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domingo, 25 de octubre de 2020

El domingo de las palabras






Cuando dan las siete de la tarde las visitas de mi vecina se demoran un rato en el frente antes de dejarla sola. Desde mi cuarto en el piso de arriba escucho sus voces porque el hueco de la escalera me las trae tan claras como si estuvieran a mi lado, aunque por suerte no. Los hijos se le van, las nueras se le van, los nietos se le van. Han terminado su visita dominical y se les nota en el tono y en las risas que están sedientos por cerrar el ritual y volver a sus hogares.

A mí no se me va nadie. 
Nunca se va nadie de mi casa. 
Solo gatos, de vez en cuando, y ellos siempre vuelven.

Suenan tambores a varias cuadras, a lo lejos. Ladra un perro en el fondo. Casi no queda luz del día. 

Mi amigo del barrio no me ha mandado el clásico mensaje de al menos una vez en el fin de semana: “¿Bar?”. Mejor, pienso, porque ya me he metido suficientes calorías en el cuerpo por este fin de semana y por todos los que restan en el año. Cuando vamos al bar somos dos adultos que se juntan a charlar de vidas, series y  lecturas, pero también dos niños mimados por la moza rubia, que está orgullosa de su formación en servicios gastronómicos y siempre se luce con alguna presentación espectacular o nos invita con torta de menta y chocolate. Mi amigo lleva poco tiempo acá, un par de años a lo sumo, y su venida coincidió con la apertura del único bar como la gente que hemos tenido en el medio siglo que hace que vivo en este rincón alejado de todo o casi todo. Al principio de la pandemia nos sumamos a la paranoia general y desistimos del bar y de las tortas pero un mes después ya estábamos volviendo, como esos personajes de los dibujos animados que son llevados de las narices por el olor de lo rico al que no pueden (ni quieren) resistir. 

Pero mi amigo no llama, porque debe andar en otra cosa. 
Yo hoy no ando en otra cosa. Nunca ando en nada. 

Me hice un Tinder una vez, hace unos meses, después del incidente con el hombre que regresó de mi pasado (o con uno de ellos, por lo menos). Era alguien que venía de lejos en el tiempo, había estado reapareciendo por mis redes con excusas absurdas y me pareció que estaría bueno darle una chance porque la piel tenía buenos recuerdos y quizás era tiempo de acomodarlos y buscarles un lugar en el presente, pero no. La piel tenía buenos recuerdos pero el corazón era un pozo de angustia. No otra vez, no otra vez, me decía en voz baja mientras llegaba a su casa, mientras nos íbamos a tomar un gin tonic que al final resultó ser pomelo y mientras el diálogo se hacía imposible y se desmayaba sobre calles y mesas. No otra vez me repetía por dentro mientras alguien que se parecía a mí decía que sí, que me podría quedar esa noche, que ya era muy tarde para volver a mi casa. 
Y era muy tarde. Para todo era muy tarde: no tenía sentido. Tendría que haberme ido, pensaba al mediodía siguiente mientras caminábamos hacia 18 y decíamos que nos veríamos en breve sabiendo que no era cierto. Tendría que haberme ido. 

Hacete un Tinder, dijeron mis amigas cuando a la noche siguiente nos reunimos para planear el viaje a Grecia, buscate alguien sin prólogos y sin consecuencias, alguien que te motive y que no te haga armar corazas, me dijeron, y yo bajé la aplicación, seleccioné cuatro fotos y escribí un texto donde decía que no quería charlar con fanáticos de Manini ni con faltas de ortografía. El verano aún no se había ido del todo y las respuestas llovieron como siempre llueven, pero la piel seguía dormida viendo como los dedos daban likes y respondían a personas que no tenían voces ni olores, solo imagen y palabras. Charlé de vez en cuando, realicé a conciencia el simulacro del interés, no llegué a decidirme a ver a nadie. Para qué. Eran interesantes, algunos serían buena gente pero para qué.

Una semana después vino la pandemia y desinstalé la aplicación: no era momento de andar conociendo gente (o esa fue mi excusa, por lo menos). 

Había llegado a dar cinco días de clases cuando los cursos se cortaron y todo empezó a cambiar. Volví a caminar una hora por día, me encontraba con mi amigo para charlar en la plaza al aire libre y aprendí a hacer cosas a la distancia. 

Justo lo que necesitaba este año: más distancia. 

El tiempo fue pasando; empezaron a ralear las hojas de los árboles. Mis gatos se quedaban todo el tiempo en los sillones. Me puse a escribir una novela en la que me enamoraba de un hombre que en la vida real no me había movido ni medio pelo y de cuyo nombre no puedo acordarme. 

Cuando todos dejamos de encontrarnos en la realidad algunas voces empezaron a aparecer en la pantalla. Hubo alguien que me pareció interesante, alguien inteligente y con humor. Cuando se los conté a mis amigas todas coincidieron en que tenía tantos puntos en común conmigo que seguramente me iba a terminar enamorando porque en el fondo siempre he sido y soy muy narcisista, hasta que al fin lo conocí en una noche de tormenta eléctrica y lluvia torrencial. Mi otro yo era más fornido y menos alto que los flacos espigados que siempre me han gustado pero tenía una linda sonrisa y un brillo en los ojos que auguraba cosas buenas. Como acá todo era nuevo y la piel no tenía un registro previo resultó que compartimos noches de lecturas, pasión y empanadas, pero el corazón seguía dormido y no había quién lo despertara. 

El invierno nos terminó encerrando más a todos. Dejé de ir a la plaza con mi amigo y solo de vez en cuando caminaba una hora por el barrio. Mis gatos empezaron a engordar porque les daba comida a todas horas. Seguía escribiendo mi novela. 

Una mañana desperté mucho antes de que sonara el reloj. Había una voz en mi computadora, una voz que llevaba media vida sin resonar en mis oídos y casi sin estar en mi memoria. Hubo un revuelo de agendas y de viejos papeles, de fotos donde éramos flacos y hermosos, de poemas olvidados y de sensaciones perdidas hacía mucho, mucho tiempo. El inconsciente no sabe de años ni de distancias, no le importan las situaciones imposibles y no obedece al deber ser. La lógica se hace pedazos cuando se enfrenta al pasado y resulta que un cuarto de siglo son dos minutos y nada está tan vivo como lo que era y sigue siendo. Después vendrán las razones, las defensas y barreras levantadas. No somos niños, no estamos solos, probablemente no seamos los mismos pero qué sacudón existencial volver a sentir que algo en el pecho se derrite y deja de andar cerrando candados y sellando aberturas. Qué saludable movimiento el de la vida corriendo por las venas, qué descubrimiento el de existir en otros ojos y otros sueños. 

Los tambores suenan cada vez más fuerte. Una gata que no es mía maúlla pidiendo que la dejen entrar a alguna casa. La noche ya lo está tapando todo. El domingo se diluye. Suenan cinco tiros en mi calle pero no creo que sea nada grave: algún idiota que festeja un triunfo deportivo. Lo de siempre. 

Dejo de escribir y echo una mirada a mi alrededor: es tiempo de preparar la mochila para el lunes y de reconocer que hoy tampoco voy a corregir los escritos que pensé terminar hace dos días. Lo de siempre. 

Me pregunto si alguna vez voy a volver a enamorarme. 

Lo de siempre.

viernes, 2 de octubre de 2020

Octubre 2020


 Una vez fui a un curso sobre plantas medicinales. Entre mil conceptos interesantes hubo algo que me impresionó profundamente: a veces cuando te nace una planta en tu casa es porque la estás necesitando por algo o para algo. Obvio que no hablamos de generación espontánea de la vida, pero el señor que daba el curso afirmaba una especie de panteísmo según el cual todos estamos conectados y puede suceder que recibamos lo que necesitamos, aunque no estemos en condiciones de apreciarlo.
En mis casas nacen los laureles. Yo no los uso para cocinar, y no he visto que sean tan abundantes en Montevideo, pero aparecen. Hoy descubrí que me está naciendo uno en el frente, además de otro que apareció en el fondo hace un par de años. 
¿Me rodean las victorias? ¿Es una señal para que empiece a realizar prácticas oraculares (para lo cual, acabo de ver, arrojar una rama de laurel al fuego es un buen camino)? ¿Debo usarlo como repelente de insectos o será algo más concreto, como para temas estomacales o dolores musculares?
No sé. Por ahora los laureles me persiguen y yo los cuido pero si me están sugiriendo un por qué no me queda claro, porque no logro oírlos. Me gustaría aprender más sobre plantas. Y sobre hongos. Y piedras. Y mares. Y todo.





Después de una hora de entrenamiento lo primero que debe hacer uno es volver a su casa y beber un poco de agua. El nuevo del grupo lo tiene claro: luego de acompañarnos en todos los ejercicios en la placita del ombú, de enredarse en nuestras piernas, tirarse en la colchoneta y mirar desafiante a los perros del barrio, me siguió hasta casa para reponer energías y descansar del desgaste de ir y volver media cuadra hasta la plaza. Y acá estamos.




Él debe ser un muchacho joven. Al principio es solo un bulto de ropas durmiendo contra la parada de mi ómnibus a las siete y media de la mañana: la cabeza sobre una mochila, los championes desparramados a un par de metros al costado. Debe haberse caído borracho, pienso, o habría dejado los championes debajo de la mochila por si alguien se los roba. Junto a su cuerpo hay un osito nuevo y verde de peluche. Quizás lo juntó de algún lado para dárselo a su hijo, o tal vez necesitaba un amigo que no le hiciera preguntas. Las personas que vamos llegando aguardamos a que pase el 103 sin acercarnos al durmiente para no despertarlo. Nadie dice nada. En cierto momento hay un movimiento de las ropas; el muchacho levanta la parte de la campera azul de nylon que le tapa la cara y observa el mundo durante unos segundos antes de bajar de nuevo la cortina. El osito sigue ahí y no dice nada. Es raro que el muchacho tenga un oso verde de peluche. Tal vez se le cayó a un niño y no lo vio o hubo una madre que no le permitió levantarlo por estar junto al durmiente. Quién puede saber cómo se cae una persona, cuál es el camino que lleva a alguien a terminar durmiendo sobre el cemento de una parada de la Curva de Maroñas con los championes lejos y un peluche cerca.
Al fin llega un 103 y emprendo mi camino hacia el liceo. El muchacho se queda ahí, durmiendo. Ojalá que esté durmiendo.
El día se tiñe de gris, y no hay cielo azul ni peluche verde que lo puedan colorear
 
 
 
 
Cuando empezamos el entrenamiento hace un par de meses mi amigo del barrio y yo nos sentimos unos péndex. Diego, el profe, tiene veintipocos años y Mica, la otra compañera del grupo, 26. Hacemos circuitos con pesas, trx y toda la onda en una pequeña plaza a media cuadra de mi casa, bajo el sol, oyendo el canto de los pájaros. 
Pero el grupo fue cambiando. Se ve que se corrió la voz, los vecinos deben haber dicho “si ellos pueden yo puedo”, y ahora se nos suman sexagenarias, admirables pero sexagenarias al fin. Mica hace semanas que no viene. Diego nos propone rutinas diferentes pero igual somos el grupo de los veteranos, especialmente para los veinteañeros que vienen después de nosotros y nos miran con caras de “ qué bien... los abuelitos tratando de hacer algo”, malditos flacos atléticos. 
Todo esto para decir que si me los cruzo en estos días y ven que camino medio dura o con paso lento no vayan a pensar que son los años o que tengo que bajar las harinas: es el entrenamiento, queridos, está claro? En tre na mien to. Bien. Que tengan un buen martes.






Iba por mi cooperativa metida en el teléfono viendo los “recuerdos” de años anteriores cuando alguien vino a apoyar su cabeza en mi pierna para decir un hola sonriente y sin palabras. Isis está viejita y cada vez que la veo pienso que puede ser la última, pero nuestro saludo no ha cambiado con los años: ella mueve la cola y me mira con sus ojos hermosos y buenos mientras yo pienso que no quiero tener un perro pero qué bueno que existen y nos dejan estar un ratito en su mundo.
Después vi que un día como hoy pero de 2017 yo había subido una foto donde se la veía joven y llena de energía, así que comparo las dos imágenes mientras camino hacia la parada con paso un poco más lento que otros días, porque hoy me desperté con la espalda dolorida y el remedio que tomé todavía no me hace efecto.
No, no voy a sacar conclusiones que están a la vista, estimados, excepto, quizás, una: no hay recuerdo virtual que le pueda competir a la realidad.
 
 
 
 
 
Le hago señas al ómnibus y mientras se acerca me distraigo contemplando un objeto plateado en la calle, contra el cordón de la vereda. Era como el mango de un cuchillo viejo pero con algo redondo en un extremo. Algo medio retorcido, como si fuera la pequeña escultura de una rosa aplastada por los autos de Camino Maldonado. En los pocos segundos que demora en detenerse el 405 evalúo si el objeto serviría para algo: quizás podría integrar una escultura pequeña, sería un adorno bizarro para mis rincones de hallazgos callejeros o tal vez (lo más probable) terminaría en el galpón junto a las cajas de fósiles o en las zonas inexploradas donde puede haber de todo. 
Decidí que el objeto en cuestión no parecía validar su recogida. Subí al ómnibus y veo que el chofer me habla, aunque no lo entiendo del todo, por el tapabocas. Es un pelado simpático, de unos treinta y algo. ¿Un ex alumno? ¿Alguien a quien saludar sin haber ubicado? No. 
_ Que si eso era tuyo lo agarres, nomás, que yo te espero. - me estaba diciendo, y sonreí a través del tapabocas. 
_Ah, no, no, no era nada, solo algo tirado que me pareció interesante. Un fierrito retorcido.
Y fui derecho a sentarme en el último asiento libre de los de a uno, como corresponde a la antisocial que soy cuando no estoy en el liceo, en Valizas o con mis amigos. 
Un encanto, el chofer. Igual que la viejita qué acaba de bajarse: tapabocas, guantes quirúrgicos y un saquito blanco peludo lleno de calaveras negras. O el “joven venezolano” que dice tener a si mujer embarazada y trata de vendernos algo mientras se define como un guerrero. O el Inspector al que no le di el boleto por venir escribiendo esta crónica y se olvidó de reclamármelo por venir medio viaje charlando con el pelado. La gente viene hablando bajito, todavía hay un reflejo de sol a la vista y queda por delante la mitad del domingo. 
Con su permiso. 
Acabo de llegar a mi parada.




Trato de limpiar mi casa. Me preparo un café. Subo al dormitorio. Bajo. Los nervios no me dejan concentrarme, porque estoy pendiente de un mensaje que no llega, que no llega y necesito. Miro el teléfono cada cinco minutos a pesar de tenerlo al alcance de mi mano y de mis ojos, lo reviso por si por un segundo me distraje y la pantalla se iluminó sin que la viera, pero nada. Me llegan otras voces, eso sí, pero ninguna es la que espero. Charlo por wsp con mis amigas, converso con vecinos en la vereda, intercambio palabras por fb, pero no con la voz que espero, ansío, reclamo. 
Al fin, una hora después de que le escribiera, llega una respuesta. Debo controlar mi ansiedad para no desmoronarme si no es la que ansío. Y no, no lo es: "hola, no encontramos el gato que perdimos, pero ese que vos tenés no es porque el tuyo tiene ojos celestes y el nuestro era de ojos verdes".
Vuelvo a mis quehaceres, ya sin prisas y (casi) sin esperanzas. El gato amarillo sigue sin tener nadie que lo reclame, pese a ser bello y amoroso. Por ahora.



El señor de enfrente sale todos los días de su casa a la siete y media de la mañana. No sé en qué trabaja, nunca le pregunté, pero debe estar por jubilarse porque tiene sesenta y pico. La calle en que vivimos es tranquila y silenciosa a todas horas; a las siete y media apenas si se ven un par de gatos en la ventana y los teros de la cooperativa que caminan marcando ruidosamente su presencia desde los techos. 
Nos saludamos con la mano desde lejos, como siempre. Él sube al auto que pasa la noche frente a su puerta y se va a enfrentar la jornada laboral; yo empiezo a caminar las dos cuadras que me separan de la parada del 103. Voy con la mochila al hombro y la cara al viento, pensando que nunca entenderé por qué el señor de enfrente sale de su casa con tapabocas y no se lo saca ni siquiera cuando viaja solo hacia el trabajo en su propio auto. 
Cuestión de edad, de personalidad, lo que quieran, pero me da sensación de alienación eso de no poder enfrentar el aire libre con el rostro descubierto ni siquiera a las siete de la mañana, en una calle desierta por la que se caminan tres metros o en el propio auto en el que solo va el señor manejando. Es una precaución vacía de significado, igual que la de la viejita que ayer vi en el ómnibus con un precioso tapabocas rosado y caladito tejido en crochet.
No es desidia. No es apego. Solo personas comunes (como una) realizando acciones de rebaño, movidas por el miedo. Caramba: qué coincidencia.





Me escribe un señor que no conozco desde Hamburgo proponiéndome participar en una especie de "estudio postal" para 2021, por el cual si acepto recibiré tres dólares y medio por mes. 
Tres dólares y medio por mes.
¿Dónde están las propuestas millonarias, las herencias fabulosas o al menos los iphones de regalo que solían antes venir por mail por parte de personas desconocidas? U$3.50, ¿en serio?
Ya no da criollos el tiempo. Ni hamburgueses. 
2020 nos ha dejado sin ilusiones.




El aroma a mar inunda la Ciudad Vieja. Mezclado con los olores de autos y de comidas, de personas sin duchas y de perros ídem, el mar. No huele a río: viene con huella de salitre, olas, espumas. El calor comienza lentamente a batirse en retirada, las nubes avanzan y los seres humanos nos apresuramos a dejar los trabajos y volver a nuestras madrigueras desde donde mandar a los amigos mensajes tremendistas del estilo de “cómo se  vino con todo, eh?”, o quizás “esto ayer en Valizas no pasaba”. 
Feliz tarde de lunes con calor de verano en octubre, estimados. A disfrutar de las mangas cortas y del aire marino. Por ahora.


Valizas en primavera es tranquila y somnolienta. A veces la visitan las ballenas, dicen, aunque yo nunca coincido con ellas (salvo una vez que todo el mundo miraba al horizonte y gritaba “ahí, ahí”, pero tampoco las vi; a veces me parece que me están cuenteando pero no digo nada, porque es un cuento lindo).

Valizas en primavera tiene poca gente y muchos bichos. Gaviotas, patos, perros, cangrejos y un montón de insectos que se quedan pegados al agua de la orilla o se debaten pataleando patas arriba y después una va por la playa rescatando cascarudos, abejas y otros seres qué hay que alejar del agua y depositar en unos pastos a la orilla de la duna.

Valizas en primavera tiene un hostel casi vacío, por lo menos cuando los dueños deciden tomarse un fin de semana de descanso y no aceptan a nadie salvo a unos pocos elegidos que nos sentimos casi de la familia, andamos re agrandados por la deferencia y somos homenajeados con pastas caseras, verduras orgánicas y flan casero delicioso, amén de la charla, el afecto y los aprendizajes.

Valizas en primavera me encuentra como siempre maravillada, caminando cinco horas por día y sacando dos mil fotos, foto más, foto menos, y cuando me estoy yendo de la playa porque ya casi es la hora de mi viaje de vuelta sabe que no es mentira si le digo que a la primera de cambio estaré de vuelta con mis pelos al viento y un bolsito a la espalda, buscando por la arena algo que puede adquirir diversas formas pero siempre se siente muy cercano a la felicidad. 
 
 
 
 
 
 
Despierto agotada a pesar de haber dormido muchas horas. Entonces recuerdo que soñé que Robert Silva se había quedado sin casa y yo lo dejaba pasar un par de días en la mía, y entiendo todo.
Creo que mi inconsciente me está castigando por algo. ¿Será la culpa de no tener las libretas al día o lo de no haber hecho el bendito semáforo?
Hoy mismo lo completo: cualquier cosa con tal de no repetir ese sueño.
 
 
 
 
Una intuye estas cosas. El fin de una relación no nos cae por sorpresa; hay señales, a veces claras, a veces apenas perceptibles, pero hay. No digo que tengamos un sexto sentido o una capacidad mágica de predecir el futuro: digo que si somos personas observadoras lo vamos notando desde mucho antes de que decante el abandono. Hay un proceso. Primero pasa menos tiempo contigo, se ausenta tanto que no sabés en que anda, y después llega al descaro de no dormir más en tu casa. Te vas de viaje y demora medio día en venir a tu encuentro, yo qué sé. Igual le deseo que sea feliz. Sé que no va a venir a explicarme a quién ha elegido, dónde o por qué motivos, pero no hace falta: su plato de atún o de carne picada van a estar ahí, esperándola. Y mis oídos también.




Despierto agotada a pesar de haber dormido muchas horas. Entonces recuerdo que soñé que Robert Silva se había quedado sin casa y yo lo dejaba pasar un par de días en la mía, y entiendo todo. 
Creo que mi inconsciente me está castigando por algo. ¿Será la culpa de no tener las libretas al día o lo de no haber hecho el bendito semáforo? 
Hoy mismo lo completo: cualquier cosa con tal de no repetir ese sueño.




Cuando bajé a la playa hoy a las nueve casi no había nadie caminando, aunque en la arena había dispuestas unas sillas para caminantes cansados, tal vez necesitados de un momento de reposo y contemplación. O quizás eran las sillas de unas mujeres vestidas de blanco y de rojo que bailaban y parecían oficiar una ceremonia tempranera a la orilla del océano, vaya una a saber. No les iba a andar preguntando qué hacían en mitad de su coreografía, así que solo les pasé al costado y seguí mi camino rumbo al sitio (o la zona) donde una vez estuvo mi rancho. Cada cual tiene sus propios rituales.




Salimos de Carrasco en el ómnibus que vino a rescatarnos porque el primero se rompió. Ya nos habíamos armando un picnic bajo los árboles, donde nos sacamos los tapabocas y algunos comenzamos a dar cuenta del almuerzo. Hace una hora y cuarto que dejamos Tres Cruces y hemos avanzado unos 15 km, pero nadie se queja y cuando el nuevo Rutas arranca todo el mundo aplaude, divertido. 
Si los uruguayos no existiéramos habría que inventarnos.




El coche 664 de Rutas del Sol de las 10.10 está saliendo con seis minutos de retraso. Los pasajeros nos ubicamos rápido en nuestros asientos y un murmullo de contento de fin de semana largo se apodera de pasillos y asientos, cuando de pronto desde adelante se escucha la voz de la guarda: 
_ ¡Asiento 37! ¡Asiento 37! 
_ ¿Sí? -se oye la voz de un muchacho desde el fondo. 
_Tu asiento era para ayer.
_¿Qué? -dijo él, acercándose.
_Que era para ayer. Mirá: acá dice 8 de octubre, y hoy es 9. Lo vas a tener que pagar de nuevo. 
Él se baja. Yo me pongo a escribir esta crónica de pre verano y no veo si al final vuelve o no a subir a mi bus; solo sé que (insólitamente) dejamos Tres Cruces con 10 minutos de retraso. 
Y aquí vamos. Desoyendo un 53%de posibilidades de lluvia, con un libro y dos empanadas en la mochila, aquí vamos. De vuelta.



Ella es joven, es flaca y pelirroja, con el pelo lleno de rulos muy parecidos a los míos. Le gusta mucho hablar de sí misma, nos cuenta que canta por amor al arte y que va a hacer un tema conocido por todos, dicho lo cual, tras solo unos minutos de hurgar en su celular en busca de la pista (“uh... se me apagó, a ver...”) arranca con la canción. Tiene fuerza y su voz es muy buena, pero no me gusta la versión que hace. A veces siento que grita y agradezco al tapabocas que permite que no se noten mis gestos de “nooo, no hagas esto!”, pero cuando termina la aplaudo, como todos. Ella dice saber que estamos pasando “por una situación súper horrible” (¿todos?, pienso, pero no digo nada) y que a veces queremos aflojar (otra vez: ¿todos?), pero aconseja que no, que le escapemos a la depresión que es una cosa horrible y que ella nos dice eso porque le gusta mucho dar consejos. 
Dicho esto recauda algunas colaboraciones y se baja, para continuar cantando en otras unidades del nunca bien ponderado Sistema de Transporte Capitalino. El silencio (o algo muy parecido) vuelve a apoderarse del 110 que me lleva al supermercado en busca de carne picada para mis gatos, que no son vegetarianos. 
Y en eso estamos. 
Casi casi en fin de semana largo, salvo para los que no trabajamos los viernes y lo empezamos ahora, la la la! 🎵
(Sí, estimado lector, este es otro Post De Persona Con Los Viernes Libres disfrazado de inocente crónica de bus. Que tengas un buen final de jueves y que el viernes te sea leve. No me juzgues.)




_Profe, ¿todavía no corregiste mi trabajo? _me dice la persona que ayer entregó algo que yo había pedido para marzo. Le explico que sería bueno bajar un poco el nivel de ansiedad, que si ella demoró siete meses en entregarlo yo bien puedo demorar un par de días en corregirlo. Ella me queda mirando con cara de "bueno, espero que mañana ya lo tengas corregido".
_Disculpa la tardanza en responder. Tenemos muchísimos mensajes y a veces no damos abasto. _dice el mensaje de una página a la que le pregunté algo en el mes de julio. Les contesto que tranqui, todo bien, no hay problema con los tres meses de delait.
_Fingimos estar en el año 1453. _es el nombre de un grupo que me sugiere esta red, en cuya descripción se aclara que están en medio de las cruzadas, incursionando en la caza de brujas, cantando himnos a las gachas de avena y lamentando la caída de Constantinopla. 
Decididamente algo anda raro hoy con esto de la temporalidad; debe ser por eso que hace tres horas que llegué a mi casa y aún no he podido mover ni medio dedo. No soy yo, es el tiempo.  
Ps: me gustó la foto de portada del grupo medievalista.
Ps2: parecen medio freakys pero me uniría, si no fuera porque mi inglés es medio pelo y terminarían enviándome a la hoguera, y además la gente de la Edad Media no era muy amante de los gatos (y así les fue).




Mis viejos a veces me contaban de un cine que había en el barrio: el Broadway, al que iban a veces antes de que yo naciera, hoy devenido en sede de culto carismático, como tantos otros lugares de esta y de otras zonas. Yo escuchaba esa historia con asombro, desde mi realidad de saber que al cine desde mi casa sí o sí se tenía que ir en ómnibus, de preferencia hacia el Centro. 
A partir el mes pasado la Curva de Maroñas volvió a tener su sala: la Lazaroff, en el Intercambiador Belloni (IMM), donde hoy por el Día de la Música fui con un amigo a ver un documental en homenaje al Choncho y después "Amigo lindo del alma", sobre Mateo. Gratis. Una sala cómoda, con buenas propuestas, a seis cuadras de mi casa. Hechos, no palabras. Andá llevando.
#LindaMontevideo






¿Se acuerdan de mi alumno de cuarto año, el que escribe poemas de Idea en el pizarrón antes de las clases de Literatura? Es un torbellino de alegría, se lleva bien con todo el mundo y es un muy buen estudiante, pese a que ayer me lo encontré en el salón de clase almorzando con un táper de pascualina a las nueve de la mañana. Viene de muy lejos: desde Atlántida, y se ve que sale de la casa muy temprano.
Hoy estábamos empezando a ver “Lazarillo”, y yo de pasada comenté que la expresión “Vuestra Merced” es un antecedente de “usted”. Al final de la clase lo escucho que me dice algo desde su banco. Me acerco, porque creo no haber entendido bien, y él lo repite:
_ Que me encantó esto del origen del “usted”, profe, y que cuando llegue a casa me voy a fijar en Saussure a ver si dice más de eso, porque es re interesante.
_¿Estás leyendo a de Saussure???
_¡Sí, profe, está buenísimo!
_...
Sin palabras.
El IAVA siempre (pero siempre) se las arregla para sorprenderme.





Yo le explico la corrección del escrito a algunos estudiantes. Él de repente se para, copia un poema de Idea en el pizarrón y se sienta.
_ ¿Vos copiás algo de Idea en todas las clases?- le pregunto. 
_ No, profe. Solo en la de Literatura. 
Idea, desde algún lado de este liceo en el que dio clase de Literatura,  debe estar sonriendo.