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martes, 6 de marzo de 2018

Marzo 2018







Otro episodio de torpeza doméstica en Arbolito: voy a darle comida a la gata Matilda y se me cae el plato. El piso de la cocina termina salpicado de una mezcla de sardinas con pastillitas, iupi iupi. 
Tomo la escoba y al momento ella agacha el lomo muerta de miedo y sale corriendo. Pobre bicho: me pregunto de qué castigos habrá venido para tener tan claro el reflejo escoba-golpe. 
Ahí me acuerdo del otro, del gato del frente (León, para los íntimos), que demoró dos semanas en dejarse tocar y ahora es de lo más mimoso aunque siempre pronto a asustarse y rajar al menor movimiento. 
Ambos vienen de la misma casa. Hace unos días el ex dueño no se inmutó cuando le dije que los tengo yo, y apenas murmuro algo de que los gatos son así, traicioneros. Me dieron ganas de decirle algunas cosas, pero para qué. Traté de sacarle algún dato: según él ella ("Serena") está castrada y sería la madre de él ("Serenito"), pero me parece absurdo, porque el gato tiene pinta de viejo y ella no. Lo cierto es que son iguales, conviven en paz, y con eso alcanza. El vecino comentó que el gato siempre fue muy arisco y no se dejaba tocar por nadie. Estuve tentada de contarle que es un dulce pero, otra vez: para qué. Lo dejé con su cabecita y volví a casa, donde las cosas son un tanto diferentes que en su mundo.
Serena y Serenito... 
Aguanten Matilda y León.




No suelo darle mucho corte a los “Día de...”, pero hoy me gustó aprovechar para trabajar el Día Internacional de la Poesía con los quintos Artísticos.

En el primer grupo, con las sillas puestas en círculo, leímos decenas de poemas acompañados por una suave música de guitarra que venía del salón de Danza. De ahí es la foto: una bailarina de papel elaborada de motu propio por una de las estudiantes. Varios recomendaron autores que los demás no conocíamos, e incluso un muchacho me habló de una novela policial escrita exclusivamente a través de poemas. Al final escribieron los versos o estrofas que más les gustaron y salieron a pegarlos por las paredes del liceo.


En el grupo de las últimas dos horas la cosa fue más guerrera: casi todos nos sentamos en el piso y varios leyeron poemas propios, que fueron aplaudidos por todos sus compañeros. En la primera media hora la lectura luchó contra los ruidos de la obra, pero a las 12 los albañiles entraron en el descanso del almuerzo y nosotros seguimos leyendo, ahora en medio del silencio. Discutimos sobre posibles temáticas, sobre temas formales, verso y prosa poética, poema y canción, lírica y narrativa, hasta que a la una menos diez cuando comenté que quedaban 5 minutos una chica dijo: “¿Ya? ¿Ya pasó la hora, tan rápido?”, y yo sonreí para mis adentros y pensé: “misión cumplida”.




Salgo del trabajo y camino media cuadra hasta el saloncito de la esquina, donde por la módica suma de 25 pesos se puede adquirir oro en polvo bajo la forma de sobre de capucchino. Hace dos horas que estoy en la oficina de Comunicación Social luchando para que no se me cierren los ojos, porque se ve que estoy desacostumbrada a esto de madrugar y pasar toda la mañana dando clases en el liceo. 
En el camino me cruzo con dos hombres muy modestos, con pinta de cuidacoches, de unos veintipico de años, más o menos. Uno ni me mira pero el otro sí, levanta los ojos hacia mí al cruzarnos y me dice en voz baja pero audible:
_ Preciosa, señora. 
Así mismito: me dice "Preciosa, señora", con coma en el medio y sin signos de exclamación al final. 
Maravillosa e impremeditada confluencia de sentidos; ahora no sé si sentirme linda o vieja.


(No, estimados, la respuesta no es aclararme que se puede ser linda y vieja, la respuesta es decirme que escuché mal y que probablemente el muchacho no me dijo señora. Y punto)





La espera del 402 suele ser larga e incierta, a cualquier hora y en cualquier sentido. En la noche de hoy, por ejemplo, su demora posibilitó que yo fuera mentalmente abducida por una entidad docente con la que contacté con la mayor inocencia, cuando vi que una chica la estaba mandando a una parada más allá del palacio por un ómnibus que yo sabía que pasaba dónde estábamos. 
_ Pasa acá. 
Eso fue todo lo que dije, lo juro. 
Ella (la entidad) me miró un segundo, tiempo suficiente como para reconocerme como asistente a la misma sala de hacía 10
minutos, y arrancó. Que la sala era inútil, que nadie escuchó lo que planteó, que una no trabaja por amor al arte, que los impuestos, que el IRPF, que los estudiantes cada vez saben menos, que qué cantidad de omnibuses están pasando expresos... 
Los tópicos de la queja parecían virtualmente interminables, hasta que por suerte vino su ómnibus, y me dejó escapar, con solo una advertencia (interna) marcada a fuego: ojo con las entidades docentes cansadas y de mala onda a las nueve de la noche, especialmente cuando esperás el 402. 
Ojo. 

Que si la espera en solitario suele ser larga e incierta, hay algunas entidades docentes que pueden arrojarte a un agujero negro desde el cual no vislumbres más salida que un omnibusito rojo con números verdes asomando lejos, quizás, sobre el horizonte. Quizás. No es seguro.





Ni profesora, ni encargada de redes, ni escritora, ni jardinera: en esta casa parece que mi rol principal es el de maga. Alguien maúlla diez minutos ante el plato lleno de comida, yo lo toco y ¡listo! Ella lo ve. Come tres pastillitas, me mira, maúlla una vez más, y la operación recomienza. Magia.



Iba distraída en el bondi cuando de pronto apareció una mano que me apretó el hombro. Casi salté del asiento; me hizo acordar a esas viejas películas de Abott y Costello en que ellos van a alguna casa misteriosa y de las paredes salen manos negras que intentan atraparlos. 
El dueño de la mano tenía unos 4 años, y lo que menos se esperaba es que alguien desde el asiento de adelante de repente le tocara los deditos. Los retiró de una, y no volvió a intentar establecer contacto. 

Espero no haber traumado a un gurisito, aunque puede que le venga bien saber que no se debe asustar a las personas que viajan desprevenidas en el ómnibus, especialmente a aquellas que los sábados por la tarde veíamos a Abott y Costello.




Qué extraño resulta leer la palabra “poetisas” para nombrar a las mujeres que hacen o hicieron poesía en el Uruguay. Cuando tuve a Màntaras en el IPA aprendí que para nosotros “poetisa” siempre se asoció a la cursilería, y por eso, a contramano de la RAE, las mujeres que hacen poesía acá son poetas. Además “poetisa” suena a más chiquito, menos intenso, menos verdadero. A cierto tipo de señoras que perpetraban versos para mostrar en sociedad porque quedaba bien escribir (siempre y cuando no te zarparas, que para eso ya había estado la Agustini, que en paz descanse). “Las poetonas”, las llamaba Arbeleche.


Todo esto solo para decir que hace como cuatro años que no voy a la Feria del Libro de Bs. As., que si se homenajea a Levrero me dan muchas ganas de estar y que quien quiera ir que pegue el grito y sale Buquebús, Dolina, Timbre 4, Feria del Libro, medialunas, Tortoni, alfajores Jorgito, San Telmo e ainda mais.




La mañana de este 8 de marzo puede resumirse para mí en una sola palabra: jardinería. Hoy en casa hubo podas y trasplantes al por mayor. En medio de esa tarea tuve que hacer varios pozos para llevar al costado algunas plantas grandes, y cada vez que hundía la pala en la tierra encontraba viejos papeles y bolsas de alfajores, manicitos y cosas por el estilo, amén de decenas de unas benditas piedras que vaya una a saber por qué el Cele alguna vez había desparramado (se ve que en grandes cantidades) en ese espacio. 

Dos hallazgos marcaron la sorpresa en las excavaciones de hoy. Por un lado un gancho de metal como para colgar una maceta, bastante interesante. Por otro, una vieja bombacha enterrada a unos treinta centímetros de la superficie. Sí, eso. Una bombacha, podrida por el paso del tiempo, pero de todos modos reconocible. ¿Qué diablos hace una bombacha en mi jardín???? Mientras trabajaba me vino a la memoria otro tema extraño relacionado con prendas similares: dos por tres mis viejos y yo, en la década del 80', solíamos encontrar bombachas tiradas en nuestro patio. El misterio nunca fue aclarado, y nosotros concluimos que el péndex de al lado medio en broma le revoleaba por la ventana las bombachas a la novia, cayeran donde cayeran. Yo a los juegos ajenos no los juzgo, viste. Pero... ¿esto? No sé. Me dio mala impresión. Ya la tiré, junto a las piedras, los nylons y las raíces de las tunas trepadoras que los de la cooperativa arrancaron hoy de la pared, pero el misterio continúa. En fin.








Dos señoras charlan desde el asiento de adelante del 102. Una le pregunta a la otra si su hijo puede manejarse solo, y la respuesta materna viene rápida y con orgullo:

_ ¿Mi hijo? ¡Mi hijo sabe hacer todo! Yo le enseñé desde chiquito. Sabe cocinar, sabe coser, sabe bordar... Yo le enseñé todo.


Mentalmente le adjudico un 10 en tema de género a la señora mamá, pero puede y debe mejorar la adecuación de la enseñanza a la realidad. ¿Bordar, en serio? Yo pensé que la última que había aprendido a bordar había sido yo, en Manualidades, primer año liceal, pero evidentemente (y tal vez por suerte) la vida te da sorpresas. Ay, dio.




Comunicación Social en reunión de trabajo fuera de hora. Recién a las 19.45 nos dimos cuenta de que el medio tanque para el asado se había desfondado durante el verano, pero cuando hay equipo no es cuestión de andarse con minucias: salió parrilla a nivel del suelo y todos contentos (salvo algunas plantitas de alrededor, pero pocas). La gata no se asomó en toda la noche pero se dejó encontrar, los vecinos no se quejaron, las iluminación fue casi poloniesca, la dieta faltó con aviso, y yo me volví a mi casa pensando algo que de todos modos ya sabía, y es quo es un lujo trabajar con esta gente. 




La vendedora de ropas saca de un bolso calzas, medias y otras prendas, las estira ante nuestros ojos, exalta sus bondades y nos habla como si fuéramos sus clientes de toda la vida: 
_ Y también les he traído la calza de jean, que siempre me la reclaman... Y les he traído las bananitas para el pelo, que volvieron a usarse este año... Chau, señora... Y tengo para ofrecerles las medias invisibles, porque quedan a la altura del zapato...

Se baja, y a las dos paradas arranca otro, un veinteañero que pide dinero, pero antes nos da un discurso de diez minutos en el que cuenta las peripecias de su vida y nos tira la indirecta habitual disfrazada de buenos propósitos: “ustedes se preguntarán si no me da vergüenza subir a un ómnibus... No, lo que me daría vergüenza sería salir a robar...”

La parejita del asiento junto a la puerta es muy muy tierna. Ella es bellísima, y él un flaquito lindo pero hasta ahí, que está contento porque hoy es su cumpleaños y lo ha llamado pila de gente, incluyendo a varios de la familia de la novia y a un ex técnico de cuando jugaba en otro equipo. Todo muy romántico y perfecto, si no fuera porque ninguno de los dos tortolitos supera los 13 años.

La rubia de camisa a rayas blanca y celeste, con el pelo recogido, caravanas de oro y uñas rojas, viene sentada adelante y habla por teléfono tan alto como para ser oída en este y en los ómnibus vecinos. Está arreglando una cena; se queja de que en la anterior una amiga se hizo la boba y no le pagó los mil pesos que ella había puesto:
_ Yo te podrás imaginar que no voy a reclamarle, pero mejor si vos por la tuya proponés que esta vez cada uno lleve algo, ¿te parece?
Repite y reformula la idea una seis veces hasta que corta, para placer de nuestros oídos.

Hay una pareja de unos cuarenta que vienen sentados juntos desde que subo. Él le habla, le habla, le habla de su trabajo, de los compañeros, de los problemas de la empresa, y mientras habla mueve las manos y la mira todo el tiempo. Ella chatea por wsp, entra a facebook, busca cosas en internet, de vez en cuando le dirige una mirada de comprensión pero no dice ni una sola palabra. Él continúa hablando hasta que me bajo, por lo menos.

_ No entiendo de dónde sacás tanta crónica de ómnibus- me dice alguien de vez en cuando- Yo viajo todos los días y nunca me pasa nada. 
No, pienso con una leve soberbia de experimentada cronista de bus: las cosas no pasan. Las cosas están ahí, y quien quiere observa.

Prepárense para Turismo, que se vienen largas crónicas de viaje interminable y encima en formato de excursión. Considérense avisados. 

😎




_ ¿Esta es la parada de Garibaldi?- pregunté al chofer del 77, un señor de lentes, gordo y canoso. 
_ No, la próxima- respondió él. 
Es el problema de estas dos paradas, pensé: quedan a media cuadra una de la otra y una se confunde. 
Tenía que bajarme en el Disco por una necesidad logística impostergable: ya no quedaban sardinas en casa y la gata hoy de mañana me había mirado a la vez con hambre y reproche, situación que no estaba dispuesta a repetir por la tarde.
En eso estaba cuando me llegó desde el costado la voz del señor chofer: 
_ ¿Mariela, no? 
Lo miré. Ni idea.
_ Rodríguez- agregó, mientras sonreía con expresión bonachona. ¿Era un Rodríguez? Debía ser algún tío lejano, o un primo de mi viejo de esos que hace añares que no veo.
_ Ah... ¿Sos de la familia?- pregunté, mientras seguía tratando de ubicarlo. 
_ No. Digo que me acuerdo que vos sos Mariela Rodríguez. Yo soy Fulano, tu compañero del liceo 30. 
Fulano. Fulano tendría que tener la misma edad que yo, pensé, pero no puede ser, porque yo no soy una veterana canosa, pasada de peso y con lentes.
Eeeh...
No. 
Repito: no. 
Hablamos unos pocos segundos, porque las dos paradas están, como dije, muy cercanas. 
_ Hasta luego, Fulano, qué gusto verte. - saludé al bajar, como si él no se hubiera equivocado de generación.
Esperé la verde para a cruzar; el 77 avanzó y nos hicimos un adiós con la mano. Chau, chau. Nos vemos. 
Listo, es un hecho: Fulano está confundido, y eso que agregó después de que fui profesora de sus dos hijos en el Beata debe formar parte de un universo alternativo. 

Pobre Fulano. No sabe ni la edad que tiene. Pobre.




6.32: Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora.
6.39: Me levanto. Bajo la escalera. Le pongo comida. Saco gata y platito a la ventana, para que vaya al baño y se distraiga después de comer, así duermo tranquila.
6.41: Llora en la ventana del dormitorio. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora.
6. 50: Le abro. Bajo a la cocina. Entro el platito. Sigue comiendo. Me acuesto.
6.53: Entra al dormitorio. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora.Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora.
7.00: La saco del cuarto y cierro la puerta. 
7.06: Sigue llorando. 
7.07: Evalúo posibilidades de amordazarla, llenarle la boca de atún o conseguir un Cono del Silencio por Mercado Libre. 
7.08: Sigue llorando. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora. Llora.
Y así.




Noche de sábado en mi barrio. Bajamos del Núñez; yo hubiera esperado un ómnibus, pero mi amigo enseguida se calzó la mochila y empezamos a caminar rumbo a la cooperativa. Eran las doce y media, y lleva unos veinte minutos ir desde Libia a Rubén Darío. 
Primero nos cruzamos con un flaco que nos miró y siguió de largo. El segundo, a la cuadra, pidió unas monedas. Otros dos iban compartiendo una caja de Santa Teresa. Los pasamos; interrumpieron su charla un momento para calibrar quiénes éramos, y siguieron en lo suyo. De la vereda de enfrente dos tipos como de treinta años con el hampa pintada en la cara nos vieron venir y cruzaron hacia nosotros. Mi amigo se puso a tararear. Yo arranqué a charlar sobre un médico naturista del que habíamos oído la historia en Minas esa tarde. Ellos pasaron por al lado y siguieron. Y así en todo el trayecto, en el que cruzaron varios omnibuses que hubiéramos podido tomar, pero no. 
_ Debo confesarte que un poquito de miedo me dio- le dije a mi amigo apenas cruzamos las rejas de la cooperativa y saludamos a los serenos. 
Él respondió en un segundo:

_ ¿Te dio miedo? Ah, mirá. A mí no. Sobre todo porque sé que, llegado el caso, puedo correr mucho más rápido que vos.



Te parás en las esquinas y ves la sierra por los cuatro costados. Entrás a la Confitería Irisarri y te regalan un kindim de coco. Recorrés el museo de la Casa de la Cultura y sos el único visitante. Todos te saludan por la calle. Se escuchan pájaros. Las distancias son cortas, las casas antiguas, la gente amable. Minas. Un placer.




Estoy tratando de armar mi árbol genealógico y como es natural me encuentro con ramas que no sé de dónde vienen, así que llamo a mis viejos.

El Cele de la familia de su mamá se acuerda perfecto pero de la rama paterna sabe poco y nada, y creo que no es desmemoria sino simple falta de relación. Solo nombra una tía (“la Mingota”), no recuerda el nombre de su abuela y nunca conoció al abuelo.

Mi vieja, obviamente, me da nombres y apellidos de todo el mundo, incluyendo a sus bisabuelos, y me agrega de yapa la historia de Eleodora, la madre de mi abuela, a la que yo conocí ya muy viejita, siempre sentada quieta en una silla y casi sin hablar.

_ La abuela Eleodora nunca supo bien qué edad tenía, porque a ella se le murió la mamá cuando era chica. La mujer había sido madre soltera y se murió muy joven de viruela negra. Los vecinos esperaron que saliera el mal olor del rancho para confirmar que había muerto y ahí prendieron fuego a todo, así la peste no los podía alcanzar a ellos. Antes era así. Eleodora creció criada por la familia del doctor Silva Correa, pero nunca supo exactamente en qué año había nacido.


Sigo armando el follaje de este entramado de historias. Si tuviera que ponerle un título no sé si sería La Comedia Humana, Los Miserables o Los Trabajos y los Días, pero supongo que en todas las familias pasa lo mismo. Al menos en las de Cerro Largo.