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sábado, 29 de septiembre de 2018

Dos gurises





Mientras manejaba el Lada rojo por la negrura de Cuchilla Grande a las dos de la mañana mi viejo una sola vez se dignó echarme una mirada. Me clavó los ojos desde el espejo retrovisor, y fue suficiente: el reproche no necesitaba de palabras.
“Nunca pensé que ibas a terminar con alguien así” me había dicho unos meses atrás. Juan Ramón era un buen muchacho, simpático, inteligente, pero no había manera de que encajara en los planes familiares. Amante fervoroso y declarado de los fierros, los autos sin silenciador y las picadas nocturnas, había venido a complicarles la vida a mis viejos, que eran feriantes y gente de campo, necesitada de una noche completa de sueño para lograr funcionar durante el día. 
Esa madrugada su sacrosanto tiempo de descanso nocturno no había sido respetado. Eran las dos de la mañana del primer sábado de abril; un rato antes yo había entrado sin golpear a su dormitorio para pedirles si podían llevar a Juan a la casa, porque le acababan de robar el auto. Recién terminaban las dos películas del cine de terror de los viernes, él ya estaba por irse cuando abrimos la puerta para el ritual del último beso en la vereda y encontramos la calle vacía, sin rastros del 2002. 
_ Qué raro que no haya vidrios rotos. -acoté, por decir algo, en la inocencia de los 17 años, y él, desde la mayoría de edad de sus 18, respondió con la mirada fija en el hueco del aire donde estuvo su auto:
_ Lo que pasa es que lo dejé abierto. Lo dejé abierto y con la llave puesta, porque el BM tiene un jueguito para arrancar que solo yo le sé hacer. 
“Un jueguito que solo yo le sé hacer”, iba pensando yo mientras subía las escaleras hacia el dormitorio.  “Un jueguito que solo yo le sé hacer”. Pelotudo. 


Mis viejos se portaron bien. Lo llevaron sin chistar hasta la enorme casa de su familia en la loma del orto, casi llegando a Toledo Chico, y volvieron conmigo en el Lada sin decir ni palabra. 
A mitad del trayecto, de repente, vimos a Juan aparecer manejando a lo loco por Cuchilla Grande. Venía en el Fiat 128 verde de la madre, nos hizo señas y se puso a tocar la bocina hasta que paramos para ver qué quería. Eran pasadas las dos y media de la mañana: él pretendía que yo lo acompañara a buscar al 2002. 
_ El que lo robó lo va a usar hasta que se le acabe la nafta y lo va a dejar tirado en cualquier esquina. Yo quiero encontrar a mi auto.- dijo, y tenía sentido. Miré a mis viejos con expresión interrogante. 
_ Hacé lo que quieras-. murmuró mi madre con voz de cansancio. – Yo no tengo nada que ver, y mañana me levanto a las cinco para la feria. 
Mi padre no dijo nada. 
Yo miré a Juan, que estaba implorándome con los ojos que no lo dejara solo, les dije a mis viejos que en un rato volvía, y me pasé para el Fiat. 

La primera media hora de buscar al BMW fue tensa y silenciosa. Cada cinco minutos yo intentaba decir algo que empezara a sugerir la posibilidad de darse por vencido, pero no obtenía respuestas. Juan solo miraba para adelante y manejaba. No sé para qué me había pedido que lo acompañara: él era un perro con un solo objetivo, husmeando en busca de pistas en un campo tapado de huellas. 
_ ¿Un 2002 blanco con las llantas rojas? Sí, lo vi. Cargaron nafta acá hace como una hora y se fueron para aquel lado. Eran dos, dos gurises-. Dijo el hombre de la estación de servicio donde paramos a preguntar. 
Juan Ramón endureció la mirada. Si habían cargado nafta era porque no pensaban dejarlo tirado en cualquier esquina. Cuando arrancó el 128 se le empezó a hinchar una vena en el cuello, en el mismo lugar donde un año después iba a recibir un corte en un accidente que estuvo a punto de costarle la cabeza. 
Continuamos la búsqueda. Pasamos por zonas de asentamientos, de edificios, de escuelas y cooperativas, hasta terminar en Villa Española alrededor de las cuatro de la madrugada. Ahí de repente, sin explicación alguna, Juan Ramón se detuvo en una esquina y apagó el motor. Se quedó totalmente inmóvil durante unos segundos, concentrado en algo que yo no entendía. Después lo volvió a encender y dobló a la derecha, decidido. 
_ ¿Escuchaste eso, escuchaste? Ese es el ruido de mi auto-.  dijo, y sin esperar respuesta aceleró el Fiat, que salió disparado dejando una estela de humo y un sonido de guerra en el barrio adormecido.
Habríamos avanzado apenas ocho o diez cuadras cuando vimos al 2002 a lo lejos y empezamos a perseguirlo. 
El que manejaba y su acompañante iban tranquilos, de paseo en auto nuevo. Cuando vieron que nos acercábamos no se preocuparon; habrán pensado que les queríamos correr una picada, qué sé yo. Pero cuando Juan se les puso al lado, les tiró el auto encima y amenazó con chocarlos, nos miraron a la cara y comprendieron. El que manejaba, un flaquito tapado hasta los ojos con un gorro de lana negra, pisó el acelerador a fondo, y el 2002 tomó la delantera con un chirrido infernal de las cubiertas sobre el pavimento.
Había empezado la cacería.
Nos vamos a matar. Vamos a salir en todos los diarios. Nos vamos a matar, nos vamos a matar, pensaba yo, pero no lograba articular una palabra. Solo gritaba. Grité sin parar en cada curva, en cada frenazo, en cada esquina que pasábamos sin ver si venía alguien, en cada semáforo en rojo violentado. A los pocos minutos ya había dejado de pensar; solo gritaba y me aferraba con una mano a la puerta y con la otra al asiento. Estaba en primer año del IPA, no había derecho: si me moría esa noche no iba a llegar a recibirme.  Cada pozo de la calle era un salto adentro del vehículo, cada bandazo una vuelta de la licuadora. Y yo seguía gritando. 
Los dos del otro auto, entre tanto, trataban de meternos por calles angostas para que no nos pusiéramos a su alcance, y quizá también para evitar avenidas, por si aparecía un patrullero. Pero nada. 
Juan Ramón no gritaba, no hablaba, ni siquiera pestañeaba. Solo aceleraba y miraba a su auto, adelante. Tenía los ojos de un depredador que persigue a la presa, y ahí comprendí que mi viejo tenía razón al no quererlo en la familia, aunque ya era tarde, porque difícilmente lograríamos salir con vida de esa noche. 
Debemos haberlos perseguido no más de un cuarto de hora, en el cual yo envejecí diez años. No sé por cuántos barrios pasamos. Cada cuadra era una visión de mundos fuera de foco que desfilaban frenéticamente frente a mis ojos: veredas, frentes de casas, autos parados, algún árbol. Nunca un ser humano. A mi lado Juan, acelerando siempre, con las manos firmes en el volante y los ojos duros, vengativos. Adelante, la silueta blanca del BM amagando cambios de calle, tratando de despistar al cazador para ganar distancia, sin conseguirlo. El Fiat corría menos, pero Juan era mejor piloto, y los gurises estaban asustados. Yo seguía gritando, prendida al auto, saltando en cada pozo y pensando que ojalá me animara a abrir la puerta y tirarme a la vereda. 
El desenlace comenzó cuando una curva tomada en dos ruedas nos enfrentó con un chirrido insoportable a la Plaza del Ejército. El morochito que manejaba el BM trató de maniobrar en la rotonda a toda velocidad pero no le salió bien, y mordió el borde del cantero del medio. La cubierta trasera de la derecha se rajó con el golpe. Desde atrás del BM, adentro del Fiat, Juan Ramón y yo contuvimos el aliento mientras veíamos cómo el auto blanco zigzagueaba borracho en la avenida, era esquivado apenas por un taxi y terminaba milagrosamente intacto, parando con una frenada casi en la vereda del otro lado. 
Los dos gurises se bajaron y empezaron a correr en direcciones opuestas. Juan había aflojado la velocidad cuando vio que se iban sobre el cantero, pero ahora volvió a acelerar y sin dudarlo un instante enfiló con el auto hacia el que había manejado el suyo. Mi grito fue el más fuerte de toda la noche. 
_ ¿Qué hacés, boludo? ¡No lo pises! ¡Lo vas a matar!
Pero no tuve respuesta. En un par de segundos el Fiat avanzó hasta ponerse puso a la par del muchacho, Juan Ramón dio de golpe un volantazo hacia él y el auto llegó a impactarlo de costado. El gurí cayó al piso. En la caída su mano izquierda trató de aferrarse a algo, y terminó dejando la huella de sus dedos en la carrocería sucia del Fiat: cinco líneas desesperadas. Yo vi esa mano sobre el vidrio de mi lado cuando iba cayendo, y me tapé la cara por si la sangre salpicaba, pero no hubo nada.  
Pese a la violencia del golpe el gurí se levantó y siguió corriendo para tratar de escabullirse en un corredor entre dos casas. Juan apagó el auto, se bajó y corrió atrás de él dejando la puerta abierta, mientras que adentro del Fiat yo seguía gritando, porque todavía creía que nos íbamos a matar todos en esa noche de mierda interminable.
Dos verduleros que iban en un carro rumbo al Mercado Central habían presenciado toda la escena y ofrecieron su ayuda. Yo dejé de mirar, apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos. Al rato salté al escuchar la puerta de atrás que se abría: era uno de los verduleros, metiendo al muchacho a prepo y sentándosele al lado. Juan Ramón se instaló adelante y arrancó sin decir una sola palabra. Seguí un rato con los ojos cerrados, mientras el auto avanzaba entre las sombras de la madrugada. Ahora íbamos a velocidad más o menos normal. El silencio tenso, impenetrable, continuó instalado en el auto hasta que llegamos a la seccional y entregamos al ladrón para que otros se hicieran cargo de él. 
_ ¿Dónde vivís?- escuché la voz del milico mientras le tomaba la declaración.
_ En la calle Oficial 3… Es en la cooperativa- oí la voz del muchacho, y era una voz conocida.
Levanté la cabeza y abrí los ojos. Recién ahí me animé a mirarlo, y me quedé sin aliento. El gurí era el Cacho, el hijo de mi vecino Cedrez, que tenía 15 años y había sido mi amigo. 
_ Hijo de puta – dije en voz baja, sin saber a cuál de los presentes me dirigía. 
Salí a la vereda, me apoyé en el tronco de una palmera y empecé a vomitar. 

lunes, 17 de septiembre de 2018

Un poema triste




El romance entre Graciela y Hugo comenzó un mediodía de febrero, en el living de mi casa.
Estábamos los tres sentados en las sillas de cármica marrón, esperando que se hiciera la hora para la clase de apoyo de Matemática en mi cooperativa. Era el verano de 1984, y los gremios estudiantiles apelaban a todas las estrategias posibles para convencernos a los de las nuevas generaciones de que la solidaridad colectiva era el único camino. Esa era quizás la razón principal por la cual unos gurises del IPA apenas un par años mayores que nosotros habían organizado una especie de academia honoraria para ayudarnos con los exámenes del liceo. Y ahí estábamos los tres, mirando nuestros apuntes y esperando que se hicieran las dos de la tarde, cuando en medio de una charla sobre ecuaciones y polinomios el cabezón de Hugo miró de frente a Graciela y se descolgó con una frase que ni ella ni yo nunca hubiéramos esperado:
_ Yo de esto no sé mucho: estoy lleno de dudas. Lo único que puedo decir que hoy tengo claro es que te quiero.
Hubo un minuto de silencio en el living. Tres pares de ojos empezaron a deslizarse por las carpetas de plástico de los adornos, por el cenicero con el cartel de Lembrança de Porto Alegre y por el cuadro con el paisaje nocturno pintado sobre terciopelo negro. Yo nunca había querido con tanta fuerza ser capaz de desmaterializarme, porque esa declaración no me incluía, aunque al mismo tiempo las palabras habían salido con tanta naturalidad que hasta parecía que no estaba del todo mal la existencia de un testigo.
En ese momento Hugo cerró su cuaderno y guardó la lapicera en el bolsillo del vaquero.
_ Eso. Que te quiero-. dijo, y continuó- Igual si querés hablamos después, porque ya está por empezar la clase y no quiero que lleguemos tarde. Yo solo quería que vos lo supieras.
_ Bueno, vamos-. respondió mi amiga. Y nos fuimos.


Tres semanas más tarde empezamos las clases de sexto en el IAVA. A Graciela le había tocado en mi grupo pero a Hugo no, porque él estaba trabajando en una editorial y había pedido pase para el Nocturno. Los dos habían comenzado a salir después de aquella tarde en mi casa, y cuando hicieron un mes él le hizo no uno, sino dos regalos: una cadenita de plata con un corazón y una colección de poemas escritos a mano, en hojas de block, bajo el título de “Poemas tristes”.

_ Me muero… ¿Hugo te escribió poemas? - pregunté apenas vi el fajo de hojas manuscritas, pero mi amiga en seguida me aclaró que no, que no eran suyos sino que los había copiado de un libro del trabajo.
_ Deben ser de un uruguayo-. agregó- porque la editorial se llama La Casa del Autor Nacional, pero no sé nada más. ¡Tenés que leerlos, son divinos!
Y lo eran. Unos diez o doce textos cortos, escritos con lenguaje sencillo pero conmovedoramente cercano a nuestros sentimientos. Una los leía y tenía ganas de correr a darle un abrazo al escritor. Aquel hombre sí que entendía lo que era el amor. Me hubiera encantado ser la musa de sus creaciones, o saber al menos el nombre de quien podía escribir sacando las palabras del fondo de mi propia alma.
_ No sé de quién son-. había dicho Hugo cuando le preguntamos el nombre- Yo solo los vi en un libro y los copié porque me gustaron.
Por más que buscamos en la Biblioteca del liceo y en la Nacional no encontramos el nombre del poeta, pero Graciela y yo los leímos tantas veces que acabamos por memorizar fragmentos enteros. Nuestro preferido era uno que decía algo así como:
Uno dice te quiero
Casi con vergüenza
De hacer llevar al otro
Un traje usado.
Uno dice te quiero
Porque son las palabras
Las únicas
Las imprescindibles…”
Y en ese estilo seguía por cinco o seis versos más, hasta que terminaba afirmando:
Yo digo te quiero
Y creo las palabras”.
Ese era nuestro poema preferido. Lo copiamos en los cuadernos de Derecho, en los bancos y en los pizarrones del liceo. Lo aprendimos de memoria. Soñábamos con él. Graciela moría de ilusión pensando si no sería que Hugo lo había escrito en secreto para ella, y yo fantaseaba con que me lo dijeran a coro los dos gemelos de Arquitectura que me gustaban, o uno de ellos, por lo menos.


El último día de octubre fue una fiesta. Graciela apareció por el IAVA de jean y remera, yo de riguroso uniforme, y las dos lo hicimos por la misma razón: ¡era nuestro último día de liceo! A partir de allí yo iba a estudiar en el IPA, ella se inscribió para hacer Psicología y Hugo para recursar sexto, porque no podía más con el laburo y había abandonado a mitad de año, más o menos un mes antes de terminar la historia con mi amiga.



Dos años después, un domingo de primavera, me encontré de pronto con el poema en plena feria de Tristán Narvaja. No lo podía creer, pero ahí estaba, en una antología de poetas uruguayos editada por La Casa del Autor Nacional. El texto aparecía impreso en grandes letras, y tuve que dar vuelta la hoja antes de leer el nombre del autor: María Esther Cantonnet.

Tuve que apoyarme en la mesa del puestito para no caerme redonda, porque la feria acababa de darme una bofetada existencial en solo dos nombres y un apellido. María Esther Cantonnet no era el poeta de mis sueños, el lector de mi propia alma, el motivo de mis éxtasis poéticos de adolescencia. María Esther Cantonnet era la Directora General de Educación Secundaria, era mi profesora de Literatura Española 1 y especialmente era una señora regordeta y cincuentona, más vieja que mi madre, que se hacía llevar al IPA en el coche oficial del Consejo, que daba unas clases aburridísimas y que solía desternillarse de risa leyendo los errores que mis compañeros o yo cometíamos en los escritos sobre el Mio Cid o el Arcipreste de Hita. Una vieja desagradable, no había chance de que fuera la autora del poema que más me había gustado en toda mi adolescencia, imposible. La Cantonnet había sido la peor pesadilla de un instituto que no abundaba en sueños placenteros, y ahora venía a ensuciarme uno de los recuerdos más limpios de los 16.
Poco a poco me fui enderezando: respiré hondo y empecé a pensar que capaz que ya era tiempo de generar nuevas ilusiones. Necesitaba algo fuerte, que me borrara el mal gusto de la poesía, del amor, de la tristeza y hasta de la Literatura Española.
Dejé el libro en el puestito, respiré hondo y caminé media cuadra antes de detenerme frente a otra mesa, buscar los ojos del librero y preguntar:
_ Decime… ¿Por casualidad, no tendrás algo de Miguel Hernández? ¿Algún poema triste, puede ser?

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El hielo


"Siempre me siento más solo cuando hace frío. 
El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Me veo atacado desde dos frentes.
Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. De ahí que, cada mañana, salga a cavar un agujero en el hielo. Si alguien me observase desde la helada bahía con unos prismáticos, creería que estoy loco y que lo que hago es preparar mi propia muerte. ¿Un hombre desnudo en el gélido frío invernal, con un hacha en la mano cavando un agujero en el hielo? 
En realidad, tal vez sea eso lo que espero, que un día haya alguien ahí fuera, una negra sombra que se recorte contra la inmensa blancura que me rodea, que me mire y se pregunte si llegará a tiempo de intervenir antes de que sea demasiado tarde. Pero no necesito que nadie me salve, puesto que no tengo intención de suicidarme. 
Hace años, cuando la gran catástrofe, la desesperación y la ira se apoderaban de mí con tal violencia que, en alguna ocasión, sopesé la posibilidad de acabar con mi vida. Pero jamás lo intenté. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. 
Entonces, como ahora, pensaba que la vida consiste en no cejar. La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo. Y seguiré colgado de ella tanto tiempo como yo mismo resista. Después me precipitaré al fondo, como todos, y no sé qué me espera. ¿Habrá algo sobre lo que caer o no existirá nada más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí? 
El mar está helado".



Terminé de copiar y pegar el texto de Mankell y respiré aliviada: por lo menos había cumplido con la primera parte de la consigna, yo, que ya hacía un mes y pico que no estaba aportando nada en el taller. Traté de mover el brazo adentro del yeso pero no pude. Mierda. Odio tener la mano dura y con clavos, odio que se me incrusten cosas en la muñeca, odio que se me duerman los dedos y especialmente odio que solo hayan pasado dos semanas y falte una eternidad para el fin de esta cosa. 
Cuando quise pensar qué escribir empecé a oír una queja profunda que venía desde el patio. Apagué la computadora y escuché: el gato. El gato viejo peleando en el muro con el gato joven. Pobre viejo: el otro es esbelto, fuerte y decidido, y él siempre lleva las de perder. Bajé a la cocina, abrí la puerta y corrí al pendejo, aunque no con violencia, porque me cae bien. Es un hijo de mi gata, según me dijo hace unos días Pedro, el veterano de la esquina. Se llama Serenito porque es hijo de Serena, agregó, y yo pensé hay que joderse, cómo le vas a poner esos nombres a unos pobres bichos que no tienen voz ni voto, a vos se ve que te pegaron mal los floripones que tenés en la vereda, con razón tus bichos terminan siempre agregados en mi casa y aceptando los nombres que yo les pongo. Matilda, ¿entendés? La gata que vos llamás Serena es Matilda, el viejo es León, y el gato joven no sé pero olvídate de Serenito, que este es bicho y no postre. 
Una vez conjurado el peligro territorial el viejo abandonó su fingida postura de patriarca de las alturas, emitió un maullido lastimero y bajó a comer a la cocina. La noche volvió al silencio y yo al teclado, pero me cuesta escribir, y paso por todos los estados entre rabia, impotencia y autocompasión. Los dedos duros por la falta de costumbre hace ya tiempo que dejaron de obedecerme. Intento decir cosas mientras ellos van inventando espacios y suprimiendo consonantes, hasta que la pantalla se llena de líneas rojas y estoy a punto de largar todo. De repente, un escalofrío. Empiezo a estornudar; no paro por varios minutos. A lo lejos se pone a ladrar un perro. Él tampoco para. Me dan ganas de arrancar a ladrar yo también. Hay una negrura helada en la casa vacía, y cualquier cosa es mejor que este silencio. 
Reviso papeles buscando un poema que capaz que me da pie para escribir algo. Encuentro recortes, dibujos, teléfonos de gente que nunca conocí, fotos en bolas, cartas de Buenos Aires, entradas a recitales, programas de teatro. Paso todo por delante de los ojos sin detenerme en nada, porque sé que no podría soportarlo. El poema debe estar por ahí, manuscrito, pero no tengo paciencia, y abandono. Hablaba del amor, de eso sí que me acuerdo. Hablaba del amor y de decir te quiero, y en verdad si me esfuerzo un poco sé perfectamente que soy capaz de recordarlo, pero no quiero.
Dejé de estornudar hace un rato. La mano me duele más que antes, y desisto de la intención de escribir. Releo a Mankell; pienso que podría simplemente copiarlo, y así todo sería verdadero. “Siempre me siento más solo cuando hace frío. El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. El mar está helado. No sé qué me espera”.
Dejo de copiar y pegar, bajo a la cocina y preparo un café. El gato viejo me mira desde su nido en el sillón con la mitad de un ojo soñoliento. Todavía no asumió que sus días de dominio han terminado. 
_ Somos dos, viejito -. Le digo despacio, mientras le toco al pasar la cabeza llena de cicatrices- No estás solo. Somos dos.
Él no dice nada, vuelve a cerrar el medio ojo y sigue durmiendo. 



lunes, 3 de septiembre de 2018

Setiembre 2018





El muchacho vende medias, curitas, repasadores y alfajores. Polirrubros total en el bus semivacío a la caída de la tarde. Ofrece su mercancía sin un error, con total seguridad. Tanta, que en vez de mirar a los pasajeros se ocupa todo el tiempo de revisar el celular mientras pregona. No logro definir si esto podría calificarse como un avance o retroceso. 🤔 Habrá transacciones comerciales que no impliquen ni siquiera una mirada entre la gente? Trámites? Amistades? Amores? 

(Mieeedo...)




Se acaba de bajar del 300 una pareja joven con 4 hijos y otro en camino. El silencio y la quietud se apoderan del espacio, pese a que hay que reconocer que los cuatro niños no eran especialmente revoltosos. En este contexto todo lo que puedo pensar es cómo sería para un hogar de Cerro Largo que les cayeran de visita mis abuelos con sus doce hijos. Los Rodríguez Perdomo debían ser el terror de Sierra de Ríos: flaquitos y buena gente, pero por docena. Lástima que no hay fotos de todos juntos. Creo.






Esta es una foto del interior de la Torre de Pisa, a la que solo vi desde afuera, pero podría ser cualquier otra torre medieval europea: pesadilla para claustrofóbicos. 
Cuando estuve en Italia subí a dos en Florencia (il Campanile e il Duomo) y a una en Siena (parte de la catedral que habían empezado para competir con Florencia, pero que tuvieron que dejar por la mitad por falta de $). 
El Campanile (de Giotto) es bastante amable: la torre es ancha, la escalera también, hay como tres paradas para mirar, descansar y tomar fotos. La de Siena, más angosta, un poco sofocante. Pero el Duomo de Florencia (de Brunelleschi) es la muerte: 107 metros, 463 escalones angostos, en constante caracol y con solo una parada en el camino (imponente, desde la que ves todo el interior de la iglesia con los fieles caminando como hormiguitas). Si te entra el chucho a la mitad marchaste, porque no podés dar la vuelta, tenés que seguir, salir al mirador y bajar por otra escalera, igualmente estrecha. Los escalones son tan angostos que vas tocando las paredes de los costados, y tu vista (en caso de que encares mirar para adelante) solo alcanza a los próximos ocho o nueve escalones, siempre altos, siempre en curva, siempre ominosos. A veces, de todos modos, aparece una persona enloquecida de claustrofobia pidiendo perdón, respirando agitada y bajando contra viento y marea, arremetiendo contra todo lo que encuentre en su camino. Yo me crucé con tres o cuatro. Puede pasar también que una se pregunte qué pasaría si (ponele) se desmaya y cae hacia atrás, encima del que viene a dos o tres escalones de distancia... ¿Se produciría un efecto dominó? 

Una vez arriba la vista compensa el mal momento, pero ojo: si la claustrofobia es brava no se metan, porque esta cosa no es para todo el mundo. No se dejen convencer por los afortunados que no le tienen miedo a los encierros. Ellos no nos entienden. 




Hoy de mañana terminé mis 8 horas de clase en el IAVA y salí sintiéndome con algo así como 15% de batería.
El celular llegó a casa casi en crisis, con un 8%.
La perra gorda del barrio me siguió hasta la puerta, lenta y remolona. Tenía pinta de 20%.
Apenas llegué me tuve que hacer un capuchino, porque entre el liceo y la oficina mi nivel ya estaba en rojo: 4%. 
Matilda, mientras tanto, en las últimas dos horas no ha parado de correr detrás de su juguete-pelota cual Messi gris y con bigotes, como si se le fuera la vida en cada carrera, con maullidos desgarradores y ojos desorbitados. 100%, como SIEMPRE. 
Me pregunto si se habrá hecho amiga de algún narco del barrio, o si será que el Equilibrio para gatos adultos está viniendo con alguna sustancia psicoactiva. Voy a ver si lo prue... Eh. No, nada. No dije nada. 
Buenas noches.




Pequeñas historias egocentradas made in Severino:

Primer día. Acreditaciones. Saludo a una joven que apenas he visto un par de veces y me recibe diciendo:
_ Hooola, ¿cómo va esa mano? ¡Qué bueno que ya te sacaron el yeso!
_ Bien, gracias...
Quebrada pero reconocible. 
Punto para el ego. 
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Mediodía. El perro del Paso viene en mi camino. Lo saludo:
_ ¡Hola, lindo!
Cero bola. Sigue de largo.
Retrocedemos un casillero.
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Segundo día, de mañana. Una chica de cara sonriente me cruza camino a la cabaña y me detiene:
_ Hola, Mariela. Desde ayer estoy por decirte que estuve en tu charla en las Jornadas Treintaitresinas.
_ ¡Ah! ¿Estuviste? 
_ Sí, y la tuya fue la que más me gustó. 
Ego avanza dos casilleros, y sigue en carrera.

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Viernes, mediodía. Voy hasta el río con una de las péndex de mi cabaña. Vuelvo sin aliento porque el repecho hacia las cabañas es interminable, mientras ella va lo más bien, charlando sin esfuerzo. 
El ego se retuerce inquieto, mirando a los costados para ver si hay testigos.

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Pausa vespertina para café. El invitado argentino me regala su libro autografiado y me invita a pasar por su casa cuando vaya a Buenos Aires. 
Avanzamos un casillero.

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Cena de viernes. Platos súper elaborados para mis amigos carnívoros, pero ensalada sosa para los vegetarianos. 
Un paso atrás, acompañado de pensamientos símil “pero lpm, qué les costaba ponerle a las verduras la salsita de los otros por arriba...”.

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Sábado de mañana. La invitada chilena me dice que si paso por Santiago puedo quedarme una noche en su casa. 
Punto a favor.

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Almuerzo. Me propongo comer solo una porción de torta pero claudico y voy por la segunda. 
Voluntad débil. Retroceso.

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Retiro de constancias. Una chica morocha con la que hasta ahora no he hablado me dice:
_ Te voy a confesar una cosa. Hace pila que te leo de prestado porque tenemos amigos en común, y te pongo me gusta aunque no te tengo en facebook. Ya te mandé solicitud una vez, pero como no me aceptaste la eliminé.
_ Uuuh... Ni idea. Pasa que con el lío del IAVA me llegaron como cien solicitudes y dejé de aceptar... Cuando llegue a casa te agrego.
_ Bueno. A mí me gusta cómo escribís. 
El ego sale del Paso inflado y con viento en la camiseta.

..........

Balance de las jornadas: positivo. 

Y seguimos andando.





Salgo en plena noche bajo la atenta mirada de Matlda, que ha aprendido a desconfiar de todo movimiento novedoso en la casa. Me extraña que el sereno no me salude desde su cabina, hasta que le paso por al lado y veo que no lo hace de antipático: solo está dormido. En la parada, hecho una rosca, el perrote marrón que nos acompaña desde hace dos semanas y siempre tiene agua y comida que le trae la gente de la cooperativa. Ojalá que no pasen muchos días antes de que alguien lo adopte, pienso, porque esta historia ya la he visto. Silencio impenetrable en el Copsa, que avanza suavemente por las calles sin autos y las veredas sin gente. 
Es linda Montevideo en primavera y de madrugada, al menos para los que estamos de vacaciones. Linda y oscura, linda y solitaria, linda y dormida. 

Y aquí yo, tratando de escribir para no darle tiempo a mi cerebro a que agarre para el lado que se le antoje, porque el muy activo no conoce el significado de la palabra silencio. Es una lucha en la que voy perdiendo por goleada pero aún no está todo dicho, porque el día recién empieza. Recién empieza.




¿Escribir con linda letra, pintarse las uñas con dibujitos, hacer esculturas con fósforos de cocina? 
No, queridos. 
Una se gradúa en motricidad fina cuando aprende a curarse y vendarse el pulgar izquierdo con la mano derecha. 

Attenti que vengo de dos días sin desmayarme. Estoy despegada.





El viejito no molesta gran cosa: apenas tengo que salir al patio día por medio a espantar a un pendejo que viene a pelearlo (y que, dicho sea de paso, es el hijo de Matilda y es precioso).
La gata, en cambio, es un tornado gris ruidoso y de ojos verdes. Ayer amanecí con el ruido de un móvil que tras ser atacado terminó cayendo de la pared con clavo y todo, hecho que le valió un rezongo y posterior tratamiento de vacío por el resto de la mañana. Cuando apenas estábamos por retomar relaciones amistosas la veo subir a la mesa de la cocina: nuevo reto, esta vez en tono más contundente. Salí para el médico, volví a entrar al minuto a buscar un paraguas y la muy pancha ya estaba de nuevo arriba, husmeando en el centro de mesa. Ahí entendí todo. Ilusa de mí, que solía dejar ahí las pelotitas de goma requisadas a la fiera cuando se excede de revoluciones. Con razón dos por tres reaparecían abajo de la heladera o entre las macetas del living. Ooooom.


#VivoConElDemonioDeTazmania




Primero el traumátologo me mostró las placas, y no entendí mucho las dos líneas rectas que atravesaban mi dedo, hasta que me dijo que esos eran los clavos. Aaaaah. Enseguida me sacaron la férula, y de repente me encontré mirando dos pedacitos de metal, como de medio cm, que asomaban por dos partes de mi vulnerado y nunca tan ponderado pulgar izquierdo. Como dos puntaditas de hilo. Salían de la piel, se volvían a meter.

Si ustedes me conocen, estimados, ya están en condiciones de adelantar qué pasó un segundo después que mirara los metales saliendo del dedo... Me desmayé, claro. O casi, porque medio que me deslicé hasta la camilla, donde fui de a poco reencontrando la realidad, cuando el techo dejó de girar y las lucecitas desaparecieron de mi cerebro. No puedo controlarlo. No es dolor, no es asco, no es miedo: es una reacción automática, completamente inmanejable.

Todo para decir que desde hace un par de horas ando por la vida vendada pero sin yeso, y que de acá a veinte días más vale que me controle, porque me tengo que curar un par de veces diarias hasta que me saquen los apoyos de metal y deje de ser un pichón de Frankestein.

Vamos todavía! Lo peor ya ha pasado. Creo. :)


Nota al pie: un aplauso para la señora de afiliaciones de COSEM Villamajó, que me vio luchar en la puerta para ponerme el abrigo, dejó su mesita y vino a darme una mano. Chapeau.





Vivir en un pueblo no debe ser para todos, pienso mientras se acerca la hora de inicio de las Jornadas Treintaitresinas y hago tiempo en una de las plazas del centro. Mucho pájaro contento, eso sí. Poca gente al mediodía. Calor, un calor más propio de octubre que de setiembre. Cerca, un local de productos de campo con carteles ofreciendo una miel que no podré llevar, porque ando cargada. El cine, promocionando Bañeros 5 junto a Luciano Supervielle. La cafetería Espacio Dulce, un remanso 

de paz y sabores. Varios perros pachorrientos, algunas personas ídem. Entre ellas una rubia de mano enyesada, que se pregunta si alguna vez terminará instalada en un universo alternativo, lleno de plazas, pájaros y tiempo. Nunca se sabe.





Hay gente que despierta oyendo el mar, el suave canto de los pájaros o el silbido del viento. Son los rurales. Otros, menos afortunados, los céntricos, abren los ojos y caen en un mundo de frenazos, bocinas y voces destempladas. Nosotros, los periféricos, no escuchamos autos ni fábricas, sino el conventillo alterado de la banda de los teros, que alcanza su máximo de revoluciones entre las 7 y las 9 de la mañana, especialmente en primavera. Yo no sé si se saludan, si se disputan el nivel de tero alfa o si solo nos recuerdan su cercana presencia, pero todas las mañanas revolotean y gritan por un par de horas, hasta que se les agota la energía y desaparecen de la escena. Ahí dejo de pensar en ellos y ya estoy en condiciones de atender otros sonidos, más dulces y cercanos, pero igualmente demandantes. 
_ Ya va, ya va. Pará que tengo que abrir la lata con una mano y se complica. ¡Ya va, te dije! 
A veces me pregunto si en vez de gatos no tendría que adoptar teros, que solo joden dos horas por día. 
_ Ya va... Termino de escribir esto y te doy el atún. Ya va.


#DescubrimientosInútilesDeLaLicencia





Entro a El País, y paso por mi sección preferida, M de Mujer, sin la cual no podría comenzar la semana (aún de licencia). Arranco a ver por qué tengo que dejar las redes sociales por un mes, cuáles son las tendencias del maquillaje, las formas de detectar el acoso por internet y cómo incorporar la vaselina a mi vida, para terminar (ahogada de tanta sabiduría) por anticipar cómo será mi día de acuerdo al horóscopo de Susana Garbuyo:

ARIES: Entre hoy y mañana nada conseguirá porque todo está complicado a nivel familiar.

A la flauta. Sigo leyendo y unos signos más adelante veo que a Cáncer "Libra lo mareará y Aries estará demasiado imperativo", en tanto a Libra le advierten que "Ojo al hablar con Aries que anda difícil".


Listo, Susanita, ya entendí. Suerte con el Aries que tenés en tu familia, ojalá le lleguen tus mensajes subliminales. Un abrazo, che, y no le des bola; ya se le va a pasar. Saludos a Libra.





El mecanismo es siempre igual, y la dinámica parecería poder reiterarse hasta el infinito. Matilda empieza en cierto momento a explorar el espacio debajo o detrás de algún mueble. Me mira. Llama la atención. Se pone a maullar de una manera especial, y ya sé que acaba de rescatar una de las pelotitas de goma con las que jugaba Roldana. O dos. Las trae en la boca y las deposita, llenas de pelusas de tiempos inmemoriales, siempre sobre la alfombra de cueritos del living. Yo se las tiro lejos, y por un rato ellas rebotan alegres por la casa, hasta que son atrapadas y depositadas a mi lado para reiniciar el juego. La actividad termina cuando Matilda se enreda en la cortina o aterriza a lo bestia encima de una de las plantas, que no se enojan pero un poco se asustan. Ahí levanto la pelota, le digo que se acabó el juego y escondo el juguete en un cajón de la cómoda de mi dormitorio, creyendo que la cosa ha llegado a su final. Al día siguiente la veo estirando la patita debajo de la heladera o de una biblioteca, le miro los ojos saltones y ya puedo prever el maullido y las acciones subsiguientes.
_ Dios: encontró otra. Arrancamos de nuevo. 
Levanto los ojos y me dispongo a ser su tiradora de pelotas por un rato, hasta el próximo zafarrancho doméstico. Y así






"Hola. Perdoná."
Bueh, por lo menos este me pide disculpas, pienso al recibir el mensaje. Es la tercera vez que un hombre me deja plantada en estos días, la tercera, y la verdad es que ya no sé qué pensar: si me he vuelto invisible, si debería insistirles, si son ellos o soy yo, no sé. 
Solo sé que no sé nada, que la pileta de la cocina sigue perdiendo agua y que no confío más en un sanitario que dice que va a pasar por mi casa. 
Esto en Valizas no me pasaba.





Ellos son tres. En la primera media hora ya han encontrado que la grasera se encuentra seca, que el hormigón está podrido y que hay un par de agujeros que desaguan para cualquier lado.


Sospecho que con cada frase matadora el precio inicial va haciendo un sonidito como de clinck-caja, pero no sé, capaz que es solo mi impresión




_ A este caño le faltan un par de gomitas; tú las viste?

_ Eeeeh...

Y es ahí que entendés de dónde había sacado Matilda las dos gomitas celestes con las que jugó por toda la casa hace unos días.

Oooom





Esto parece ser una sociedad con reglas no escritas: yo le doy comida, mimos y protección, ella me acompaña y funciona como asistente terapéutico full time. Me lame la mano sana (que anda medio cansada y con un bonito moretón en donde estuvo la vía), trata de hacerme jugar con ella y su pelotita de goma para ver si me entretiene, y hasta dejó de maullar frente a mi puerta, aunque en estos días me esté levantando tres horas más tarde de lo habitual. 

Solo sé que no sé nada (pero me gusta).




Vivo sin horarios, y duermo la mayor parte del día. A veces despierto en plena madrugada y me doy una vueltita por la casa, a ver si todo está en orden. Si hay sol, salgo al patio. No me cocino, no limpio, no nada. Me peino con una mano.


Ya no sé si solo estoy convaleciente o si no será que me convertí en gato.




No soy ninguna experta, pero para mí que a la literatura uruguaya le falta alguien que encare de verdad y con nivel el erotismo. Hay algo en Levrero, pero poco. Acabo de leer una segunda novela de Ercole Lissardi (antes "Horas puente", ahora "El secreto de Romina Lucas"), y no deja de parecerme porno barato de macho que desconoce la sexualidad femenina (entre otras cosas). ¿Ustedes han leído algo que valga la pena? ¿O debo pensar que es un nicho creativo a explorar? (no, ni lo sueñen... no me da).

Todo esto solo para decir que detesto a Lissardi. Menos mal que el domingo antes de caerme también había comprado una novela de Didion y cuentos de Sacheri. Si alguien quiere el Romina Lucas, se lo cambio por cualquier cosa que no sea del Ercole. Gracias.