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domingo, 24 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 47. La noche de la ayahuasca.



Para ser honestos, había algo que no cerraba en la propuesta a la que estaba respondiendo. Una charla sobre ayahuasca en el Sheraton de Punta Carretas... Raro. Pero fui.
Cuando entré al enorme salón con sus arañas gigantes símil cristal y lo vi repleto de cientos de personas variopintas tal vez tuve que admitir que aquello no tenía sentido. Pero pasé, y me senté en la tercera fila.
Al empezar el evento tomó la palabra un cincuentón de pañoleta en el pelo, blusa hindú anaranjada y pantalón de lino blanco, flanqueado por dos chicos de camisa blanca y con instrumentos musicales. Lo primero que dijo fue que todo comenzó cuando estuvo preso en España, y ahí tal vez algo en mi cerebro me tendría que haber enviado una señal de alarma. Pero no.
Es decir, que me quedé.
Dos horas y media me quedé.
Debo reconocer que al principio dudé si la cosa era como me estaba pareciendo, porque siempre cabe la posibilidad de que una sea una escéptica de porquería y olfatee un negocio donde las almas más evolucionadas pueden ver santidad y buenas intenciones. Un poquito, dudé. Solo al principio.
El cincuentón de anaranjado contó que estuvo preso por consumo de ayahuasca y que fue a partir de ahí que decidió dar un buen golpe... un golpe de conciencia, un golpe que derribara sus muros interiores, etc. Era un tipo lindo, y se notaba que lo sabía; mientras él desarrollaba su discurso varias mujeres de la sala lo miraban con expresión arrobada, y probablemente suspiraban para sus adentros imaginándose en brazos de su blusa anaranjada y sus pantalones blancos.. Mientras tanto, yo me preguntaba si acostumbraría vestir así siempre o si estaba componiendo un personaje y en un par de horas saldría del Sheraton de jean y remera negra, como todos. 

Cuando hubo terminado su presentación cada uno de los músicos contó algo de su historia, y a continuación entonaron varias canciones. El tiempo iba pasando, y yo no decidía si irme de una vez o quedarme a esperar una epifanía en pleno Salón Dorado del Sheraton de Punta Carretas. Pasaron al frente otros miembros de la organización; en total fueron cinco hombres y una mujer, que era la única uruguaya. Los demás eran argentinos, un colombiano y un peruano. Todos se presentaron hablando largo y tendido. Después pasaron videos de su empresa, de los retiros, de la experiencia de una chica barcelonesa que perdonó a sus padres muertos, todo ambientado en chalets con piscinas y parques gigantescos diseminados por Europa, con gente sonriente y bien alimentada que se abrazaba sobre alfombras impecables y bailaba dando saltitos al son de una música instrumental.
Hubo preguntas de los asistentes, que fueron respondidas sin decir gran cosa. Todo era un juego de palabras. Por ejemplo, el chamán de anaranjado se presentó diciendo:
_ Nací en Argentina, pero no soy argentino. Tengo seis hijos, pero no soy padre. Adoro escribir, tengo un blog con seis millones de lectores, pero no soy escritor. Tengo cinco empresas, pero no soy empresario. Tengo genes masculinos, pero no soy hombre.
Y así.
De la ayahuasca aprendí menos que si leyera la definición de wikipedia. En cierto momento empecé a sacar apuntes para hacer una crónica extensa a modo de autocastigo por no haberme ido antes pero no, no daba para tanto. Diez menos diez me fugué de la sala, aunque para el final de la charla habían prometido que nos iban "a compartir una medicina que trajimos del Amazonas para acceder por la nariz..."
Que la medicina que trajiste del Amazonas te ilumine, hermano empresario.
Yo me voy a dormir, que mañana entro a primera.

viernes, 22 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 46. Ejercicio de audición





Desayune antes de las ocho de la mañana en un rancho de Valizas entre el mar y el bañado, de preferencia después de una tormenta de lluvia y de viento.

Disfrute del silencio del lugar y la hora hasta que los sonidos vayan apareciendo poco a poco en su conciencia. Comience por definir cuáles puede diferenciar. Primero las ranas, los pájaros y el mar. Ahora piense: ¿cuántos tipos de ranas escucha? Las constantes y las esporádicas, las de acá nomás y las de final del capiz, a una cuadra. No hay una que se repita. A continuación, las aves. Las golondrinas del techo y sus pichones parecen acaparar el aire por completo, pero si escucha de verdad llegarán los gorriones, churrinches, teros y cuatro o cinco más, por ahora innominados. También puede ser que perciba perros, vacas, gallos, gallinas, quizá algún humano, y hasta su propia sangre que corre, si se deja llevar por la vida y comprueba que es usted parte de un mundo en el que es tan necesario como la última hormiga que se lleva a cuestas los restos de migas del desayuno.

Respire hondo.

El ejercicio ha terminado.

jueves, 14 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 45. No es para todos





Llorar no es para todos. Algunos no podemos.

Éramos un subgrupo de tres personas sentadas alrededor de una mesa en el taller literario, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que un libro o una película nos había llevado hasta el borde o desborde del llanto. Llevábamos varios minutos sin mirarnos, en silencio, cada uno perdido en sus recuerdos.

_ Es que llorar, lo que se dice llorar…- empezó a decir Victoria, antes de dejar la frase para siempre en suspenso.

_ Yo creo que hace tiempo lloré con una película… ¿Cuál era? No me puedo acordar.- murmuró el canoso Pablo, casi para sí mismo.

Yo no articulé una palabra.

Nos miramos, frustrados. Los otros subgrupos a nuestro alrededor charlaban animadamente y hasta se sacaban unos a otros la palabra, coincidían con gozosas exclamaciones, se miraban radiantes. En mi subgrupo, de pura casualidad, habíamos coincidido los tres acorazados del taller, blindados, a prueba de balas.

Maldije para mis adentros la consigna que dejaba tan en evidencia mi incapacidad emocional, mientras miraba las marcas de los vasos sobre la mesa y me preguntaba si demoraría mucho en aparecer la moza con el té y los scones que le había pedido hacia ya diez minutos.


Llorar no es para todos. Algunos no podemos.


No derramé ni una lágrima cuando murieron mis abuelos, por ejemplo, y eso que a tres los quería. No lloré cuando el mar se llevó mi rancho de Valizas, ni cuando fui a visitar el lugar y vi el marco rojo de la puerta del fondo de la cocina, único bastión resistiendo el viento sobre la arena donde antes estaba mi casa.

No me sale el llorar, no me sale. En algún rincón debo tener un océano profundo y antiguo esperando una fisura para derramarse y tapar todo.

Mi gata Roldana murió en mis brazos cuando el veterinario le aplicó una inyección para matarla; sentí con toda claridad cómo se aflojó y se dejó ir en un segundo. Después él me ayudó a enterrarla en el jardín. Fue muy amable. Yo disimulé como que no pasaba nada: Roldana tenía 17 años, ya era tiempo de descansar, es lo normal. Pasé unos días muy triste. Cada vez que abría la puerta de casa me parecía ver una manchita amarilla y blanca corriendo a mi encuentro, escuchaba sus maullidos en mi imaginación cada mañana, pero no se me cayó una lágrima.

_ Capaz que alguna vez cuando era chica, con alguna de esas películas espantosas tipo Bambi… - murmuro, por decir algo, mientras los minutos siguen avanzando y los tres blindados, silenciosos, no llegamos a abrir ni media puerta.


La imagen de la puerta me lleva de repente muy atrás en el tiempo (la memoria sigue extraño caminos), y se me viene a la cabeza la mañana del censo. Yo tenía 22 años y ya era empleada pública. Participar en ese censo no había sido opcional, sino impuesto. Me había tocado entrevistar quince casas en una zona de fábricas abandonadas a dos cuadras de mi cooperativa, sin posibilidad de renunciar a la tarea.


La primera encuesta fue la más fácil. Aunque no conocía personalmente a sus habitantes, sabía muy bien que eran los dueños de la fábrica de baldosas que conocía de toda la vida. Me había pasado media infancia en el terreno baldío de al lado juntando cuadraditos esmaltados de cerámica para hacer proyectos de mosaicos con mis primas. Los de la fábrica desechaban cosas que para nosotras eran verdaderos tesoros: pequeñas baldosas marrones con arabescos en los bordes, otras verdes con el centro más claro, algunas (las mejores) de un azul intenso con burbujitas de celeste en los bordes. De vez en cuando aparecían tiradas en el baldío montañas de zócalos y baldosas alargadas y rectangulares, de esas que tienen relieve, que corríamos a atesorar sin mayor criterio de selección.

MI tía Coca había sido por años la limpiadora en la casa de los dueños de la fábrica; yo sabía que se trataba de gente amable y educada. Mientras los entrevistaba me ofrecieron café con galletitas pero les dije que no, que mejor me concentraba en las preguntas. Fui planteando todas las interrogantes y rellenando los formularios con la impecabilidad y la indiferencia de alguien preparado para los eventos formales. Al terminar saludé y me fui, carpeta en mano, rumbo a mi siguiente parada.


Esto del censo era bastante fácil, al fin y al cabo. Preguntas y respuestas concretas. Datos de las personas, de las cosas que tenían, nivel educativo, trabajo, hijos. Una papa.


Al salir de la primera casa tuve que atravesar un callejón que nunca antes había visto, al lado mismo de la fábrica. Era un pasillo largo que conectaba las dos calles que me tocaban. En él se amontonaban varias casitas sin jardines ni muros, una moto desarmada, un par de carros viejos, despintados, y dos perros felices tomando el sol sobre la tierra. Había olor a bosta de caballo, y se escuchaban los gritos de unos niños jugando a la pelota. Voces de gente adulta charlando en voz muy alta. Una nube de moscas atacando un pellejo que hasta los perros habían despreciado. Cumbias a todo volumen. Risas.

Una mujer se asomó a recibirme cuando golpeé las manos en la segunda casa que me tocaba. Estábamos en la cuadra paralela a la de los dueños de la fábrica de baldosas; por alguna razón operativa mi padrón se salteaba el callejón. Tal vez por ser de contexto crítico se lo habrían adjudicado a alguien ducho en esas lides, o quizás nadie los tenía registrados. Vaya una a saber.

_ ¡Ay, m´hija, qué suerte tuviste que no te tocó el cantegril!- fue lo primero que dijo la mujer al saludarme.

Miré alrededor: esa casa era tan parte del cantegril como todas las del pasillo, pero ellos no se daban cuenta, o quizás se sentían pertenecientes a otro nivel, porque estaban sobre la calle.

Me empecé a entristecer. Ya no pude volver al censo con la alegre indiferencia del principio.


Llegué a la tercera casa.

_ ¿Trabajás?- pregunté a una mujer de cabello corto y ojos verdes que ya me había contestado que era soltera y que había tenido tres hijos, de los cuales dos estaban vivos y uno muerto.

_ No.- respondió moviendo la cabeza con gesto de resignación.- Cuando era joven sí, trabajaba, ahora ya no.

La miré sin parpadear, y tragué saliva antes de continuar con las preguntas. Yo ya sabía su edad, porque esa era una de las primeras interrogantes del formulario censal. Ella tenía 23.


Seguí recorriendo de casa en casa, formulando preguntas y llenando planillas, mientras avanzaba la mañana del domingo y en los hogares empezaban a aparecer los aromas inconfundibles de la preparación del almuerzo.

_ Buen día, m´hijita.- saludaron a coro los dos viejos. Vivían con tres perros esqueléticos y un gato gordo, en una casita tan escondida entre la vegetación que al golpear las manos pensé que nadie iba a atender y que aquello era puro árbol. El hombre demoró cinco minutos en caminar hasta el frente y abrir los cuatro candados del portón para poder permitirme la entrada, mientras la mujer espantaba a los bichos y me limpiaba una silla plegable con almohadón para que me instalara a preguntarles si tenían cocina o televisión en colores. Al terminar me despidieron con un beso y los dos se quedaron haciéndome adiós con la mano, mientras yo me alejaba y ellos se aseguraban de volver a cerrar los cuatro candados que los protegían del afuera.


Hubo una casa en particular que estaba atiborrada de personas. Cada vez que pensaba que había terminado de preguntar aparecía un tío o una sobrina de la casa del fondo, y la cosa se hacía interminable. El último en comparecer fue un cuarentón flaquito y desgarbado. Estaba muy prolijo, como si se hubiera bañado para el censo. Llegó caminando con los ojos bajos y los hombros encorvados.

_ ¿Trabajás?

_ Eh… No. Me echaron el mes pasado. Yo soy albañil; trabajaba en Di Palma, pero por la crisis redujeron personal, y me quedé en la calle.

Lo miré a los ojos y tragué saliva: en la planilla no había lugar para tantas aclaraciones. Puse una cruz en “desempleado”, mientras decía alguna frase apropiada al momento, algo amable, fuera de mi rol de encuestadora, aunque estaba más que claro que nada habría sido incapaz de sacarle a ese hombre la tristeza y el desaliento de la mirada.

_ A ellos qué les importan los pobres- acotó una de las hermanas, a mi izquierda, y supe que la frase iba dirigida a mí, como si fuera representante de ese gobierno que los dejaba solos frente a los patrones.

_ Ya vas a conseguir algo, Héctor, no aflojes, que algo va a salir.- dio una vieja, a mis espaldas.

El hombre agradeció con la mirada pero no se enderezó, y siguió mirando hacia abajo, derrotado.

Salí de la casa puteando por dentro al tal Di Palma. Yo no lo conocía, pero justo en ese mes había oído su nombre porque una de mis amigas estaba saliendo con él. Di Palma (ella lo nombraba así, por el apellido), la llevaba a comer a sitios caros, cada vez en un auto diferente, reverendo hijo de mil putas, cogiéndose a una piba de barrio que no le iba a complicar la existencia, mientras a este otro pobre se le iba la vida porque le habían sacado su sueldito de mierda de obrero de la construcción.

Maldito censo.

Quién me mandó ser empleada pública.


La última dirección que me quedaba era un sitio muy extraño. Miré dos veces el papel con las indicaciones que me había dado el coordinador. Se trataba de una vieja fábrica, una textil abandonada desde que tengo memoria, con su enorme edificio de tres pisos, de media cuadra de largo, eternamente despintado y en silencio. Esto debía ser un error. Golpeé en la enorme puerta, por las dudas, y ya me estaba por ir cuando sentí que se abría.

_ Pasá rápido, por favor.

Quien había hablado era una mujer de unos veinte años. Apenas entré ella miró a ambos lados de la vereda antes de cerrar la pesada puerta tras de mí. Adentro había una nena, tirada en el piso, pintando con crayolas en un librito para colorear.

Miré el panorama a mi alrededor: eso no era una casa. La mujer y la nena estaban instaladas en un rinconcito del enorme hall de la entrada. Ahí tenían un par de camas, una mesa, la cocinilla y algunos enseres domésticos. Más allá, venían los tres pisos vacíos de la fábrica. Cada paso retumbaba como si estuviéramos en una cárcel, pero ahí no había puertas cerradas: solo una enormidad de espacios ilimitados.

_ Hace seis meses vinimos para acá porque nos quedamos sin lugar y el cuidador no dice nada y nos deja quedarnos, pero por favor, por favor, por favor no le vayas a decir a nadie dónde estamos. Si alguien se entera que somos solo yo y la nena, si algún hombre sabe… ¡Por favor, no le digas a nadie!- me imploró, tomándome fuerte de brazo y mirándome a los ojos.

_ No, quedate tranquila, que no digo nada. ¿Cómo voy a decir? Además está prohibido revelar datos de un censo, no te preocupes, olvídate: soy una tumba.

_ Por favor- repitió, ahora en voz más baja- No vayas a decir nada.

Le hice las preguntas de rigor, no quise pensar más y di por terminada mi labor de la mañana. Cuando llegué a casa las fuerzas solo me alcanzaron para tirarme en la cama. Tenía un nudo en el estómago; fui incapaz de almorzar. A las cuatro de la tarde me levanté para ir hasta lo del coordinador a llevarle la carpeta llena de datos, los papeles decorados con números y cruces. Había cumplido con mi deber. Me sentía viscosa, sucia, sin salida. Después de bañarme vomité un rato, abrazada al inodoro, pero no fue suficiente. Demoré varios días en salir del censo, y nunca más quise participar en una encuesta, pero no lloré. No pude.



Cuando se hicieron las nueve y terminó la jornada en el taller literario la noche estaba helada y oscura. Nadie tuvo ganas de quedarse de charla en la vereda. Una hora después, al abrir la puerta de casa, creí ver una manchita amarilla y blanca escurriéndose entre las sillas, pero no había nadie. Prendí la computadora y puse un programa de radio.

Esa noche tampoco iba a llorar.

domingo, 10 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 44. Dionisio, todavía





A mitad de la tarde de la primera jornada treintaitresina de hace unos años estaba sentada esperando a un muchacho que me iba a imprimir un plano de la ciudad, cuando entraron dos veinteañeros y se pusieron a mirar las vitrinas del museo. Uno de ellos se quedó viendo la foto de un niño de pocos años. Era una imagen antigua, como de 1900.
_ ¡Mirá!- dijo, con el tono de quien reconoce a un personaje famoso- Dionisio Díaz. Qué fraude. Cuando me enteré que nos habían contado la historia toda mal no podía creerlo.
_¡No jodas! ¿De verdad no fue como siempre dijeron?- salté, sorprendida, casi sin darme cuenta de mi intromisión en charla ajena. El muchacho me sonrió y siguió hablando, mientras señalaba la fotografía como quien esgrime una prueba contundente.
_ Es la pura verdad, el profe nos explicó: siempre nos contaron todo mal. - dijo, y me dejó pensando.
Los dos gurises abandonaron el museo, en tanto las ponencias de la jornada continuaron transcurriendo con buen público salvo la última de la noche, que competía con una presentación estudiantil en el salón azul y solo tuvo una veintena de asistentes, todos de cuarenta para arriba, entre ellos, yo.
El tema era la verdad sobre el caso Dionisio Díaz, “un lirio en el pantano”, como arrancó a decir un veterano flaquito y de ojos inquietos que se presentó como investigador independiente. "No hagan preguntas capciosas porque no las voy a contestar”, fue una de las primeras cosas que advirtió a los asistentes. En la sala estaba presente un bisnieto del padre de Dionisio Díaz, y el gran ausente era el autor de un libro sobre el tema, que en un claro acto de desprecio a la charla del veterano flaquito se había ido a ver a los estudiantes en la sala de al lado.
Yo apenas empezó el tema me di cuenta de que no me acordaba (o nunca supe) ni la vigésima parte de la historia, pero de a poco fui entendiendo algunas cosas[1]. La charla estaba centrada en la existencia de un pacto de silencio por parte de la policía de Vergara con respecto a su actuación en el crimen, y de entrada se admitió que hay aún muchas dudas que nunca serán solucionadas.
Frente a nuestros ojos desfilaron fotos y más fotos de Vergara, el pueblo del Oro, los personajes, el contexto. La investigación es tan minuciosa que uno de los entrevistados hace poco le dijo al flaquito que se deje de preguntar, "porque los tiene llenos con el tema". La charla avanzó condimentada con datos pintorescos al estilo de: "Juan Ibiaga siempre se distinguió en Vergara porque no le fiaba a nadie: ni a los empleados". No me da para reconstruirla, y no hay una versión escrita de lo tratado. Me limito a copiar algunos fragmentos de mis apuntes, pero son notas de color, no la historia en sí, que deberán buscar en otro lado.
*
·      "Mi abuelo decía que era buena persona, solo que muy callado."
·      "Felicia, la hija de Quintín Núñez, era nacida en Italia, aunque también se dice que era nacida acá".
·      "Carlos Molina y Serafín J García pintaron la campaña tal cual era, sin mujeres bonitas y sin gauchos de chiripá planchado, como en los cuadros de Blanes."
·      "Dio la casualidad que mi abuelo se llamaba María y mi abuela también".
·      "Don Agustín Iza era famoso por sus tratamientos con agua fría".
Le suena el celular al cinto. Pausa. "Disculpen que uno me llamó". Sigue.
·      "Trompo Vergara dice que Juan Díaz andaba molestado por las cosas que veía en su casa".
·      “La empleada Eufrasia curó a Juan Díaz de una mordedura de perro y ahí él le comentó que no sabía qué hacer porque la situación en su casa se le iba se las manos".
·      "El Sr. Bruno Muniz filmó una película que no se la recomiendo a nadie. Le dije si conocía el lugar y no había estado. ¿Y? ¿Cómo va a escribir de lo que no sabe? Otro sí, vino a pedirme datos y se los di porque vino humildemente, no con grandilocuencia, a pesar de que era de Montevideo".
·      "Pacto de silencio: la policía sabía dónde estaba Juan Díaz y demoraron dos días en agarrarlo. Ahí lo liquidaron, lo ataron con un cuero a una piedra y lo tiraron al agua. Cuando el tiento se pudrió apareció el cuerpo, con la cara comida por los pescados pero con la herida a la vista. Claro que lo encontraron enseguida cuando quisieron, porque ellos sabían dónde estaba. Cuando lo enterraron en Vergara fue todo el pueblo a verlo, e incluso hicieron exhibiciones macabras con el cuerpo en el cementerio: le ataron un alambre del pene y cuando venían las mujeres a mirar tiraban del alambre y se paraba. No era un ser humano; era peor que un animal, eso llegaron a hacer con el cadáver, pero eso se tapó y nadie lo dice."
Para desdramatizar, aparece alguien de nombre lindo en la historia: el Loco Loló Lucas. No me acuerdo quién era. Un testigo de algo.
Sigue la charla, que me gusta pero es eterna.
·      "El que llega a la casa de Dalmiro Rodríguez tiene que quedarse cuatro días, porque uno no le da."
·      "Natalio no era caudillo, era juez de paz en 1907 y también comerciante, pero no tenía plata. La que tenía pesos era la mujer, porque era Jijena y los Jijena sí tenían plata."
De repente aparece una pariente en la historia: Gumersinda Barreto. Pasó muy rápido, y no capté quién era. Hay también algo relacionado al “crimen de la ternera”, porque Juan Díaz era carnero de Saravia. Un entrevero de historias con mayúscula y con minúscula.
·      "La pelea no fue de noche, fue de mañana."
·      "Dionisio no pudo hacer ese camino solito a sus nueve años: cruzar 5 km de monte, 3 alambrados, 2 cañadas, con una beba de 11 kilos y apuñalado. Dicen que lo acompañó alguien. ¿Quién? ¡El propio Juan Díaz!"
·      "Algunos se llamaron a silencio por pudor, por honor, otros porque estaban comprometidos y podían perder el puesto y otros porque de esas cosas no era fácil hablar".
·      "Quintín (padre de Dionisio) en el lecho de muerte confesó que quien mató a Juan Díaz fue él. Si no lo mataba él lo mataba otro, andaban varios buscándolo".
·      "Dionisio murió en la comisaría porque demoraron en iniciar el viaje, la llevada a Treinta y Tres fue puro teatro del comisario Yelós. El chiquilín ya estaba muerto".
Luego de una hora y pico terminó la conferencia. Algunos preguntaron un par de cosas , pero ya eran pasadas las ocho y media de la noche, había un chocolate con merengue esperándonos, y nos fuimos.

91 años más tarde, la verdad sigue siendo esquiva en el caso de Dionisio Díaz. El poder tiene sus murallas de silencio, ya sea en 1929, en los años 70´o en el 2020. De algunas cosas no se habla, y menos si involucran a la policía. Dionisio, en todo caso, sigue siendo un héroe. Los sucios (en esta historia) son los adultos.


[1] Historia oficial (Wikipedia dixit): Dionisio Díaz nació en 1920 en el pequeño poblado de Arroyo del Oro en Treinta y Tres. Vivía con su madre, su tío, su abuelo y su pequeña hermana a la que él adoraba, en una pequeña extensión de campo en la que trabajaban y con cuyos productos sobrevivían.
La noche del 9 de mayo del año 1929, luego de haber cenado con la familia, hubo una discusión del abuelo con la madre de Dionisio. Sumido en un ataque de locura, el abuelo tomó su facón y se dirigió hacia el dormitorio de la madre de los niños donde la apuñaló, dándole muerte. Cuando Dionisio se enteró, corrió en busca de su tío, quien al oír lo que acontecía, salió de su habitación y se trabó en lucha con el abuelo. En la lucha resultaron gravemente heridos tanto el tío como Dionisio.
El tío malherido le aconsejó a Dionisio tomar a su hermana y aguardar escondido en el galpón hasta el amanecer, para luego llevarla al poblado. Dionisio se ocultó de su abuelo, cubrió su herida con un trozo de sábana y esperó por horas una ocasión propicia. Finalmente caminó 5 kilómetros hasta el entonces poblado del Oro, donde dejó a su hermanita en una casa. Luego partió hacia el destacamento policial. Lo vio el médico local que ordenó su internación inmediata en el hospital departamental de Treinta y Tres; pero recién al otro día, un automóvil particular de un habitante de Vergara arribó al lugar para trasladar a Dionisio, quien falleció de camino a Treinta y Tres debido a las heridas recibidas.

sábado, 9 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 43. Las manzanas y el Manzanita



Cuando llegué a la esquina de Smidel y 8 de Octubre eran pasadas las diez de la mañana. El sol de mayo estaba haciendo su mejor esfuerzo, que no era gran cosa. La mañana se presentaba limpia, pero fría.
Iba pasando de largo por el puesto de un señor que vendía plantas cuando algo en el suelo llamó mi atención y me hizo volver sobre mis pasos. Había sido una imagen fugaz, un reflejo rosado que se recortó por un momento sobre el negro del nylon en el piso y el verde de las begonias, alegrías y albahacas que se alineaban prolijamente en sus macetas de plástico esperando ser compradas.
_ Hola. ¿Cuánto salen esas?
_ ¿Esas de ahí?- preguntó el vendedor, un veterano prolijo y de aspecto jovial- Treinta pesitos.
_ Bárbaro. Llevo una.
_ ¿Una sola? ¿Vio que tiene de distintos colores? Esta es más oscurita, y aquella de la punta es blanca…
_ Sí, las vi. Son preciosas. La semana que viene te compro otra.
_ ¡Muy bien! Que tenga buen fin de semana.
_ Gracias, igualmente.

Ya con la planta prolijamente metida en una bolsita de nylon en la mano, fui hasta la siguiente esquina y miré con expresión dubitativa el panorama que se desplegaba delante de mis ojos. Estaba en el nacimiento de la feria. Desde hace un par de meses he evitado meterme entre los puestos por aquello de la cuarentena y el contagio, pero se me estaba acabando la miel y toda la que se veía por 8 de Octubre era líquida y poco pura, así que tomé coraje, me ajusté el tapabocas y empecé a caminar entre el gentío.

Compré miel orgánica, queso Colonia y granola con chocolate. Miré bolsas de condimentos, juguetes viejos, ropa deportiva, verduras. La mayoría de la gente iba con la cara tapada por la mitad; la feria era una sucesión de ojos sin sonrisas y voces sin origen. En cierto momento un carrito de panchos obstruyó el paso de los compradores en la zona angosta entre uno de los puestos grandes y la camioneta de la pescadería, y todos esperamos por unos segundos hasta que el lugar volviera a despejarse. Aproveché ese tiempo de inmovilidad para mirar a las personas que me rodeaban: clientes, paseantes, vendedores. Traté de reconocer a alguien del pasado, pero nada. Todas eran caras nuevas, o al menos ojos nuevos. Ojos con pelo. No mucho más.

Durante quince años mi madre y yo tuvimos un puesto en la feria de la calle Smidel. Ella y el Cele hacían ropa de niños, y yo la acompañaba en el puesto a partir de las diez de la mañana hasta la una y pico, cuando él venía desde la feria de Libia a buscarnos con el auto. No es que hubiera mucha gente (aunque a veces se amontonaban, por esas cosas de los horarios coincidentes), pero en el puesto teníamos que ser dos, por aquello de los ladrones. La feria de Smidel era un hervidero de punguistas y descuidistas. Todos hombres, todos adultos, todos jodidos. 
Básicamente el peligro se dividía en dos frentes: el Ave de Rapiña y los Tres Grandotes.
El Ave era un cincuentón flaco, de rostro anodino, que le robaba lo que quería a quien quería. Se sabía hábil para el trabajo, y se sobraba. Estaba sobrecalificado para el oficio de punguista. Yo llegué a verlo poniéndole de vuelta la billetera a un hombre en el bolsillo del pantalón, cosa que hacía habitualmente. La persona nunca entendía cómo era que tenía los documentos pero le faltaban todos los billetes. Nosotros la teníamos clara.
El Ave sabía que mi madre y yo sabíamos, pero también contaba con que le teníamos miedo. Nunca le robaba a nuestros clientes cuando estaban en el puesto, y no íbamos a andarlo persiguiendo para alertar en el aire a todas las potenciales víctimas de las muchas cuadras de la feria de Smidel. A ver si nos entendemos: éramos dos mujeres en un puesto a la intemperie, sábado a sábado, expuestas a que nos pasara cualquier cosa entre la multitud, y el cuidarnos era nuestro principal objetivo. Detestábamos al Ave de Rapiña (nombre que solo nosotras sabíamos a quién hacía referencia), pero sabíamos que con mirar que no se llevara uno de los bolsos cuando aprontábamos las cosas al mediodía era suficiente para no tener inconvenientes.
Los otros, en cambio, los Tres Grandotes, no terminaban de definir si representábamos o no un peligro para sus haceres sabatinos. Ellos no hacían jueguitos como el de devolver las billeteras: ellos andaban armados, y robaban a cara descubierta. Eran altos y fornidos, uno pelado, otro eternamente de gorrita, y un morocho gigantesco. Todos poseían antecedentes. Yo les tenía terror.
Así como el Ave era un solitario en su búsqueda de billeteras, los otros siempre andaban en patota. Todos se conocían y dos por tres se paraban a charlar, pero su modus operandi implicaba que ellos eran tres y él uno. A veces aparecía un cuarto integrante de los Grandotes, un veterano flaco y muy osado para el robo, que una vez incluso al pasar por nuestro puesto manoteó como si nada una percha de la que colgaba una camisa de jean que había sido mía y teníamos entreverada con la ropa de niños. Yo sin pensarlo (porque si lo pensaba no lo hacía) me levanté y fui decidida hacia él, que me extendió la camisa sin decir una palabra. 
_ Gracias.- murmuré, volviéndola colgar la prenda de uno de los caños de la carpa. 
Pero no todas las historias fueron tan fáciles.
Un mediodía, mientras esperábamos que llegara mi padre a buscarnos, no entendimos por qué pero los Tres Grandotes de repente nos empezaron a bombardear con manzanas del puesto de la esquina. Mi vieja y yo les gritamos que pararan, sin entender qué bicho les había picado, pero ellos siguieron tirándonos con frutas, mientras le gritaban a mi madre que se dejara de joder porque le iban a violar a la hija. Al fin, después de unos minutos, se cansaron de las amenazas y doblaron la esquina. Nosotras quedamos atónitas. Cuando ellos desaparecieron los feriantes de alrededor vinieron corriendo a preguntar qué había pasado. Nadie entendía nada, hasta que un verdulero dijo algo de que alguien los había denunciado y parece que los Grandotes creían que habíamos sido nosotras. Ahí llegó mi padre, cambiamos de tema para no asustarlo, cargamos todo en el auto y nos fuimos para la casa.
Pero yo quedé preocupada.
El incidente de las manzanas había sido el sábado a mediodía. El domingo teníamos dos puestos en ferias del Cerrito, ferias donde capaz que también habría ladrones, pero nosotros no nos enterábamos. Esa misma tarde mis viejos se fueron a pasar una semana a Ñangapiré, que era lo que hacían siempre cada dos o tres meses: se iban de domingo a viernes, y volvían a tiempo para las ferias del fin de semana. Es decir, que me quedé sola en la casa, que es la misma en que vivo ahora.
Ese lunes tuve trabajo todo el día en el liceo, pero los martes mis tardes estaban libres, así que me armé de coraje y fui caminando hasta la seccional del barrio. Ya había estado un par de veces antes. La última fue cuando llevamos mi novio y yo al flaquito que le había robado el BMW de la puerta de casa y al final resultó ser un vecino y conocido mío, pero esa es otra historia.
Cuando llegué, la seccional estaba tranquila y silenciosa. Me hicieron esperar unos minutos pero no muchos, hasta que me recibió en su oficina un milico alto y con pinta de padre de familia. Colorado de cara, eso sí. Mofletudo y colorado, el hombre.
_ Contame que problema te trae por acá- dijo, y yo empecé a hablar. Le hablé de los grandotes, del bombardeo con las manzanas, de la amenaza de violación. Como no estaba muy segura de qué lado estaría el milico, aclaré por las dudas que ni mi madre ni yo teníamos nada que ver con la denuncia a los Grandotes, y que no estábamos en la feria para meter preso a nadie sino solo para vender joggings y pantalones de niño. El hombre me escuchó, estuvo de acuerdo con mi preocupación y dijo que se iba a dar una vuelta el sábado por la feria, a ver si podía hacer algo por nosotras.

_ ¡Pero yo no te puedo creer que fuiste a la seccional!- fue lo primero que mi vieja dijo el viernes de noche, cuando volvió del viaje y le conté de mi gestión. -¡Y encima hablaste con el Manzanita! ¿Vos no sabés que el Manzanita es mano dada con todos ellos? ¡Ahora va a ser peor!
_ Tranquila, que ya le aclaré que no queríamos líos. -dije, aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir, mientras me felicitaba por haber sido tan cauta en la seccional como para no pedir que los metieran en cana a todos, a los Grandotes, al de la camisa y al Ave.- Capaz que con esto se enteran que no fuimos nosotras los que los denunciamos y se dejan de cosas.
_ ¡Ay, no sé, no sé! Mañana vemos. Vos no le digas nada al Cele, que después se preocupa.

A la mañana siguiente el Manzanita pasó por la feria y nos preguntó si todo estaba bien. Le dijimos que sí. Los Tres Grandotes no habían aparecido por la cuadra ese sábado, y después de ese día siguieron haciendo sus robos sin prestarnos atención, así que quizás la ida a la Seccional no había estado tan errada, después de todo. No salió como yo había previsto, pero salió.

Todo eso se me pasó por la cabeza mientras esperaba que se agilizara el paso de la gente una vez que terminara de avanzar el carrito de los panchos. Ya no me quedaban caras conocidas en la feria de la calle Smidel, que ni siquiera es más de Smidel, porque ahora la movieron para Vicenza. Quién sabe qué caras tendrán los punguistas de estos tiempos, pensaba yo mientras daba la vuelta con mi bolsa de miel, queso y granola en una mano, y la plantita de hojas rosadas en la otra. Qué habrá sido del Manzanita. Dónde habrá terminado el Ave.

Seguí caminando hacia 8 de Octubre, y pronto salí de la feria. La mañana todavía era soleada, pero fría. Mi viejo no me iba a pasar a buscar con el auto, pero ya iba siendo tiempo de volver a la casa.






viernes, 8 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 42. La vendedora de caramelos.



María tiene 90 años, o quizás 91. Camina erguida, tiene el pelo blanco y siempre mira a los ojos de quien le habla. Era una más de las muchas personas nuevas que había conocido en una excursión, así que tardé varios días en verla, pero una vez que hablé con ella ya no fue solamente una viejita canosa y simpática: era María.  

María nació en Brasil. Todavía tiene acento norteño, que se nota especialmente en las "r" y las "v", así como la tonada musical de los paulistas. Anda de pollera y sandalias sin medias pese al aire helado del invierno cordobés, y su ropa es prolija, aunque no de marca. Tal vez por eso una tarde, en el lobby del hotel, una señora bien peinada y mejor vestida se le acercó a indagar quién era y cómo era que estaba ahí, de vacaciones. La recién llegada se presentó como viuda, y agregó que como el primer marido le había dejado unos campos, eso le permitía pagarse la estadía en Carlos Paz. 
_ ¿Y usted? ¿Cómo hizo para venir acá?- preguntó, a lo que María abrió mucho los ojos y respondió:
_ Y... yo saqué la plata y pagué. 
_ Aaah... ¿Y a qué se dedica para poder pagarse un viaje como este?
_ Vendo caramelos en los ómnibus.
_ ¿Eh?
_ Sí... Vendo de noche, porque hay menos competencia y la gente compra más. 
Ante tal revelación la argentina decidió batirse en retirada, no sin antes pasar por la mesa de sus congéneres en el otro extremo del hotel y comentarles algo, ante lo cual todas las cabezas se voltearon a mirar a María, que seguía tranquila, con la mirada perdida a la distancia. 
_ Se ve que me vio vieja y encima negra y dijo "esta mujer no puede pagarse vacaciones". Así que le inventé lo de los caramelos.-nos dijo esa noche, en la cena. A partir de ahí le estuvimos pidiendo caramelos toda la semana; ella siempre encontraba una forma graciosa de responder, y entre chistes y bromas nos fue contando algunas cosas de su vida.

Había llegado a Uruguay hace setenta años buscando estudiar, porque iba a ser enfermera y en su país no había buenos cursos. Incluso vino antes de cumplir la mayoría de edad, 17 días antes, y tuvo que reportarse cada uno de esos días en la comisaría para avisar que no le había pasado nada. Después entró a la Escuela de Enfermería. Una noche los muchachos de la Escuela Naval la invitaron a un baile a ella y a sus amigas: tres de las cuatro volvieron con novio. Ella se casó con el muchacho que conoció esa noche y estuvo con él hasta enviudar, hacía pocos años.

Nunca tuvo hijos. Una vez perdió un embarazo casi a término y no se animó a repetir la experiencia. Estaba bajando de un ómnibus, mientras su marido la esperaba abajo dándole la mano para que descendiera, pero el chofer arrancó antes de tiempo. María cayó sobre unas piedras y por el golpe perdió al bebé. El ginecólogo, que era Crottogini, no podía creer lo que había ocurrido. 

Pasado el tiempo, la vida siguió su curso. Se le ocurrió presentarse a Martini Pregunta para responder sobre un tema que le encantaba: la mitología griega, y el propio embajador de Grecia la invitó cada semana a la embajada para darle clases sobre el tema. Su desempeño fue tan bueno que ganó el segundo premio: 2000 dólares y un viaje de dos meses por Europa con el marido, pero ella terminó llorando, porque no había salido primera. 

Ahora estaba paseando sola en nuestra excursión, y pronto la convertimos en la niña mimada del grupo.

_ Che, María, ¿y si en vez de caramelos te ponés mejor a vender preservativos en el ómnibus?
_ No, porque si los vendo todos después no me quedan para mí, ¿y ahí qué hago?

Antes de empezar a tomar una copa nos enseñó cómo hay que bendecir la bebida:
"Vino divino
lindo alimento
tú que estás afuera
pasa para adentro."

Ya volviendo a Montevideo, en esas espantosas instancias de despedida y evaluación que propician los viajes en manada, dije por el micrófono del ómnibus que tuvieran cuidado, que iba a escribir historias acerca de todos los pasajeros. Cuando volvía al asiento María me tomó la mano: quería saber si de verdad iba a escribir acerca de ella y le dije que sí, porque era la persona mas interesante que he conocido en mucho tiempo. Y era cierto.

martes, 5 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 41. Media pila



Oíme, inconsciente. Sí, sí, a vos te hablo, no te hagas el desentendido. Ya fue con tus arrogancias, ¿me oís? ¿Quién te creés que sos? ¿Kim Jong Un? No, no es así, la cosa no es así. Ya sé que contigo no se puede razonar, por eso te lo digo bien claro y con todas las letras: quien decide a qué hora despertarnos soy yo, no vos. Ya sé que si abrimos los ojos a las siete igual llegamos en hora al liceo, pero por algo puse el despertador a las seis: para bañarme, corregir y trabajar en las redes, ¿entendés? Media pila, viejo, media pila. Y dejá de pelearme. Mirá que el Yo sin nosotros no llega a nada, y acá solo podemos funcionar en equipo, ¿eh? Dale. Dejame laburar, al menos de lunes a viernes. Después el fin de semana es tuyo, y yo ahí no me meto. Dejá de decidir cosas que no te corresponden, que después el Yo se preocupa, termina comprando demasiados dulces y nos complica la vida a todos. 

Cuento contigo, Ello. Uno para todos y todos para uno, como cuando éramos chicos, ¿te acordás? 
Un abrazo. Te quiero (pero solo si te portás bien).

Tu Súper Yo.

lunes, 4 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 40. Un mangangá en la orilla



Fue solo por casualidad -y quizás un poco de buena suerte- que no me cayera de culo entre las olas ante el primer alarido que llegó a mis oídos.

Era un mediodía de diciembre sin nubes y sin viento. El sol picaba fuerte, y la piel comenzaba a enrojecerse, porque hacía ya tres horas que caminaba juntando cosas por la orilla de la playa desierta. En cierto momento llegué a un lugar en que los caracoles y las cucharetas se amontonaban de manera visible bajo la línea de la rompiente. Desde varios metros de distancia se podían adivinar sus formas blanquecinas revolcadas por la espuma, esperando que yo rescatara a algunas de la desintegración y el olvido. Era un buen lugar para instalarse.

Dejé las ojotas y la remera en la arena seca, me metí al agua hasta las rodillas, y empecé a mirar. No había una nube en el cielo; la playa estaba pródiga como nunca. Buscar tesoros a tan poca profundidad era como recorrer un supermercado: pasar por las góndolas, elegir cosas y guardarlas en la mochila. Primero fue un escudo de mar que apareció intacto sobre la conchilla, traído por una ola verde y sin espuma. Después una farola, una boya pequeña, y hasta un caracol de esos marrones puntiagudos de los que nunca supe su nombre.

Ese día en particular yo estaba pasando por algo con un leve aire de brote místico: se me había dado con que si salvaba a todos los bichos que encontraba patas para arriba o coleteando en la orilla, el mar me iba a dar lo que le pidiera. Y ahí andaba. Había pasado toda la mañana despegando mariposas de la arena mojada, dando vuelta cucarachas de agua y devolviendo mojarras a las olas. El juego era simple: yo pensaba en algo y eso aparecía, pero solo podía pedir un ejemplar de cada cosa. Solo un escudo, solo una farola, una boya, un puntiagudo. Cada vez que se materializaba un pedido el ritual se cumplía sin variaciones profanas: exclamación gozosa, beso al hallazgo, agradecimiento mirando al mar, apertura de mochila y formulación de nuevo objetivo.

Esa mañana estaba resultando perfecta. Había ido a pasar una semana de vacaciones sola, y la independencia de horarios y de planes me estaba sumiendo en un feliz olvido de la especie humana. En los ratos de hostel trataba de socializar para no ser muy bichito, intercambiaba frases amables con los compañeros de cuarto o les explicaba cosas del pueblo a los turistas, pero la verdad de mi naturaleza estaba en esta comunión entre el mar, la arena, el sol y yo. Nunca había sido tan feliz y nunca me había sentido tan acompañada. La totalidad de mi ser era apenas una célula, un átomo, una partecita ínfima pero necesaria del universo.

Fue en ese momento que escuché el grito.

Pegué un salto y trastabillé entre las olas, sin llegar a caerme. Aquello había sido un alarido inarticulado, salvaje, desgarrador. Levanté la cabeza y vi a dos chicas sentadas en la arena, a pocos metros de mi zona de caracoles. No sé cuándo se habrían instalado ahí; hacía mucho rato que no me cruzaba con nadie, y la búsqueda de los tesoros de mar tenía por completo absorbida mi atención. Ellas estaban metidas en sí mismas. Probablemente ni me habrían visto. Las dos eran parecidas: flaquitas, medio hippies, de no más de veinte años. El alarido había sido de la más alta, una gurisa muy linda, de pelo corto rosado, a la que recordaba haber visto un par de veces en el pueblo, caminando por la calle principal. En ese momento ella estaba moviendo las manos con expresión de impotencia pero no parecía estar hablando, ni tampoco lloraba. Me pregunté si el grito sería por un tema amoroso, si habría consumido algo que le pegó mal o si en ese despliegue de energía y vocalización no habría una especie de terapia, una intención de catarsis sanadora. Me quedé mirándola unos segundos, sin llegar a una conclusión, y entonces la gurisa volvió a gritar una vez, y otra, y otra más. Era como un animal en sacrificio. Cada grito parecía desgarrarla y vaciarla por dentro, pero a la vez su cuerpo seguía inmóvil, mirando con ojos inexpresivos el vaivén de las olas verdes y mansas.

Por unos minutos me mantuve alerta, para ver si podría ayudar en algo, hasta que me convencí de que no. Aunque estábamos en la más absoluta soledad y no había otro ser humano en varios kilómetros a la redonda, yo resultaba invisible para las dos chicas, que seguían sentadas sobre la arena tibia y seca. Ni una sola vez me miraron, y ni una sola vez la que no gritaba pareció estar nerviosa o preocupada. Simplemente ahí estaba, acompañando. Después de unos minutos los gritos cesaron. Ambas metieron los pies en el agua, se abrazaron durante unos segundos y salieron. Sin mirar en mi dirección, recogieron sus ropas y volvieron al pueblo tomadas de la mano.

El silencio volvió a reinar sobre el agua helada y la arena caliente del mediodía. Dejé de mirar las siluetas que se alejaban, salí a la orilla y me dediqué a salvar a un mangangá que había quedado pegado a la huella de espumas de la última ola. Aún quedaba media hora antes de que la piel comenzara a doler, y se me había metido en la cabeza que no podía volver al hostel sin haber encontrado algo que fuera de verdad asombroso. Un caballito de mar, o una estrella. Quizás una boya de vidrio. Un erizo.

Llevé al mangangá hasta la arena seca, entré de nuevo al mar, y fue en ese momento que paré de pensar. Me quedé un rato inmóvil, con el agua por las rodillas y las manos llenas de cucharetas rosadas. Miré los kilómetros de playa vacía, el espacio inabarcable del cielo azul y las olas oscuras. Miré al mangangá, una manchita negra caminando feliz sobre la arena. Miré hacia el pueblo, casi invisible a lo lejos. Y me puse a gritar.

domingo, 3 de mayo de 2020

Mayo 2020




Voy volviendo a casa desde mis horas vespertinas de trabajo presencial en Ciudad Vieja. El 100 viene lleno como si no estuviéramos en el otoño de la pandemia, y la unanimidad de los tapabocas nos convierte a todos en poco más que unos pares de ojos clavados en pantallas. Afuera, la diversidad de los días soleados de fines de mayo: gentes de camperas, de remeras, minifaldas y gorros de lana. En la radio, una música boba detrás de la otra. A mis pies la bolsa llena de alimentos que una joven profesora llevó hoy a la oficina a cambio de algunos libros. Quiero toser pero me aguanto, y llevo a la boca un caramelo de miel para endulzar la garganta.

Un otoño casi normal, en suma.

Un estudiante mandó hoy un largo mensaje, porque no tiene internet ni computadora para conectarse. Le van a prestar una usada, dice, este mes puede ser que se la lleven, pero por ahora el poco tiempo que puede pagar en el ciber no le da para atender a todas las materias. Soy una persona sensible y me siento muy mal por esto, profe, agrega casi al final del mensaje, que respondí como mejor pude.

Un otoño casi normal, en suma.

En otros países la brutalidad policial provoca varias noches de protestas, y acá todos nos quejamos por el gasto en lavarle la cara a los patrulleros.

Un otoño casi normal, en suma.

Bajo en mi cooperativa; hay tres veteranos esperando para comprarle churros con dulce de leche a la señora de la esquina y un padre y su hijo aguardando por las tortas fritas de los viernes en la casa de doña Olga. Me cruzo con una de las chicas que llevan la comida que donamos en la coope a un merendero, y ya de pasada le dejo la bolsa con las cosas de hoy. La plaza está tapada de mosquitos, y al llegar a mi casa hay tres gatos grises que esperan comida, atención y mimos.

Un otoño casi normal, en suma.




Apenas subo al 103 frente al Solís la escucho en el fondo del ómnibus, a unos dos asientos del mío. Es una mujer joven, a juzgar por su voz; debe de andar por los veintipico. Le explica una y otra vez al ex marido por qué él tiene que ser su aliado en la crianza del hijo que tienen, por qué debe abandonar la pose del padre canchero y ponerle límites al niño, que pretende jugar con el teléfono hasta la una de la mañana y más allá.
Ella habla en un tono didáctico, es amable, y lo que plantea es absolutamente pertinente, si no fuera porque habla muy alto y porque ya estamos llegando al final de 18 y la perorata sigue y sigue sin miras de terminar algún día.
Un cantor de bus de esos que cantan con volumen de estadio hace su aparición en el 103, cuando ya creía que iba a escuchar el alegato pro-límites hasta llegar a mi barrio, por lo menos.
_ Te dejo, porque no se escucha nada- se despide la chica, mientras en mi interior estallan fuegos artificiales en honor al muchacho, pese a que su versión de Lágrimas Negras ha dejado bastante que desear.
Entramos a Ocho de Octubre en medio del silencio relativo del ómnibus, sin cantos ni llamados telefónicos.
La pandemia me está volviendo intolerante a las multitudes, pienso, mientras miro por la ventanilla a la humanidad que se desplaza silenciosa por las veredas de la tarde.





Subo a un ómnibus tan pero tan impecable que debe estar en su semana de estreno. Viajan pocas personas, y no veo más que tres ventanillas levemente abiertas, pero hace un frío polar que viene desde el techo. El vehículo debe tener un sistema de ventilación activado x aquello del virus, pienso, y suspiro tan hondo como me lo permiten mis vías respiratorias, resfriadas desde hace varios días.
Este va a ser un invierno crudo para los usuarios del STM.
Helados, amontonados, sin poder toser. Y mirándonos con desconfianza.




Viernes de tormenta, casi mediodía. Desde mi casa se oye el viento que sacude los árboles del fondo. Una sirena pasa por 8 de Octubre, y se escucha el ruido de autos, camiones y ómnibus a lo lejos. Dos o tres pájaros. La canilla de la cocina en la casa de al lado. El ronroneo de Matilda. La antena de Movistar debe seguir zumbando en la otra cuadra, pero ya no la escucho. Bocinas. Mi respiración. Una moto.




El apagón del la noche del sábado me encontró ya metida en la cama y con un libro de Philippe Claudel. Eran pasadas las once, y cuando se fue la luz por un instante me asombró el absoluto silencio de la casa del balneario, hasta que la voces de mis amigas vinieron a romperlo en medio de risas. En cierto momento creí ver una cara luminosa que me sonreía medio macabra desde la pared opuesta, pero no era más que la carcaza del ventilador, que irradiaba una suerte de luminiscencia difusa. Habíamos estado compartiendo cuentos de Mariana Enríquez, y un poco teníamos los miedos más absurdos a flor de piel.
La electricidad volvió a los cinco minutos, cuando ya el libro de Claudel descansaba sobre la mesa de luz, y no volví a tocarlo hasta la tarde siguiente.

Hace un rato estaba de gran charla con mi amigo de la cooperativa en el bar cuando se cortó la luz. Camino Maldonado parecía una boca de lobo. El bar seguía iluminado, pero el dueño empezó a pedir a los empleados que tuvieran todo listo, por si se cortaba la luz de emergencia.
Eran otra vez pasadas las once de la noche. Mi amigo y yo pagamos nuestra magra consumición, salimos del bar y nos metimos en la cooperativa. Extrañamente, para una noche sin luna, las calles tenían cierta luminosidad difusa, suficiente para distinguir las casas y las siluetas del camino, aunque no las caras.
_¿Querés que te acompañe hasta allá arriba?
_ No, tranqui; tengo al sereno enfrente.
_ Bueno. Nos vemos.
_ Chau.

Iba llegando a mi calle cuando empecé a escuchar una vibración de lo más molesta: era la antena de Movistar de la otra cuadra, que jamás escucho en una noche normal, pero con el silencio del apagón el sonido de la estática retumbaba sobre las casas del barrio. Diez años sin darme cuenta de lo molesta que es esa cosa. Ahora estoy encerrada en mi dormitorio e igualmente la oigo: creo que ya no voy a dejar de escucharla. Me siento como Levrero cuando jodía con que había un zumbido en su nueva casa de Colonia y nadie le daba corte, hasta que fue un técnico y le dio la razón: ahí sí había un zumbido, de una frecuencia tal que solo él lo podía percibir.

Estaba escribiendo todo esto para entretener la cuarentena con apagón y luz de vela, pero como acaba de volver la electricidad por acá se queda la crónica, mientras cargo el celular, alimento a Matilda, retomo a Philippe Claudel y todo vuelve a estar en paz en Arbolito.


Pero yo sigo oyendo el zumbido




Esta soy yo teniendo una clase con mis alumnos a través de Zoom: un cuasi monólogo un tanto alienante con un montón de casilleros con nombres, porque la cámara consume muchos datos, o porque les da vergüenza mostrarse, o porque están durmiendo, o no quieren que veamos sus casas, yo qué sé.
_ Profe, no prendo la cámara porque no quiero que veas que recién estoy desayunando- me dijo hoy una chica, cuando ya eran las once y pico de la mañana.
Cada pregunta que hago, sea individual o general, exige que quien vaya a hablar desmutee el micrófono, y como no nos vemos dos por tres nos pisamos. Una chica me mandó un chat durante el zoom para decirme que otra no podía entrar y no pude hacer nada, porque a mí también me ha pasado intentar entrar a una reunión como invitada, digitar la clave correcta y que no me permita el acceso. Cosas que pasan (a veces).
De todos modos algo siempre se avanza, aunque no sea en el sentido estricto del programa de la materia. Ellos son sumamente cálidos, y parecen contentos del encuentro.
_ Profe, ¿te puedo decir algo?- apareció en cierto momento una voz anónima por algún lado.
_ Sí, claro, te escuchamos.
_ No, que a todos nos molesta madrugar y todo eso, pero... ¡yo estoy deseando volver al liceo!
_ Sí, y yo también.- sonaron varias voces, a lo que la primera amplificó su deseo:
_ Extraño todo: los recreos, los profesores, los compañeros... ¡y las tortas fritas del señor de la esquina, profe! ¡Son riquísimas!
Ahí fue un coro griego el que comentó que sí, que las de la esquina eran las mejores tortas fritas, que estaban a veinte pesos y que bien calentitas eran la cosa más rica del mundo. Les dije que no podía opinar, porque nunca había comprado.
_ Tenés que ir, profe, probás una y no salís más de ahí.
_ ¡Jaja! Mejor no, que ustedes son adolescentes y flacos, pero yo no puedo empezar a esta altura de mi vida a comer tortas fritas en los recreos.
_ Vos probá y después nos decís.
_ Bueno, ¿qué les parece esto? Cuando nos reintegremos a clases, en un recreo vamos todos a la esquina y le compramos varias para compartir en la clase.
_ ¡Ay, sí, sí, dale!
_ Pero con distancia social, ¿eh?
_ Sí, profe, pero con tortas fritas.

Y ta, todo esto para decirles que si volvemos a la presencialidad y me empiezan a ver rodando por ahí no fue consecuencia de la cuarentena: fue culpa del señor de la esquina y de mis alumnos de cuarto. Yo: inocente (como siempre).



El bus viene con unas seis personas paradas, pero el hombre igual se instala en el medio con su guitarra y empieza a cantar. Tiene una voz fuerte y afinada, y todos hacen silencio para escucharlo mientras entona “Ojos de cielo” , de Víctor Heredia. Suenan los aplausos al final, y casi casi me siento como en un viaje cualquiera de los de antes de la pandemia.
La veterana canosa a mi lado empieza a buscar unas monedas, pero el hombre arranca ahora con aquello de “Pare primo la canoa”. Ella guarda las monedas en la mano y se pone también a cantar.
Pare primo la canoa
Que me parece que llora
la chinita allá en la orilla
Que no es una maravilla
Despierto tú puedes ver...
¡Eso! Eso es de lo que hablaba hoy con los gurises de cuarto mientras dábamos algo de romances, pienso: un cambio de letra en apariencia menor, pero significativo. La mujer transformó “pesadilla” en “maravilla”, palabra que aparece en otra parte de la canción, y le cambió el sentido al texto, que claramente o no es pesadilla o no es maravilla.
Sigo mi viaje admirando la maravilla del mundo exterior, el mediodía de sol y el otoño amable de este año, hasta que pasamos el McDonalds de 8 de Octubre y Propios, donde una larga fila de personas ansiosas esperaba en la vereda para poder entregar su curriculum. Son muchos, la mayoría no va a quedar. Y ya se me entran a borronear los límites entre maravilla y pesadilla porque, como siempre, “todo es según el color/del cristal con qué se mire”.



Hace varios días que me aparece esta publicidad por acá. Más allá de que me cuestione el por qué me eligen como clienta potencial y prefiera no pensarlo mucho (igual que cuando me empiezan a ofrecer servicios de compañîa en sanatorios y coberturas fúnebres), lo que me llama la atención es la foto. Las chicas son bellas, y quien les cortó la cabeza fui yo, pero: ¿por qué no hay lencería sexy para gordas? ¿Siempre tienen que ir tapadas como mi abuela? Se las ve saludables y jóvenes, perfectamente pueden tener un conjunto que realce su silueta sin comprimir ni esconder. Supongo que la empresa que hace estas prendas piensa que todo lo que se salga de lo hegemónico debe ser tapado. No he visto nunca una lencería de talle pequeño tan pacata como esto, y en verdad cuando iba a las grandes tiendas de ropa (cuando estaban abiertas, hace una vida!) lo mismo pasaba con todo. Remeras, minis, jeans lindos: solo en talles pequeños. Para las XL está lleno de cosas anticuadas y poco sexys, en colores sin gracia, pero en otros lados no pasa esto. Yo me compré una bikini talle 7 en Boston, por ejemplo, y de la misma había hasta el talle veintipico. Los seres humanos venimos en distintos formatos y modelos, pero la moda no sale de los XS, S y a lo sumo M. Tenemos diez mil batallas que dar antes que esta, pero en fin.




Una amiga me manda un video de twitter y antes de verlo decido que ya es tiempo de hacerme una cuenta nueva, porque la primera que hice casi no la usé (y ya me olvidé hasta del nombre) y -lo más importante- administré la cuenta del CES hasta hace un par de años y me da terror meter un like o hacer cualquier cosa creyendo que soy yo y siendo, para la red, Secundaria.
Como siempre, te piden preferencias en materia de noticias, música y esas cosas, y después sugieren a quién podrías seguir. Mis primeras sugerencias son muy extrañas, quizás medio generales de más, pero después afinan la mira y me entran a sugerir a gente a la que he estado viendo estos días en youtube, instagram o radiocut. Gente muy poco conocida, como Ana Carolina o Suzyquiu (feministas, de la banda Pichot), que es como decirme en la cara que ya saben todo lo que hago y miro 24/7.
Ta, después no les gusta mi contraseña y no me dejan entrar, pero esa es otra historia.
Saben todo. Una sabe que saben, pero ante cada confirmación hay como un frío que corre por la espalda... Me pregunto si sabrán que me olvidé de comprar atún para el gato, que me siguen doliendo las manos, que todos los días los mosquitos me corren del patio a las cuatro en punto de la tarde, que tengo el pasto crecido del jardín y una luz que no anda en el piso de arriba.
Bueno, en fin. Ahora ya lo saben. Como todo (o casi todo).




Ocho y pico de la mañana en mi casa. El cielo está semi nublado, pero la luna aún se deja ver. Los gatos maúllan pidiendo distintas comidas, hay bandadas de palomas que van y vienen entre los techos, cantan los pajaritos, suenan sirenas de la policía, sobrevuelan en círculos los helicópteros... Otra mañana de "nueva normalidad" en Arbolito.



Toda la movida que estoy haciendo con los libros empezó cuando me di cuenta de que (con esto de la cuarentena) había empezado y abandonado un montón de novelas que probablemente no iba a retomar. Algunas medio juveniles, otras demasiado crueles, policiales mal planteadas, esas cosas. Lo último que de verdad me había interesado fue un libro de reflexiones sobre la escritura de Pedro Juan Gutiérrez (dios), pero eso fue en febrero. Me entré a cuestionar si no le estaría perdiendo el gusto a la lectura (que es como decir que soy un cura y se me cae el cáliz en plena misa, digo, recordando un cuento de Joyce que -no sé por qué- dimos con Mántaras en el siglo pasado).
Ayer leí La nieta del señor Linh, que me prestó una amiga (la misma que me dio una valija de libros para regalar), y no lo pude largar de principio a fin. Poesía pura.
"Un anciano en la popa de un barco. En los brazos sostiene una maleta ligera y a una criatura, todavía más ligera. El anciano se llama Linh. Es el único que lo sabe, porque el resto de las personas que lo sabían están muertas." Así empieza. Si lo ven por ahí, no lo dejen escapar.

Ps: no lean la contratapa, que adelanta casi todo, y tengan unos pañuelos desechables a mano, por las dudas (y esto no es un spoiler, porque capaz que los usan desde la primera página).

Ps. 2: no lean las contratapas, en general, si pueden evitarlo.




Hoy iba a colgar otro texto, pero de repente me encontré con uno que tiene que ver con alguien que conocí en un viaje de invierno a Carlos Paz, el año pasado, con mis amigas. Fueron pocos días, pero pasaron muchas cosas, de esas que nos cambian aunque no se noten. En ese viaje conocimos a la viejita María, nos reímos con el patovica Guillermo, terminamos queriendo a la tía Elba y nos hicimos un par de amigas maravillosas, Rosa y Laura, una amante de los gatos con unos enormes y negros ojos llenos de paz, que nos dejó hace un par de días.
Me gustaría escribir algo en su memoria, pero la muerte suele dejarme sin palabras. Por eso elegí a María: para recordarnos a todos en la celebración y la risa, en la vida sencilla, en el encuentro con los amigos, los eternos y los pasajeros. Es el mismo amor, en todo caso. Carpe diem.




¿Alguien sabe por qué hace dos horas que anda un helicóptero pasando por el cielo de mi barrio?
Los helicópteros no me traen buenos recuerdos; los asocio con dos momentos bien diferentes, y ninguno de ellos me acerca a la paz.
Por un lado, los 70´, época en la que dos por tres pasaba alguno volando tan bajo que mis primas y yo corríamos a saludarlo con la mano. Ellas tenían un helicóptero precioso y enorme de plástico marrón, a pilas, que les había traído de regalo la abuela de Canadá, la que no era mía, la que les regalaba Barbies cuando acá no se veían y ni les sabíamos el nombre. "Allá las nenas juegan con estas muñecas", decía la señora, y las Barbies anoréxicas de mis primas se rehusaban a juntarse con mis NIcolettas, Mimosas y Dormilonas, todas ellas regordetas y con caras de nenas modositas. Más allá de los juguetes, el helicóptero era en ese entonces una figura simpática, y tuvieron que pasar varios años para que yo entendiera el por qué de su patrullar constante por mi zona, zona de fábricas y de curtiembres, llenas de obreros, de posibles gremialistas, "sediciosos". A partir de ahí el recuerdo me eriza, y no hay Barbies que me saquen la sensación de control y peligro en retrospectiva.
El otro recuerdo es la Zona Cero, en Nueva York, donde está el memorial por las Torres Gemelas. El lugar invita al recogimiento y la tristeza por las víctimas, pero a la vez todo el tiempo hay helicópteros sobrevolando la zona, en lo que se parece mucho a un estado de guerra.
En fin. Cae la noche. El helicóptero va y viene, viene y va por mi zona, como si estuviera buscando algo que no se deja ver, pero mis gatos están adentro, y yo también. Habrá que poner un video para dejar de escucharlo.
Si alguien sabe algo, cuente, cuente.
Siempre es mejor saber.





Un amigo se había quedado a dormir en casa, que no era ni mi casa de hoy ni ninguna que conozca, aunque el pasillo de entrada resultaba un poquito parecido al de la infancia. Yo salía a hacer unas compras y al volver lo veía yéndose ya para el trabajo, pero decidíamos compartir antes el desayuno. Luego nos íbamos juntos hasta la estación, a tomar el tren directo para Montevideo.
Ya adentro del tren, vi que me faltaban la tarjeta de débito y la cédula: seguramente se las había quedado por error Mary, la encargada de las horas de Literatura en Departamento Docente, que está grande y es medio despistada.
Por suerte ella iba sentada unos asientos adelante en el mismo vagón.
_ No sé si las tengo, Mariela Rodríguez, pará que me fijo.- dijo llamándome por mi nombre y apellido, que es lo que siempre hace.
_ Mary pierde todo- le comento a la chica que tengo a mi izquierda, antes de poner mi mano en el bolsillo de la campera y encontrar allí la cédula y la tarjeta.
_ Dejá, Mary, al final lo tenía yo.- le aclaro, y enfrento su habitual (y en este caso merecida) mirada de cansancio.
_ Pero no tengo el boleto del tren- agregué- ¿no lo habré dejado en tu escritorio, Mary? ¿Te animás a ver entre tus carpetas a ver si está?
Mary miró por arriba: no lo tenía. Detrás de mí el inspector esperaba que le diera el boleto o me conminaba a bajar ya mismo del tren. Mi amigo estaba en otro vagón, ya lo buscaría después de regularizar mi situación. Pero no tenía el maldito boleto.
Decidí bajarme y volver a mi casa a buscarlo.
Di vuelta todo patas arriba en mi casa, hasta que lo hallé. Corrí con él en la mano hacia la estación, y llegué justo justo cuando el tren arrancaba.
Ahora iba lleno, y no había rastros ni de Mary ni de mi amigo.
_ Cómo cuesta ser yo- pensé un segundo antes de despertar, vislumbrando ya un Cele en mi futuro cercano.- Cómo cuesta.
Al abrir los ojos no había en casa amigos, trenes ni desayunos. Solo una gata maullando y un despertador preguntando cuándo lo voy a volver a usar.
_ Ya va, ya va- nos dije, sacando una mano de la cama para encender la computadora al costado.- Estos no son tiempos de andar con apuros. Ya va.
Y me levanté.


Apenas para la lluvia salgo a hacer mandados (digamos) por el barrio (digamos). O capaz que salgo una hora a caminar por hacer ejercicio, quién sabe.
En la casa de las rejas sobre Camino Maldonado estaba como siempre el rubio, mi perro ajeno. Apenas me ve viene saltando a hacerme mimos, mordisquea mi campera y casi no me deja seguir, pobre. Estaba medio temblando, con frío. Yo no sé si tiene cucha, porque el lugar en que está (una cancha de fútbol 5) tiene un pasillo largo hacia el fondo y desde la calle no se ve mucho más.
Seguí mi camino preocupada, pensando en el invierno cercano. Por lo menos sé que no soy la única que le hace mimos, porque he visto otra gente sentada en la vereda y jugando con él a través de las rejas.
A la vuelta, ya de noche, antes de pasar por la casa de las rejas abrí la bolsa de carne picada que había comprado para los gatos, así le daba un bocadito al pasar, pero un hombre se me adelantó y (aunque el rubio no andaba en la vuelta) le volcó en su frente una bolsa de huesos de asado.
_ ¿Vos sabés si tiene cucha?- le pregunto, y no hace falta aclarar de quién hablo.
_ No sé, pero debe tener, no te preocupes, que parece estar bien. Yo le traigo comida todos los días.
_ Ah, qué bueno. Menos mal.- digo sin mucha gracia, aunque por dentro me daban ganas de darle el Nobel de la Paz por alimentar al rubio.

Volví a mi casa empujada por el viento y las sombras, sin haberle dejado nada de la carne picada que pensaba darle. Después de todo el perro tiene varios adoradores, pero yo soy la única que alimenta a mis gatos, que no serán rubios pero comen mucho. Se llama filosofía práctica de la vida, o tal vez un poquito ley de la selva. No me juzguen.



Que quede claro que no me estoy quejando. Sarna con gusto no pica, las cosas son como son y todos los lugares comunes que se les ocurran, pero: ¿qué diablos le pasa por la cabeza a mi gata cuando le doy carne picada, que si se la suministro de a puchitos se come un montón pero si pongo el mismo montón desparramado en el plato lo mira con desprecio (igual que a mí, debo decir) y lo deja tirado sin mayores consideraciones?
No como carne, no me gusta manipularla, pero Matilda me obliga a darle pedacitos cada tres minutos hasta que considera que fue suficiente y se va a acostar a algún lado (generalmente prohibido).
Saludos desde el reino de la esclavitud, compañeros.
Los que vivimos con gatos no tenemos feriado.