Vistas de página en total

sábado, 13 de diciembre de 2014

Por ahora


(Este texto es el resultado de un ejercicio consistente en escribir un relato autobiográfico o pseudo-autobiográfico al correr de la pluma, en unos veinte minutos, donde la autenticidad o total ficcionalidad de los hechos narrados dependía de la simple elección de un papelito en un sorteo previo. Es decir que solo el azar me llevó a confesar o inventar estas memorias. Y no digo más.)




               


         A veces pienso que uno no debería tener que pasar nunca por una de esas instancias de confrontación de recuerdos y realidad. O capaz que sí, que estaría bueno, pero con alguna forma de protección, un colchoncito que amortigüe el golpe que tal vez se dé. Corrijo. El golpe que inevitablemente se va a dar. Sé que estoy siendo un poco vaga y escapándole al punto. Trataré de ajustarme a la idea que quiero contar y de evitar irme por las ramas. No sé si seré capaz. Aquí voy.



Era un martes de tardecita y la rambla de Piriápolis aún no se había llenado con el hormiguero tradicional de cada noche. Habíamos pasado dos amigas y yo una tarde de charlas dividida entre chismes, confesiones y planes cuando una de ellas, La Colorada Noemí, me preguntó si no quería ir a ver qué había sido de la casa de mis primos en Playa Hermosa. Yo dije que sí de inmediato, pero no porque tuviera ganas sino porque… No sé por qué. Lo primero que pensé fue que no me importaba en lo más mínimo qué había sido de aquel chalet pretensioso y decadente, tal como no me importaba nada de la vida de mis primos ni de su perro ni de la tía Chola ni nada de nada. 
En el tiempo en que demoramos en llegar de La Pasiva a la casa (que quedaba enfrente de un boliche que fue cambiando de nombres y hoy no sé si existe) pensé que lo mejor era que la casa se hubiera vendido, que ni siquiera ella quedara como testigo de ese verano horroroso en el que pasé ahí varias semanas con mis primos y tíos. Pero no; ahí estaba.
Bajamos del auto y recuerdo que me ensucié los pies en un charco de la vereda, porque los días anteriores había llovido mucho y aquello no se secaba. La Colorada, que aquel verano había pasado conmigo, con mis tíos y primos un par de días de mis dos semanas de vacaciones, se bajó del auto enseguida, abrió el portón y se metió como Pancho por su casa, diciendo que el jardín antes era más lindo, que los nuevos dueños eran gente sin gusto porque habían talado el pino del costado y que ese color verde de la puerta era horroroso. 
Yo no pude hablar. No podía; tenía un nudo en la garganta, y traté de disimular caminando lejos de ellas, como pensando. No podía creer que aquello siguiera doliendo todavía. Habían pasado veinte años; no podía ser. 
Algún día voy a tener que buscar a mi primo Alberto y aclarar unas cuantas cositas. No me importa que ahora esté viviendo en Brasil, no me importa que esté casado y tenga dos hijos y un perro, no me importa que la tía esté viejita y se pueda sentir mal si se entera: yo algún día voy a tener que agarrarlo y decirle unas cuantas cositas a ese hijo de puta. Ese fue el peor verano de mi vida, y aunque creí que ya había pasado, al ver la casa y la calle y los árboles del fondo me di cuenta de que no había pasado nada, solo estaba ahí, esperando a volver y echárseme encima en un momento de alegría con mis amigas, cuando menos me lo esperaba. 
No nos quedamos mucho rato; ellas no se dieron cuenta de nada. En seguida propuse pegar la vuelta, que se hacía tarde, y me hicieron caso. Aún tengo esa charla pendiente, pero por alguna razón no me animo, no me animo. No me animo ni me olvido.
Por ahora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario