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sábado, 9 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 43. Las manzanas y el Manzanita



Cuando llegué a la esquina de Smidel y 8 de Octubre eran pasadas las diez de la mañana. El sol de mayo estaba haciendo su mejor esfuerzo, que no era gran cosa. La mañana se presentaba limpia, pero fría.
Iba pasando de largo por el puesto de un señor que vendía plantas cuando algo en el suelo llamó mi atención y me hizo volver sobre mis pasos. Había sido una imagen fugaz, un reflejo rosado que se recortó por un momento sobre el negro del nylon en el piso y el verde de las begonias, alegrías y albahacas que se alineaban prolijamente en sus macetas de plástico esperando ser compradas.
_ Hola. ¿Cuánto salen esas?
_ ¿Esas de ahí?- preguntó el vendedor, un veterano prolijo y de aspecto jovial- Treinta pesitos.
_ Bárbaro. Llevo una.
_ ¿Una sola? ¿Vio que tiene de distintos colores? Esta es más oscurita, y aquella de la punta es blanca…
_ Sí, las vi. Son preciosas. La semana que viene te compro otra.
_ ¡Muy bien! Que tenga buen fin de semana.
_ Gracias, igualmente.

Ya con la planta prolijamente metida en una bolsita de nylon en la mano, fui hasta la siguiente esquina y miré con expresión dubitativa el panorama que se desplegaba delante de mis ojos. Estaba en el nacimiento de la feria. Desde hace un par de meses he evitado meterme entre los puestos por aquello de la cuarentena y el contagio, pero se me estaba acabando la miel y toda la que se veía por 8 de Octubre era líquida y poco pura, así que tomé coraje, me ajusté el tapabocas y empecé a caminar entre el gentío.

Compré miel orgánica, queso Colonia y granola con chocolate. Miré bolsas de condimentos, juguetes viejos, ropa deportiva, verduras. La mayoría de la gente iba con la cara tapada por la mitad; la feria era una sucesión de ojos sin sonrisas y voces sin origen. En cierto momento un carrito de panchos obstruyó el paso de los compradores en la zona angosta entre uno de los puestos grandes y la camioneta de la pescadería, y todos esperamos por unos segundos hasta que el lugar volviera a despejarse. Aproveché ese tiempo de inmovilidad para mirar a las personas que me rodeaban: clientes, paseantes, vendedores. Traté de reconocer a alguien del pasado, pero nada. Todas eran caras nuevas, o al menos ojos nuevos. Ojos con pelo. No mucho más.

Durante quince años mi madre y yo tuvimos un puesto en la feria de la calle Smidel. Ella y el Cele hacían ropa de niños, y yo la acompañaba en el puesto a partir de las diez de la mañana hasta la una y pico, cuando él venía desde la feria de Libia a buscarnos con el auto. No es que hubiera mucha gente (aunque a veces se amontonaban, por esas cosas de los horarios coincidentes), pero en el puesto teníamos que ser dos, por aquello de los ladrones. La feria de Smidel era un hervidero de punguistas y descuidistas. Todos hombres, todos adultos, todos jodidos. 
Básicamente el peligro se dividía en dos frentes: el Ave de Rapiña y los Tres Grandotes.
El Ave era un cincuentón flaco, de rostro anodino, que le robaba lo que quería a quien quería. Se sabía hábil para el trabajo, y se sobraba. Estaba sobrecalificado para el oficio de punguista. Yo llegué a verlo poniéndole de vuelta la billetera a un hombre en el bolsillo del pantalón, cosa que hacía habitualmente. La persona nunca entendía cómo era que tenía los documentos pero le faltaban todos los billetes. Nosotros la teníamos clara.
El Ave sabía que mi madre y yo sabíamos, pero también contaba con que le teníamos miedo. Nunca le robaba a nuestros clientes cuando estaban en el puesto, y no íbamos a andarlo persiguiendo para alertar en el aire a todas las potenciales víctimas de las muchas cuadras de la feria de Smidel. A ver si nos entendemos: éramos dos mujeres en un puesto a la intemperie, sábado a sábado, expuestas a que nos pasara cualquier cosa entre la multitud, y el cuidarnos era nuestro principal objetivo. Detestábamos al Ave de Rapiña (nombre que solo nosotras sabíamos a quién hacía referencia), pero sabíamos que con mirar que no se llevara uno de los bolsos cuando aprontábamos las cosas al mediodía era suficiente para no tener inconvenientes.
Los otros, en cambio, los Tres Grandotes, no terminaban de definir si representábamos o no un peligro para sus haceres sabatinos. Ellos no hacían jueguitos como el de devolver las billeteras: ellos andaban armados, y robaban a cara descubierta. Eran altos y fornidos, uno pelado, otro eternamente de gorrita, y un morocho gigantesco. Todos poseían antecedentes. Yo les tenía terror.
Así como el Ave era un solitario en su búsqueda de billeteras, los otros siempre andaban en patota. Todos se conocían y dos por tres se paraban a charlar, pero su modus operandi implicaba que ellos eran tres y él uno. A veces aparecía un cuarto integrante de los Grandotes, un veterano flaco y muy osado para el robo, que una vez incluso al pasar por nuestro puesto manoteó como si nada una percha de la que colgaba una camisa de jean que había sido mía y teníamos entreverada con la ropa de niños. Yo sin pensarlo (porque si lo pensaba no lo hacía) me levanté y fui decidida hacia él, que me extendió la camisa sin decir una palabra. 
_ Gracias.- murmuré, volviéndola colgar la prenda de uno de los caños de la carpa. 
Pero no todas las historias fueron tan fáciles.
Un mediodía, mientras esperábamos que llegara mi padre a buscarnos, no entendimos por qué pero los Tres Grandotes de repente nos empezaron a bombardear con manzanas del puesto de la esquina. Mi vieja y yo les gritamos que pararan, sin entender qué bicho les había picado, pero ellos siguieron tirándonos con frutas, mientras le gritaban a mi madre que se dejara de joder porque le iban a violar a la hija. Al fin, después de unos minutos, se cansaron de las amenazas y doblaron la esquina. Nosotras quedamos atónitas. Cuando ellos desaparecieron los feriantes de alrededor vinieron corriendo a preguntar qué había pasado. Nadie entendía nada, hasta que un verdulero dijo algo de que alguien los había denunciado y parece que los Grandotes creían que habíamos sido nosotras. Ahí llegó mi padre, cambiamos de tema para no asustarlo, cargamos todo en el auto y nos fuimos para la casa.
Pero yo quedé preocupada.
El incidente de las manzanas había sido el sábado a mediodía. El domingo teníamos dos puestos en ferias del Cerrito, ferias donde capaz que también habría ladrones, pero nosotros no nos enterábamos. Esa misma tarde mis viejos se fueron a pasar una semana a Ñangapiré, que era lo que hacían siempre cada dos o tres meses: se iban de domingo a viernes, y volvían a tiempo para las ferias del fin de semana. Es decir, que me quedé sola en la casa, que es la misma en que vivo ahora.
Ese lunes tuve trabajo todo el día en el liceo, pero los martes mis tardes estaban libres, así que me armé de coraje y fui caminando hasta la seccional del barrio. Ya había estado un par de veces antes. La última fue cuando llevamos mi novio y yo al flaquito que le había robado el BMW de la puerta de casa y al final resultó ser un vecino y conocido mío, pero esa es otra historia.
Cuando llegué, la seccional estaba tranquila y silenciosa. Me hicieron esperar unos minutos pero no muchos, hasta que me recibió en su oficina un milico alto y con pinta de padre de familia. Colorado de cara, eso sí. Mofletudo y colorado, el hombre.
_ Contame que problema te trae por acá- dijo, y yo empecé a hablar. Le hablé de los grandotes, del bombardeo con las manzanas, de la amenaza de violación. Como no estaba muy segura de qué lado estaría el milico, aclaré por las dudas que ni mi madre ni yo teníamos nada que ver con la denuncia a los Grandotes, y que no estábamos en la feria para meter preso a nadie sino solo para vender joggings y pantalones de niño. El hombre me escuchó, estuvo de acuerdo con mi preocupación y dijo que se iba a dar una vuelta el sábado por la feria, a ver si podía hacer algo por nosotras.

_ ¡Pero yo no te puedo creer que fuiste a la seccional!- fue lo primero que mi vieja dijo el viernes de noche, cuando volvió del viaje y le conté de mi gestión. -¡Y encima hablaste con el Manzanita! ¿Vos no sabés que el Manzanita es mano dada con todos ellos? ¡Ahora va a ser peor!
_ Tranquila, que ya le aclaré que no queríamos líos. -dije, aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir, mientras me felicitaba por haber sido tan cauta en la seccional como para no pedir que los metieran en cana a todos, a los Grandotes, al de la camisa y al Ave.- Capaz que con esto se enteran que no fuimos nosotras los que los denunciamos y se dejan de cosas.
_ ¡Ay, no sé, no sé! Mañana vemos. Vos no le digas nada al Cele, que después se preocupa.

A la mañana siguiente el Manzanita pasó por la feria y nos preguntó si todo estaba bien. Le dijimos que sí. Los Tres Grandotes no habían aparecido por la cuadra ese sábado, y después de ese día siguieron haciendo sus robos sin prestarnos atención, así que quizás la ida a la Seccional no había estado tan errada, después de todo. No salió como yo había previsto, pero salió.

Todo eso se me pasó por la cabeza mientras esperaba que se agilizara el paso de la gente una vez que terminara de avanzar el carrito de los panchos. Ya no me quedaban caras conocidas en la feria de la calle Smidel, que ni siquiera es más de Smidel, porque ahora la movieron para Vicenza. Quién sabe qué caras tendrán los punguistas de estos tiempos, pensaba yo mientras daba la vuelta con mi bolsa de miel, queso y granola en una mano, y la plantita de hojas rosadas en la otra. Qué habrá sido del Manzanita. Dónde habrá terminado el Ave.

Seguí caminando hacia 8 de Octubre, y pronto salí de la feria. La mañana todavía era soleada, pero fría. Mi viejo no me iba a pasar a buscar con el auto, pero ya iba siendo tiempo de volver a la casa.






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