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martes, 31 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 15. Sucedió el último invierno




Ahí estaba yo, caminando de nuevo por la avenida que llevaba a nuestra playa. Cada paso que daba parecía encajar en el molde de otros pasos, míos o ajenos, porque éramos muchos los que habíamos realizado a través de los años la misma peregrinación en busca de las mismas respuestas. Solo que esa vez era invierno, y nadie parecía moverse en la pequeña ciudad recostada al océano, como si el pacto únicamente se renovara bajo el sol del verano, en una procesión vertiginosa de autos, comercios y luces. El cielo nublado y el viento de la tarde realzaban la desolación del paisaje. Las marcas de viejos arreglos en el pavimento remedaban un entramado de cicatrices que yo conocía. Un mapa de heridas y ausencias, mi alma, triste como la calle, como las nubes cada vez más negras, como el ruido del mar a lo lejos. No había nadie en ninguna parte, pero no era momento de detenerse y derrumbarse a llorar en un banco del puerto. Restaba poco del día y era imperioso arribar al lugar exacto, a la última hora de luz en que la iglesia estuviera abierta.
La vieja iglesia de La Candelaria. Pintada de un celeste color cielo que nunca terminó de gustarme, hacía ya cien años que presidía la zona del Faro y levantaba erguida su vieja campana de bronce para llamar a los fieles a la misa de los domingos. Allí iba yo aquel viernes de julio, persiguiendo un indicio tan sutil como la espuma de las olas.
Podría haber ido por la calle, qué más daba. El tránsito se limitaba a un par de bicicletas y un auto azul destartalado que me cruzó despacito, como tratando de no interferir con mi soledad. Entre tanta inmovilidad y silencio me detuve a observar a una gaviota que se había enseñoreado del pavimento. Ella también estaba sola. La seguí por media cuadra, hasta que se cansó del juego de apurar el paso para no permitirme adelantarla. Por un momento pareció preferir la seguridad de la vereda, y los dos caminamos en paralelo. Casi sin darme cuenta sonreí, por un momento, pensando en el dúo cómico que haríamos a los ojos de un espectador ajeno, el viejo de pasos largos y la gaviota a los saltitos. Dejé de verla cuando aceleré el ritmo, porque el viento se hacía cada vez más helado y la luz se iba demasiado aprisa. Los años comenzaban a pesarme más de lo debido, y mis torpes intentos de apurar el paso no eran más que patéticos esfuerzos por emular al joven que había sido. Aún no usaba bastón, ese era mi orgullo secreto. Aún no usaba bastón, pero bien sabía que el precio era alto, y a la noche lo pagaría en dolor y entumecimiento.
Cuando llegué a La Candelaria la puerta aún estaba abierta. Me colé antes de tener tiempo de arrepentirme, y tras persignarme me paré en el centro mismo de la nave, bajo la araña de caireles que contemplaba desde abajo como a un gigantesco mandala suspendido del infinito y señalando mi centro.
Respiré hondo, y esperé.
La señal que había ido a buscar era tan vital como incierta. Si es que ella aún estaba allí en alguna forma, yo debía saberlo. Era el día de nuestro aniversario, en el mismo sitio en que realizáramos un juramento mentiroso. “Hasta que la muerte nos separe”, habíamos dicho, pero no era cierto, porque ni la muerte podría cortar nuestro lazo. Ya hacía ocho años de su muerte. Yo seguía yendo a nuestra iglesia cada 12 de julio en busca de respuestas, y aunque nunca recibí una señal inconfundible debo decir que el llanto me liberaba en parte de la pesada carga de ser el que se queda, aunque la sensación era fugaz y poco consistente. Las lágrimas se iban y no venía el consuelo.
Esa tarde lloré, como siempre. Cómo hubiera podido evitarlo. Lloré parado sobre la estrella del piso, en el centro mismo de la nave, frente al altar mayor. Lloré hasta que una mano en mi hombro me recordó quién era y dónde estaba.
_ ¿Puedo ayudarlo en algo? Ya estamos por cerrar.
No podía ayudarme. Le agradecí con un gesto y salí a la noche sin estrellas, donde empezaban a caer unas gotas heladas. Estaba solo a esa hora. Ni siquiera la gaviota había quedado en la calle. La luz del faro con su silenciosa intermitencia alumbraba de a ratos el camino a mi casa. Traté de no pensar.


Un sonido molesto se repitió durante un rato en mi cabeza antes de que advirtiera que el teléfono estaba sonando sobre la mesita de luz. Era mi hijo, para avisar que mañana traería a los mellizos a almorzar con el abuelo. Los niños me extrañaban, dijo, y hasta habían hecho unos dibujos que querían regalarme para adornar las paredes vacías de mi cuarto. Me preguntó cómo me adaptaba a la residencia de ancianos y le contesté que bien, bárbaro, sin problemas.
_ Bueno, viejo, mañana nos vemos, entonces. Cuidate, ¿eh? Tengo mil cosas para contarte.
_ Bueno, hijo, muy bien. Hasta mañana.


Al otro día no hubo necesidad de avisarme de la llegada de mis visitas a la residencia: las voces de Cata y Gabriel me lo anunciaron desde mucho antes. Tenían cinco años; estaban en esa edad en que el silencio es un concepto aún no aprendido. Entre abrazos y besos, una vez que lograron desembarazarse de los mitones de gamuza con que su padre había intentado protegerlos del frío, se sentaron conmigo, uno a cada lado del sillón, y me dieron los dibujos. El de Nahuel representaba un paisaje marino recortado contra un cielo azul donde los rayos del sol se hacían gruesos y fuertes. En el de Cata, en cambio, había una calle gris y desierta, rodeada de nubes de tormenta, donde solo se veía una gaviota caminando.
_ ¿Y este pajarito? ¿Qué es?_ pregunté.
_ No es un pajarito, ¡es una gaviota!_ aclaró Gabriel, quitándomelo de las manos mientras su hermana explicaba, mirándome con sus enormes ojos oscuros:
_Es un amigo mío, abuelo, pero yo te lo presto. Como hace mucho frío le pedí que te acompañara si algún día estabas triste y no tenías a nadie cerca.


Los años han hecho de mí un viejo llorón, qué duda cabe. La ciudad seguía gris y vacía, pero ya no importaba. Cuando pude hablar de nuevo le pasé un brazo por los hombros a mi hijo y salimos en busca del único restaurante abierto en esta zona del balneario.
_ Y, contame, Cata, ¿cómo es tu maestra?
_ ¡Ay, es buenísima! Ayer aprendimos diptongos. ¿Vos sabés lo que son los diptongos?
_ Los aprendí pero hace mucho, no me acuerdo. ¿Me contás qué son?
_ ¡No, ella no, yo te digo!
_ Bueno, me cuentan los dos. Uno explica los diptongos y el otro pone un ejemplo, ¿ta?

Fue tenue y duró menos de un segundo pero lo vi. Un pequeño rayo de sol se coló entre las nubes y sonrió entre nosotros, mientras seguíamos caminando. El mediodía de domingo por fin parecía ir mejorando; unos buenos ravioles con tuco nos harían entrar en calor en un momento, y todo iba a estar bien, por un rato. Al menos por un rato.

lunes, 30 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 14. Operación verde


I
El encuentro

Eran las seis de la tarde, un jueves de primavera. Mi relativa concentración frente a la laptop y el trabajo para la facultad se vio interrumpida por unos chillidos de cotorra desesperada en el patio del frente. Era algo así como un “¡crcuíiik!”, acompañado por unos “mieowweeeu” que conozco a la perfección: son los maullidos de Griselda, mi gata barcina, la única cazadora de la familia. Largué el trabajo y me disparé hacia la puerta. Llegué a tiempo para ver parte de la persecución, que culminó con las fauces de Griselda alegremente rellenas de una masa verde plumosa. Le di un sorpresivo sopapo que logró liberar a la víctima, pero la víctima no era muy viva, al parecer, porque fue derechito a esconderse atrás del enano de jardín, dejando a la vista un 80% de su anatomía. La cacería fue reanudada. Griselda actuaba a velocidad vertiginosa, yo veía como mil gatas que trataban de esquivarme, hasta que al fin la atrapé y pude encerrarla dentro de la casa. La víctima, para entonces, se aferraba a su silenciosa e inmóvil posición de solo cabeza escondida entre el enanito y los ladrillos de la pared del jardín, y no me animé a tomarla con la mano porque ya tengo experiencia en picotazos de loro y porque (¿a qué negar lo evidente?) la valentía no es lo mío.
Tras mil proezas, gritos y amenazas de por medio, logré entrar a la casa y volver a salir sin que la gata se escapara. Había ido a buscar un repasador y el pet carrier. Aldo me pedía desde adentro que no asustara más a Griselda, que estaba aterrorizada por mis gritos y que solo quería probarnos lo buena que era cazando para garantizar su sustento, pero yo no estaba para admirar predadores.
Volví a la zona del enanito. Intenté agarrar a la cotorra con el repasador pero se me escapó y se fue derechito al rincón que queda entre la cucha de las gatas y la pared del muro lindero con la casa de la vecina. Primero insistió en dejar la mitad el cuerpo a la vista; al rato se avivó, y se internó en el corredor entre cucha y pared, de diez centímetros de ancho. Imposible meter la mano en un espacio tan pequeño: había que mover la cucha. Moverla implicó en realidad desarmarla, sacando primero el techo y después la pared del fondo, hasta que al fin la casi merienda de Griselda quedó a la vista y pude tomarla envuelta en el repasador, para dejarla suavemente en el pet carrier hasta que se le pasara el susto.
Con la jaula en la falda traté de mirar a la víctima con actitud evaluatoria. No estaba lastimada, y en el patio no había ni una pluma, pero tenía la cola demasiado corta. Quién sabe si volaría. Resultaba imposible soltarla en el frente, donde andaban cuatro o cinco  perros en la vuelta. A todo esto el resto del destacamento felino de la familia  (Bruna, Roldana, Beta y Tania) no se enteró de nada: solo siguieron disfrutando de su plácida siesta de veinte horas por día. Griselda me estuvo persiguiendo desesperada por toda la casa hasta que la saqué al patio del frente, donde pasó largo rato olfateando para ver si reencontraba el juguete verde.
Con el tema felino controlado, abrí la reja del fondo. Aldo y yo subimos al techo para iniciar la operación de despegue. Fuimos hasta el límite con el baldío del fondo al que todos le llamamos “la quinta” aunque nunca se plantó nada y es solo media manzana tapada de árboles y yuyos, y ahí abrimos la puerta del pet carrier. El bicho salió volando bajito, pero volando, y se quedó posado en el piso entre unos árboles, a unos diez metros del muro de la casa. Nos miramos con expresión de misión cumplida. ¡Qué linda la sensación de salvar una vida! Ya me estaba postulando mentalmente para algún capítulo de Biography de AyE Mundo, aunque en mi fuero íntimo siempre supe que las buenas acciones rara vez trascienden las fronteras del hogar.

II
La identificación

Salía a la tarde siguiente para ir el liceo cuando me crucé con Christian, el vecino de enfrente, que preguntó si había encontrado el plumerío en mi patio. Se ve que había sido testigo del inicio de la persecución y daba por  sentado el deceso de la víctima, pero no contaba con mi astucia. Trepé imaginariamente a un pedestal de unos tres metros antes de comunicarle que la había salvado.
_ ¿No se murió la cotorra, entonces? ¿Y dónde la tenés?- preguntó muy interesado y con cara de preocupado.
Bajé metro y medio del pedestal, por las dudas.
_ La solté a la quinta… ¿Por?
_ ¡Porque era nuestra!- contestó, antes de salir raudo y veloz a dar la vuelta a la manzana, a ver si desde el alambrado del otro extremo de la quinta la podía divisar. Fui con él, mientras me contaba que era de su tía, que se había mudado a su casa hacía un par de semanas. La cotorra era muy mimosa, y la tía estaba desesperada pensando que mis gatas se la habían comido. En vano esforzamos nuestros ojos tratando de encontrarla entre los yuyos y plantas de la quinta. Como tenía las plumas cortadas no podría haber ido lejos, pero ni Christian ni yo encaramos traspasar el alambrado, por aquello de invadir la propiedad ajena, que demás era de la embajada rusa y ya se sabe que con los rusos no se juega ni allá ni en ningún lado. Salí hacia el liceo hecha un mar de confusiones, a la vez que mi auto adjudicado status de heroísmo se iba diluyendo un poco más a cada paso. Qué difícil es ser bueno en este mundo.

III
Sonidos 

La escucho. Está en la quinta, gritando. ¿Está pidiendo ayuda? No puedo verla, pero la escucho. ¿Le avisaré a Christian? ¿O será que esta es la oportunidad de la víctima para iniciar una nueva vida sin jaula ni vieja que le pida que aprenda a decir cosas repitiéndole hasta el cansancio gansadas que ella no entiende ni quiere aprender?
Aldo, a quien transmito mi dilema moral, opina que hay que decirles que el bicho sigue ahí porque seguro que después del cautiverio la pobre no debe saber comer ni defenderse y al no poder volar resulta que la salvé de una muerte rápida para condenarla a una lenta agonía por inanición, pero igual no les digo nada. No estoy segura de que no pueda comer sola, y yo ayer la vi volar. No mucho, pero la vi
_ No la viste volar: la viste caer en picada- acota Aldo.
De todos modos a la tardecita él le contó todo a Christian. El vecino no se animó a entrar a la quinta porque está prohibido, hay vecinos que denuncian si ven a alguien merodeando, y más si está oscureciendo. Me propongo mentalmente acompañarlo mañana y ver cómo nos metemos en la quinta, porque a veces una rubia inspira menos sospechas que un morocho, y además porque en la charla con Christian me contó que a la cotorra no la tenían presa en una jaulita sino que andaba suelta en la casa, y que por eso le habían cortado las plumas, para que no se fuera muy lejos.

III
La noche

¡La pucha, cómo diluvia! Me la imagino tiritando y haciendo glup, glup, glup, mientras a su alrededor la marea creciente sube y sube, tapándola sin piedad. Estará estornudando, o desvariando por el frío, diciendo frases humanas sin sentido para ver si alguien viene en su auxilio… “Prrr… la patita…lorita… prrrr!” Sigue lloviendo. ¡Maldito Ramis, que dijo que no caía ni una gota de agua en todo el fin de semana!

IV
Mañana de sábado

Me levanto temprano, confiando en poder retomar el trabajo interminable de Humanidades, y en el momento en que pongo el agua para el té de limón en la taza un sonido del mundo exterior llega repentinamente a mi conciencia. ¡Hay máquinas de cortar pasto! ¡Están cortando el pasto de la quinta!
En medio segundo pasaron por mi cabeza las más variadas imágenes de cotorra despedazada por filosas cuchillas. Sangre y plumas verdes, una pata, un pico, unos ojos aterrorizados. Dejé té, dejé trabajo, dejé todo y salí. Di la vuelta a la manzana y entré por el portón de la quinta, que estaba abierto. Cinco hombres cortaban el pasto con bordeadoras, divididos en sectores. Pensé que iba a ser difícil hacer toda la historia, pero no hizo falta. Apenas nombré a la víctima, me dijeron:
_ ¡Ah, la cotorra esa! Sí, la vimos, y nos imaginamos que era de alguien. Anda por ahí, a los saltitos.
Me acompañaron hasta un grupo de árboles donde la habían visto, pero ni rastros de ella. Volvieron  sus sectores y siguieron trabajando mientras yo, con una maceta de plástico vacía en la mano y un repasador colgado de la cintura, me dedicaba a recorrer todo el terreno que, como dije, abarca media manzana. Era difícil esto de buscar algo verde entre lo verde. Caminé, tanteé con una varita, llamé, enfrenté a las tarántulas y posibles alimañas como una hora, pero nada. Tenía miedo de pisarla, porque el pastizal me llegaba a la rodilla. Las hojas pinchudas de los yuyos se me pegaban al jogging, que iba incorporándolas, de modo que pasaba de violeta a verde. Varios abrojos se me prendieron a las medias, y los championes se empaparon. Hice técnicas de control mental para ver si la invocaba mágicamente pero se ve que la cotorra era resistente a este tipo de manipulaciones, porque ni pío. A todo esto, los cortadores de pasto avanzaban a gran velocidad en su tarea, limitando cada vez más la probable zona de refugio.
Decisión desesperada: di la vuelta manzana, volví a mi calle, y busqué a la dueña, a ver si llamándola ella el bicho daba señales de vida. Pero no. La doña anduvo un rato gritando “¡Tati! ¡Tati!”, sin el más mínimo asomo de respuesta, hasta que concluyó que la Tati andaría escondida por el miedo, y que no iba a haber quien la hiciera aparecer. Se volvió a su casa, yo me quedé media hora más, y también hice lo propio. Cuando volví mi té ya estaba helado. El tiempo me dio justito para hacerme otro y salir para el liceo, donde debía estar a las diez. De todos modos los muchachos del pasto iban a estar tratando de no cortar muy al ras del suelo, me dijeron. Les di las gracias, y me fui.

V
Luz verde

Vuelvo del liceo al atardecer, cargada con los mandados, y ya voy llegando a mi portón cuando oigo la voz de la tía de Christian que me grita desde enfrente:
_ ¡Preciosa! ¡Ya apareció!
Los del pasto le habían traído a la Tati hacía unas horas. Estaba agotada, muerta de hambre y de sed, pero entera.
Entro a mi casa contenta, pensando que esto de las heroicidades cuesta mucho trabajo y que a ver si me pongo las pilas con el informe de Humanidades, que desde el jueves no avanza ni media carilla, y yo no quiero que en mi capítulo de Biography de A&E Mundo digan que ando dejando las cosas inconclusas.

domingo, 29 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 13. Omertá



_ Dale, empezá vos.
_ No, no. Arrancá vos. Yo no sé qué decir.
_ Yo tampoco.
Hubo una pausa. Andrés y yo nos quedamos mirando un par de puntos indefinidos en el horizonte demasiado cercano del sótano del taller. Alrededor empezaba poco a poco a crecer un rumor al principio indeciso. Había unas diez personas conversando de a pares bajo la consigna de elegir una culpa personal para contarle al de al lado. Las voces iban ganando en volumen y velocidad; lo que empezó siendo trabajoso ejercicio de verbalización terminó convertido en diálogo entusiasta. Se escuchaban preguntas, exclamaciones, cambios de tono. Era tentador zambullirse en aquel mar de peligros ajenos, cerrar el cerebro y dejarse flotar, pero en mi pequeño subgrupo de dos la consigna no iba encontrando ni media palabra.
Nos miramos.
_ Qué difícil que es esto.
_ No se me ocurre nada.
Sacudí el pelo como para volver a su sitio a dos o tres culpas que levantaban la mano pidiendo la palabra. No, no. Vos no. Vos tampoco. Vos ni te lo sueñes. 

Después empecé a hablar.
Mi historia no llevó más de tres o cuatro minutos. Le conté a Andrés la culpa de una vez que estaba sola en mi casa y dejé morir a una tarántula que se había enganchado en la persiana. Sé que estuve mal, pero tenía miedo y el miedo me había paralizado. Al final fue fácil contarlo, y además era cierto. 

Pero no era todo.
Andrés habló de su infancia en Artigas, de las salidas de gurises a matar pajaritos.
_ Hoy no lo haría- aclaró por las dudas de que yo lo estuviera puteando por dentro- pero en esa época era normal y a nadie le importaba. Capaz que sigue pasando, no sé. Igual yo justifico al que mata para comer, ¿eh?, pero nosotros lo hacíamos… no sé, por maldad, o porque había que hacer algo. Éramos chicos.
Mientras Andrés hablaba yo miraba las huellas del tiempo en las maderas de la vieja mesa del boliche donde teníamos el taller literario. No quería incomodarlo con un par de ojos inquisidores, aunque pareció que al final la historia le salió fácil. Probablemente era cierta, probablemente no era todo. Él también debe de haber estado diciendo “No, no. Vos no. Vos tampoco. Vos ni te lo sueñes”.
Cuando nos dimos cuenta el tiempo del ejercicio había pasado, y los dos seguíamos charlando. Nos sentimos mejor, ya podíamos aflojarnos y hablar de otras cosas. De vez en cuando nos llegaba el eco amortiguado de algunas palabras encerradas peleando para salir, pero no les íbamos a hacer caso. Solo faltó que nos diéramos la mano:
_ ¿Pacto de silencio?
_ Pacto.
En vez de eso Andrés me recomendó una película y yo le comenté algo de un cuento de Levrero. En cierto momento se hizo la hora de salida del taller y nos despedimos hasta el próximo martes. 
El peligro había sido conjurado, por el momento. Ya era tiempo de seguir con nuestras vidas.

sábado, 28 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 12. Mi mejor amiga



Honestamente, nunca pensé que fuese capaz de hacerme aquello. Yo la quería; la quería como se quiere a los que nos acompañan desde hace años, a los que han sido y son fieles depositarios de todos nuestros pensamientos, a los que acompañan todos nuestros sueños.
Pero lo hizo.
La primera pista debió dármela Raúl, cuando me recriminó que hubiera dejado de responder sus mails. Raúl, mi compañero de Facultad, aquel flaco de ojos verdes con el que durante los últimos meses habíamos mantenido una relación que bordeaba los límites del coqueteo pero que no se había atrevido a ir más allá de las bromas o alguna mirada expresiva. 
Fue un poco extraño que justo cuando iniciábamos las vacaciones, en el momento en que las cosas entre nosotros parecían irse (por fin) encaminando a una concreción él de pronto se hubiera borrado así de mi vida. Ni un mail, ni un comentario en el Facebook, ni siquiera un impersonal “Me gusta” de cortesía cuando colgué mis fotos del fin de semana en Piriápolis, en las que se advertían los resultados del tiempo invertido en el nuevo gimnasio del barrio.
Raúl desapareció de la noche a la mañana y nada supe de él hasta que me lo crucé hace un mes, en la fotocopiadora.
_ ¡Hola, perdida!_ me increpó con una sonrisa que tenía algo de forzada.
_ ¿Cómo que perdida? El que se ha perdido es otro, que yo sepa._ respondí, sin poder evitar defenderme a la primera oportunidad, como siempre.
_ ¿Eh? ¡Si te mandé como mil mails! Y vos ni escribís ni contestás. ¿Qué pasó, Laurita?
_ Pero… pará, pará, que hay algo que no entiendo. ¿Vos decís que me has estado escribiendo? ¿A mí?_ pregunté, ya de lo más confundida.
_ Sí, a la dirección que tenías. ¿La cambiaste?
_ No, es la de siempre. ¡Qué raro! No recibí ni uno.
Llegamos a una conclusión, si no lógica, al menos posible: algún cataclismo cibernético nos había jugado una mala pasada. Nada grave, después de todo. Ya reconciliados, pronto nos despreocupamos del tema para dedicarnos a asuntos más placenteros. No era cosa de seguir perdiendo el tiempo, que bastante valioso resultaba.
A partir de ese día nos acostumbramos a intercambiar mensajes por teléfono. La comunicación se hizo fluida e interesante, de modo que prescindimos de los mails y fuimos descubriendo entre charlas y mensajes lo maravilloso que es asomarse al interior de un nuevo alguien. Un otro.
Dos semanas más tarde se produjo una nueva situación inexplicable. Raúl había resultado ganador de un concurso de fotografías urbanas organizado por la Intendencia Municipal de Montevideo y me llamó para contar que varias de sus fotos y una entrevista que le hicieron estaban ya colgadas en la página de la Intendencia. Pero yo no pude hallarlas. Recorrí de arriba a abajo toda la página y nada, ni rastro de Raúl ni de las fotos, ni siquiera una mención al concurso. Es verdad que entre una noticia del Centro Comunal de Peñarol y otra sobre cambios de horarios de atención se veía un recuadrito en blanco vacío, pero supuse que sería alguna clase de publicidad novedosa o un error de la página, y no le di importancia.
Esa misma tarde había quedado en reunirme a estudiar con mi amiga Leonor, quien apenas llegué a su casa me recibió alborozada:
_ ¡Felicitaciones a la novia del fotógrafo! Te lo tenías calladito, ¿eh, querida?
_ Eh… No, calladito, no, nada que ver. ¿Vos cómo te enteraste? _ le pregunté mientras subíamos rápidamente a su habitación, pues no queríamos que nos encontrara la mamá, que es de las que dan charla y no te dejan ir.
_Lo vi recién, en la página de la Intendencia._ me contestó.
_ ¿En serio?
_ Sí, claro. ¿Por?
_ Porque siempre entro a esa página: qué raro que no haya visto nada. A ver, mostrame.
Y allí estaban. Seis preciosas fotos y una página y media de entrevista con el galardonado fotógrafo Raúl Iturria, “una joven promesa en el registro casual de los fenómenos ciudadanos”, al decir del redactor.
El recuadro en blanco no existía en la pantalla de mi amiga, y lo de Raúl estaba justo entre la noticia del Comunal de Peñarol y lo de los cambios de horario de la Intendencia.
Quedé un poco amoscada. ¿Por qué no podía visualizar el artículo y las fotos en mi computadora? Tal vez existían problemas de configuración, me dije, como si supiera lo que significaba.
Pero no lo eran.
El martes pasado estaba intercambiando mails con Soca, mi profesor de Derecho Penal, tratando de convencerlo para que extendiera por una semana el plazo de entrega de un trabajo. Cuando llegó Raúl, que venía a hacerme una corta visita en el tiempo que le dejó una clase de consulta cancelada a último momento, le conté en qué estaba. Él, cuyo padre había sido toda la vida amigo del catedrático, quiso sumarse a la cruzada y participar del diálogo con Soca, pero no llegó a escribir mucho: a la primera palabra se incorporó de un salto con un grito:
_ ¡Me dio un choque! ¡La laptop me dio una descarga! _exclamó con cara de loco.
_ Imposible, Raúl, ¿no ves que está a batería?_ le pregunté, tratando de no reírme de su reacción.
Él la miró con atención y después se pasó un rato repitiendo que sin lugar a dudas eso había sido un choque, hasta que logré calmarlo y hacerlo volver al mail, donde Soca seguramente empezaba a impacientarse. Si terminábamos por aburrirlo la extensión del plazo para el trabajo se esfumaría de un momento a otro. Convencí a Raúl de intentar escribirle nuevamente, pero no llegó a completar una palabra cuando se repitió punto por punto la escena anterior, solo que ahora los gritos iban en un crescendo, así como su expresión de susto, cercana al terror.
_ Es ella… ¡Tu laptop me está dando corriente!_ repetía como en estado de trance, mientras llegaba un correo de Soca confirmando que ya se iba a desconectar y que el plazo del trabajo no se modificaba_ ¡Te quiere para ella sola, trata de echarme!
_ Pero Raúl, ¿qué decís?
_ ¡Te digo que me odia! ¡Está celosa porque me das más corte a mí que a ella, pero yo no soy un archivo que se pueda mandar a la papelera! ¡No, no y no! ¿Me oís? ¿Me oís? _ gesticulaba y gritaba interpelando a la laptop, que se mantenía tranquila y silenciosa sobre la mesa del living.
_ Me estás preocupando, Raúl. ¿Estás enfermo? ¿Cómo te va a odiar un montón de plástico y metal, un aparato, una máquina igual a todas las máquinas del mundo?
Fue entonces, juro que fue en ese mismo momento que la computadora, la colaboradora de mis proyectos, fiel depositaria de mis ideas y mis sueños, se apagó. No sé qué pasó; solo vi que las luces parpadearon un instante, la pantalla se puso oscura y ya no volvió a encenderse.  
De eso hace cuatro días. Los técnicos no dan con la tecla; el de hoy es el quinto sitio al que la llevo y todos coinciden en que no entienden qué sucede, que el problema debe ser muy complejo, que tal vez si la llevo a la fábrica de origen...
A veces estoy tentada de hablarle. De decirle que la extraño, que no es para tanto, que su reacción fue desmedida, que podríamos intentar llevarnos bien, que Raúl trabaja y estudia todo el día y yo podría estar con ella muchas de mis horas... Pero no me animo. Tal vez mañana. Eso. Mañana voy a ver si le conecto la cámara de fotos, que aún conserva las imágenes del fin de semana sin Raúl en Piriápolis, y en una de esas, a lo mejor las luces vuelven a encenderse. Si eso pasa voy a prometerle al menos un par de horas por día de mi atención exclusiva, que bien se la merece. Y si a Raúl le molesta… Bueno, después de todo, Raúl no es el único hombre del mundo. Se pone pesado con lo del estudio, solo quiere rendir, y no le gustan los recreos. Además ronca, y si se pone nervioso arranca a comerse las uñas; yo lo he visto. No, decididamente, Raúl no es el que yo creía. Mañana mismo se lo digo.

viernes, 27 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 11. Invierno 2002: la semana que duró cien años



LUNES 29/7: Un frío espantoso. Salí de casa a las siete y cuarto rumbo al Dámaso mirando para todos lados, porque la semana pasada un tipo en bici me siguió una cuadra como con intención de robarme, hasta que me metí en un almacén conocido y se alejó pedaleando. Todo normal en el inicio de la semana, incluso mejor que normal, porque por la noche fui con mis dos practicantes favoritos de tres y mis 64 alumnos favoritos de 400 al teatro El Galpón a ver El Avaro, con Héctor Guido, que estuvo excelente, pese a que era la tercera vez que la veía. ¡Qué lindo, qué lindo! Salimos renovados de tantas carcajadas, cargados de energía, distendidos. Al llegar a casa se me ocurrió mirar el informativo de la noche y se diluyó la alegría. La directora de una escuela del barrio Conciliación (que no ubico, pero debe ser muy lejos) estaba diciendo que un par de niños fueron este lunes con diarrea y dolor de estómago porque la madre les había dado pasto hervido con sal para comer. Los comedores públicos, aparte de que no dan abasto, no funcionan los fines de semana, y agarrate si tenés dos gurises y cero pesos porque hasta el lunes, nada. A veces piden en los ómnibus, dicen, pero no sacan más de 25 pesos por día.    

MARTES 30/7: Los martes no trabajo, pasé en casa. A mitad de la mañana empecé a oír por la radio que se venía un feriado bancario. Los cajeros automáticos se llenaron de gente, hubo colas hasta el mediodía, cuando la cosa se concretó, y chau chau adiós. Jorge, claro, salió a decir que era SOLO POR HOY, pero nadie le creyó. Las radios y la tele evitaron mencionar la palabra corralito, que parece quedar fuera de su diccionario, excepto la 36 y la 1410. Parece que hubo un expreso pacto de silencio, se limitaron a leer el comunicado oficial y aquí no ha pasado nada. Además hubo una misteriosa reunión de los directivos de la banca privada con Atchugarry (el de Economía) y el embajador de Japón, de la que nada trascendió. Uno comienza a sentirse tan desinformado como en la Edad Media.

MIÉRCOLES 31/7: El feriado se extiende hasta el lunes por lo menos. Los cajeros empiezan a funcionar y se tapan de gente. Hay robos a la salida. Se refuerza la guardia policial. Primeras repercusiones a nivel liceal: algunos alumnos abandonan porque no pueden pagar el boleto, hay familias que deciden a cuál de los hijos lo siguen mandando al liceo, hay docentes que temen que no cobremos, que esto sea una forma de no reconocer que no hay para pagar los sueldos, un concierto de rumores, hipótesis y lamentos. Aunque yo no me entero hasta el jueves, el miércoles por la tarde se produce un saqueo a un supermercadito, casi un almacén, cerca de Aparicio Saravia. Era como ver la Argentina de diciembre: veinte o treinta tipos reventando las rejas y chapas de la entrada, colándose por los agujeros, sacando lo primero que manoteaban. La dueña, trató de ahuyentarlos gritando que los milicos ya venían y era cierto, pero llegaron media hora después de ser llamados. Habla Atchugarry y todos esperamos ansiosos su palabra esclarecedora. No dice nada, excepto que seguimos esperando el dinero del fondo, que ayer se anunció que estaba, pero hoy parece que no.
Nota de color: al término de la entrevista (en la que no se aceptaban preguntas de la prensa) viene una funcionaria con una torta de cumpleaños para el ministro con velitas encendidas, ante la cual todos le cantaron el queloscumplasfeliz. Si estuvo rica no lo puedo afirmar, porque a los televidentes no nos dieron.

JUEVES 1/8: Paro parcial del PIT con marcha al mediodía, por lo cual mis clases de la mañana se vieron muy despobladas. Los gurises tenían miedo de no tener ómnibus para sus casas. Fue poca gente a la marcha; el frío debe haber colaborado. Yo pasé la tarde en babia oyendo a Dolina, corrigiendo escritos, y a la hora del informativo se me vino el alma a los pies con un bombazo de noticias surrealistas: ocho, o trece, o dieciséis, o treinta saqueos a comercios, situaciones de violencia, caos, gritos, llantos y policías.
Nota graciosa que salva este momento: un coracero, con escudo y todo, va a patear una canasta celeste que le obstruye el paso mientras avanza en bloque con sus compañeros. La canasta se le tranca en el pie y lo acompaña fielmente durante seis o siete pasos mientras él conserva el ritmo para no romper el bloque. Fin de la nota graciosa.
La gente se atrincheraba detrás de los carritos para apedrear a los milicos, los coraceros corrían, había curiosos, aquello era irrepetible, capaz que lo vieron, no lo sé. A todo esto, hay por la noche una cumbre de entre casa, con Batlle, Lacalle, Tabaré, Sanguinetti, Atchugarry y alguien del Banco Central. Los periodistas se congelan en las afueras de la "residencia presidencial" y cada poco rato repiten lo mismo: no hay novedades. Allá por la medianoche termina la fiestita, pero oh sorpresa, sin declaraciones. Todos se van en sus autos, con unas caras de perro que nunca les habíamos visto. Medio país contiene la respiración. Yo me hago un té de tilo, aunque quizá una grappamiel hubiera estado mejor.

VIERNES 2/8: Está bravo para dar clases, los ánimos andan por el piso en gurises y profes. Yo estoy dando la Biblia, encima el Sermón del Monte: "Bienaventurados los pobres de espíritu..." Relacionamos texto y presente; no es lo mismo pobres de espíritu que pobres, ni los pobres de Palestina en la época de Jesús son como los nuestros, como no es lo mismo pobreza que miseria, pero así y todo no tengo ganas de dar clases, ni ellos de recibirlas.
Vuelvo a casa caminando (son cuarenta minutos, hace bien) y me sorprende el despliegue policial: me cruzo con cuatro o cinco patrulleros, cuando en general no hay ni uno. Paso prendida a la radio pero poco se sabe, excepto que las condiciones del Fondo para el tan mentado préstamo de los 1500 millones implicarían el cierre de la banca estatal, entre otras cosas. Cuando alguien que sabe maneja números, todos temblamos. No repito lo que he oído porque se me trabucan cifras y porcentajes, pero tengo claro que el panorama es desolador. Como dijo Tabaré: ya no estamos en el Titanic, sino en los botes.
A la tardecita, un rato antes de irme al liceo, por la ventana del frente veo en el muro de la casa de al lado que hay cinco o seis tipos parados, mirando hacia la puerta. En pleno desarrollo de psicosis imaginé que habían comenzado los saqueos a casas particulares, y peor aún cuando escucho que empiezan a empujar las rejas, gritando que les abran. ¡Mamma mía! Llamé a Aldo, que estaba trabajando. ¿Qué hago? No los conozco. ¿Y si vienen para acá? Ya es tarde para cerrar las rejas del frente, mejor me escapo por el fondo. Ahora se van dos, quedan cuatro, hablan con alguien. Los dos que se fueron vuelven, traen una carretilla con leña. Ah, eran amigos del vecino, estaban jorobando con lo de empujar las rejas. Aldo me toma el pelo y pregunta si la leña no será para incendiar la casa. Igual quedo medio en pánico y dudo si ir al liceo, pero arranco.
A las dos cuadras me llamó la atención que el almacén del barrio estaba cerrando, aunque eran las cinco de la tarde. En Rivera y Luis A. de Herrera el bar ya tenía las cortinas bajas. Cuadras más adelante una veterana me pregunta si sé por qué está todo cerrado, y recién ahí advierto que todos los comercios tienen rejas y candados. Decido tomar ómnibus, y en la parada empiezo a escuchar que saquearon un supermercado en Ramón Anador y Rivera, cosa rara porque no se juntan. En el 185 todo el mundo habla de lo mismo: los saqueos. Llego al liceo en el momento en que lo están cerrando; se suspenden todas las clases hasta el lunes, profesora, vaya con cuidado y mejor quédese en su casa. En la parada, más rumores. 500 tipos robaron la Tienda Inglesa de Propios, están cortadas 18 de julio y 8 de octubre, se habla de medidas prontas de seguridad para esta noche. Empiezan a pasar todos los ómnibus expresos, así que en medio de la locura tomo un taxi, llego a casa aún de día y me encierro totalmente. Hablo con mi madre, y en eso llega Aldo. Ambos se pelean para sacarme de encima, mi vieja dice que no se aceptan devoluciones pasados los dos años. Al final llamamos a un conocido que es médico, y me trae una caja de Valium. Tomo uno entero y termino el día chocando con las paredes. 

SÁBADO 3/8: Parece que lo de ayer no fue más que una ola infernal de rumores, según la prensa, y aquí no ha pasado nada. Igual lo dudo, porque mis primos en el Cerro vieron el saqueo a un almacén frente a sus casas, así que me sigo sintiendo desinformada y perdida. Por suerte no trabajo. Fui a la feria de mi madre (pese a que me dijo que no fuera, por las dudas) y todo estaba tranquilo, en un día de sol precioso. La mayor violencia se dio a la tarde entre Aldo y su amigo Cristian, que probaban un jueguito nuevo de computadora de esos de matar y conquistar territorios. Y pasó el sábado.

DOMINGO 4/8: No hay novedades. Hierro acusó de los saqueos del jueves (orquestados, según Stirling, porque fueron a la misma hora y en barrios bien alejados, aunque todos periféricos) a la corriente de izquierda, que es un grupo dentro del frente, pero ellos ya respondieron que si Batlle renunciara el principal beneficiario sería el Foro Batllista, que asumiría el poder, así que bien pudo ser Hierro el orquestador. La misma basura política de siempre. Todos pensando en las elecciones futuras, en sus banquitos del parlamento, en todo menos en el hambre y la desesperación de la gente. 
Hablando de hambre, son como una y media. Nos habían invitado a un almuerzo preparado por un francés, pero parece que por malentendidos idiomáticos le erramos al convite, que en realidad era cena, por lo cual voy a ver si preparo algo. Aldo se fue a Tristán Narvaja, pero a mí no me interesa la feria si no tengo plata para comprar libros. Juro que no quiero bajonearlos, sino acercarlos un cachito a estos días tan particulares, que no sé cómo se verán desde afuera, y de paso liberarme un poco de tanta cosa que tengo trancada ya no sé si en cerebro, corazón o alma. Capaz que desde Madrid o Miami todo se ve más claro. O capaz que en cualquier momento terminamos nosotros también viendo las cosas desde otro lugar, posibilidad que empezamos tímidamente a barajar. Yo no me quiero ir, pero ¿quién deja su casa por vocación de emigrante? En fin.
Me voy a hacer algo rico y calentito, y a terminar "El vuelo de la reina", de Tomás Eloy Martínez. Esta noche voy al teatro (sin alumnos) y después a la cena de cocina francesa. ¿Quién dijo crisis? No me contesten, por ahora.  

jueves, 26 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 10. El domingo de la cebolla



Mis viejos llegan a Montevideo a las ocho de la noche. Cuando aparece ante mis ojos el ómnibus blanco y azul de Rutas del Plata ya hace media hora que los espero en la parada, tiritando entre el viento y la llovizna, agotada después de una jornada de trabajo que empezó a las cinco y media de la madrugada. Inés y el Cele vienen abrigados, traen las caras rojas, se bajan del ómnibus con dos bolsas de hacer los mandados y un bolso térmico color turquesa promocionando a una tienda de Río Branco. Los saludo con un beso en la mejilla y pregunto por el viaje. Bien, dice él. Ella cambia de tema y se pone a elogiar qué lindo que está el barrio, los edificios nuevos y los bares que antes no había. Mientras caminamos hasta mi casa insinúa algo de que los viajes la ponen nerviosa pero yo sé qué no es cierto, porque siempre dice que le encanta venir a Montevideo. Le pregunto si pasó algo hoy en especial; ella mira hacia adelante y murmura:
_ Yo qué sé… Cosas.
No vuelve a abrir la boca hasta que llegamos, dejamos los bolsos en el living y se sientan en la cocina.
_ ¡Qué lindo ese gordito! ¿Es tuyo?- pregunta mi viejo mirando a la gata gris y blanca, que olfatea a los dos viejos como evaluando si traerán atún, o por lo menos sardinas.
_ No es un gato, Cele, es Matilda. -explica mi madre con cierto fastidio- Vos ya la conociste la última vez, hace dos años.
_ Ah. ¡Mirá vos! No me acordaba.- responde el Cele, y se queda mirando por la ventana. En un momento se para, se asoma al fondo y me mira con la sorpresa pintada en la cara.
_ ¿Y el galpón? ¿Qué pasó con el galpón?
_ Lo achiqué.- respondo, al tiempo que pongo agua en la jarra térmica para una merienda- Como no tengo auto para hacerlo entrar por el fondo, hace diez años que achiqué el galpón y gané un poco de patio. ¿No te gusta?
_ Sí, sí, está bárbaro.-Se queda mirando las paredes de ladrillos, el deck de madera y las plantas aún mojadas por la llovizna, hasta que siente que Matilda se le acerca y se le refriega en una pierna. Él le acaricia la cabeza; la gata empieza a ronronear.
_ ¿Y este gordito? ¿Es tuyo?
_ Sí, se llama Matilda. Es muy buena, te va a caer bien.
Mi madre emite un suspiro que solo ella y yo escuchamos.
_ ¿Quieren que haga algo para comer?- pregunto, como si no conociera la respuesta.
_ No, no, Mari, no hagas nada, que nosotros nos trajimos la comida. Acá están las milanesas, y las galletas de campaña... En esta botellita puse un poco de Sprite, porque sé que vos no tomás refresco.
_No, no tomo, pero ya les compré una Coca. Tirá esa Sprite vieja, haceme el favor.
_ ¡No, nena! ¡Si está riquísima! Está nuevita, de ayer. ¿Cómo la voy a tirar?
Va junto a la mesada y se pone a desenvolver uno tras otro un montón de paquetitos, unos de papel y otros con bolsas de nylon que crujen al ser examinadas. Saca galletitas, sobres de té y un bollón de plástico con azúcar. La miro atónita. Cada vez que aparecen por mi casa creo que estoy curada de espanto, pero ellos siempre se encargan de desmentirlo.
_ ¡No me jodas que se trajeron el azúcar!
_ Y sí, porque vos tomás edulcorante.
Ahora soy yo la que suspira, mientras Matilda los mira con simpatía. A ella le caen bien los viejitos raros, especialmente mi madre, que saca de una bolsa una feta de jamón y se la da hecha un rollito. Mi gata come y ronronea.  
Yo miro a mi vieja rebuscar entre sus veinte paquetes hasta que saca la cuchara del azúcar para el mate y el vaso de vidrio con redondeles azules que usa para poner un chorro de agua fría cuando toma, porque el Cele siempre pone el agua muy caliente y a ella le gusta tibia. Es re petisa, mi vieja. Antes medía un metro con cincuenta y seis; ahora no llega al metro y medio, me dice cuando le cuento que al otro día me voy a sacar el carnet de salud porque es sábado, y no tengo tiempo para ir entre semana. Mi vieja mide un metro y medio, es petisa, flaca y barrigona. Tiene casi ochenta años, el pelo totalmente blanco, un clavo en la rodilla y unas articulaciones tan gastadas que se levanta varias veces en medio de la noche, porque el dolor no la deja dormir. No se calla un segundo, salvo cuando el estado del Cele la supera. Igual se recupera enseguida, y sigue. No importa si una está leyendo, viendo la tele o hablando por teléfono. Mi madre habla, y si me ve con el celular se pone a mirar lo que escribo. No le da curiosidad mi vida privada, es solo que no entiende el concepto. Y habla. Cuando llega m turno y empiezo a decir algo me mira como concentrada y va diciendo “sí… sí…”, pero no es que escuche: solo está esperando una pausa para arrancar con lo suyo. Y así. 
_ No sabés todo lo que me hizo antes de salir- me larga en lo que cree que es un susurro, mientras el Cele sube al baño a lavarse la cara por el cansancio del viaje y a tratar de acertarle al water al orinar.- Primero perdió los pasajes, después los guardó adentro del auto. Sacó toda la ropa del ropero y la tiró arriba de la cama, porque dijo que yo no le había dejado nada para ponerse. Se enojó porque le pedí que dejara todo así, que si nos poníamos a arreglar íbamos a perder el ómnibus, y en el camino me preguntó veinte veces las mismas cosas. Está cada vez peor, yo no sé lo que hacer con él.
Le digo que la comprendo pero me resulta imposible ponerme en sus zapatos, y también comento que tenemos que hacerlo ver con un doctor, aunque sé que él no se va a dejar llevar. Ella dice que el estrés del viaje lo pone peor, que son muchas horas de ómnibus, que en la casa es un santo y que a veces pasan días sin que se le note, pero yo no le creo del todo. Hace rato que dejé de creerle cuando se pone negadora, y ella niega cualquier cosa que no sea esperanzada.  
Suenan pasos bajando la escalera. Cortamos la charla.
_ ¿Y este gordito en la ventana?- pregunta el Cele, y yo ya estoy a punto de explicarle que es una gata y que se llama Matilda, cuando veo que esta vez al que mira es al gato macho, también gris y blanco, que hace rato que nos vigila desde afuera sin decidirse a entrar a la cocina.
_ Ah, ¿ese? Se llama León, pero él no lo sabe. Yo le digo el Viejito.
_ ¡Es lindo el Viejito! ¿Qué tiene en el ojo?
_ No sé. Amaneció así ayer, con ese ojo cerrado. Ya traté de limpiarlo con suero pero no se deja. Cada vez que me acerco sale corriendo.
_ ¿Y no tendrías que llevarlo al doctor?- me pregunta, preocupado.
_ Tendría, sí, pero ¿quién lo lleva? Es medio rebelde. No se deja tocar por nadie. Yo no puedo con él.
_ Y bueno, si él no quiere…
_ Y sí, si él no quiere…
Esa noche los dos están agotados por el viaje y se duermen temprano en la cama grande de mi dormitorio. Yo apago la computadora a la medianoche y me acomodo con Matilda en el cuarto chico, en la vieja cama de mi adolescencia que se queja y rechina porque ahora peso más y me acuesto más temprano.
Cuando me levanto al otro día a las siete ya están mateando en la cocina con todas las ventanas cerradas, como siempre. Abro las cortinas para que entre la luz, converso alguna cosa y me voy sin desayunar a sacarme el carnet de salud.
Vuelvo a las tres horas, preocupada porque la oftalmóloga me dijo que sería conveniente que leyera las letras del cartel en vez de tratar de adivinarlas. La dentista también me estuvo rezongando, y estoy segura de que el examen de sangre me va a dar mal, porque no estoy consumiendo nada de proteínas. De la balanza, mejor ni hablar. Vuelvo a casa muerta de hambre por el ayuno, y sin darme cuenta ando todo el tiempo murmurando en voz baja. De dónde voy a sacar horas para el dentista y el oculista si desde marzo no tengo un fin de semana libre. Ni tiempo de ir a caminar tengo. Y qué voy a hacer con estos viejos, que cuando empiezan a decaer se van a vivir a 500 kilómetros de mi casa, vienen una vez cada dos años y se traen hasta la cucharita del azúcar.
No hay nadie cuando llego.
_ ¿Dónde se metieron?- le pregunto al entrar a la gata, que me mira y maúlla pidiendo atún, o por lo menos sardinas. 
Deben de haber ido a visitar a algún pariente. Podría aprovechar para estudiar o sacarme de encima los escritos pero no, ya sé que no, porque mientras mis viejos están en casa no me concentro, no leo, no pienso, no escribo, no dibujo, no nada. Solo miro el reloj y pienso que se van el domingo, y que si me hago la boba hasta entonces quizás pueda conjurar la angustia y hacer como si todo siguiera siendo más o menos igual, como antes.
Siento el picaporte de la puerta del frente que se mueve. Es mi viejo. Tiene cinco meses menos que mi madre, pero no lo parece. Él también rebajó unos centímetros. Cuando le compro remeras ya no elijo los talles grandes, porque está cada vez más flaco. Se saca los lentes y los pone con cuidado encima de la mesita junto a la ventana.
_ Hola.
_Hola. ¿Dónde estabas?
_ Fui hasta lo de Valmar.
Valmar es el hermano más chico, que recién llegó a los 70 y vive a una cuadra de casa. Hace tiempo que le vengo contando del estado mental del Cele, pero no me cree.
_ ¡Qué lindo este gordito!- dice de pronto mi viejo. -¿Es tuyo?
_ Sí, es mi gata, ¿te gusta? Se llama Matilda.
Por fin, cuando ya hace rato que el Cele se asoma por la puerta del frente y repite que Inés se está demorando pero que seguro que no le debe haber pasado nada aparece mi vieja, que estaba visitando a sus hermanas. 
Viene contenta, despejada. Por un rato vuelve a ser la misma de hace unos años, cuando venían de visita y el tiempo era una fiesta. Ahora los dos almuerzan sus milanesas con puré de zapallo, y cuando terminan suben a hacer la siesta. El gato viejo aparece en la ventana de la cocina apenas dejan de estar a la vista, me mira con un solo ojo abierto y pide atún, o por lo menos sardinas. Yo decido que no voy a trabajar hasta que ellos se tomen el Rutas del Plata de la vuelta, guardo los papeles y llevo los escritos para el cuarto chico, por las dudas que el Cele me los pierda.


De tarde salen a visitar a una tía que tiene diez años más que ellos, y yo aprovecho a hacer algo que no me haga pensar: saco todo del mueble de la cocina y reviso las fechas de vencimiento. Tiro paquetes sin abrir de arroz, lentejas y fideos. Todos los condimentos (menos la canela) terminan en la basura. Tiro latas, restos de chía, paquetes de Royal y un kilo de yerba. En cierto momento saco un táper cerrado y me lo quedo mirando.¿Qué diablos tengo yo en este táper? Trato de adivinar el contenido antes de abrirlo; me divierte pensar que puede ser algo que me sorprenda en medio de las latas con arvejas y los frascos de café apilados en los estantes. El táper es redondo, pequeño, de plástico blanco, y cuando lo sacudo parece tener algo suelto. 
Cuando lo abro miro el contenido y por un momento me viene un cimbronazo existencial. Adentro del táper no hay nada, salvo tierra. Un montón de tierra suelta. ¿Por qué guardo tierra suelta en el armario, desde cuándo, para qué? Me esfuerzo por llegar a una respuesta, trato de inventar razones, pero nada: no hay un recuerdo que ordene la memoria. Quizás la llevé al trabajo para alguna maceta. O es tierra con semillas que iba a plantar. Tal vez fue una broma, o un error. 
Esto es muy raro, o tal vez no, no es raro, es natural. Se llama herencia, genes, destino. Yo qué sé cómo se llama.

La noche del sábado me acuesto temprano y dormimos de un tirón  Matilda y yo. A la mañana mi madre se va al supermercado, a buscar cosas que no encuentra en su pueblo. El Cele va a lo de su hermano y vuelve con él a los diez minutos.
_ Mari, perdóname, ¿podés creer que perdí tus llaves?- dice desde la puerta, con la cara descompuesta por los nervios. Me apresuro a tranquilizarlo.
_ No te preocupes, vos no llevaste mis llaves.
_ Ah, ¿no las llevé?
_ No, no. Inés llevó las suyas, yo tengo acá las mías. Pensaste que sí, pero no, no te preocupes.
Mi tío desde atrás me lanza una mirada que no necesita interpretación: acaba de entender todo y viene en mi auxilio. Invita a mi padre a volver a la casa de él para seguir la charla que interrumpieron por el asunto de las llaves. Mi viejo duda pero termina por aceptar. Se da media vuelta y los dos comienzan a alejarse por el repecho caminando juntos hasta que el Cele se para, empieza a tantearse los bolsillos y pone cara de preocupación.
_ ¿Vos sabés que no encuentro mis llaves?
Mi tío vuelve a mirarme, pero ya estoy cerrando la puerta: que se lo explique solo. 
Paso un rato ordenando mi casa, barriendo las migas de galletas de campaña que se adueñan del piso cuando vienen mis viejos, y lavando el piso del baño. Al rato aparece mi madre y por primera vez en mucho tiempo tenemos una charla sincera y preocupada. Me asegura que va a tratar de sacarle el auto, y yo le digo que le creo pero que no se duerma, que no empiece a patear para adelante, que las cosas van a ir empeorando.
_ Es que esto no viene de ahora- me dice- Yo me he puesto a pensar, y hace como quince años que tu padre empezó con cosas raras. Una vez me acuerdo que me faltaron las monedas que teníamos para el cambio de la feria y él dijo que no las había tocado, pero después las encontré en su mesa de luz, apiladas por tamaños. Es lo mismo que tuvo tu abuelo, lo mismo de los hermanos mayores.
_ Ya sé que esto viene de hace tiempo. ¿Vos no te acordás cuando le vendió los sillones del living a un feriante por doscientos pesos?- le pregunto.
_ ¿Doscientos pesos? No me acuerdo.
_ Estás peor que él. ¿No te acordás que les quedó el living vacío? Un sábado yo vine a visitarlos y estaban los dos mateando en las sillas plegables, con los bizcochos y el termo en la mesa ratona.
Me mira como queriendo ubicar el recuerdo, pero no. 
El silencio le pesa en el alma. 
Comienza a hablar de sus hermanas, de los cuentos de antes que recordaron cuando las visitó ayer de tarde, de la gata del Cele que lo debe estar extrañando y de la manera en que yo tendría que lavar el piso del baño para que quedara más prolijo. Habla y habla sin hacer una pausa, hasta que el movimiento en el picaporte nos indica el regreso de mi viejo.
_ ¿Cómo te fue, Cele?
_ Bien, lo más bien.
Se ponen a cocinar ravioles de verdura de Tienda Inglesa y discuten si van a comer cien o la mitad, hasta que ponen setenta. Mientras acomodan platos y vasos empiezo a buscar las llaves de la cocina. Siempre están en la mesa, pero ahora no aparecen. Reviso sin decir nada los muebles, miro a ver si asoman de la camisa del Cele, pero no. Nada.
_ Mari, ¿qué buscás?- pregunta mi vieja y le digo que unos papeles, que ya van a aparecer. A los diez minutos encuentro las llaves en el bolsillo de mi mochila y recuerdo que fui yo quien las puso ahí, para que el Cele no las perdiera. 
Esto es muy raro, o tal vez no, no es raro, es natural. Se llama herencia, genes, destino. Yo qué sé cómo se llama.

De repente me vienen unas ganas horribles de llorar, justo a mí, que nunca lloro.
La voz del Cele me saca de mis pensamientos, solo para tirarme de nuevo y de cabeza a la oscuridad: 
_ ¡Qué lindo este gatito, y qué gordo, Mari! ¿Es tuyo?
_ Sí. Es una gata, se llama Matilda.- digo, mientras miro el reloj con disimulo.- Es muy buena, te va a caer bien.
Aún faltan cuatro horas para que se vayan. 
Hago de cuenta que me importa mucho empezar a hacer la dieta, y me pongo a cortar una cebolla.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Historias desde la cuarentena, 9. Malvín quedaba lejos.




Si la inundación de la calle de mi abuela hubiese sido en julio probablemente el suceso habría pasado sin pena ni gloria, pero era enero. El sol pegaba fuerte sobre los muros bajos y los portones de metal pintados de negro, los que se cerraban con un pasador sencillo para que entrara el lechero pero el perro no se escapara.

En esa época a mi viejo lo habían mandado al seguro de paro en la metalúrgica, así que yo aprovechaba y todas las tardes le pedía que me llevara a jugar con las primas. Él decía que sí, porque si no visitaba a la familia se ponía a escuchar la radio y se amargaba. Mi madre, en cambio, prefería quedarse en casa aunque las paredes eran de chapa y el calor de la tarde las ponía peor que nunca. Yo no la entendía.

Hasta lo de la abuela había nueve cuadras. Podíamos ir caminando, si no hacía mucho calor, aunque la mayor parte del tiempo yo aprovechaba a usar la Ondina, mientras mi viejo iba a pie sosteniéndola por atrás, a la altura del portaequipajes. Los Reyes me la habían traído demasiado grande; no podía controlarla, apenas me dejaban sola perdía el equilibrio y me iba al piso. El camino era de piedritas y tierra, y además estaba caliente, porque era enero. Yo no quería caerme.

La inundación de la calle de mi abuela no duró mucho: solo un día. Cuando mi padre me contó que se había acumulado tanta agua que aquello parecía una playa pensé lucir mi malla de baño azul y roja, la del cinto con hebilla dorada que todas me envidiaban, pero mi madre me obligó a ir con la verde floreadita, ese mamarracho que me regaló la tía Mirtha cuando cumplí los ocho, en noviembre.
_ ¡Esta porquería es horrible y me queda gigante!- había dicho yo, tratando de sumar un par de lágrimas al argumento, e incluso agregué que la malla floreada me tapaba hasta las rodillas como en las fotos de 1900, pero demasiado bien sabía que cuando mi vieja se ponía terca no había forma de convencerla.
_ Mariela Beatriz- dijo al final, con una seriedad sin paciencia- O vas con la malla que te regaló tía Mirtha o te quedás en casa, y se terminó.

Salí rezongando por dentro aunque sin pronunciar palabra, porque a mi viejo no le gustaba que me peleara con mi mamá. Si le decía algo para ponerlo de mi lado él iba a salir con que las nenas tienen que obedecer a los mayores, esas cosas que los grandes repiten cuando no tienen razón, así que opté por callarme y concentrarme en la Ondina. De todos modos iba contenta, porque iba a ver una playa en la calle de  mi abuela, y eso era algo que nadie nunca había visto. En Malvín sí había una, pero en mi barrio hasta esa tarde no habíamos tenido nada parecido.

No se veía ni una nube en el cielo. La bici avanzaba dejando un surco de tierra removida por las calles sin pavimentar. Era fácil andar a esa hora, porque casi no había nadie en ningún lado: todos dormían la siesta, estaban en la escuela (los que iban de tarde) o trabajando (los que tenían trabajo). Había mucho silencio en todas partes. De vez en cuando, una chicharra. No mucho más. 
Mi papá y yo hicimos la mayor parte del camino jugando a adivinar de qué color iba a ser el próximo perro que nos ladrara, y yo casi siempre ganaba. Él iba como distraído, y un poco se sorprendió cuando al pasar la canchita de la esquina y llegar a la calle de mi abuela de repente me quedé parada en los pedales con la boca abierta.
_ ¡Mirá: la playa!
_ ¡Si te dije que ahora teníamos! ¿No me creíste?- dijo con una sonrisa, y por un momento se pareció al papá de antes, cuando todavía no estaba en el seguro.
Yo no contesté, solo le dejé la bici y corrí hasta el borde mismo de la playa, maravillada. La visión de la cuadra de mi abuela tapada por el agua era tan, tan linda que me dejó sin palabras. Era una calle de tierra y de pasto, una de las últimas que quedaban sin pavimentar en la Montevideo de esa época, pero ahora, entre los yuyos y las lomitas, solo se veía un espejo de agua limpia y quieta, sin una ola. Como esperando.

_ Dicen que fue un caño de la OSE que se rompió acá a la vuelta- escuché que mi viejo comentaba con un vecino que pasaba y se paró a conversar- Por ahora no saben cuándo lo arreglan.
_ ¡Qué desgracia, este país!- protestó el vecino- Todavía que no terminan nunca de hacer las calles, encima las inundan. ¡Qué desgracia!- y siguió su camino, acompañado por un perro marrón y otro negro.

_ ¿Vos creés que en esta playa habrá caracoles?- pregunté expectante, provocando que mi viejo volviera a reírse. Hacia mucho tiempo que no lo veía reír dos veces en el mismo día.
_ Si hay será de los marrones, los de las plantas. Pueden estar por ahí, en la orilla, tené cuidado de no pisarlos. ¡Mirá, ahí vienen las mellizas!- señaló hacia la vereda, donde las primas Silvia y Estela se acercaban corriendo por la orilla.

Toda esa tarde la pasamos ellas y yo de remojo en la playa de veinte centímetros de profundidad. Era enero, hacía calor, y el agua con fondo de pasto se mantenía fresca y transparente. De vez en cuando los grandes de la cuadra nos miraban chapotear y sacudían las cabezas diciendo algo de qué lindo era ser chicos, la inocencia, y ojalá disfruten esta etapa, todas las cosas que dicen los mayores. Esa tarde no pasaban autos, porque la playa no los dejaba. Solo había gente caminando y algunos en bicicleta que iban pegaditos a las casas, donde quedaba una franja como de medio metro de pasto seco para pasar sin mojarse.

Mientras nosotras inventábamos juegos y gritábamos con las olas imaginarias en la calle, mi viejo y sus hermanas habían armado el mate en el frente de la casa, debajo del paraíso. El perro Batuque quiso venir con nosotras pero los grandes no lo dejaron, porque era muy peludo y capaz que se embarraba. Era plena tarde y no había ni un mosquito en el aire. El único problema era mi horrenda malla verde floreada, aunque como yo estaba todo el tiempo metida en el agua la tela casi no se veía. En realidad si me paraba el agua me daba apenas por la mitad de las canillas, pero la mayor parte del tiempo pasábamos sumergidas, tratando de hacer la plancha o buscando peces entre los yuyos. 
¡Qué suerte tener una playa en la casa de los abuelos! Una va inventando un juego, y después otro, y otro. Meter la cabeza bajo el agua, ver quién aguantaba más tiempo y salir de golpe a la superficie haciendo gorgoritos, por ejemplo, era de lo más divertido.

Creo que fue en una de esas veces que estaba sumergida que escuché desde abajo del agua los gritos de la tía Carmen. Sonaba rara, como de lejos. Demoramos un rato Silvia y yo en entender que algo pasaba. Cuando empezamos a salir del agua vimos a los mayores corriendo como hormigas atontadas, sin saber para qué lado. De repente la cosa pareció organizarse, y alguien sacó a empujones de la casa de al lado al borracho del vecino, un viejo mugriento al que le decían el Julio. En ese momento el padre de mis primas empezó a pegarle patadas en el piso, mientras en el frente de lo de mi abuela la tía Carmen lloraba, apoyada en el tronco del paraíso. Silvia y yo entramos al patio y nos quedamos agarradas de la mano al lado del portón, sin entender gran cosa y sin pronunciar una palabra. La mujer del Julio, una vieja chiquita que eternamente tenía un pañuelo en la cabeza, estaba parada en la puerta de su casa mirando la escena, con las manos en la cara y sin moverse. Mientras tanto, mi viejo forcejeaba con el padre de las mellizas y trataba de separarlo del bulto de ropas arrollado en el suelo que parecía ser el vecino.
_ ¡Dejame que lo mato! ¡Dejame que lo mato!- gritaba el tío Antonio, y mi viejo respondía:
_ ¡Pará, hermano, pará! ¿No sabés que el Julio es un viejo de mierda? ¿Vas a perderte por esta cascarria?
_ ¡Hijo de puta!- gritaba el tío- ¿Qué me importa que sea un viejo? ¡Siete años tiene mi hija, siete años!
_ ¡Pará, Antonio, pará!- repetía mi viejo, con una cara peor que la del día que le dijeron lo del seguro. 
La prima Silvia y yo salimos corriendo para adentro y nos zambullimos en brazos de la abuela, que en seguida nos tapó a cada una con una toalla y ordenó que fuéramos a la cocina, que esas no eran cosas para ver las criaturas. Desde ahí seguimos oyendo los gritos de la vereda, pero ya no entendimos las palabras.
_ ¿Y mi hermana?- preguntó de repente Silvia, percibiendo por primera vez que faltaba Estelita- ¿Dónde está mi hermana? Hace rato que no la veo.
_ Shhh… -susurró la abuela, sentándonos con suavidad ante la mesa de la cocina- Estelita está en el dormitorio, con tu mamá. Tienen que hablar unas cosas, no las molesten. Vengan, vengan conmigo. Vamos a hacer algo de comer.

Nunca más volvimos a ver al viejo Julio por el barrio, ni tampoco a la viejita del pañuelo en la cabeza. Esa misma noche abandonaron la casilla, y se fueron muy lejos, dijo mi padre. Al otro día estuvieron trabajando mucho rato en la calle de mi abuela los de la OSE, y lo que por unas horas había sido nuestra playa de a poco fue bajando, hasta que la calle terminó hecha un barrial que demoró semanas en secarse. 
Yo la tarde de lío aproveché que los adultos andaban medio alterados y le hice un siete a la malla verde floreadita con un clavo que salía de la silla de la cocina, así mi vieja nunca más me obligaba a usarla, pero igual fue inútil, porque no volvimos a la playa ese verano. 
Malvín quedaba lejos, y en casa no había plata para paseos. A veces mamá llenaba de agua la pileta de lavar que teníamos en el patio, pero no era lo mismo. Nunca volvió a ser lo mismo.