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jueves, 18 de diciembre de 2014

4 VIEJOS DE JUEVES







                1

La señora del  sombrero de ala ancha bajaba la escalera de Bavastro como una diosa, con su perrita sin raza definida pero simpática y compradora atada a una cadena dorada.
_ ¡Qué linda es!_ le dije, y ahí nomás me contó todo su presente. Que administra un refugio de perros en la Costa de Oro, innominado, sin fines de lucro ni de fama. Que ella en su pequeño apartamento de ahí a la vuelta vive con dos gatos enormes y la perrita. Que no le gustan los drogadictos del barrio porque queman gatos para divertirse. Que se dedica a comprar y vender muebles a fin de solventar los gastos del refugio. Que a esta mascota en particular la salvó de la muerte porque estaba condenada al sacrificio.
Las señoras de la Ciudad Vieja tienen ese qué sé yo.
Lo que no tienen es mute.
Pero aguanten las viejas bondadosas, para las cuales voy sacando número desde ya.



2

Una paloma dominaba todo el panorama de 18 de julio desde la cabeza procerosa de nuestro Artigas, que no está tan verde como su amigo El Gaucho pero se las trae. Un nido o algo raro con plumitas asomaba por la boca del caballo. Ya estaba lamentando no haber llevado la cámara de fotos cuando vi las decenas o cientos de sillas tapizadas de rojo con borde dorado enfiladas enfrente al monumento y decidí que para el caso la poca nitidez de las fotos del celular estaba más que justificada. En eso estaba, buscando un ángulo apropiado, cuando un veterano se me acercó.
_ Perdoná que me meta, pero ¿querés que te diga cuál es el mejor ángulo para tomar el Palacio Salvo y que te salga entero y recortado contra el cielo, precioso?
_ Eeeh… te agradezco, pero en verdad le estaba sacando una foto a las sillas rojas…
_ ¡Ah! ¿Sos de acá? ¡No dije nada, entonces!
_Pero igual, decinos_ pregunté_ ¿Cuál es para vos el mejor ángulo?
Y me lo dijo.
_ Ahora que, si alguien saca la foto con usted adelante ¡le queda de tapa de revista!
Divino el viejo. Me gustaría que se casara con la diosa de la perrita y que me propusieran ser la madrina de su boda. En el Salvo. Con sillas rojas. De Bavastro.



3

Restaurante vegetariano Bamboo. La gente llega, ocupa una mesa dejando alguna pertenencia, se sirve, paga la comida y la degusta.
Yo dejo una mochila y mi carpeta.
El veterano de la mesa de al lado dejó el diario, los lentes y los dientes postizos, cuidadosamente protegidos en un vaso de agua.
Y se fue a buscar su comida.



4

Balance de mi relación con el nuevo celular, hoy:
Llamadas que él hizo sin mi permiso: dos. Una a un Ente Autónomo y otra a un amigo que iba caminando a mi lado cuando de la nada le sonó el teléfono y para mutua sorpresa resulta que la persona que lo llamaba era yo.
Mensajes de whatsapp que mandó por su cuenta: uno, a un tal Chule.  “S.dpjtwtwgpp.ap”, le dijo mi celular al Chule. Que además me había mandado un mensaje de número equivocado, o sea que respiro tranquila y me doy cuenta de que no todo es mi culpa en el complejo planeta Samsung.


Balance de mi relación conmigo misma, hoy:
Algo me dice que ya es tiempo de ir armando el refugio canino, de pensar recomendaciones para entablar charla con posibles turistas ocasionales y de preparar el vasito con agua para los dientes, por si acaso.
Solo por si acaso.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Por ahora


(Este texto es el resultado de un ejercicio consistente en escribir un relato autobiográfico o pseudo-autobiográfico al correr de la pluma, en unos veinte minutos, donde la autenticidad o total ficcionalidad de los hechos narrados dependía de la simple elección de un papelito en un sorteo previo. Es decir que solo el azar me llevó a confesar o inventar estas memorias. Y no digo más.)




               


         A veces pienso que uno no debería tener que pasar nunca por una de esas instancias de confrontación de recuerdos y realidad. O capaz que sí, que estaría bueno, pero con alguna forma de protección, un colchoncito que amortigüe el golpe que tal vez se dé. Corrijo. El golpe que inevitablemente se va a dar. Sé que estoy siendo un poco vaga y escapándole al punto. Trataré de ajustarme a la idea que quiero contar y de evitar irme por las ramas. No sé si seré capaz. Aquí voy.



Era un martes de tardecita y la rambla de Piriápolis aún no se había llenado con el hormiguero tradicional de cada noche. Habíamos pasado dos amigas y yo una tarde de charlas dividida entre chismes, confesiones y planes cuando una de ellas, La Colorada Noemí, me preguntó si no quería ir a ver qué había sido de la casa de mis primos en Playa Hermosa. Yo dije que sí de inmediato, pero no porque tuviera ganas sino porque… No sé por qué. Lo primero que pensé fue que no me importaba en lo más mínimo qué había sido de aquel chalet pretensioso y decadente, tal como no me importaba nada de la vida de mis primos ni de su perro ni de la tía Chola ni nada de nada. 
En el tiempo en que demoramos en llegar de La Pasiva a la casa (que quedaba enfrente de un boliche que fue cambiando de nombres y hoy no sé si existe) pensé que lo mejor era que la casa se hubiera vendido, que ni siquiera ella quedara como testigo de ese verano horroroso en el que pasé ahí varias semanas con mis primos y tíos. Pero no; ahí estaba.
Bajamos del auto y recuerdo que me ensucié los pies en un charco de la vereda, porque los días anteriores había llovido mucho y aquello no se secaba. La Colorada, que aquel verano había pasado conmigo, con mis tíos y primos un par de días de mis dos semanas de vacaciones, se bajó del auto enseguida, abrió el portón y se metió como Pancho por su casa, diciendo que el jardín antes era más lindo, que los nuevos dueños eran gente sin gusto porque habían talado el pino del costado y que ese color verde de la puerta era horroroso. 
Yo no pude hablar. No podía; tenía un nudo en la garganta, y traté de disimular caminando lejos de ellas, como pensando. No podía creer que aquello siguiera doliendo todavía. Habían pasado veinte años; no podía ser. 
Algún día voy a tener que buscar a mi primo Alberto y aclarar unas cuantas cositas. No me importa que ahora esté viviendo en Brasil, no me importa que esté casado y tenga dos hijos y un perro, no me importa que la tía esté viejita y se pueda sentir mal si se entera: yo algún día voy a tener que agarrarlo y decirle unas cuantas cositas a ese hijo de puta. Ese fue el peor verano de mi vida, y aunque creí que ya había pasado, al ver la casa y la calle y los árboles del fondo me di cuenta de que no había pasado nada, solo estaba ahí, esperando a volver y echárseme encima en un momento de alegría con mis amigas, cuando menos me lo esperaba. 
No nos quedamos mucho rato; ellas no se dieron cuenta de nada. En seguida propuse pegar la vuelta, que se hacía tarde, y me hicieron caso. Aún tengo esa charla pendiente, pero por alguna razón no me animo, no me animo. No me animo ni me olvido.
Por ahora.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Diciembre en colores




52 grados a la sombra. 
Voy en un 405, tercer viaje a Pocitos de la jornada.
Una nena intenta inútilmente beber de una botella de Coca Cola congelada. De camino a la parada una hábil negociante de cinco años pretendió venderme un volante de un dentista y un no tan hábil negociante me pidió plata para el Judas que le servía de asiento.
Día de niños hoy, como ayer de viejos.

¿Cuándo será el día de los seres intemporales como una?




Si el 141 va vacío en el sopor del mediodía, si sobran los lugares para aporrear mal una pobre guitarrita y gritar algo ya gritado o al menos desafinado por Antonio Banderas.
¿Por qué a medio metro de mi oreja, por qué?

¡Y después pretenden que crea en la justicia!




Un día dejó de haber Papá Noel gigante en Ibarra. 
Después fue el turno del Tren Fantasma. 
Ahora, cierra La Casa de los Chascos.
Solo falta que no haya más Alfombra Mágica ni Montaña Rusa en el Parque Rodó, o que el Ital Park deje de llevar sus juegos ambulantes por los barrios. ¿Adónde iremos a parar, señores míos?

Ah... ¿ya no existen? 
Un caso más de ignorancia voluntaria... Mal pasajero, déjenlo así.





MI viejo celular tenía el teclado borroneado, la batería en etapa terminal y un carácter de mierda pero al menos ya habíamos aprendido a convivir sin más que unos cuantos encontronazos cada día, cinco o diez minutos de odio de vez en cuando y la amenaza de tirarlo a la basura cada vez que se piraba y fingía su muerte con toda alevosía, generalmente en los momentos en que yo más lo necesitaba rápido y activo.
Pero lo perdí (digamos que lo perdí) y por suerte alguien tuvo a bien prestarme otro, mucho mejor que el que yo tenía, lleno de chiches y cositas que no entiendo en tanto íconos (y mucho menos a nivel operativo) pero ahí están. 
Tal vez eso explique por qué hoy en las dos primeras horas en que recuperé el número ya me mandé varias metidas de pata del estilo de demorar un cuarto de hora en entender cómo diablos iba el chip, o no saber cómo cortar (y por lo tanto dejarle más de tres minutos de mensaje de audio a la peluquera que estaba conmigo y a la que llamé para confirmar que tenía línea), o ser incapaz de atender una llamada (porque había que tocar el símbolo del teléfono en verde de izquierda a derecha y yo lo cliqueé, lo apreté, lo golpeé, lo manipulé de arriba abajo y viceversa, invoqué a su madre, le hice promesas, todo, menos la opción correcta). 
Por ahora tampoco sé cómo cambiarle el sonido de llamada, y en verdad hasta que recibí la primera (esa que no pude contestar, al igual que la segunda, porque el insight vino demorado y en cuentagotas...) no supe si me iba a sonar con El Reja, Arjona o Tinelli, pero al final resultó que tiene una musiquita standard e inofensiva, que cambiaré apenas pueda, pero ya sin terror. 

Todo esto es para avisar que si en estos días los llamo y corto, o les aparecen extraños mensajes de texto en chino o les mando por whatsapp una receta de pascualina lo siento mucho, pero no lo puedo evitar: soy lenta para procesar cambios. 

Ustedes disimulen y hagan como que sigo siendo la de siempre, ta? Que algún día lo voy a volver a ser. Creo.




Yo estaba un poco nerviosa, porque no conocía a nadie. 
¡Mi primera clase de gimnasia, después de tanto tiempo!
Primero tuve que hacer una cola enorme para inscribirme, dar mi nombre y pagar los $65 que cuesta cada clase. El SUM de mi cooperativa hormigueaba de mujeres y algunos hombres. De pronto vi a una chica de chatitas y empecé a dudar si habría ido al horario correcto o si me estaría metiendo en otra actividad, pero me quedé.
La profesora era una chica bajita. Tenía problemas con el equipo de sonido y no acertaba a poner la pista que buscaba. Probaba, interrumpía, pasaba el tiempo y nosotros seguíamos inmóviles, ocupando el centro del enorme salón en una masa informe hasta que una canción se instaló definitivamente y empezamos a formarnos de manera ordenada. Una muchacha empujó a la que tenía detrás porque no le dejaba mucho espacio, haciéndola caer. Nadie hablaba una palabra. 
Nos movimos un poquito, no llegué a cansarme ni a transpirar siquiera, y ya vino la relajación, para la cual nos tiramos en el piso y nos tapamos con larguísimas tiras de acolchado que a mí me produjeron cierta sensación de claustrofobia pero al resto le pareció de lo más normal, porque no hubo quejas ni sorpresas. Traté de sacar los brazos, al menos, porque estaba como presa, hasta que Roldana empezó a llorar por comida como todos los días, y me despertó.

Y es por eso que no vuelvo al gimnasio.






Crónica roja de sábado a la noche.

Tenía que pasarme alguna vez. Perdí el celular.
O me lo robaron, no sé bien, porque estaba sentada en un murito con un amigo en una plaza, murito que por detrás de nosotros daba a una pendiente, o sea que si alguien pasó capaz que yo lo tenía medio por salirse del bolsillo de atrás del vaquero y disimuladamente me lo sacaron. A mí me pareció sentir un movimiento, pero como la cartera seguía colgando de mi hombro me desentendí, aunque también cabe la posibilidad de que se me haya caído. Cuando me di cuenta ya iba en un 182, a la altura de Veterinaria. Bajé, tomé un taxi, volví. En el murito había tres pibes, pero hablé con ellos y me la juego a que no lo encontraron. El taxista llamó, y estaba apagado. 
Ya lo bloqueé, cambié contraseñas y recordé, aliviada, que no hace mucho había respaldado la agenda de teléfonos (al menos hasta la "L"). El aparato en sí no vale mucho y la batería estaba moribunda. 
Espero que el ladrón no utilice mis fotos con fines sensacionalistas. Tengo como diez: de Roldana, Tania, Isis, y de la muela de un mastodonte que encontré en el Cabo. 
Eso es todo. Nada grave, pero aviso que no me hago responsable de lo que mi ex celular haya hecho entre las doce y media y las dos de la mañana de hoy.





Sacar la basura y tirarla al contenedor tiene algo de catártico, algo de alivio existencial. Uno se siente limpio y fresco ante la nueva bolsa puesta en el tacho, como después de una ducha.
Algo similar sucede cuando hacemos limpieza de ropero o cuando encaramos la depuración de la agenda del celular o los amigos del facebook.
Es bueno limpiar, me repito como para convencerme, mientras pispeo de reojo la pila de papeles que ya pasa largamente el medio metro de altura, un segundo antes de decidir que no, que hoy no toca pasarlos a sus carpetas.
Otro día será. El año que viene, tal vez. Algún día.
Y me voy a hacer trámites para reclutar nuevos integrantes de la montaña que aguarda en silencio encima de un mueble en el dormitorio.
Pienso, luego desisto.