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lunes, 4 de mayo de 2020

Historias desde la cuarentena, 40. Un mangangá en la orilla



Fue solo por casualidad -y quizás un poco de buena suerte- que no me cayera de culo entre las olas ante el primer alarido que llegó a mis oídos.

Era un mediodía de diciembre sin nubes y sin viento. El sol picaba fuerte, y la piel comenzaba a enrojecerse, porque hacía ya tres horas que caminaba juntando cosas por la orilla de la playa desierta. En cierto momento llegué a un lugar en que los caracoles y las cucharetas se amontonaban de manera visible bajo la línea de la rompiente. Desde varios metros de distancia se podían adivinar sus formas blanquecinas revolcadas por la espuma, esperando que yo rescatara a algunas de la desintegración y el olvido. Era un buen lugar para instalarse.

Dejé las ojotas y la remera en la arena seca, me metí al agua hasta las rodillas, y empecé a mirar. No había una nube en el cielo; la playa estaba pródiga como nunca. Buscar tesoros a tan poca profundidad era como recorrer un supermercado: pasar por las góndolas, elegir cosas y guardarlas en la mochila. Primero fue un escudo de mar que apareció intacto sobre la conchilla, traído por una ola verde y sin espuma. Después una farola, una boya pequeña, y hasta un caracol de esos marrones puntiagudos de los que nunca supe su nombre.

Ese día en particular yo estaba pasando por algo con un leve aire de brote místico: se me había dado con que si salvaba a todos los bichos que encontraba patas para arriba o coleteando en la orilla, el mar me iba a dar lo que le pidiera. Y ahí andaba. Había pasado toda la mañana despegando mariposas de la arena mojada, dando vuelta cucarachas de agua y devolviendo mojarras a las olas. El juego era simple: yo pensaba en algo y eso aparecía, pero solo podía pedir un ejemplar de cada cosa. Solo un escudo, solo una farola, una boya, un puntiagudo. Cada vez que se materializaba un pedido el ritual se cumplía sin variaciones profanas: exclamación gozosa, beso al hallazgo, agradecimiento mirando al mar, apertura de mochila y formulación de nuevo objetivo.

Esa mañana estaba resultando perfecta. Había ido a pasar una semana de vacaciones sola, y la independencia de horarios y de planes me estaba sumiendo en un feliz olvido de la especie humana. En los ratos de hostel trataba de socializar para no ser muy bichito, intercambiaba frases amables con los compañeros de cuarto o les explicaba cosas del pueblo a los turistas, pero la verdad de mi naturaleza estaba en esta comunión entre el mar, la arena, el sol y yo. Nunca había sido tan feliz y nunca me había sentido tan acompañada. La totalidad de mi ser era apenas una célula, un átomo, una partecita ínfima pero necesaria del universo.

Fue en ese momento que escuché el grito.

Pegué un salto y trastabillé entre las olas, sin llegar a caerme. Aquello había sido un alarido inarticulado, salvaje, desgarrador. Levanté la cabeza y vi a dos chicas sentadas en la arena, a pocos metros de mi zona de caracoles. No sé cuándo se habrían instalado ahí; hacía mucho rato que no me cruzaba con nadie, y la búsqueda de los tesoros de mar tenía por completo absorbida mi atención. Ellas estaban metidas en sí mismas. Probablemente ni me habrían visto. Las dos eran parecidas: flaquitas, medio hippies, de no más de veinte años. El alarido había sido de la más alta, una gurisa muy linda, de pelo corto rosado, a la que recordaba haber visto un par de veces en el pueblo, caminando por la calle principal. En ese momento ella estaba moviendo las manos con expresión de impotencia pero no parecía estar hablando, ni tampoco lloraba. Me pregunté si el grito sería por un tema amoroso, si habría consumido algo que le pegó mal o si en ese despliegue de energía y vocalización no habría una especie de terapia, una intención de catarsis sanadora. Me quedé mirándola unos segundos, sin llegar a una conclusión, y entonces la gurisa volvió a gritar una vez, y otra, y otra más. Era como un animal en sacrificio. Cada grito parecía desgarrarla y vaciarla por dentro, pero a la vez su cuerpo seguía inmóvil, mirando con ojos inexpresivos el vaivén de las olas verdes y mansas.

Por unos minutos me mantuve alerta, para ver si podría ayudar en algo, hasta que me convencí de que no. Aunque estábamos en la más absoluta soledad y no había otro ser humano en varios kilómetros a la redonda, yo resultaba invisible para las dos chicas, que seguían sentadas sobre la arena tibia y seca. Ni una sola vez me miraron, y ni una sola vez la que no gritaba pareció estar nerviosa o preocupada. Simplemente ahí estaba, acompañando. Después de unos minutos los gritos cesaron. Ambas metieron los pies en el agua, se abrazaron durante unos segundos y salieron. Sin mirar en mi dirección, recogieron sus ropas y volvieron al pueblo tomadas de la mano.

El silencio volvió a reinar sobre el agua helada y la arena caliente del mediodía. Dejé de mirar las siluetas que se alejaban, salí a la orilla y me dediqué a salvar a un mangangá que había quedado pegado a la huella de espumas de la última ola. Aún quedaba media hora antes de que la piel comenzara a doler, y se me había metido en la cabeza que no podía volver al hostel sin haber encontrado algo que fuera de verdad asombroso. Un caballito de mar, o una estrella. Quizás una boya de vidrio. Un erizo.

Llevé al mangangá hasta la arena seca, entré de nuevo al mar, y fue en ese momento que paré de pensar. Me quedé un rato inmóvil, con el agua por las rodillas y las manos llenas de cucharetas rosadas. Miré los kilómetros de playa vacía, el espacio inabarcable del cielo azul y las olas oscuras. Miré al mangangá, una manchita negra caminando feliz sobre la arena. Miré hacia el pueblo, casi invisible a lo lejos. Y me puse a gritar.

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