
Otro, que no hizo nada en el año y se pasó faltando, resulta ser un experto en mitología griega y me cuenta que tiene una novela terminada pero no sabe qué hacer con ella.
Una chica me pregunta por la prueba, le digo que ya aprobó el curso pero igual se queda en clase a hacer un trabajo que no es obligatorio. 
Otra, que pasó con buena nota, me pide si puede seguir viniendo en las semanas de repechaje, de onda. 
Son raros los gurises del IAVA, pienso. De los treinta y pico que tuve en cada uno de los cinco grupos terminaron abandonando en total 13 chiquilines, y hay unos 20 que se van al repechaje. Fue un año fácil en lo académico pero complejo (muy complejo) en lo anímico, en la organización, en la continuidad de las clases. Personalmente termino agotada. Bah, casi termino: aún me faltan dos horas con el grupo de la tarde. Me vendría bien un poco de sol y de arena con sonido de olas... Pero por ahora en mi mundo hay asfalto, papeles, autos, personas con tapabocas y alguien que estornuda sospechosamente frente a un té con limón ante la mesa de un bar. Shhh... no digan nada. Es parte del cansancio, ya se me va a pasar. Nos estamos viendo.



7.45. 7.45 de la mañana y se sube al 103 un señor que empieza a hacer una suerte de stand up desmayado y sin la menor gracia. “¿A qué le tiene miedo Batman? A que le Robin”, empieza, y agradezcan que no les sigo transcribiendo los “chistes”, porque a continuación nos bombardea con ocho o diez al hilo, todos igualmente malos y todos contados con el tono más soporífero que se puedan imaginar. 
Terminado el show nos regala un número musical que consiste en una canción religiosa que repite y desafina constantemente, algo del orden de “hay gozo en el río de Dios” (Dios que, nota al margen,  acabo de poner con minúscula pero el teléfono me corrige una y otra vez). De vez en cuando intercala sin la menor emoción unas exclamaciones del tipo: “vamos, vamos todos, cantemos todos”, mientras el público cautivo y en medio de un silencio glacial revisa celulares o mira distraído por la ventanilla. No hay aplausos al final, y no sé si alguien le dio algo, porque voy sentada en la primera fila. Al final se baja y se va a buscar otros públicos, quizás más afines a su humor o a su religion. 
¿Insensibles, nosotros, poco solidarios? Sí, sí... ustedes porque no lo escucharon. Increíble, pobre. Lo peor  (por lejos) que he oído en un ómnibus. 
Digno broche de oro de los cursos regulares de 2020, porque voy rumbo al último día de clases previo al improvisado repechaje de las próximas dos semanas. Y en eso estamos. Con la carpeta cargada de pruebas ya corregidas y con el almanaque que se comienza a organizar para el verano. Ta, eso último no tiene nada que ver, era para dar envidia nomás. 😎
Feliz jueves. Para mí lo será ni bien me logre sacar de la cabeza la voz sin gracia del muchacho machacando lo del gozo en el río de Dios... ay, diosssss... Creo que se me pegó. 




Queridos: si les mando un mensaje preguntándoles “Fulano, ¿eres tú?” mejor no lo abran, porque es un virus. Si les mando uno de “invitame a tomar un café que estoy harta de corregir pruebas” capaz que es mío pero igual no me respondan, y si les pido que vengan por casa y traigan un par de latas de atún, menos, que debe ser cosa de mis gatos y yo no tengo nada que ver. Están avisados.




Ta, yo le pongo onda a la corrección de los escritos, pero el barrio no me colabora. Primero fue un señor haciendo una colecta para no sé qué Asociación de Ciegos (que me pareció un chucu, pero en fin), después el nene de al lado golpeando con intención musical el portón de su casa con un estruendo digno de convocar a un helicóptero (pero por suerte no), y al final golpeó la puerta la señora que dos por tres viene a pedir comida, una que es una especie de gnomo de edad indefinida pero pasados los 70, a la que ya desde los tiempos en que mis viejos vivían en esta casa le decíamos "la Vieja Chiquita". Debe pesar 30 kilos, es una plumita y no mide más de metro y medio. Le di un par de cosas que aún me quedaban de la época de la colecta para los libros y cuando se las alcanzaba se me acercó y me dijo en voz baja: 
_ Gracias, m´hija. ¿A que no sabés que me pasó hoy?
_ No...
_ Me vino. 
_¿Eh?
_Sí, como lo oís: ¡me bajó!- dijo, indicando con un gesto que hablaba de la menstruación.
_ Bueno, qué sorpresa... cuidate.-le dije, pensando si sería consecuencia de la desnutrición o de la edad avanzada, qué sé yo, pero ella entendió lo de cuidarse en otro sentido, me sonrió pícara y dijo:
_ Sí, ahora que me vino me voy a tener que empezar a cuidar... 
Y se fue empujando el carrito de bebé en el que llevaba las cosas que los vecinos le habíamos dado, mientras yo volvía a las pruebas de la mañana de las que apenas he visto dos y me faltan unas 5476, o capaz que unas cincuenta, prueba más, prueba menos.




Último día de pruebas en el liceo (ya sé que había paro, pero esto era hoy sí o sí). Les reparto hojas de escrito firmadas, porque hace un par de días en otro grupo me hicieron un cambiazo y quedé un poco paranoica, y de repente los veo discutiendo muy animados, antes de que les diera la propuesta con las preguntas. 
_¿De qué hablan?-pregunté sorprendida, pero ni bola me dieron. Siguieron en lo suyo: 
_Para mí es una palomita.-decía uno. 
_Nooo... es un caracol.- porfiaba otra.
_¿Cómo va a ser un caracol?
_Mirá: esto de acá es la pata de la paloma...
Ahí entendí: estaban deliberando sobre qué diablos les había dibujado en la esquina del escrito. 
_¿Me están criticando mi maravillosa firma abreviada?
_Nooo... ¿Eso es una firma, profe?
_Eeeh... Bueno. 
Y ahí empezamos con la prueba. Escribieron bastante, tengo para entretenerme. 
(Dejando de procastinar y enfrentando la última maratón de correcciones en 3...2... Un capuchino y empiezo. Creo.)



Ta, yo le pongo onda a la corrección de los escritos, pero el barrio no me colabora. Primero fue un señor haciendo una colecta para no sé qué Asociación de Ciegos (que me pareció un chucu, pero en fin), después el nene de al lado golpeando con intención musical el portón de su casa con un estruendo digno de convocar a un helicóptero (pero por suerte no), y al final golpeó la puerta la señora que dos por tres viene a pedir comida, una que es una especie de gnomo de edad indefinida pero pasados los 70, a la que ya desde los tiempos en que mis viejos vivían en esta casa le decíamos "la Vieja Chiquita". Debe pesar 30 kilos, es una plumita y no mide más de metro y medio. Le di un par de cosas que aún me quedaban de la época de la colecta para los libros y cuando se las alcanzaba se me acercó y me dijo en voz baja: 
_ Gracias, m´hija. ¿A que no sabés que me pasó hoy?
_ No...
_ Me vino. 
_¿Eh?
_Sí, como lo oís: ¡me bajó!- dijo, indicando con un gesto que hablaba de la menstruación.
_ Bueno, qué sorpresa... cuidate.-le dije, pensando si sería consecuencia de la desnutrición o de la edad avanzada, qué sé yo, pero ella entendió lo de cuidarse en otro sentido, me sonrió pícara y dijo:
_ Sí, ahora que me vino me voy a tener que empezar a cuidar... 
Y se fue empujando el carrito de bebé en el que llevaba las cosas que los vecinos le habíamos dado, mientras yo volvía a las pruebas de la mañana de las que apenas he visto dos y me faltan unas 5476, o capaz que unas cincuenta, prueba más, prueba menos.





Es como cuando te avisan que no te vayas a enamorar de esa persona, que ese camino no puede terminar bien, y vos vas y te metes de pies y cabeza, porque total siempre están tus amigos para pasarte los años (o la vida) llorando sobre sus hombros. 
Con Philippe Claudel me pasa exactamente lo mismo, solo que es mi propia voz la que me dice que no me meta con un libro suyo, que no lo voy a poder soltar, que esta es época de pruebas, promedios y cierre de cursos, pero igual. 
Saludos desde un 103 en el que voy llegando tarde a mi trabajo. No, no al liceo: a la oficina, donde con salir más tarde y compensar el tiempo ya está bien y no hay problemas. 
“La investigación”. Algo de Kafka, algo de Levrero, algo de Claudel. Parece light al principio, pero después no te suelta. Voy a tener que leer algo en el medio antes de encarar el otro Claudel que me compré ayer, que por otra parte ya presté, porque los fanáticos del señor somos obsesivos y nos gusta compartir adicciones.
Feliz lunes.





El domingo cae suavemente sobre mi casa con aroma a canela y a puro Philippe Claudel. Pink Floyd acompaña a volumen amable y el cerebro se divide entre la lectura, el perfume del incienso y los sonidos, hasta que termina Wish you were here y en el segundo de silencio antes de que empiece el siguiente tema escucho los tambores de mi barrio sonando furiosamente. Los pibes de la Curva se resisten a callar y suenan y suenan, como sonaron por acá cerca toda la tarde las murgas y las voces afinadas celebrando el cumpleaños de algún vecino. 
Suenan y sueñan, había escrito mi celular, y era una linda imagen. 
El domingo se hace noche, y no importa si la resistencia tiene gusto a literatura, a candombe o Roger Waters. El arte puede más que sus helicópteros y sus disfraces de guapos y caza fantasmas. Y no nos van a silenciar.





Una me acosa desde la cocina, otra (que no es mía) vigila desde el frente, en tanto el amarillo de ojos celestes que estuvo unos días en mi casa hace dos semanas que se fue sin dejar dicho adónde iba y el viejito ya captó que si se borra durante las horas diurnas se evita el paseo en pet carrier hasta la veterinaria. 
Gatos: inteligencia. 
Humana: experta en postear cualquier cosa con tal de patear para adelante la corrección de unos veinte mil escritos de cuarto año, o quizas algunos menos. Ufff... Semanas complejas. Quiero ser gato y solo preocuparme por presionar a alguien para que me obedezca: “corríjame estos escritos, quiere?” Pero no. Debo seguir con trabajos sobre algo que parece que se llama “La vida del Lazarillo de Tormes, de sus facturas y adversidades”. 
Buenas tardes.



La mañana semi gris comenzaba a rodar sobre Montevideo. El 103 vino enseguida, lleno casi hasta la puerta, como es habitual a la siete y media de la mañana. Ya estaba buscando el teléfono para empezar a ver fotos y palabras cuando escucho la voz del chofer planteándonos una pregunta no tradicional:
_¿Alguien puede sacar a ese  perro que se coló? 
Todos salimos de los celulares y miramos hacia el piso, donde una criatura negra y blanca se paseaba de lo más contenta por entre el bosque de piernas y zapatos del pasillo. 
Como nadie atinaba a hacerse cargo lo llamé desde la puerta y lo encamine a la salida, por donde bajó sin mayores dificultades. 
Pero esa historia aún no había terminado.
_¡Se metió otra vez! -exclamó el chofer. 
Parece que el bicho quería sí o sí  viajar con nosotros. Como ya me había hecho cargo de él la primera vez ahora todos los rostros del ómnibus se volvieron a mirarme. El perro no había subido en mi parada, pero no importaba: ya era mi responsabilidad en tanto no saliera del 103. 
_¡Vamos, vení! - lo fui acercando a la puerta, pero él esta vez no iba a permitir el desalojo con facilidad. Sin el menor atisbo de miedo o confusión se fue derecho hasta el chofer y se acostó junto a sus pies, desde donde se puso a mirarme moviendo la cola, divertido. Tuve que dejar la mochila en piso y tomarlo con las dos manos (era un perro pequeño) hasta conducirlo a la escalera y darle impulso para que bajara a la vereda. Ahí seguramente hubiera intentado subir de nuevo, pero el chofer le ganó de mano y cerró la puerta antes de permitirle el tercer intento. 
El perrito se quedó en la parada, acompañado por las sonrisas de los que esperaban otro bus, quizás sabedores de que esa historia estaba destinada a repetirse. Yo seguí mi viaje, anotando mentalmente que podría darme una vuelta a la tardecita y llevarle un poco de comida, si es que seguía en la zona.  Y aquí voy, sentada ya (porque el 103 se vació en pocas paradas), aguantándome las ganas de sacarle unas foto a la chica de enfrente, que lleva un tapabocas de seda amarillo bordado con perlas blancas. Para que vean que no siempre soy buena gente, digo, pese a los que algunas de estas crónicas puedan sugerir. 
Buenos días.





"¿Cómo vestirse en las microcelebraciones de la nueva normalidad?"
Como siempre, la prensa se ocupa de mantenernos al día con los temas importantes, pienso, mientras veo que en la nota de Mdeo Portal tres diseñadoras "se unieron para mostrar alternativas útiles y looks posibles para novias y madrinas del 2020." Los novios y padrinos que se ocupen de encontrar vacunas y salvar al mundo: las mujeres parece que tenemos otras prioridades.
En eso me viene a la mente que hace años que no entro a El País, y con sorpresa veo que el 2020 se llevó puesta la sección "Con M de mujer" dejándonos una escueta "eme" que da consejos sobre jardinería y sobre cómo remover las manchas del tapizado del auto, entre otras cosas. El mismo perro con distinto collar, en fin. 
Como siempre, termino en el horóscopo de Susana Garbuyo (léase con tono cheto), quien me dice que los Aries hoy tenemos "un día para estar en paz con amigos de Libra Acuario y Geminis. Búsquenlos". Sí, la coma y el tilde te los debo, pero ese no es el problema. El problema es que a los de Libra les plantea que "siguen con la Luna en su signo y eso les dará el poder de hacer lo que ustedes quieran, solo Aries los podrá contrariar hoy. Actúen con audacia". ¡Susana Garbuyo nos está metiendo en líos! O quizás tiene una amiga de Aries que desea enemistar con alguien de Libra, hummm... 
Gracias, El País, por sacarnos de la realidad y meternos por un ratito en una mala novela decimonónica donde todo parece tranquilo pero en verdad está bordado de pequeñas intrigas. Y ustedes, Librianos, ojito conmigo, que hoy los voy a estar buscando para contrariarlos. Están avisados.



Mi amigo de la cooperativa es profe, como yo, y hay días en que el tiempo entre mi turno vespertino y sus clases en el nocturno nos dejan una horita para merendar y ponernos al día en el bar del barrio.
Hoy estábamos de gran charla sobre las pruebas finales, sobre los entrenamientos intensivos de los últimos días y sobre el récord de casos en Cerro Largo cuando un nene de unos siete años se asomó a la puerta y le pidió algo de comida a uno de los deliverys. Nosotros tomábamos un té y estábamos liquidando una porción de torta dulce, no había chance de compartirle nada. Igual le hubiéramos pagado algo si el bar se lo negaba, pero a los pocos minutos le dieron un paquetito. Él se fue contento sin abrirlo, por lo que supusimos que estaría yendo a su casa con las pizzas o lo que fuera que le habían dado. A la media hora apareció otro niño, esta vez con un perrito negro, y también a él le dieron un paquete de algo para que llevara a su familia.
_ ¿Esto está pasando seguido? –preguntamos a la moza, que es una de nuestras amigas.
_ Siempre; cada vez más. Y cuando cerramos, a la una, esto se llena. Vienen niños, gente grande, a veces caminando o a veces en carro. Acá no se va nadie sin algo de comida. A veces se les prepara leche caliente, se hace lo que se puede. No saben lo que es esto cuando estamos por cerrar. Lleno...
Cuando salíamos mi amigo y yo el nene del perrito negro se estaba despidiendo del delivery más joven, que le preguntaba si no se animaba a esperar un ratito a que salieran unas pizzas, así le daban algo más.
_No, no me puedo quedar, porque si no mi mamá se preocupa. –respondió el niño, antes de comenzar a caminar con su mascota, que tenía pinta de ser tan chiquita como él.
La noche ya estaba cayendo. Mi amigo se fue a sus clases y yo volví a mi casa.
No me importa de qué partido es el color del que gobierne, ni si es consecuencia de la pandemia: yo a esta tristeza de ver niños pidiendo por la calle ya la vi. La vi en los años setenta, la vi en la crisis del 82´, la vi en el 2002. ¿Cómo hace la gente que va por la vida sin ver? Y los otros, los que ven pero se lavan las manos diciendo “yo no los voté”, ¿tampoco tienen ojos?
Hagamos algo. Cada uno desde su trinchera, desde sus posibilidades o desde su lugar en el mundo, pero hagamos algo.
Mientras tanto, un aplauso para los del bar de mi barrio. Si antes ya los quería, ahora más (y no me digan que la caridad no ayuda y bla: con hambre no se puede pensar, dice la canción, y es una verdad grande como una casa, o un bar, una ciudad… o un mundo).
2020 sigue avanzando cual Atila imparable, pero tiene que haber una forma de volver a sembrar sobre sus pasos. Que no pueda con nosotros. Hagamos algo.




El grupo de entrenamiento: bitácora de un cansancio anunciado
_ Bueno, vamos a empezar con una entrada en calor trotando hasta el muro. _dijo el profe, y aunque los tres cincuentones evitamos mirarnos sabíamos que estábamos pensando lo mismo: los veinteañeros con pinta de futbolistas que se unieron hoy a nuestro grupo nos iban a cambiar la tónica amable y medio dolce fer niente del entrenamiento de las ocho de la mañana. Divinos, los gurises. Uno con short de Nacional y otro vestido de Peñarol. El de Peñarol era medio petisón y tenía piernas de futbolista: los dos hacían cada ejercicio unas doscientas veces mejor que cualquiera de nosotros y seguro que después no les quedó ni el menor recuerdo de la clase a nivel de cansancio o de dolor, en tanto que una anduvo toda la tarde sintiendo que las pantorrillas emitían mensajes de auxilio y clamaban a gritos por una silla.
_ Ahora galopas. Levantando rodillas. Talones a la espalda. Laterales. 
Diego extrajo de su acervo gimnástico todas las formas posibles de tortura y nos armó circuitos interminables, incluyendo una especie de tablita ovalada que se apoya sobre un cilindro y pretende que los seres humanos logren hacer equilibrio apoyándose en ella, que no se deja seducir y es la imagen misma de la perversión hecha tabla. 
De todos modos defendimos con gallardía nuestro nivel de rendimiento (o eso intentamos fingir, por lo menos). Cuando terminó la clase nos despedimos con una sonrisa y partimos hacia nuestras casas a paso rápido, como si no estuviéramos destruidos. Por la tarde vi a uno de los gurises saliendo de otra sesión de ejercicios con Diego, que estaba rodeado de veteranas (léase sexagenarias, para marcar la diferencia con una, que está en otro nivel). No me quedó claro si le estaban pidiendo una clase para ellas o si lo habían agarrado de hijo.
Todo esto para explicar que una por la tarde no estaba en condiciones de cargar con el gato viejo en el pet carrier hasta la veterinaria, aunque justo es decir que la criatura colaboró con la salud de su humana desapareciendo la mayor parte de la jornada (lo que no deja de ser una buena señal). Por eso me fui sin él, pedí un antibiótico para darle mezclado con la comida (“aunque no es lo mismo”, me rezongó veladamente la doctora) y se lo administré molido y disimulado entre la carne picada, con todo éxito.
Después me tiré en la cama a escuchar a la Pichot y quedé profundamente dormida, tanto que cuando abrí los ojos y vi que por la ventana entraba la luz del día mi primer pensamiento fue: “puta madre, ya es de mañana, me dormí y falté al liceo… ¿Hoy tenía prueba? ¿Qué hora es?” Ahí activé la computadora y vi que eran las siete y cuarto de la tarde. 
Moraleja: no entrenes con veinteañeros. Y menos con futbolistas. 
(Ay!)



Lunes. 
Cielo gris. 
Siete horas de oficina y una de clase.
Parada técnica a la vuelta para comprar carne picada en Tienda Inglesa (porque yo soy vegetariana pero mis gatos no, y aunque ellos eran vagabundos la carne del Disco no te la comen).
Llegada a casa. Dejo la mochila. Voy al baño. Bajo. Tomo al gato viejo por sorpresa. Salgo con él encerrado en el pet carrier y una vez más miserablemente engañado 
Apenas cruzo la calle veo a mi amigo taxista. Me llevás? Sí. Bueno. 
Dos doctoras nuevas. Le dan antibiótico. 
El gato se hizo pichí. Ni siquiera lo sacamos del todo de su cajita. 
Vuelvo caminando a toda velocidad para que el bicho no se estrese más tiempo del mínimo necesario.  
Llego a casa. Abro el pet carrier. Todo cagado. 
Media hora después el universo entero (menos el gato) huele a Agua Jane, incluyéndome. 
Le mando mensaje a mi amigo para ir a bar pero no contesta. 
La gata Matilda, que  ha comido como un chanchito, sigue acosándome con la mirada. 
El viejo me da la espalda. 
Lunes.
Cielo gris.
Y en eso estamos.




El viejito León duerme feliz sobre su sillón, mientras la humana espera el momento adecuado para agarrarlo por sorpresa y meterlo en el pet carrier. Tengo que llevarlo a la veterinaria TODOS los días para inyectarle un antibiótico, porque está en la lona. Suerte que las fotos no vienen con olor, porque créanme: no se aguanta. Tiene todas las enfermedades posibles, y yo no encaraba llevarlo al doc porque él (el gato) es muy arisco y no lo quería enloquecer, pero no hubo más remedio. Al final se portó bien, y el nuevo veterinario es un amor. El mío adorado se fue del país hace un par de años, dejándole el consultorio a un veterano que no me inspira confianza. Ayer llamé a ver si se lo podía llevar pero le erré al número y di con otra clínica, a una 8 cuadras de casa, así que lo tomé como una señal y allá fui. Pensaba que me lo iban a querer eutanasear (será como sea que se diga) y ya iba preparada para defenderlo, pero no: el muchacho está dispuesto a luchar para que el viejito salga adelante. 
En un cuarto de hora voy otra vez a la veterinaria, con el pet carrier tapado (para que el gato no vea para afuera y no se estrese), y si me cruzo un taxi mejor, pero a veces no aparecen...
(Gato enfermo + pruebas finales del liceo para corregir = aaaaaaaaaaay!)




Vichando los recuerdos de otros años en esta red me acabo de dar cuenta de que en 2020 no va a haber foto de fin de año con el grupo, salvo que sea en el patio -con todos separados- o que se llene de rostros con ojos pero sin sonrisas. Tampoco me dio para hacer el parcial artístico que habitualmente evalúa esta segunda parte del año... Y ni siquiera termino de conocerlos. ¿Cuánta gente valiosa me pasó por el jopo sin que yo me enterara? ¿Cuántas clases creativas, cuánto arte quedó por desarrollar si nos hubiéramos visto? 

Nadie sabe qué va a pasar el año que viene, pero una cosa tengo clara: si nos seguimos viendo poco, si seguimos con la distancia y el tapabocas, voy a apostar -aún más- a mover a los escritores, dibujantes, actores y todo tipo de artistas que encuentre entre mis grupos. No sé si el arte nos salva, pero es el mejor camino. Y en eso estamos.




Vaya una a saber por qué suenan las notas del himno patrio en el bar al que vine a tomar un té con empanada (si, una sola, aunque el corrector me tire un plural de incredulidad y sí, con té -sin limón y sin azúcar, en este caso). En la tele (a varias mesas de distancia) pasan la noticia de un asesinato, y frente al Mides hay una manifestación de empleados que no cobran su sueldo desde hace meses. La gente va por la calle con tapabocas aunque camine sola bajo el sol de noviembre a mediodía. En mis clases de estos días ya casi que voy despidiendo a mis alumnos, a algunos de los cuales todavía no les aprendo los nombres, porque los veo poco y una semana por medio. 
2020 sigue raro, especialmente por estos lados: todo está entreverado y va perdiendo el sentido. Quién soy, dónde estoy, por qué no le aclaré al mozo que mi empanada era al horno. Dudas existenciales, estimados. 
Para compensar, los dejo con el menú de Las Palmas (o con algunos de sus adornos, por lo menos)
Ps: Raro el corrector del celular: en vez de adornos me escribió primero afórenos y después adorémoos. Rarito. Muy 2020.



Aquí y ahora. Se escucha el mar murmurando inquieto detrás de las dunas. El pueblo poco a poco va entrando en modo sábado a la noche aunque sea domingo y pandemia y 2020. La noche se tiñó de anaranjado a la salida de la luna y los barcos se quedaron dormitando sobre la arena como gatos caseros que juegan a estirar el tiempo en los sillones del living. Hay un concierto de aromas y sabores y risas y voces que se expande por las calles de tierra, se fusiona con el vaivén de las olas y propicia el olvido de toda otra cosa que no sea aquí y ahora. Y en eso estamos.