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martes, 10 de marzo de 2015

Marzo 2015


Buenos Aires: pros y contras.

No hay (casi) mosquitos.
Los puestos de verdura venden bandejitas con 4 o 5 frutas diferentes ya empaquetadas.
Hay quioscos abiertos las 24 horas y tienen alfajores Jorgito.
Todo el mundo pasa al lado de los homeless, los rengos, las casi niñas pidiendo con sus bebés en brazos, los viejos tirados en colchones mugrientos, y parece que de verdad no registraran su presencia.
Dos por tres te invade una nube de olor nauseabundo, justo unos metros antes de pasar por una perfumería y olvidarte.
En el microcentro la gente es bella, flaca, y todos estrenan ropa.
En San Telmo son multilocos.
En Parque Centenario el ritmo se enlentece como los patos del lago y las percas anaranjadas que nadan muuuy despacito pidiendo comida.
Te podés cruzar con un semi famoso en Santa Fe y quedarte comentando que en la tele parecía más alto.
La noche está viva. Siempre.
Por las veredas hay carteles que solo dicen "Maldito impuesto a los sueldos" en enormes letras blancas sobre fondo negro. 
Hay chinos por todos lados y sus buffets son baratos.
"Cambio? Troca? Cambio dólares, pago el mejor precio..."
La gente es en general simpática, con un algo de tristeza en la mirada.
Tienen a mano a Dolina, Timbre 4 y las librerías de la calle Corrientes.
Están de paro general mañana, justo mañana.
Ampliaremos.




5º Artístico, de mañana. 
En plena clase de Literatura Edipo Rey es de pronto desplazado por visitas extrañas. Aparecen uno, dos, ocho estudiantes de sexto, en diversos momentos de los últimos diez minutos. Irrumpen en la clase sin decir una palabra pidiendo permiso, hacen una micro escena y se van. Textos propios y ajenos, diálogos, monólogos, lecturas de libros simultáneos, un vértigo de irrupciones que nos deja a todos extrañados y extasiados.
27 de Marzo: Día Internacional del Teatro.
Los de quinto aplauden a rabiar, y planean sus propias intervenciones en el futuro, mientras la profe de Literatura se repite mentalmente que este es el mejor liceo de Montevideo.




Algo raro pasa hoy en Florida. El perrazo faltó a su siesta verediana de las siete, la banda de las bicis se redujo a solo dos y en una parte del camino vi tres papeles tirados. 
Junto a la cañada una parejita de adolescentes compartía el atardecer en un muro bajo; solo tenían ojos uno para el otro. Para qué decirles que ese era justo justo el lugar donde vi una víbora ondulando feliz hace un tiempito, pensé, mientras continuaba mi marcha hacia la terminal. 
Me hubiera gustado nacer en un pueblo o una ciudad pequeña, me sorprendo pensando por primera vez en mi vida, pero el pensamiento me dura solo un segundo antes de subirme a la CITA de las siete y media que me lleva a mi hogar dulce hogar montevideano.





A partir de esta semana mis salidas del Cerp tienen lugar entre sombras y calles silenciosas. El paso por el puente de la cañada se hace levemente tenebroso y el único amigo que sigue firme en su puesto es el perrazo negro atravesado en la vereda de Independencia a mitad del camino. Las torres de la catedral se ven iluminadas desde la ruta y ya no hay deportistas en el circuito aeróbico ni mateadores viendo pasar la vida junto a la carretera. 
Cayó el otoño en Florida, cayó temprano la noche, y con llovizna.
Voy a empezar a contar las semanas que faltan de aquí a la primavera. 




Once y pico de la noche: por debajo del programa de radio que escucho empieza a hacerse notar un crescendo de maullidos y peleas de gatos que poco a poco alcanza proporciones épicas, al punto de hacerme abrir el bunker del fondo para comprobar que Tania estuviese sana y salva en el galpón donde duerme. Pero no estaba. La llamé un par de veces: nada. 
La pelea afuera seguía en todo su esplendor acústico. Salí al frente, me asomé al pasillo del costado; entre las sombras, más allá del portón de la cooperativa, se divisaba una silueta gris y blanca que no era mi gata, manteniendo a raya a otro felino que yo no alcanzaba a divisar.
Entre tanto varios perros ladraban furiosamente desde sus patios y se sentía el ruido de persianas de vecinos que se abrían como diciendo "callá ese bicho si es tuyo que es casi medianoche, ¿querés?", mientras Roldana me seguía por todos lados mirándome con cara de "¡salvá a mi hermanita, te lo pido por favor, hacé algo pero ya!". 
Volví a entrar a casa, miré desde la ventana de arriba, bajé al patio, espié por sobre el muro haciendo equilibrio precariamente sobre la vieja pileta de lavar, pero no vi gran cosa. Busqué la llave del costado. Encontré unas quince posibilidades, pero no tengo ni idea de cuál es la correcta porque jamás la uso. 
Para entonces el griterío se había acallado. Me dije que si mi gata había sobrevivido la vería en la mañana y me dirigí a mi dormitorio, no sin antes ir al cuarto chico a buscar la ropa para ir a trabajar mañana temprano. Lo primero que vi fue a Tania, hecha un ovillo sobre la cama encima de un buzo de lana viejo y pidiéndome mimos, como siempre.
Silencio en la noche, ya todo está en calma.







Subo al ómnibus y escucho al chofer (que viene con la cumbia al mango) mandar a alguien a la concha de su madre, pero no me explico por qué los pasajeros se lo festejan, hasta que levanto la cabeza y veo que TODOS van vestidos con de Nacional. Él había insultado a uno de un auto con banderas de un rival, supongo, a la vez que escondo mi bolsa amarilla llena de libros, no solo por si enardece a las fieras sino porque ando de negro y no quiero despertar inútiles suspicacias.
Delicias de la vida del pasajero del STM.




Todos los jueves repito un camino ritual desde el Cerp hasta la parada en Florida. Primero debo superar la prueba de los cinco o seis gurisitos de uniforme liceal que vienen por la vereda a velocidad de Ferrari en sus bicis tambaleantes. Luego cruzo por el puente sobre la cañada donde un día vi una víbora y ahora escucho siempre ruidos cascabelosos que no por venir de mi imaginación asustan menos. En la otra cuadra esta mi amigazo negro y viejo que si le hablo mueve la cola, eternamente atravesado en la vereda. Más allá, la casa con la puerta abierta y la mecedora con almohadón en la vereda, la plaza de las palomas cagonas, la heladería tentadora y el bar con parroquianos sentados para ver la gente pasar. Las personas saludan al llegar a la parada y los guardas bromean con las chicas que esperan algún bus local.
Cae la noche en Florida.
Ya es tiempo de volver a casa.




Hoy unos estudiantes del IAVA y yo nos pasamos todo un recreo cuidando que un pichón regordete de paloma que deambulaba torpemente entre los humanos no fuera a ser pisado inadvertidamente por alguien ni se cayera al estanque del patio. Ahí no importaba que las palomas fueran plaga nacional, sino que un ser vivo había dejado la seguridad del nido materno antes de tiempo, y había que protegerlo.
Maravilloso mundo.




La tarjeta del STM puede hacer maravillas pero tiene sus bemoles, pienso, cuando me doy cuenta de que en dos minutos he pasado de escuchar a Pink Floyd en el primer bus a este segundo que viene con La Ley FM al mango. 
Brusca caída, no sé si mi organismo podrá salir de este estado de shock. 





Crónica interrogativa:
Visto: que frente a 3 Cruces se ha creado un precioso espacio de juegos infantiles pleno de sol y color.
Considerando: que dicho espacio es muy frecuentado por las familias, de manera que se constituye en un oasis de risas y esparcimiento colectivo.
Pregunto: ¿Había alguna necesidad de ponerle por nombre "Genocidio del pueblo armenio"?
Piénsese, critíquese, archívese, etc .


Tania y Roldana son mellizas. Yo las encontré correteando en un terreno baldío allá por diciembre del 2000, así que tienen unos 15 años y ya hace rato que empezaron su tercera edad o como quiera que se le llame en el mundo felino a esta etapa de decadencia no exenta de elegancia y distinción. Los 15 deben equivaler a los ochenta, imagino, aunque la correspondencia no es del todo exacta, porque sé de gatos que vivieron 23 y 24 años, que sería como ciento y pico largo de los nuestros, pero que mis gatas son viejas, son. 
En lo físico, a primera vista, Tania está impecable y Roldana casi, aunque cada año con más rastas, que se arranca con dudosas dotes de coiffeur, sembrando mi casa de pequeños bichitos inanimados de color amarillo. A ella en particular ya le cuestan los saltos y desde este verano tiene una silla del lado de adentro de la ventana de la cocina y un banco del lado de afuera para evitar la proeza de subir o bajar de una vez. De todos modos lo duda, y a veces se para al lado de la puerta como diciendo: "evitame esta ignominia de saltar y fallar, ¿querés?"
El problema viene más por los achaques a nivel de comportamiento. Tania decidió vivir en el mundo exterior del fondo, pero como allí no hay comida (o se la robarían los gatos del barrio) muere de hambre cada madrugada y ni bien siente que me muevo empieza a gritar de manera que me parece que media cuadra me debe putear, a eso de las seis y algo, cada mañana. La ventana permanece cerrada cuando yo estoy por aquello del aire acondicionado y los mosquitos, lo que redunda en un juego interminable de "abrime", "quiero entrar", "ya comí, sacame", "me dio hambre de nuevo", "abrime, abrime, ¡abrime ya!" en el que ambas participan a tiempo completo. Su ceremonia de comer, cabe señalar, siempre incluye el capítulo ritual de "mi plato está vacío, vení a llenármelo de inmediato, cómo te atrevés a hacerme esto", que me hace ir hasta ella, mover las pastillitas para que las vea y obtener una mirada que dice algo así como "ah, ahora sí hay, pero recién estaba vacío. Bien hecho, humana".
La humana obedece y se sienta a escribir una mini crónica de la intrascendencia del crecer y del envejecer, como forma disimulada de evitar meterle el diente al programa de Literatura Uruguaya 1, hasta que se da cuenta de que ella también está evidenciando que nació hace un tiempito. No en el 2000, pero, en fin.




El tiempo evidentemente nos cambia a todos, a veces de modo inesperado. De qué otra manera se explica que yo vuelva de Tristán Narvaja fascinada, no con los libros, las artesanías ni las cosas antiguas, sino con los arrolladitos primavera y los buñuelos de espinaca que venden los chinos de la primera cuadra.





"¿Vos podés creer que por acá en el patio anda un chingolo con barba? Sí, mismo una barba blanca por abajo de la cabecita tiene. Es precioso pero no sabemos por qué es tan raro. Igual que otro, el año pasado, que se le daba por cantar errado y hacía un canto de canarito. De canario de jaula, pero él era un chingolo, nosotros lo veíamos cantar bien como canario, nunca entendimos para qué. Ah, y esperá que te cuente lo de ayer: estábamos con el Cele merendando en el living con la puerta abierta y la Guaytica ahí, entre nosotros, cuando se nos metió una víbora enorme, ¡de más de medio metro la bicha! Pero era verde, de las que no hacen nada, y con la escoba la fuimos llevando para la puerta hasta que salió y la cerramos. La gata se quedó de lo más nerviosa olfateando pila de rato por donde había estado la víbora. Con lo que tenemos problemas es con las apereás del fondo porque tienen cría y nosotros con el Cele les pasamos dando de comer; hay mucha seca y están con hambre, pobres, pero la gata es terrible y las vigila y las persigue todo el día. Yo si la veo la hago soltar. Ella es fina de cazadora y los apereacitos pobres, todavía no saben bien cómo defenderse, por eso la tengo cortita y la paso rezongando."
Hablar por teléfono con mi madre es como ver un capítulo de NatGeo.





Florida es una ciudad sin edificios; desde la ruta se destacan las torres de la catedral y las araucarias de la plaza. Las casas tienen sus puertas y ventanas abiertas a las veredas y las personas se instalan a los costados de la carretera para ver la caída de la tarde en medio de un picnic con comida y reposeras junto a los autos. Sus carteles de la campaña por la intendencia muestran a un señor ojudo a quien le sienta bien el apelativo de "Pájaro". El río duerme al lado de la ciudad mientras algunos paseantes caminan por un moderno circuito aeróbico y los extranjeros nos sumergimos en la correspondiente CITA que nos devuelve al ruido, la velocidad, las puertas cerradas, la desconfianza, en fin: la madre patria.



10 de marzo.
Perdí una batalla. Capaz que la guerra aún está por verse, pero que perdí esta batalla la perdí.
10 de marzo.
El día en que tuve que transar con las dos rompehuevos que viven conmigo y dejar la ventana de la cocina siempre abierta aunque los mosquitos del patio se me vengan en patota a zumbar en los oídos y a llenarme de ronchas a no ser que me bañe en Off de los pies a la cabeza.
10 de marzo.
Lo tacharía del almanaque, si no fuera porque hoy es mi primera clase de Uruguaya 1. 





CRÓNICAS DE BUS: EL REGRESO

Un diálogo entre dos chicas al costado aflora a mi conciencia en medio de un viaje en ómnibus hasta entonces anodino.
_¿Así que te mandó a examen? ¿Y vos a quién tenías?
_ A Mariela.
_ ¿Esa cuál es?
_ Una rubia, de rulitos.
Mentalmente me voy preparando para recibir loas; evidentemente no me han visto y su testimonio sobre las maravillas de mi hacer docente será por ello más valioso. Sigo escuchando con cara de absorta en el paisaje capitalino.
_ Ah, esa. Es una tarada.
_ Por eso.
Casi puedo sentir el ruido que produce el rozamiento de mi ego ingresando en picada a la atmósfera terrestre cuando en un sobrehumano esfuerzo final logro captar la continuación del diálogo.
_ ¿Es la madre de aquella idiota, no? 
_ Sí, esa. La tuve el año pasado y este año me toca de vuelta.
Fiuuuu... 
Mi ego pone suavemente el freno de mano de emergencia y detiene la caída. No soy la madre de ninguna idiota, no voy a tener repetidores porque me cambié de liceo, y NO DEBO ESCUCHAR CONVERSACIONES AJENAS. No debo escuchar conversaciones ajenas. No debo.
Alerta, estimado lector. Las crónicas de bus están en peligro, por el momento.




Me acaba de llegar la nómina de docentes con los que compartiré el año en el IAVA: en Literatura de 5º hay tres Marielas, de las cuales dos somos Rodríguez. 
Me siento repetida. 
En momentos como este me gustaría llamarme Heriberta Delafontaine.



Acabo de llegar a casa; abro el correo y veo un mail de la directora del IAVA, pero, ¡oh, sorpresa! La primera en responder he sido yo, hace diez minutos. ¿Amnesia? ¿Ruptura del continuum espacio-tiempo? ¿Magia?
No. Me había olvidado de que hay otra Mariela Rodríguez en el IAVA.
¿Alguien conoce un psicólogo que cobre barato?




NO TODO ES SOL EN VACACIONES.

Ojalá uno se fuera de vacaciones y el mundo entero danzara entre flores y sin problemas pero eso no siempre se da, y esta madrugada lo comprobamos. 
Era poco más de la una. El ómnibus de Núñez venía recién por 8 de Octubre y Comercio cuando Hernán me dice no sé qué de violencia y me pregunta cuál es la seccional de la Unión. Yo venía en plena somnolencia de viaje y no entendí, hasta que veo que el tipo que está sentado en el asiento de enfrente, un canoso veterano, habla en voz baja y le pega en la cara un par de veces a su mujer, que se queda en silencio y solo se protege como puede con las manos. 
- ¿Vos sabés dónde estamos? -Escucho que Hernán le grita al tipejo- Mirá, es la 15, ¿querés que nos bajemos? 
-No sé de qué me habla...
-De que le estás pegando, y eso no puede ser. ¿A vos te parece que está bien eso qué hacés?
En el ómnibus se hizo un silencio sepulcral. El guarda, adelante, ni se enteró, pero el resto paró la oreja.
El tipo adujo no sé que cosa, como para defenderse, pero cuando Hernán amagó con levantarse vio que llevaba las de perder y se quedó en el molde.
-Solo estábamos hablando.
-No, solo hablando no. - me metí- Porque yo te vi pegarle, dos veces.
-Sí, está bien, tenés razón- dijo el canoso, mientras una señora gorda en diagonal nos hacía gestos de apoyo y la mujer de adelante (que era inspectora de salud pública e iba a hacer una visita al hospital de Río Branco) asomaba la cabeza y decía:
- Estuvo bien el muchacho. Y este otro que se tranquilice o lo bajamos del ómnibus.
Y así enfrentamos las seis horas de viaje, entre recelos y dudas. No sabíamos si el tipo no le volvería a pegar cuando a los de alrededor nos venciera el sueño, no sabíamos si la señora no aparecería mañana en un informativo, ni siquiera sabíamos si el canoso no nos atacaría durante la noche como venganza, qué sé yo, todo es posible en ese mundo primario y violento que de pronto vislumbramos tan cerca, a medio metro, a una lágrima de los que nos quedamos sufriendo por ella y por tantas otras víctimas de violencia de género. 
Durante una hora y pico los escuchamos discutir en voz baja. La mujer, antes muda, ahora trataba de defenderse con palabras al menos. Él casi no habló más. Después se durmió y roncaba tan ruidosamente que sentí que al menos por esa noche no habría más problemas.
Me quedé contenta de ir con alguien que no se para en el costado a observar las injusticias, a la vez que triste de que estas cosas pasen y decidida a seguir luchando desde mi lugar, que es en el aula, para promover el rechazo visceral a la violencia en todas sus formas.
Trabajemos. Queda mucho por hacer.