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domingo, 27 de octubre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 2: El linyera





Era casi mediodía cuando la Chola escuchó ladrar los perros y asomó la cabeza por el ventanuco del rancho. El desconocido se la quedó mirando y ella parpadeó.
_ ¿Qué pasa, m’hija? ¿Qué estás mirando?_ le llegó desde el fondo la voz de la Nila, que estaba lavando ropa en el latón azul al lado del pozo.
_ No sé… Un hombre._ contestó la Chola mientras se despegaba de la ventana y corría a refugiarse detrás de las polleras de la hermana mayor.
La Nila suspendió el lavado, se secó las manos en el delantal floreado y asomó por el costado de las casas, donde el desconocido aguardaba de pie con el sombrero en la mano. Viejo, el sombrero. El hombre no tanto. Unos treinta o poco más. La cara le quedaba escondida detrás de unas matas de pelo rubio y mugriento porque era un linyera, pero se veían detrás de las greñas unos ojos claros de mirada inquieta.
_ Buenas, doña. ¿Está su marido?
_ No, no está. Está en la chacra, ahora viene. ¿Qué se le ofrece?_ preguntó la muchacha, sacando fuerzas de no sabía dónde para que el susto no se le delatase demasiado en la mirada ni en la actitud. Por un momento pensó que se iba a hacer pichí pero por suerte la cosa no pasó de un amague. Juntó bien las piernas, por las dudas, y se quedó mirando al desconocido como si el miedo no le estuviera aflojando hasta el último hueso del cuerpo.
El hombre traía la ropa sujeta al flaco cuerpo por unas piolas y en la mano un bastón, que no era más que un palo con unos alambres en la punta para pegarle a los perros. Pareció dudar por un momento cuando vio la cara de la chiquita, que al no saber disimular su sorpresa ante la respuesta de la otra abrió la boca y se quedó mirándola con sus enormes ojos verdes. ¿Cómo podía su hermana inventar tan rápido una historia semejante, si tenía recién catorce años y no había conocido novio? Pero la Nila era vivaza, y ni loca que estuviera iba a dejar traslucir que los viejos se habían ido hasta el pueblo a anotar a la Esther, y que como  esas cosas son largas lo más probable era que hasta la noche no volvieran. El hombre dio un paso hacia ellas y espantó con el bastón al Negrito, que se le acercaba demasiado a los talones.
_ ¿Me da un poco de agua?
_ Sirvasé usté; ahí está el pozo._ dijo la Nila, y se lo quedó mirando con los brazos en jarra y actitud segura hasta que el hombre tomó unos tragos, se tiró el resto en la cara y pegó la retirada despacito, como decidiendo.
Los perros no habían parado de ladrar en todo el rato, y lo siguieron de lejos hasta la portera.
Cuando el viejo volvió a la noche y se enteró se puso furioso porque las gurisas lo habían atendido. La vieja se pasó todo el día rezongando que qué tenían que hacer ahí en la ventana mirando, qué cómo no cerraron la puerta, que esos linyeras a veces roban niños o les hacen cosas peores, que cómo Albino iba a dejar a las criaturas solas de ahora en adelante, que ya no iban a poder alejarse de la casa nunca más, que esos perros no servían para nada, que Jesús, María y José Santísimos y un montón de otros desatinos producto del miedo y de la impotencia. El viejo la escuchaba en silencio, tratando de pensar por debajo de la tormenta de palabras de su mujer y mirando todo el tiempo para el lado del camino.
Otro día a la mañana temprano oyeron ladrar a los perros y sin necesidad de mirar supieron que el hombre había vuelto. El mismo bastón, las mismas ropas hechas jirones, los mismos pelos sucios y largos. La Nila y la Chola se trancaron enseguida en la cocina y la vieja se quedó temblando junto a la puerta del lado de adentro, mientras rezaba en silencio un Padrenuestro atrás de otro. Igual no hizo falta porque el viejo, que estaba sembrando en una chacra cercana, oyó el barullo y se volvió al rancho con la yegua a toda carrera y el infaltable 38 en la cintura. El rubio lo vio venir de lejos y escapó hacia los montes donde pareció esfumarse.
Por unos días su paradero fue un misterio. El Tico Moreira, siempre amigo de atacar a mi abuelo en el truco, en los bailes o donde fuera, empezó a correr la voz de que Albino estaba mal de la cabeza y veía fantasmas rubios de ojos azules porque tenía miedo de que su mujer se le fuera con otro y eso le había entreverado las ideas, pero al final la policía encontró en la parte más sucia del monte de la laguna Ferreira un camastro hecho de pajas y trapos, y dedujeron que ese había sido el paradero del intruso por quién sabe cuánto tiempo.
Nunca averiguaron quién había sido ese hombre, aunque si hubieran sabido leer en una de esas capaz que habrían visto que por ese tiempo los pueblos cercanos tenían carteles buscando a un tal Assis Moraes, brasilero, acusado de robo, violación y asesinato cerca de la frontera.
Sucedió en la década del 40, en Cerro Largo, y no hay reunión familiar donde la historia no se cuente de nuevo, en esa especie de ritual hipnótico del pasado recreado vez tras vez con las mismas palabras y los mismos detalles, cosa que si uno de los nietos algún día se encarga de escribirlo no tenga manera de errarle a los hechos ni excusas que lo disculpen si agrega algo que no va en la historia.

Y en eso estamos.

lunes, 21 de octubre de 2013

Lunes otra vez





7.15: Despierto con la garganta ardiendo: esta alternancia de invierno y primavera no me hace bien.
7:16: Descubro horrorizada que le estoy echando la culpa de mis nanas al tiempo al mejor estilo vieja. Tomo nota de no andar repitiéndolo mucho, por si mis conocidos se avivan de que este año entré de lleno a dicha categoría, o al menos al nivel sub-vieja, una especie de precalentamiento en quejas y enfermedades varias cuya promoción al siguiente peldaño del escalafón puede durar meses, años o décadas, según el caso.
9.30: Ya desayuné. Ya limpié el baño de las gatas. Ya tomé un café. Ya lavé un par de tazas. Ya me hice un Capucchino. Ya le di atún a Roldana. Voy a tener que ponerme a hacer algo, después de todo. Se me acabaron las excusas.
10:45: No, no se habían acabado, y a esta hora aún no corregí nada, porque me enganché en la relectura de un novelón del siglo XIX de 900 páginas y no hay quien me haga dejar la pantalla y tomar la lapicera.
11.30: Me tengo que ir a trabajar. Qué lástima, justo cuando iba a empezar a mirar los escritos fuera de fecha que tengo arriba de la mesa.
11.50: Llego al liceo cargando con una bolsa enorme de ropa usada, porque hoy hay un festival y venta económica a beneficio de un chico que necesita una nueva prótesis. El Benedetti está arreglado con carteles y hay un escenario y sillas dispuestas enfrente; los conductores del evento serán alumnos de sexto y en el medio se rifará una canasta de alimentos.
14:00: Llevo dos horas de corregir, charlar y comer, refugiada en un salón con algunos compañeros que tampoco quieren asistir en su totalidad al evento del festival..
14:30: Abandono los sociales y me voy al patio del frente, donde escucho con los compañeros de Matemática un par de canciones melódicas y hiphoperas. Mi garganta sigue doliendo y me voy a las tres y poco. Dejo constancia de que si justo entonces fue anunciado un grupo de salsa el hecho no pasa de ser mera coincidencia.
15.25: Mientras recorro las góndolas del supermercado descubro a un morochito que me está mirando. Es re dulce y sé que basta con que yo le haga un mínimo gesto para que se venga conmigo hasta casa, y lo hago. Siempre lo he dicho: el brownie de chocolate es lo único realmente tentador del Multiahorro.
15.35: Voy a comprar algo para mi garganta en la farmacia pegada al super, y la encuentro cerrada. “La muchacha debe estar haciendo mandados” me dice el guardia de seguridad, con la serenidad de las afirmaciones cotidianas. Camino hasta otra farmacia, que también se presenta cerrada y vacía, pero esta vez tiene un timbre en la reja que limita la entrada de clientes. Lo toco e ipso facto se materializan tres personas. “¿Te pongo una bolsita?” “No, gracias”. Y me voy con el paquete de Di Neumobrón, prolijamente metido en una bolsa de nylon.
15.50: A una cuadra de mi casa siento una frenética carrera a mis espaldas y me doy vuelta justo a tiempo para enfrentar el vendaval de mimos que me hace Isis cada vez que nos cruzamos en la cooperativa.
16:50: Hace una hora que estoy en casa, y esta crónica es la última excusa que pongo para no ponerme a corregir otra vez, en este interminable ciclo de leer, releer, corregir, pensar, desesperarme, volver a leer, etc. Habrá que poner manos a la obra. Aunque Cumbres Borrascosas me está esperando, y después de todo, quién soy yo para desairar a Miss Brontë?

lunes, 7 de octubre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 1: La visita de la prima Corina





_ ¡Albino! ¡Albino! Despertate. ¿Qué es aquel mundo de gente al lado del alambrado? ¡Vení a ver, despertate, te digo!
                Mi abuelo iba volviendo a la vigilia como todos los días, en cámara lenta, pero al oír que había gente en su campo abrió los ojos y saltó de la cama tan rápido que medio se enredó con las cobijas y terminó pateando sin querer al perro que dormía al costado. Miró por el ventanuco del rancho. Efectivamente, aunque lejanas, se veían varias figuras humanas y una cosa más grande con pinta de camión. Un tractor parecía.
                _ Mantené las gurisas adentro, Viterba.
Fue lo único que dijo mientras se ponía el pantalón que estaba tirado en la silla del día anterior, manoteaba el sombrero y sacaba el infaltable 38 de debajo de la almohada. La yegua se sorprendió al verlo aparecer tan temprano porque el viejo nunca fue hombre de madrugar, pero no dijo nada y partió al galope tendido, dejando a mi abuela a los gritos en la tranquera  y a las niñas amontonadas contra la ventana preguntándose inútilmente qué era lo que estaba pasando.
El viejo no desmontó. Llegó hasta el alambrado y miró desafiante a las seis personas que allí estaban. En realidad no era viejo en ese entonces; tendría unos cuarenta años y aún le quedaba bastante del pelo que yo solo le conocí por fotos, sin contar con que la actitud de gallito le restaba unos cuantos abriles y la costumbre de ser el potentado del poblado Las Ratas lo había dotado de cierta postura soberbia y dominante. Especialmente ahora, que comprobaba con la máxima incredulidad que la que estaba al frente de esa comitiva era nada menos que la prima Corina Sosa, hija del primer matrimonio de don Juan Brum, su abuelo.
_ ¿Qué está haciendo, prima?
_ ¿Y no lo ves? Cortando el alambrado, pa’ marcar lo que es mío. Esta parte del campo me corresponde por herencia y vos te la apropiaste, hijo’una gran siete. Ahora es mía.
La prima Corina tenía más actitud beligerante que todos los hermanos, los que tímidamente de vez en cuando habían anunciado que aunque mi abuelo pagara los impuestos, alambrara y sembrara el campo desde muchos años atrás, ese reparto casero de tierras que le adjudicaba la mayor parte de la herencia era más que dudoso. La discusión no había pasado de las palabras hasta entonces, y al parecer ahora empezaba el reclamo en otros términos por parte de esa rama olvidada de la familia.
Pero el viejo no estaba para disputas legales. Sacó el 38 y le apuntó directo a los ojos.
_ Si das un paso más te juro que te mato, y vos sabés que no le erro.
Era cierto. Mi siempre madre cuenta que el viejo tenía ojo de lince. Era capaz de bajar cualquier paloma al vuelo o de acertarle a una pequeña perdiz entre los yuyos como si tal cosa. La prima Corina miró al milico Grillo, el único de la comitiva que no era de la familia y estaba ahí como zonceando, con ganas evidentes de rajarse a la primera de cambio.
_ ¡Dale, Grillo! ¡Hacé algo! ¿O para qué te creés que te pago?
El Grillo miró a mi abuelo, pasó la vista por el 38 que seguía inmóvil apuntando a Corina y dijo algo de que la autoridad no estaba para pleitos de familia y que él solo había ido para mantener el orden. En asuntos de tierras no tenía nada que ver.
Mi abuelo se mantuvo firme mientras los demás se miraban preocupados y poco a poco empezaban a recular bajo la mirada despreciativa de la prima Corina. Al fin montaron en el tractor y ya emprendían la retirada cuando escucharon desde lo alto de la yegua una orden de alto.
_ Momentito. Ustedes no me dan un paso más si no arreglan esto y lo dejan como lo encontraron.
Y tuvieron que remendar el alambrado que en la embriaguez de la reconquista habían cortado, incluyendo al Grillo, que fue el que más sudó la gota gorda para unir los alambres y reenterrar los postes,  devenido como por arte de magia de milico a peón a sueldo por unas horas.
Una vez que se fueron mi abuelo se volvió al trotecito para las casas, donde la vieja no paró una semana de renegar por el susto que había pasado.
Meses después uno de los hijos de Corina que había participado del suceso le pidió disculpas al viejo, que no se las aceptó.
_ Mirá, m’hijo, vos sos grande. Tenés mujer y tenés hijos. Ya no podés andar diciendo que tu madre te obliga a hacer las cosas, así que lo que hacés es por cuenta tuya. Andá pensando pa’ la próxima.
Ni ley ni perdón.
Así era el Cerro Largo de mis orígenes.