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martes, 25 de diciembre de 2012

Indecisión







Corrió todo lo que pudo. Sintió que el aire la abandonaba pero no paró hasta traspasar la puerta y cerrarla a sus espaldas. Ahora el peligro quedaba del otro lado. Miró las paredes del muro y concluyó que resistirían; no había fisuras ni zonas de fragilidad; veinte siglos no llegarían a desgastarlas. Estaba a salvo.
                Al principio escuchó atentamente hasta que confirmó que la puerta no iba a abrirse. Suspiró aliviada. La ventana entre ambos lados era pequeña, y ni manos ni miradas iban a atravesarla.
                Levantó la cabeza y comenzó a ver las construcciones a su alrededor. Recorrió jugueterías, parques de diversiones, cementerios y museos, hasta que el aburrimiento y los bostezos le empañaron la visión y se sentó sobre la hierba, donde de inmediato un impulso la llevó a levantarse. Pegó la oreja al muro; oyó puertas y ventanas abriéndose y volviendo a cerrarse a velocidad de miedo. Nada sorprendente, en todo caso, siempre era así del otro lado. Un mundo de vértigo y cambios, una carrera furiosa. Se apartó con desgano.
Tal vez le hubiera gustado animarse a seguir ahí.
Volvió a sentarse en la hierba y se quedó mirando la pared.
Que el Universo decida, se dijo al fin. Yo no puedo.
Y apagó la computadora.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (Capítulo 15)




Era ya febrero cuando retornamos al 832 Mónica, la Pacha y yo, en un día lluvioso. Esa noche fuimos al pueblo, donde un Apolo vernáculo cantaba como los dioses (“¡Ay, amor! Sin ti no entiendo el despertar...”), y a las tres de la mañana terminaron ellas comiendo polenta con queso en el rancho mientras yo entonaba canciones de Serrat subida a un banco junto a la mesada. Al otro día la lluvia seguía y sobre la tardecita me quedé sola, aunque ya los miedos estaban un poco domesticados y resistí la soledad sin mayores problemas.

Días después volvió la Pacha, con un chileno de lo más simpático. Después de una ardua labor de convencimiento en Montevideo ella había logrado que el Cali nos diera las llaves de su rancho en el Cabo, para donde partimos después del almuerzo. Había por entonces en él una sola habitación que hacía las veces de todo, con el confort más espartano, y ni siquiera tenía baño, es decir que uno debía ir al boliche más cercano o confiar en la oscuridad de la noche.
Hicimos playa en la Sur, al anochecer dormimos en unas colchonetas y en medio de la madrugada el silencio fue quebrado por un grito del chileno:
_ ¿Yo qué estoy haciendo acá?
Fue suficiente para despertar a la tropa, que terminó oyendo unos tambores en La Taberna del Lobo, como siempre.


A la vuelta en el 832 había varios amigos ya instalados, por aquello de que la llave quedaba a mano. Era el primer sábado de Carnaval y medio mundo acudía a su cita con Valizas o con el Cabo. Por la tarde llegó Laura con vituallas de Montevideo, porque el día siguiente era su cumpleaños y la madre la mandó bien pertrechada de comida, y también Adriana, quien tuvo a bien acompañarme a comprar bizcochos integrales a la panadería del Nórdico. No estaba él pero sí el otro rubio, uno alto y hermoso, con enormes ojos azules. Ya habíamos charlado alguna que otra cosa pero de noche nunca se lo veía, porque el agite no era lo suyo. Lo cierto es que los famosos bizcochos integrales le estaban cayendo pesadísimos a mi estómago, habituado a las galletitas brasileras rellenas de chocolate, pero una a veces tiene que sacrificarse en aras de intereses más elevados que el simple bienestar digestivo.


Esa semana hubo un par de días de sol y tranquilidad en el rancho, antes que un elemento distorsionador de la paz hiciera su aparición: el Pictionary, que nos entretuvo muchas horas, hasta que ardió Troya. Fue lo de siempre; se hace algo que otro cree que es trampa, empezamos con “¡no podés hacer eso!”, “a mí vos no me gritás”, “y vos no me chorriés”, cosas por el estilo. Me fui dando un portazo. Claro que no había llegado a pisar la orilla cuando me puse a reír, aunque no di vuelta en seguida porque la playa estaba preciosa, con millones de cosas para juntar. Demoré media hora en volver y entrar de cara larga, sin decir una palabra y ponerme a hacer el bolso para volver a Montevideo, onda las odio a todas, me voy. Pero soy una inútil, y a los diez segundos me fui del personaje.


El lunes por la noche salimos Adriana y yo, dejando a las hermanas sumidas en un dulce sueño. Oímos música en vivo en Malucos y encontramos un compañero del taller de escultura símil Nicolas Cage, autor de interesantes piezas de hierro. Con él fuimos hasta el Gaucho, donde descubrí que entre toneladas de polvo y en medio de un infierno de calor estaban todos los hombres interesantes del pueblo, incluyendo al de los bizcochos integrales, con quien me quedé largo rato afuera. Estaba abstraída del mundo a tal punto que ni cuenta me di cuando alguien descolgó del palo del techo mi precioso bucito Hering de color azul Francia y se lo llevó. Dios mío, ¿otra vez? Otra vez robada en el Gaucho. Igual no fue tan terrible; era un buzo viejo, solo que yo lo adoraba. Él me prestó su campera, y al día siguiente inventamos con Adriana que al ver que alguien se había robado mi buzo nos habíamos cobrado con el primer abrigo que encontramos. Lo preocupante fue que no solo nadie del rancho nos criticó sino que la única sorpresa fue que nos hubiéramos animado a hacerlo.

Hubo un recambio turístico, se fueron los que estaban, la Pacha y la Pato aparecieron de la nada, y también Carmen, compañera de la Escuela que venía por primera vez al Subliminal, el rancho de alta rotatividad. En cierto momento incluso pareció que teníamos un fantasma invitado, porque mientras Carmen estaba en el baño alguien le golpeó la puerta y no fue ninguna de nosotras, que estábamos adentro charlando. Nadie pudo convencerla de que no había sido una broma. Algunas empezamos a mirar para afuera con desconfianza. A eso de las ocho y pico me tiré hasta la panadería a devolverle la campera al muchacho pero no lo encontré hasta más tarde, cuando hablamos dos minutos, él se fue a acostar temprano y yo me quedé en el Gaucho tomando tres grappamiel al hilo y pensando que este, evidentemente, no era mi verano.


Poco a poco empecé a notar que ese hombre era tan lindo como complicado. Tenía 32 años y hacía tres que vivía solo en un rancho. Había tenido su época de consumo descontrolado, había pasado por un período de fervor religioso que lo llevó a ser de los constructores de la iglesia del pueblo, había sido granjero en Francia y panadero en Valizas. Era de esos seres que a todo le dan mil vueltas, que construyen o destruyen su mundo con palabras. Lástima que yo andaba solamente buscando un poco de feliz simplicidad veraniega.



A la noche siguiente no tenía ganas de salir y me quedé sola en el rancho, leyendo. Ya era de madrugada y me había dormido cuando alguien golpeó la puerta del fondo. Casi muero del susto; pensé que era el fantasma del día anterior. De todos modos saqué fuerzas de flaqueza, las suficientes como para preguntar:
_ ¿Quién es?
_ El asesino misterioso -me respondió una voz conocida, que me volvió el alma al cuerpo. 
Era el Correcaminos. Venía a avisarnos que su rancho había sido robado, seguramente por un loco que andaba suelto en el pueblo por esos días, porque el hecho era extraño. Alguien había tirado todos sus cassettes a la arena del frente, le había roto algunas cosas, pero no se llevó la plata que estaba a la vista. Ahí entendí quién había golpeado la puerta del baño a Carmen y me di cuenta de que ni loca me quedaba sola en el rancho. Como mi amigo se dirigía al pueblo a hacer la denuncia fui con él hasta el centro, donde me encontré con el resto de las Subliminales.


Después supe otras cosas del pobre loco de Valizas. Se decía que estaba escapado de un psiquiátrico y que los médicos lo habían andado buscando, mientras él alegremente se paseaba por la playa vestido con una pañoleta y la parte de arriba de una biquini. Había robado un tarro enorme de basura a la entrada de la playa para ir metiendo en su interior las propiedades de los bañistas que encontraba sobre en la arena: championes, lentes, bronceadores. Un día golpeó la puerta a Elimay a las seis de la mañana para pedirle un poco de leche para el botija (?) porque la vaca (?) se había despertado seca ese día y no daba nada. Nunca supe qué fue de él.


En cuanto al muchacho de la panadería, la cosa no tenía remedio. Hubo un par de encuentros y desencuentros, pero ahí faltaba piel y faltaba sangre. Y se terminó.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Cuento de la selva








El hombre pisó el freno tan fuerte como pudo ante el joven que cruzaba la calle concentrado en su celular, y en seguida sintió el golpe en la delantera del auto. Una niebla espesa lo envolvió por un segundo.
_ ¿Está bien, señor? Disculpe, no lo vi… _ dijo el muchacho, asomando por el agujero del parabrisas.
El hombre tuvo tiempo apenas para comprender que en su brusca maniobra había chocado contra una columna, y volvió a desmayarse.

La mujer había sentido el frenazo desde el patio del fondo, y supo lo que pasó sin necesidad de verlo. Salió corriendo a la esquina donde su hijo acababa de bajarse del ómnibus, y su grito terminó de despertar al hombre que parecía dormir sobre el volante. Él bajó del auto a los tropezones y esperó unos segundos hasta que el mundo dejara de girar. No había columna a la vista. Solo un bulto confuso debajo del auto y un desconocido que lo tomaba del hombro y lo alejaba con firmeza.
_ Mejor no mire, amigo. Ya no hay caso.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 14)





Una tarde, mientras paseaba por la playa con Cachirulo (nuevo perro temporal), divisé algo que llamó mi atención en un desvencijado rancho de las Malvinas, no muy lejos del mío. Tapando su pozo de agua estaba ni más ni menos que mi adorado acolchado verde, que había sido robado el año anterior. No había nadie en el lugar, así que lo saqué de ahí y me lo llevé a mi rancho. De camino le pregunté al muchacho de Contra Viento y Marea si sabía de quién era esa precaria construcción, y me dijo quién la había estado habitando últimamente: era Sarah Kay, la ladrona con aire angelical.
Llegué al 832 por el fondo, alborozada con la recuperación del acolchado, un poco sucio pero intacto.
_ ¡Horacio! ¡Mirá lo que encontré!_ le grité a mi amigo que descansaba sobre la arena, cerca del pozo.
Como no me dio mucho corte ("ah, qué bueno...") entré a contarle a Gabriel, a ver si lo conmovía un poco más mi historia. Ahí apareció Horacio, rojo como un tomate: había estado tomando sol desnudo, aunque yo, con la alegría del momento, ni me había dado cuenta.


Esa exposición en el fondo tuvo otras consecuencias para Horacio: cuando volvió a Montevideo se llevó consigo seis hermosos gusanitos de esos que dejan en la piel las moscas de Rocha, lo que hizo que se pasara contando que estaba embarazado, que era responsable de varias vidas en gestación y otras cosas igual de agradables.


El tercer día del año dormía yo feliz por la mañana cuando en medio de mis sueños confusamente fueron apareciendo la voz y la cara de Gabriel, que me hablaba no sé de qué cosas raras, hasta que desperté.
_ Che, Mariela, ¿vos no tenías un pozo de agua en el fondo?
_ Msé. ¿Eh?
_ Bueno, quería decirte que no lo tenés más. Lo tapó la duna.
_ Desapareció -clarificó las cosas Horacio- Se fue.
Me pareció que el día de los inocentes había pasado hace ya mucho, pero igual fui a ver qué broma habían tramado él y su amigote.
Pero no había broma. Ni pozo.
En una noche las dunas alrededor del rancho habían cambiado completamente de fisonomía. Junto a La Balconada se formó un gran declive, una depresión nueva del terreno. La arena que antes estaba allí ahora se amontonaba sobre el camino de tablas y el cadáver de mi pozo, cuya hilera superior de bloques apenas sobresalía del suelo. En su interior la cuerda azul y negra estaba enterrada en la arena, y del balde de latón cuatro metros más abajo, ni noticias. La duna se lo había devorado.
Como compensación la ventisca nos dejó muchos metros de arena limpia, suelta, un placer para caminar, tirarse al sol o incluso deslizarse en tabla por la bajadita, pero la rapidez del cambio nos hizo reflexionar sobre las posibilidades de supervivencia del 832 en este mundo de bases tan móviles como el viento.


Difícil, pero no imposible, fue la opinión de San Correcaminos cuando lo vio, pero luego lo examinó mejor y concluyó que sí, que era imposible. Hubiera resultado inútil intentar rescatarlo de su lecho de arena y había que hacer uno nuevo, tal vez más lejos del rancho, cerca del monte. Según él es muy fácil hallar agua en esta parte de Valizas, casi cualquier lugar sirve para pozo, así que lo mejor sería elegir un sitio que no estuviera muy cerca de la zona de corrimiento de las dunas.


Sandra llegó ese mediodía, y pronto la pusimos en antecedentes de las novedades del día y los problemas que se nos venían a ella y a mí, ya que Horacio y Gabriel pronto huyeron rumbo al Cabo, en su eterna búsqueda del agua y de las mujeres hermosas que dicen no encontrar en Valizas.


Al principio no nos preocupamos gran cosa. Pasamos el día en vueltas, decidiendo qué hacer, encargando los caños y esos menesteres. Siempre comprábamos agua para beber desde que yo me había enfermado y una jornada sin bañarse no le hace mal a nadie, pero el proceso de hacer un pozo es largo, así que al día siguiente tuvimos que buscar el líquido elemento necesario para la higiene por otro lado. Primero hicimos una recorrida evaluatoria por los ranchos vecinos. La Pajarera no contaba, ya que compartíamos la misma fuente de agua. La Balconada tenía su pozo seco. Contra Viento y Marea nos ofreció agua, pero no los conocíamos mucho y optamos por no aceptar. Terminamos en el rancho del Correcaminos, donde “no sale agua, sino Agua Salus”, según él. Ahí el pozo estaba bárbaro, pero tuvimos que luchar como media hora pues no teníamos embudo para pasar el líquido del balde al bidón y perdimos mucho más de lo que conservamos. Aquello era demasiado complicado y además nos quedaba lejos; había que encarar otro camino. El camino a Aguas Dulces.


Una vez allí, buscamos a varios conocidos que tenían rancho, pero la única persona que encontramos andaba con el mismo problema que nosotras. Yo ya estaba mirando con cariño una canilla en plena Gorlerito cuando se nos ocurrió lo de ir a bañarnos a un bar. Entramos al más grande, desierto a las cuatro de la tarde de un precioso día de sol, pedimos dos cafés y disimuladamente pasamos de a una al baño a realizar un rápido aseo y lavado de pelo. Un par de señoras nos miraron con cara rara al encontrarnos enjabonadas y en biquini, pero se ve que no dijeron nada, ya que nadie vino a echarnos del toilette. Al otro día estrenamos nuevo pozo. No dará Agua Salus y queda como diez metros más alejado, pero está bueno. 

Con el agua volvieron también los hombres del rancho, que mucha suerte en el Cabo no habían tenido.


Pronto partieron a Montevideo Gabriel y Horacio y quedamos solas Sandra y yo, entre rojas lunas llenas y partidos de conga. Una tarde caminamos de nuevo hasta Aguas Dulces. Volvimos justo a tiempo para ver cómo tres gurises encontraban una preciosa boya verde de vidrio, al lado mismo de donde habíamos pasado sin verla, y la llevaban hasta Valizas a patadas por la playa, generándonos vívidas imágenes de un posible triple adolescenticidio.
Un par de días después estábamos en la terminal, esperando por el Rutas del Sol de las siete de la tarde a Montevideo.

martes, 4 de diciembre de 2012

ELLOS





Hace una pausa que de ninguna manera puede ser casual, se retira el pelo de la cara, clava en mí los hermosos ojos y comienza a derramar su voz de locutor en mis oídos. Él es un sabio, un luchador comprometido con todas las nobles causas que sobre el planeta han sido, son y serán, un apóstol de la vida sana y el amor al prójimo. Qué sería de todos nosotros sin su labor en favor de la humanidad, me pregunto. Una débil vocecita interior me reprocha por haber sido tan fácil de deslumbrar a los veinte años, pero se calla enseguida, mientras dejo que las palabras me resbalen por la piel y terminen cayendo sobre la cabeza de mi gata, dormida y feliz ante el arrullo de tan dulces sonidos.

...............


            Me llama a las horas más dispares. Pretexta una eterna amistad en la que ni él mismo cree. Me invita a un boliche, a su casa, a reuniones con viejos amigos, al Este, a una estufa a leña en invierno y a un olor a mar en verano. Jura y perjura estar limpio de todo, un rato antes de caer en brazos del proveedor de turno y emerger de él desorbitado y despierto. Por temporadas mi amistad parece ser importante y luego se instalan pozos de silencio. Llevamos una vida de conocernos, lo suficiente como para que sepamos que de aquí no vamos a pasar. Lo demás es juego y solo juego.
Comienzo a pensar que es el hermano que nunca he tenido.

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            Su casa es más desordenada que la mía en sus peores momentos. Su vida, otro tanto. Del bolsillo del abrigo le asoma el último autito de colección que ha comprado para su hijo; tiene la gracia inmediata de los seres inteligentes y una simpatía capaz de poner a prueba cualquier distancia. Es un peluche que funciona a líneas y a alcohol. Se hace pasado sin haber llegado a ser presente.

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            Soy su fruto prohibido.
            Sabe que conmigo no.
            Pero.
            Pero.

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            Me lo cruzo en un cine y agradezco en el alma no tenerlo cerca. Camino detrás de él, miro su cabello encanecido y siento su perfume. Yo sabía que los años no iban a hacer más que mejorarlo; qué otra cosa hubieran hecho. Le debo más horas que a nadie en el polvoriento trámite de la búsqueda del olvido y por nada del mundo volvería a poner un pie cerca de sus pasos. Tantas horas pendientes de un teléfono. Tantos días de charla cada vez. El desafío de las palabras, la fiesta de la piel.
Salgo del cine y respiro aliviada. Ya no está en mi vida, y el mundo sigue andando.

...............


            Y está el que vive en la pantalla.
            El que insiste demasiado.
            El que no se anima.
            El que habita un universo paralelo.
            El peor amante.
            El invisible.
   El que carga con todas las manías que en el mundo han sido.
   El que no sé puede ser tal vez pero para qué.
   Todos caminando al filo de una telaraña con los hilos rotos, mirando sin querer ver, girando en las direcciones equivocadas.
No somos más que lo mismo.
Hojas, espuma, arena, hormiguitas, palabras, letras. Polvo. Nada.
Cuando termino de escribir y trato de desperezarme el cuello se me llena de crujidos. Es tiempo de hacer.
Afuera ha salido el sol y la vida está esperando.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La señorita Rosario




Estuvo todo el día trabajando con gurises complicados y sin embargo está conmigo en medio de una multitud de veinteañeros, oyendo al Cuarteto de Nos y divirtiéndose de lo lindo. No recuerdo cuántos años tiene, pero varios más que yo seguro. Fue mi maestra en los últimos tres años de la escuela y hoy es mi amiga.
Mi amiga.
Se me llena la cara de orgullo y me brilla el alma cuando lo digo.

Conocí a Rosario en alguna reunión familiar en casa de tía Marina; una más de las innumerables primas de mi vieja, todas más o menos parecidas a simple vista. Años después ella me lo recordó, cuando empecé las clases en cuarto año y vi que la “señorita” que me había tocado era una petisa muy joven, de pelo negro y sonrisa imborrable. A partir de ahí y hasta que dejé la Escuela 55 desapareció mi nombre de la memoria de algunos de los compañeros y pasé a ser “la primita”. No importaba que fuéramos parientes lejanísimas y que yo ni la ubicara de antes; era la primita de la maestra y hubo que asumirlo.
Fue complicada la 55. 800 niños de Jardines del Hipódromo no son moco de pavo. Había que andar con mucho ojo en los recreos, escapar heroicamente de las proposiciones a peleas cotidianas, estar siempre atento a no acercarse demasiado a la cabeza de nadie, evitar el campito del fondo y tener siempre a alguna maestra cerca, por las dudas. Para ellas también la 55 era difícil pero por diferente motivo. Años después me enteré de que la directora insoportable que nos tenía aterrorizados con sus gritos y rezongos era además la espada de Damocles sobre las cabezas varias maestras. Era bravo ser de las personas que se animaban a pensar por su cuenta en esa década del 70 donde las repentinas ausencias de algunos adultos no resultaban nada fáciles de explicar a los niños que preguntaban por ellos.

            Con los años (y no por casualidad) terminé siendo docente. Con Rosario nos seguimos viendo de vez en cuando en encuentros casuales en un ómnibus, en un velorio o en visitas espaciadas. Fui como payasa a animar el cumpleaños de alguno de sus tres hijos, tuve como alumna a la del medio cuando se me ocurrió estudiar Idioma Español, trabajé en el liceo pegado a la escuela de la cual fue Secretaria mucho tiempo, hasta que la Curva de Maroñas no le pareció lo suficientemente complicada y se fue para el Borro, con lo que comenzamos a cruzarnos menos. Una vez le robé varias fotos de mis grupos de la escuela y nunca se las devolví. Por años le copié la letra, que después terminé deformando hasta llegar al horror difícilmente inteligible del presente. De todos modos, ese fue un problema menor cuando llegaron los mails y la comunicación entre nosotras empezó a reflotarse con mayor asiduidad.

            Hoy, que somos adultas y hemos pasado por algunas experiencias de vida similares, podemos charlar de todo a calzón quitado y descubro que no solo su luz sigue estando alrededor de mis pasos sino que los años no le han dejado ni la menor fisura. Lejos del carácter amargo o ácido de seres menos luminosos, lejos de la bondad bobalicona y sin fundamento de otros, lejos de las aspiraciones a lo confortable y tranquilo de la mayoría de nosotros, los mortales, ella opta por trabajar con los chiquilines de la Berro, por organizarles inolvidables fiestas de fin de año y sacar lo mejor de cada uno, tal como hacía con nosotros, los hijos de los trabajadores de la 55.

            La cerveza y la grappamiel en La Tortuguita duran mucho menos que la charla y las risas. Tenemos en común una familia, un pasado, una vocación. Hablo con ella de Melo o de la Berro y se me cruzan imágenes de bancos, pizarrones y tubos de ensayo, de la colecta cada mes para pagarle a la viejita que hacía las copias a mimeógrafo, del hijo de la directora con el que todas moríamos unánimemente en sexto año, del paseo a Lavalleja, del día en que mi prima Elizabeth me dejó un ojo negro sin querer jugando a las escondidas y tuve que pasar toda la tarde en la Dirección, de mi viejo yendo a llevarme y traerme cada día, de los odiados dos timbres al final del recreo, de mi eterno resfriado de toda la infancia y de mi inseparable amiga Mirian, la gordita.

            El 103, como siempre, viene apenas llegamos a la parada. Nos despedimos con una promesa de pronto reencuentro que sabemos que no se queda en palabras.

            Llego a mi casa flotando, y les cuento a mis gatas la verdad: que el 5 de oro lo saqué a los 9 años, cuando entré a cuarto de escuela y me tocó con la señorita Rosario.