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lunes, 19 de agosto de 2019

NO HABÍA NADIE




 
NO HABÍA NADIE


Llorar no es para todos. Algunos no podemos.


Éramos tres personas sentadas alrededor de una mesa en el taller literario, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que un libro o una película nos había llevado hasta el borde o el desborde del llanto. Llevábamos cinco minutos casi en absoluto silencio, cada uno de los tres perdido en sus recuerdos.
_ Es que llorar, lo que se dice llorar…- empezó a decir Victoria, antes de dejar la frase para siempre en suspenso.
_ Yo creo que hace tiempo se me cayeron unas lágrimas con una película… ¿Cuál era? No me puedo acordar.- murmuró Pablo, casi para sí mismo.
Nos miramos, frustrados. Los otros subgrupos a nuestro alrededor charlaban animadamente y hasta se sacaban unos a otros la palabra, coincidían con gozosas exclamaciones, se miraban radiantes. Nosotros, de pura casualidad, éramos los tres acorazados sin ventanas del taller, blindados, a prueba de balas.


Maldije para mis adentros la consigna que dejaba tan en evidencia mi incapacidad, mientras miraba las marcas de los vasos sobre la mesa y me preguntaba si demoraría mucho en aparecer Paula con el té y los scones que le había pedido. Llorar no es para todos. Algunos no podemos.


Yo no pude derramar ni media lágrima cuando murieron mis abuelos, por ejemplo, y eso que a tres de ellos los quería. No lloré cuando supe que el mar se había llevado mi rancho de Valizas, ni siquiera cuando fui a visitarlo y solo vi el marco rojo de la puerta del fondo de la cocina, resistiendo el viento, clavado en la arena donde antes estaba mi casa. No me salen las lágrimas, no me salen. En algún rincón debo tener un océano profundo y antiguo como mi propia existencia, esperando una fisura para derramarse y tapar todo. Mi gata Roldana murió en mis brazos cuando el veterinario le aplicó una inyección para matarla; yo sentí cómo se aflojó y se dejó ir en un segundo. Después él me ayudó a enterrarla en el jardín. Fue muy amable. Yo disimulé como que no pasaba nada: tenía 17 años, la pobre, ya era tiempo de descansar, es lo normal. Pasé unos días muy triste, cada vez que abría la puerta de casa me parecía ver una manchita amarilla escurriéndose entre las sillas que venía corriendo a mi encuentro, escuchaba sus maullidos en mi imaginación cada mañana, pero no se me cayó ni una lágrima.


_ Capaz que alguna vez cuando era chica, con esas películas espantosas tipo Bambi… - murmuro, por decir algo, mientras los minutos siguen avanzando y los tres blindados, silenciosos, no llegamos a abrir ni media puerta.


La imagen de la puerta me lleva de repente muy atrás en el tiempo (la memoria sigue extraños caminos), y se me viene a la cabeza la mañana del censo. Yo tenía 22 años, y ya era empleada pública. Participar en ese censo no había sido opcional: me había tocado entrevistar quince casas en una zona de fábricas abandonadas a dos cuadras de mi cooperativa, y no había posibilidad de renunciar a la tarea.


La primera encuesta fue la más fácil, porque aunque no conocía personalmente a sus habitantes sabía muy bien que eran los dueños de la fábrica de baldosas. Me había pasado media infancia en el terreno baldío de al lado juntando cuadraditos esmaltados de cerámica para hacer proyectos de mosaicos con mis primas. Los de la fábrica desechaban cosas que para nosotras eran perfectas: pequeñas baldosas marrones con arabescos en los bordes, otras verdes con el centro más claro, algunas (las mejores) de un azul intenso, con cuatro líneas delgadísimas y negras que las atravesaban en diagonal. De vez en cuando aparecían tiradas en el baldío montañas de zócalos y cenefas rectangulares, de esas que tienen relieve, y nosotras corríamos a atesorarlas, sin mayor criterio de selección.


Mi tía Coca había sido por años la limpiadora en esa casa; yo sabía que se trataba de gente amable y educada. Mientras los entrevistaba me ofrecieron café con galletitas pero les dije que no, que mejor me concentraba en las preguntas. Fui planteando todas las interrogantes y rellenando los formularios con la impecabilidad y la indiferencia de alguien preparado para eventos formales, hasta que al terminar saludé y salí a la calle, carpeta en mano, rumbo a mi siguiente parada.


Esto del censo era muy fácil, lleno de preguntas y respuestas concretas. Datos de las personas, de sus cosas, nivel educativo, trabajo, hijos. Una papa.


Al salir de la primera casa tuve que atravesar un callejón que nunca antes había visto, al lado mismo de la fábrica. Era un pasillo largo que conectaba las dos calles paralelas que me tocaban, y en ese pasillo se amontonaban varias casitas sin jardines ni muros, una moto desarmada, un carro viejo, despintado, y varios perros felices tomando sol sobre la tierra. Había olor a bosta de caballo y se escuchaban los gritos de dos o tres niños jugando a la pelota. Voces de gente adulta que charlaba en voz muy alta. Una nube de moscas atacando un pellejo que hasta los perros habían despreciado. Cumbias a todo volumen. Risas.


_ ¡Qué suerte tuviste que no te tocó censar en el cantegril!- me dijeron una madre y su hijo al recibirme en la segunda casa. Estábamos en la cuadra paralela a la de los dueños de la fábrica de baldosas, y por alguna razón mi padrón se había salteado el callejón. Tal vez por ser de contexto crítico se lo habrían adjudicado a alguien ducho en esas lides, o quizás nadie los tenía registrados.

Miré a mi alrededor: la casa en la que me dijeron que había tenido suerte era tan parte del cantegril como todas las del pasillo pero ellos no se daban cuenta, porque estaban sobre la calle.
Me empecé a entristecer, y ya no pude volver a la alegre indiferencia del principio.



_ ¿Trabajás?- pregunté tres casas más tarde a una mujer que ya me había contestado que era soltera, que había tenido tres hijos y que solo dos estaban vivos.
_ No, no.- respondió, enfatizando la negativa con la mano derecha.- Cuando era joven sí, trabajaba, pero ahora no.
La miré sin parpadear, y tragué saliva antes de continuar: su edad había sido la segunda pregunta de la encuesta. Ella tenía 23.


Salí de nuevo a la calle y continué recorriendo viviendas, formulando preguntas y rellenando planillas, mientras avanzaba la mañana del domingo. No veía la hora de ir a almorzar a casa y descansar con la cabeza libre de problemas.


_ Buen día, m´hijita.- saludaron a coro los dos viejos. Vivían con tres perros esqueléticos y un gato gordo, en una casa tan escondida y llena de vegetación que al golpear las manos pensé que nadie iba a atender y que el lugar solo era un entrevero de yuyos y árboles. El hombre demoró cinco minutos en caminar hasta el frente y abrir los cuatro candados del portón para permitirme la entrada. Entre tanto la mujer, encorvada y con pañuelo de flores en la cabeza, espantaba a los perros y limpiaba una silla plegable con almohadón para que yo me instalara cómodamente a preguntarles si tenían cocina a supergás y televisión en colores. Al terminar la entrevista me despidieron con un beso y los dos se quedaron haciéndome adiós con la mano, mientras se aseguraban de volver a cerrar los cuatro candados.


Hubo una casa en particular que estaba repleta de gente. Salían como hormigas; cada vez que pensaba que había terminado de preguntar aparecía un tío o una sobrina que llegaban desde el fondo, y la cosa se hacía interminable. El último fue un hombre cuarentón, flaco y desgarbado. Estaba prolijo, como si se hubiera bañado para el censo. Llegó caminando con los ojos bajos, me dijo el nombre, la edad y nivel educativo.
_ ¿Trabajás?
_ Eh… No. Me echaron el mes pasado. Yo soy albañil; trabajaba con Di Palma, estuve dos años, pero después redujeron el personal.
Bajé los ojos y pretendí concentrarme en los papeles. En la planilla no había lugar para aclaraciones. Puse una cruz en “desempleado” y dije algo amable; no soy buena para estas cosas, pero nadie habría podido sacarle a ese hombre la tristeza.
_ A ellos qué les importan los pobres- acotó en ese momento una de las hermanas, y supe que la frase iba dirigida a mí, como hipotética representante de un gobierno que no los defendía de los patrones.
_ Ya vas a conseguir algo, Héctor, algo va a salir.- dio una vieja que creo que era la madre, a mis espaldas.
El hombre agradeció con la mirada pero no se enderezó, y siguió mirando el piso.
Salí de la casa puteando por dentro al tal Di Palma. Yo no lo conocía, como no conozco a ningún rico, pero justo en ese mes había oído ese nombre, porque una de mis amigas había salido un par de veces con él. Di Palma (ella lo mencionaba así, por el apellido), la llevaba a comer a sitios caros y aparecía a buscarla cada vez en un auto diferente, reverendo hijo de mil putas, cogiéndose a una piba de barrio que no le iba a complicar la existencia, mientras a este otro pobre se le iba la vida porque le habían sacado el sueldito de mierda de la construcción.


Maldito censo. Quién me mandó ser empleada pública. Y todavía me faltaba una casa.


Miré dos veces el papel con las indicaciones que me había dado el coordinador: la última dirección que me quedaba era la de la vieja fábrica textil, abandonada desde que tengo memoria. Un edificio de tres pisos y media cuadra de largo, eternamente despintado y vacío. Golpeé la enorme puerta, por las dudas, y ya me estaba por ir cuando sentí que se abría y escuché una voz:
_ Pasá rápido, por favor.
Obedecí sin pensarlo dos veces. Quien había hablado era una mujer de unos veinte años, que apenas entré miró a ambos lados antes de volver a cerrar la pesada puerta.
Mientras lo hacía, miré a mi alrededor: eso no era una casa.
_ Seguime.- dijo la chica.
Fuimos hasta el final del enorme hall de entrada, que medía más de veinte metros de largo. El piso había sido de monolítico; ahora estaba saltado en algunas partes, y con manchas de humedad. Recién cuando la muchacha se sentó y me ofreció un lugar ante su mesa percibí que también había allí una nena, totalmente absorta en pintar un paisaje marino con crayolas en una hoja de garbanzo. Solo había un par de camas, una cocinilla, algunos enseres domésticos, y más allá del rincón habitado comenzaban los tres pisos vacíos de la fábrica. Cada palabra del censo retumbaba como si estuviéramos en una cárcel pero no había ninguna puerta cerrada, salvo la de la entrada.
_ Hace seis meses vinimos para acá porque nos quedamos sin lugar y el cuidador no dice nada y nos deja quedarnos, pero por favor, por favor, por favor no le vayas a decir a nadie que estamos solas. Si alguien se entera, si algún hombre sabe… ¡Por favor, no le digas a nadie!- imploró la muchacha, tomándome fuerte de brazo y mirándome a los ojos muy de cerca. La nena levantó la cabeza y se la quedó mirando, pero no dijo nada, y continuó coloreando su lámina. Estaba haciendo un pulpo rojo; no era fácil dibujar los tentáculos.
_ Quedate tranquila. ¿Cómo voy a decir? Además está estrictamente prohibido revelar datos del censo, no te preocupes, olvidate, soy una tumba.
_ Por favor- repitió- No digas nada.


Hice las preguntas de rigor y rellené los casilleros correspondientes, hasta que cerré por fin la carpeta y di el censo por terminado. Llegué derecho a tirarme en la cama. Tenía un nudo en el estómago, no pude almorzar. A las cuatro me levanté para ir hasta lo del coordinador a llevarle los papeles con datos, números y cruces. Había cumplido con mi deber. Me sentía viscosa, sucia, sin salida. Después de bañarme vomité un rato abrazada al inodoro, pero no fue suficiente. Demoré varios días en salir del censo, y nunca más quise participar en una encuesta, pero no lloré. No pude.


_ ¡Ah, me acordé!- exclamo de pronto Victoria, cuando ya se nos acababa el tiempo para elaborar una propuesta- Coco. Con Coco lloré, un poquito.
_ Yo no la vi.- respondió Pablo.
_ Ni yo.


Cuando se hicieron las nueve y salimos del taller cada uno se fue caminando por su lado. La noche estaba helada y oscura, nadie tuvo ganas de quedarse de charla en la vereda.


Una hora después abrí la puerta de mi casa y creí ver una manchita amarilla escurriéndose entre las sillas, pero no: no había nadie, estaba sola. Prendí la computadora y puse un programa de radio. Hoy tampoco iba a llorar.





viernes, 2 de agosto de 2019

Agosto 2019


Ayer escribí para el taller un cuento que se relacionaba a un posible cadáver enterrado desde hace casi un siglo bajo el sótano de la casa de mis abuelos. Hoy estoy leyendo "Huesos en el jardín", de Mankell, donde un hombre va a comprar una vieja casa y encuentra los huesos de una mano asomando de la tierra, en lo que parece ser un crimen muy lejano en el tiempo. Al mismo tiempo las noticias anuncian que fueron hallados restos humanos bajo el suelo del Batallón 13. 
La ficción y la realidad, tan cercanas ellas, y tan paralelas, a veces. Solo que en la novela de Mankell es seguro que al final se encontrará al culpable, en tanto que en la vida real hay criminales que pasan por toda una existencia de apariencia honorable, o al menos inocente.




Acabo de subir al ómnibus más incómodo de todos los que conozco. El pasamanos negro está encima del asiento de la calle (para tomarse de él hay que caer sobre el pasajero de al lado) y el amarillo solo es accesible a quienes midan de 1.80 para arriba. De las piolitas no digo nada porque, ya se sabe, fueron diseñadas por alguien que en su vida subió a algo que no fuera un auto. No dan estabilidad, te hacen ir a los bamboleos y lastiman las manos. 
Por lo demás, todo bien: vino en hora, la gente viaja en silencio, el chofer es amable y viene escuchando bajito una música que no molesta. El problema no es el servicio, es el envase. 
#ViernesQuejoso
(Ya va a pasar)




Ayer fui a trabajar en taxi, porque una compañera lo había pedido en el camino, pensando que un temporal que se vino en la ruta nos empaparía en las 6 u 8 cuadras que caminamos desde el bus hasta el CeRP. Al pasar por la vía del tren (un poco antes de las 9) me sorprendió una masa de flores rojas al costado de los rieles: eran cientos, cuando la semana pasada solo había unas pocas. Un rato antes Anto (colega buscadora de imágenes) sacó la primera de estas fotos. Cuando yo fui a cazar amapolas a las diez y media ya la mitad de los pétalos estaban desperdigados por el suelo, y para el mediodía solo quedaba el verde sin rojos de la tercera foto. 
Hablame de lo efímero.



Una tiene que corregir escritos, trabajos grupales y cosas que los estudiantes escriben de motu propio. Una empieza esta semana con tres autores. Una no ha escrito nada aún para el taller literario. Una tiene mucho para ordenar en su casa. Una podría encerar el piso. 

Una se compra un policial y decide que, después de todo, la noción de independencia transita, a veces, por insospechados caminos.




Vengo semidormida en la CITA en la mitad del camino a Florida, cuando salimos a la ruta después de Canelones y abro los ojos. Hay algo raro a mi alrededor, aunque no me resulta fácil darme cuenta de qué es, al principio. Un ruido como un crujido leve llama mi atención a la izquierda, y en ese momento veo a la señora. 
La señora viene en el asiento de al lado; debe haberse sentado cuando bajó una chica flaquita que durmió junto a mí durante todo el viaje de Montevideo a Canelones. Está vestida con una campera lila y un gorro a cuadros, y solo cuando la miro de reojo me doy cuenta de que en verdad es un señor, con un claro principio de barba en las mejillas. 
El señor tiene una carta manuscrita en la mano; son dos hojas pequeñas, de tamaño cuaderno, escritas con grandes y bellas letras azules. 
¡Una carta manuscrita! 
El señor tiene además el sobre ya pronto, con nombre y dirección del destinatario. No miro el contenido (no solo por ética, sino -probablemente- porque sospecho que me va a resultar más interesante quedarme con la duda respecto a los tópicos de la misiva), pero sí llego a chusmear que el encabezado dice “Progreso”, y el esquema vacío de una fecha: “ / /2019”. 
Me pregunto cuánto tiempo llevará escribiéndola el señor de la campera lila. Lo miro de nuevo con disimulo: debe andar por los setenta. 
El señor revisa obsesivamente la carta. La corrige, le agrega líneas. Escribe apoyándose en la mano, sacando nuevos crujiditos al papel. Por fin parece satisfecho, completa la fecha (pero se adelanta un día, y le pone 24/8), la guarda en el sobre y se guarda la lapicera en el bolsillo de la campera. Es una lapicera azul y plateada, tipo Parker, pero de menor calidad. 
A los pocos minutos saca todo de nuevo y vuelve a desplegar la carta, leyendo y corrigiendo alguna cosa. Vuelta a guardar el papel en el sobre, que ahora va a una especie de billetera, y de ahí al bolso de mano.
El señor parece satisfecho. De vez en cuando me mira, pero creo que es porque porque le molesta el sol que estoy dejando entrar por la ventana. 
Mientras tanto seguimos avanzando entre los campos llenos de vacas negras de la patria. Bostezo y toso un poquito, saboreando de antemano el café que voy a prepararme ni bien llegue a Florida, al CeRP, a mi cuarto año de Literatura con siete alumnas y al comienzo de la actividad del último día de la semana, y me quedo pensando que por más que lo intento soy incapaz de recordar cuándo fue la última vez que alguien me escribió una carta manuscrita, con lapicera azul, con ciudad y fecha de encabezado, una carta para enviar en un sobre blanco por correo.
Este es un mundo poco poético.
Quiero una carta. Manuscrita. En sobre blanco.




LA IGUALITA
Pieza breve para dos personajes

(Sábado, 22.15 horas. 113 Aduana. La pasajera se para para bajar y escucha la voz del chofer)

ÉL _ ¿De qué materia eras vos?
ELLA _ ¿Eh?
ÉL _Sé que sos profesora, pero no me acuerdo de qué eras.
ELLA_ Literatura. 
ÉL _ Ah, claro, Literatura. Estás igualita.
ELLA_ ¿Fuiste alumno mío?
ÉL _ Sí.
ELLA_ ¿De qué liceo?
ÉL _ Pah. Pasé por tantos. Yo soy de acá, de la Unión. 
ELLA_ Capaz que del 19. 
ÉL _ Ahí va, del 19. 
ELLA_ Bueno, que andes bien. Suerte. 
ÉL _ Vos también.

Fin.




Las mañanas de los sábados cuando ya no tienes 20 tienen ese... qué sé yo.

7.39: despierto con una serie creciente de maullidos ante mi puerta. Tengo una mamografía a las diez y media, así que hay tiempo de desperezos y mimos sabatinos.
7.40: ¡Un momento! ¿Yo no tenía otro examen ginecológico hoy? ¿Era antes o después de la mamo? Ni idea. 
7.50: Tras buscar sin éxito en mi teléfono y papeles llamo a Cosem, quien amablemente me dice que no sueñe que me vayan a atender antes de las 8.
8.05: Cosem confirma que tengo un estudio agendado para hoy a las 8.50. No me da el tiempo para bañarme, pero llego. 
8.10: ¡Las mamografías previas, tengo que llevar las mamografías previas!
8.20: Ta, no las encuentro, me voy.
8.21: Apenas llovizna. No hay un alma en las calles.
8.50: Llego en hora. Paso al instante. Me hacen una especie de ecografía (de rutina); el médico enuncia para la secretaria un montón de guarismos indescifrables, mucho gusto, hasta luego, deje la puerta abierta por favor.
9.30: Me dispongo a esperar la hora de la mamo en otra clínica de Cosem, pero me llaman apenas llego. Una técnica jovencita y amable. Apretujes frontales y oblicuos, mire para allá, tómese de aquí, ahora la otra, listo, que tengas buen fin de semana.
9.40: Saco número para médico general, ya que estoy, por aquello de la puntada (que debe ser muscular, por la tos) y me dan para 11.45, en otra clínica (la tercera de la mañana). 
9.41: Aprovecho y saco hora para el oculista, pero pido para noviembre, porque antes no tengo tiempo.
10.10: Me instalo en una cadena de cafés semivacía donde tengo wifi, jazz y una bonita vista de la alerta amarilla. 
10.50: No traje nada para leer, confirmo que esta cadena de cafés no tiene diarios, y decido entretenerme escribiendo intrascendencias. 
11.00: Las publico.




_ ¿Cuál es tu plan, qué pensás hacer?- escucho a alguien parado a mi lado en el 103, y ya iba a arrancar con algo del orden de “y... ver si resisto la mañana, si me sigue doliendo una puntada en el pulmón, si puedo terminar con la tos, y si no capaz que llamo al Semm, no sé, depende..,”, cuando la voz continúa: 
_ Con el macaco ese de la maqueta, digo, ¿qué vas a hacer?- y me doy cuenta de que solo era una madre hablando con su hijo en el camino a la escuela. 
Respiro hondo (todo lo hondo que el resfrío me permite) y sigo pasando al fondo del pasillo, que hay lugar. No estoy segura de cuáles son mis planes. Por ahora, un paso a la vez, hasta que llegue la primavera. Y ahí recalculamos.




6 de la tarde en Montevideo. La tarde está tan fría que hace un rato hubo una llovizna sin agua: puro hielo que atravesaba ropas y calzado. La Plaza Independencia embolsa el viento de manera criminal, y no hay forma de aislarse de las inclemencias del tiempo. En este contexto, un grupo de personas uniformadas, en su mayoría mujeres, baja de un vehículo y se para al costado del Solís, en la peor vereda del viento. Esperan algo, no sé qué. Sus uniformes son primaverales; ellas usan pollerita por la rodilla y medias de nylon, camisa fina y chaquetita azul. 
Me hizo acordar a cuándo tenía que ir al IAVA de pollera. ¿Hace falta tamaña inhumanidad, solo por las tradición o las apariencias? ¿Por qué no hay uniformes abrigados para esta gente? 
Reflexiones de lunes pasado por frío.
#UniformeCriminal




Rambla de Kibón. Fines de los 90, principio del 2000. Una pequeña multitud que había ido temprano a un toque de Taddei se encuentra de pronto con que Claudio sube al escenario una hora antes y canta cuatro temas. 
_ ¡Qué buena esta prueba de sonido acompañado por ustedes, gracias!- nos saluda antes de irse, con la sonrisa gigante que siempre le vistió la cara y la mirada. Al rato volvió, a la hora del recital, y apareció en una ambulancia, porque la cosa era patrocinada por la UCM. El show fue largo y desbordante. La gente colmó toda la explanada. 
Ahí empezamos a adorarlo.
Después lo vi muchas veces. Muchas. Con y sin el hijo (cuando era niño y cantaban juntos “Dormite conmigo”), con y sin pinturas. De repente lo encontraba de público, como en el show de la Epumer en un bar del centro, poco antes de que ella se fuera a los 40 (otra tragedia, que todavía duele), a veces en espacios cerrados, a veces aprovechando su generosidad de músico de alma. En el Plaza subió al escenario de bastón, y todos gritamos por fuera, lloramos por dentro y festejamos su vida y su entereza de artista pleno y completo. Al Solís entró descalzo, desde el fondo de la platea, cantando con su guitarra, vestido de blanco y lleno de collares. Esa noche, en el Tasende, lo fui a saludar y le pedí que me firmara un disco. Él me sonrió, me dio un beso, agradeció el saludo. Yo me fui contenta, porque él ya estaba curado y se apoyaba en la pierna sin problemas.
El año pasado, en marzo, nos regaló un concierto de primer nivel en la peatonal Sarandí. Estaba radiante, con más fuerza que nunca. Se le notaba la espiritualidad, la búsqueda de lo absoluto, la sabiduría. 
Un tipo luminoso.
Festejemos su vida, y que parta tranquilo. No nos vayamos a asustar, que nadie va a apagar la luz.




Diálogo con el chofer del Copsa, línea 703, a la vuelta de Tres Cruces:
YO _ Hola. ¿Vas al km 24?
ÉL _ No: llego al 16. 
YO _ Ah, qué lástima. Voy solo hasta Rubén Darío.
ÉL _ Son 53$.
YO _ Bien.

Explique el sentido del diálogo, teniendo en cuenta que la calle Rubén Darío queda más o menos en el km 10.

Opciones:
A) No tiene sentido
B ) No tiene sentido pero igual nada importa, porque es viernes y llueve.
C) Tiene sentido, pero solo para la gente del barrio. 
D) Soy una micro delincuente.




Llueve.
Hace frío. 
Aún quedan dos meses del invierno.
Estás con terrible resfriado.
Tosés.
Te cuesta respirar por la nariz. 
Tus neuronas se niegan a hacer sinapsis.
Te pusiste tanta ropa que en vez de una cebolla parecés un Michelín.
Hay tremenda humedad y los rulos hacen lo que quieren.
Pero es viernes.




Querido Youtube:

Algo anda mal en nuestra relación. Nunca sería capaz de dejarte, pero quiero que sepas que a veces me estás dando una sensación de incomodidad... No sé. Ya no sos el que eras. Hace tiempo que te pusiste viejo y aconsejador: que compre esto, que use esto otro y, siempre repitiendo hasta el cansancio las mismas cosas. ¡Que Aure es la palabra hebrea para luz, por ejemplo, me lo decís veinte veces por día, m’hijo! Ya recorro mi casa repitiendo “hello, my name is Aure, which is a hebrew word for light”. Y que grammar is no sé qué, también. Y lo venía bancando bastante bien, skip esto, skip lo otro, pero cuando arrancaste con eso de que “la música es algo traNscendental”, viste... ya no pude mirar para otro lado. Me metés en los oídos y en el cerebro esa N infame al principio de uno de cada tres videos, y viste que yo tengo mis problemitas.
Obvio que voy a seguir viéndote, pero ya no es lo mismo, no es lo mismo. Fue lindo mientras duró, pero la magia se acabó. 
No sos vos, soy yo.




Buenos Aires, mayo de 2018: un hombre es buscado por la policía por fraude y estafa. Pesa sobre él una condena de 9 años. 
Buenos Aires, agosto de 2019: el prófugo es localizado en plena calle Corrientes, como autor y protagonista de una obra de teatro para niños en la que hacía de ladrón bajo el seudónimo de Ronnie Stanford. La policía va a prenderlo, pero él les muestra el teatro lleno de niños y pide que lo dejen hacer la función. Lo dejan, ven toda la obra entre el público y lo detienen cuando baja el telón.
Hablame de realismo mágico.




Este es un post prejuicioso, centrado en un estereotipo a quien de aquí en adelante denominaremos El Podador. La autora de este post avisa que odia a todos los podadores tanto como odia a los domadores, a los matarifes y a los carniceros, en tanto estén en funciones, y quiere dejarlo claro desde el principio.

El Podador siempre es hombre.
El Podador tiene más de 40 años.
El Podador vive en una casa y no en un departamento. 
El Podador suele creerse Jefe de Familia, Jefe de Cuadra, Jefe del Barrio. 
El Podador comienza a accionar todos los años por estos días. Elige un día de sol para buscar sus herramientas y salir a medir fuerzas con los árboles y arbustos sobre los que cree tener jurisdicción. Mira hacia arriba y esboza un pensamiento generado en la zona reptiliana de su cerebro de homo sapiens (solo sapiens): vamos a hacer que haya más sol sobre la tierra. Y empieza. A veces, si tiene suerte, reúne a su alrededor una pequeña cohorte de homo sapiencitos (en este caso, tanto hombres como mujeres) deseosos de aplaudirlo e imitarlo. Cuando termina se vuelve a contemplar su obra y se mete en su casa a lavarse las manos y ponerse a mirar el informativo. Atrás deja un tronco mocho, en el mejor de los casos, que va a demorar dos años en volver a ser árbol. 
El Podador respira satisfecho.
Ha derrotado a alguien.

Ya puede continuar con su vida.




Hoy cumplo dos semanas de no-salud. Nada grave, solo un crescendo de toses, mocos y garganta a la miseria, bien invernal, lo típico. Hasta ahora la vine llevando sin faltar por esto (especialmente porque la semana pasada sí falté unos días, por el concurso de CFE), pero hoy claudiqué, y me quedo. 
He despertado muchas veces esta mañana. Una con la alarma habitual, a las cinco y media. Otra un poco antes de las siete, para avisarle a una alumna que viaja de lejos que no iba a ir. La tercera hace un rato, para decirle al resto del grupo (son pocas estudiantes, es fácil comunicarse, y además varias viven enfrente al Cerp). 
No sé en cuál de esos despertares salí de un sueño muy extraño. Parece que yo tenía algún enemigo, que por la noche había entrado a mi casa pero no a robar sino a dejarme mensajes atemorizantes. La puerta de mi dormitorio, por ejemplo, estaba atravesada del lado de afuera por una cartulina gigante llena de cosas escritas con diferentes colores y letras. Cada uno de los peldaños de la escalera también, cubierto de papeles y amenazas, que no llegué a leer en ningún caso, solo arranqué todo y lo hice una pelota de cartulinas y papel garbanzo que dejé tirada en la cocina, hasta decidir si iba a ir o no con ella a la policía.
Pero eso no había sido lo peor. Cuando volví a la cama (porque en el sueño también estaba enferma) estaba jugando con una Matilda a cada lado y a los pies el gato viejito, que parece que en el mundo de lo onírico sí se atreve a subir la escalera, cuando... Un momento. ¡Tenía una Matilda a cada lado! ¡El hdp de mi enemigo me había dejado una gata idéntica a la mía, y ahora no solo no sabía cuál era cuál sino que iba a tener que adoptar a la nueva! La pobre probablemente habría sido secuestrada de alguna casa solo por la cabeza retorcida de alguien que me quería complicar la vida. Tres gatos. Ahora tenía tres gatos grises de pecho y patas blancas, y encima los tres iban a querer dormir en mi cama... 
Ahí me desperté. Después anduve por Cuba, volé en un parapente y me perdí en un hotel, pero ya nada podía impresionarme más que haber tenido un enemigo dejándome amenazas y una Matilda 2 en mi propia casa.

Creo que voy a llamar al Semm.





Nací en la pobreza, y viví en un barrio donde la violencia era cosa de todos los días. Fui niña en el 73’, cuando corrían personas y desembarcaban camionetas de milicos en las fábricas de mi calle. Fui adolescente en el 82’, cuando las milanesas de mi vieja empezaron a ser estiradas con arroz porque la carne no alcanzaba. Nunca tuve clases de inglés, de ballet ni de manualidades. No fui a colegio privado. Mis viejos no me regalaban muñecas Barbie, pero me cuidaban. Iban a llevarme y a traerme de la escuela, en la niñez, y mi padre me acompañaba a la parada todas las madrugadas cuando tenía que ir al liceo. No conocí el mar hasta pasados los veinte: una vez al año íbamos al campo de algún conocido, que nos dejaba pasar unos días a monte y a río. Tampoco tuve amigos en el barrio, porque en mi calle no había niños; solo fábricas, curtiembres y esas cosas. Casi no había casas. Siempre corrían arroyitos de aguas coloridas junto a los cordones de las veredas: verdes, azules, a veces rojos o amarillos. El olor a los cueros, a los químicos y a la nafta de los camiones que eternamente hacían fila en mi vereda resulta imposible de quitar de la memoria. Todo el tiempo sonaban silbatos: la entrada de la BAMA, el recreo de la INLASA, el fin de turno de la APPELSA o la Montevideo.

Podría seguir así cincuenta páginas. Quizá algún día las escriba.

Ahora tengo la vida que quiero; supongo que para un sociólogo debo seguir siendo pobre, pero para mis parámetros personales estoy casi casi en la gloria. 
¿Me costó trabajo? 
Sí. Mucho.
¿Soy un ejemplo de que siempre que se quiere se puede? 
No. No siempre.
Pude hacer algo yo, porque mi pobreza no era estructural. Vivía en una familia, mis viejos y mis abuelos tuvieron trabajo y siempre se me alentó a estudiar. De no ser así habría necesitado apoyo de afuera para poder salir. Apoyo en dinero, becas, trabajo, salud, lo que fuera. Romantizar la pobreza es propagar la mentira de la meritocracia. A veces la historia de superación es un cuentito con moraleja que se hace con la mejor intención, pero no es cierto que todo (TODO) dependa del esfuerzo personal. Es necesario, pero cuando se viene de varias generaciones de pobreza estructural no es la única variable. Hay que abrir los ojos. Y ayudar.


(Sí, la gripe me puso intolerante, especialmente con algunas mentiras rosa que abundan en las redes. Lo siento. Unos Bio Grip C y volveré a las crónicas costumbristas, supongo. Hasta entonces.)