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sábado, 1 de junio de 2019

Cuento a tres manos

"Cuando uno tiene la suerte de tener amigos sensibles e inteligentes que usan la palabra para expresarse e introducirnos en sus historias - a veces reales, a veces ficticias - ocurren sintonías maravillosas como las que aquí les voy a presentar.

Mi amiga Mariela Rodriguez escribió el sábado de mañana su historia de regreso a casa del viernes por la noche y la historia dice así:
Pasada la medianoche. Malvín. Calles vacías, paradas olvidadas. Aire frío.
_ ¿Estás libre?- pregunto a un taxi que espera en una esquina con la bandera encendida. El conductor se sobresalta. Estaba concentrado en el celular.
_ Sí, disculpá.- me dice- Estaba metido en esto y no te había visto. Si me das unos segundos cierro lo que estaba haciendo y listo.
_ Bueno.
Arrancamos. Me pregunta la dirección y qué camino prefiero tomar. Se lo digo. Le cuesta escucharme, hablo fuerte pero él siempre me pide que lo repita.
Tomamos Veracierto. Dos cuadras. Se da vuelta.
_¿Te molesta si fumo?
_ Sí, pero no importa, porque con la mampara no pasa.
_ Bueno.
Enciende un cigarro.
Una cuadra más. Se da vuelta.
_Disculpá, otra pregunta: y la música, ¿te molesta la música?
_ No.
Pone una cosa en inglés que de repente sube a todo volumen.
_ Se subió sola. Disculpá.
No respondo. Seguimos avanzando en la soledad de la noche. A los dos minutos me pregunta si terminé la joda temprano. Alerta. No levanto la cabeza del celular, pero endurezco la mirada.
_ Ninguna joda. Estaba en una reunión.
_ ¿Qué?
_ Ninguna joda. Estaba en una reunión.
_ Ah, disculpá.
Silencio. Sigo mirando el teléfono, mientras por las dudas les mando un mensaje a mis amigas. Voy con un tipo raro.
De nuevo su voz desde más allá de la mampara.
_ Disculpa, no te quiero interrumpir, pero cuando termines con eso me gustaría hacerte una pregunta.
Sigo mirando el celular y no contesto. Mis amigas deben estar durmiendo, porque no dicen nada. Me pregunto qué hacer si sale de mi camino, pero no lo hace. Como a los diez minutos vuelve a hablar.
_ Te quería preguntar si sabés de algún trabajo.
_ No. ¿No querés ser más taxista?
_ No, para nada. Yo soy camionero, y llegué hace poco a Montevideo. Ya me robaron dos veces.
_ No sé de ningún trabajo... Ahí tenés que tomar a la derecha.- aclaré al llegar a 8 de Octubre.
_ Sí, a las calles grandes ya las conozco. Yo igual les pregunto a todos los pasajeros, porque así como no sé quién me va a robar, tampoco sé quién podría saber de un trabajo.
Pobre tipo. El miedo se evapora, y deja paso a una sensación ambivalente: no parece peligroso, pero tampoco confiable. Es raro, capaz que anda con algo encima, o quizá en una crisis emocional. No lo sé. Por las dudas evito mirarle la cara en el espejo retrovisor, y hablo mirando por la ventanilla.
_ En esa esquina está bien.
_ ¿Acá? Bueno. Son... $256.
_ Bien.
_ Además también tengo que recuperar a mi familia.
_ Bueno. Que tengas suerte.
_ Chau.
_ Chau.
Y me fui.

Mi amigo Luis Giménez le contesta su posteo con esta versión de la misma historia :

Tarantineando:
"Estas libre? Me preguntó, y me pegué un cagazo bárbaro. Creo que se dio cuenta de mi sobresalto, pero seguramente no de sus motivos. Un rayo de terror se me cruzó al escuchar la voz y antes de terminar la frase. La quedé otra vez, me dije, reviviendo los últimos robos que me tocaron. Cada uno más violento y de final incierto. Cómo será el próximo? Habrá uno siguiente?
Y para colmo mi ex no me responde. Y no veo a los chiquilines hace no se cuanto. Sé que la cagué. Mal. Pero que mierda hago revisando su facebook a estas horas, buscando vaya a saber que pistas de un camino imposible de retorno?
Así ensimismado en mi celular me encontró la pasajera, una rubia, media hippona, con cara algo cansada pero con pinta de persona sensible y soñadora. No sé si por necesidad o por contraste al susto, su presencia me animó a intentar hablarle. Siempre fui torpe en esto de iniciar conversaciones. Mis años de soledad de camionero supongo que me habrán forjado un modo de ser diferente al de mis ahora colegas taxistas.
De todos modos, ella casi no levantaba su vista de su celular. Y cuando lo hacía miraba por la ventana sin permitir que nuestros ojos se cruzaran por el retrovisor. Seguro que se acaba de pelear con su novio y estará buscando consuelo con sus amigas por whatsapp. O no, yo que sé.
Soy yo que necesito consuelo, no me gusta este trabajo y sobre todo me da miedo. Busqué refugio en la cercanía de la costa antes que termine mi turno y justo consigo un viaje que me lleva a una de las zonas que quería evitar.
Pero ella no me despierta miedo, al menos después de ese momento inicial. Aunque temo que no hago más que despertárselo a ella. Qué pelotudo que soy! Preguntarle si le molesta que fume cuando estoy tratando de dejar el cigarro. Y ahora voy a tener que terminarlo para no mostrar justamente, lo pelotudo que soy. Y luego, pongo música y el aparato este de mierda que sube el volumen solo....No sé por qué le pregunto si sabe de algún otro trabajo. Si sé, porque soy un pelotudo.
No quiero que se asuste pero es lo único que logro. Parece que es la única habilidad que he podido desarrollar: asustar a aquellos que no quiero hacerlo. Como a ella, digo a mi ex, a mis hijos. Pero no a los hijos de puta que me han robado. A esos no logro asustarlos. Ni cerca. No sé si me duele más la poca guita que me sacan o la cara de desprecio con la que me miran.
Ya llegamos a su destino y mentalmente repito una súplica como un mantra inutil: no lo digas, no lo digas, no lo digas....Pero lo digo: "Además tengo que recuperar a mi familia"
Como siempre, lo lamento en seguida. La rubia me deseó suerte pero sentí que la suya iba ser no verme nunca más. Y la mía, así, difícil hallarla. Bajé la bandera y decidí que mi turno esta madrugada ya había terminado."

Amigos geniales que nos hacen tomar conciencia a través de su pluma exacta qué hay tantas versiones del mundo como personas existen y que la posición y perspectiva de cada integrante de la historia puede hacer de cada hecho vivido una realidad diferente . A ambos , gracias por tanta riqueza compartida."

Junio 2019



Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. 
El relojito de plástico suena con un empeño analógico digno de mejores tiempos, mientras espero que desaparezcan mis canas en la peluquería. 
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
A mi lado una nena que no pasa de los 12 se está haciendo algo que demanda un proceso extremadamente lento en su cabello. Tiene el pelo largo, precioso; me pregunto qué diablos la lleva a pasar toda una mañana en este ambiente de olores químicos, vapor y ruidos de secadores. La nena no se mueve, solo está ahí, inmóvil, mirándose a los ojos en el espejo, mientras la madre la espera en la silla de enfrente.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
En la radio suenan hits de los 80’. Qué bueno que no hay tele. El wifi está desconectado, pero cualquier cosa es mejor que un programa matinal en la tele, incluso una selección ochentosa con olor a noche de la nostalgia.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
Mi café estaba rico.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
Una clienta rompe el silencio y dice que va a querer un cambio de look. Las peluqueras se miran. Ella solo sonríe, y espera. 
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
El tiempo no pasa. Gloria Gaynor dice que va a sobrevivir. Afuera hay tormenta pero a nadie le interesa, porque aquí adentro el tiempo no pasa, y todas sabemos que aunque el relojito de plástico suena sus agujas no se mueven.
_ Quiero hacerme algo, no sé qué.- dice la chica que quiere el cambio de look.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.

I will survive.



Es verano, y estoy pasando unos días en la nueva casa de mis viejos sobre el río. No sé bien qué lugar es pero el agua queda a diez metros, entre los árboles; es bajita, con fondo de arena y piedras pequeñas. El río corre tan lento y la playa es tan amplia que por momentos pienso en un lago. Dentro de la casa todo es silencio y aire fresco. Hay varias habitaciones casi vacías; estoy con mis amigas pasando unos días, tomando sol y recorriendo la zona. Roldana sigue viva, aunque viejita; le gusta caminar por el pasto del frente y parece feliz en la casa nueva. Le digo a mis amigas que no la molesten subiéndola aúpa, que ya tiene más de 18 años y no está para acrobacias, pero yo sí la levanto, la aprieto un poquito entre mis brazos y le digo lo feliz que soy de tenerla conmigo. Ella se deja mimar y ronronea.
El timbre de un maullido dulce pero insistente me saca de la casa, del sueño y de Roldana. 
Abro los ojos. Es invierno, la playa queda lejos y Matilda tiene hambre. Es hora de levantarse.



Diálogo de bus entre nena pequeña y joven madre, escuchado desde el asiento de adelante:

_ La lectura no tiene límites. Podés leer una, dos o las páginas que quieras. Lo que no quiero es que te pases mirando una pantalla. 
_ ¿Y no me vas a comprar un celular?
_ ¿Para qué necesita una niña de seis años un celular?
_ Para oír cuentos, porque si no los tengo para leer los puedo escuchar por el celular. ¿Qué te parece?
_ Me parece que cuando lleguemos a casa podemos hacer un guiso de porotos. ¿Qué tiene un guiso de porotos?
_ Tiene... porotos. 
_ Muy bien. ¿Qué más?
_ Eeem... boniatos. 
_ ¡Sí! ¿Y vos sabés quién hace un guiso de porotos riquísimo? ¡Roxana!
_ ¿Por qué es riquísimo?
_ Porque le pone porotos brasileros, como los de la feijoada.
_ ¿Qué es la feijoada?
_ Es una comida brasilera. 
_ Ah, entonces no quiero, porque los brasileros eran nuestros enemigos.
_ Los brasileros no: los portugueses.
_ Y los de Brasil también.

Ídolas.




 Salgo para la ATD, contenta porque camino bajo la luz de la mañana.
_ ¡Mariela! ¿Madrugaste?- me dice una vieja de la cooperativa.
_ Madrugo todos los días y por eso nunca me cruzás, parasito octogenario- quiero decir, pero en lugar de eso sonrío y contesto:
_ Sí, ¿viste?
Y sigo caminando, porque ninguna vieja me va a quitar el cielo (levemente) claro de la mañana.



Martes de ATD. La asamblea arranca a las 9, y además voy a ir al liceo de mi barrio, así que no se madruga en esta casa. Desayuno tranquilo, por única vez con luz natural invadiendo la cocina y con los pájaros de fiesta en el árbol del frente. 
Matilda empieza a husmear entre mis pies. Debe haber una miguita de algo, pienso. Aunque es raro, porque está muy entusiasmada olfateando, y a ella las galletas de arroz por lo general no la emocionan. Corro un poquito mis piernas, la dejo revisar la alfombra de esterilla y en ese momento veo la cucaracha. Hay una cucaracha en el sitio donde apoyo mis zapatos. Se me va todo instinto de preservación de la vida y piso a la intrusa, preguntándome si esto es de casualidad, si mi gata la trajo, si estaría en el zapato y mil imágenes más, a cual más asquerosa. En todo caso estaba viva, porque al despachurrarla le saltó el relleno. La tiro a la basura, y Matilda se me sube a la falda de inmediato, como diciendo "mi humana está protegida, creo que merezco recompensa".
Martes de ATD. Termino mi desayuno mirando para abajo, y ya no sé qué gusto tienen el té o las galletas de arroz. Espero que en el liceo de mi barrio no haya cucarachas aunque no estoy segura, porque sabido es que en la lucha entre nosotros y ellas las batallas individuales se las ganamos, pero a la larga siempre sobreviven.





Las seis de la tarde en la parada del Solís es un territorio de constante alerta y expectativa. Muchas figuras abrigadas estamos pendientes de la esquina de donde asoman los Cutcsas. Cutcsas y de los otros, porque también pasa algún que otro Coetc entreverado en medio de la masa gris con franjitas rojas y azules.
A las seis de la tarde siempre somos demasiados en la parada del Solís. Personas y celulares. Personas y tarjetas del STM. Personas y abrigos. Demasiadas personas, en todo caso. 
La masa tiene, claro está, sus números preferidos, pero no hay bus que arranque sin haber cargado al menos con varias existencias. Primero pasa un 145, y unos treinta seres con camperas y portafolios se amontonan a su puerta. Luego aparece el 141, y la escena se repite. Viene un 409 Verdisol, sin embargo, y recoge solo a 8 pasajeros. Se va de la parada despacito, como si lo hubiéramos decepcionado. Un nuevo 145, al que ascienden unos 15: el primero en subir es un flaco alto que acaba de llegar al escenario de la espera. Nadie dice nada, pero todos secretamente coincidimos en que el advenedizo no merece el privilegio de elegir entre todos los asientos vacíos aunque, está bien, sabemos que el suyo ha sido solamente un golpe de suerte. Volvemos a mirar hacia la esquina. Un 103 asoma por la calle, pero nadie le hace señas. Es de los que vienen de Ciudad Vieja y no se detienen en mi parada. Un traidor, en suma. Malnacido por reglamento. Encima viene casi vacío. Mala gente. 
Espero diez minutos, hasta que aparece al fin un 110, seguido de un 100 y un 103. Son como niños chicos: los que van al mismo barrio siempre pasan en barra, todos juntos. 
Me subo al 110 y consigo un asiento con ventana. Las rodillas un poco se me van congelando porque llevo una caja de sorrentinos que acabo de sacar del freezer de la oficina, pero no importa. Nada importa. 
Acabo de terminar el lunes de trabajo, y aunque el cielo pinta raro y con nubes negras a lo lejos, hay como un sol interior que me dice que es tiempo de descanso y que hay un viaje cortito esperando por mi tiempo, así que todo está bien. Todo está bien, y con una caja de sorrentinos. Casi casi inmejorable.




Cuando llegué a la parada vi una pareja corriendo y yo también apuré el paso hasta alcanzar el Copsa, que estaba a punto de salir pero nos esperó. Como venía bastante vacío me instalé bien en el fondo, cerca de la puerta trasera. Ya no quedaban asientos con ventanilla, así que me acomodé junto al pasajero más flaco de la zona: una chica delgadita que venía mirando su celular. 
A los pocos segundos me di cuenta de que la muchacha iba hablando con alguien. Supuse que andaba con auriculares, porque el teléfono estaba en sus manos, bien lejos de las orejas. Iba dando unas órdenes sin levantar nunca la voz, pero en tono comninatorio.
_ ¡Dame una mano, enfermo! ¡Corré de ahí, tarado!
La miré de reojo. Ahora empezaba una ronda indagatoria.
_ ¿Lo ves, lo ves ahí? ¿Agarraste las cosas?
Nunca miro los celulares ajenos, en parte porque soy lo bastante miope como para no distinguir ni una letra, pero esta vez me fijé en su pantalla. Ella era una heroína de cuerpo escultural que recorría un paisaje tenebroso y entraba a un oscuro castillo. Se ve que el otro andaba también por su mundo pero yo no logré distinguirlo. Ella comandaba las acciones. 
_ Ahora movete, ponete por lo menos ahí. No. Ahí no. Da la vuelta.
Mientras hablaba iba sosteniendo con una mano el teléfono y con la otra una hamburguesa al pan a la que le daba frecuentes mordiscos. La tarea de invadir castillos ajenos requiere de mucha energía, además de rápidas decisiones.
_ Cuidado ahí. Cuidado ahí. Cuidado ahí. Te mataron. 
Se hizo el silencio en el asiento de al lado. Ella continuó recorriendo sus lóbregos pasillos, ahora en la más absoluta soledad. Casi me olvido de su delgada existencia perdida en las sombras del asiento de al lado. El Copsa seguía avanzando a paso tranquilo por las avenidas llenas de autos y de bocinas. Todo se enlentece los viernes por la noche. Saqué yo también mi teléfono, y me puse a mirar fotos y videos.
Al rato, la voz de la muchacha volvió a hacerse oír. Ya no estaba en el castillo; había atendido una llamada y en la pantalla se veían los números del teclado. Su voz sonaba molesta, aunque siempre en voz baja.
_ ¿Qué pasa, papá? Sabés que si llamás me sacás de internet. Sí. Termino el juego y te mando solicitud.
Seguimos viajando otros quince minutos, y cuando llegó mi hora de bajarme la heroína del cuerpo escultural aún seguía combatiendo. Supongo que el otro se debe haber aburrido, pero no puede quejarse. Ella le dio instrucciones precisas y trató de proteger su existencia. Si dejó que lo mataran, allá él. 
Llegué a casa con la noche ya muy avanzada, y apenas entré le di unas órdenes a los dos gatos.
_ Salí de mi silla. Y vos también, movete, ponete por lo menos ahí. No. Ahí no. Salí de mi silla.
Pero no obedecieron.




Preparo a Idea. Corrijo análisis de Onetti. Saco a la Biblia que ya pasó. Llevo fotocopias de Tabaré y de Hidalgo; guardo las de Petrona Rosende que me devolvieron ayer. Una chica tiene que dar Delmira. Mis practicantes comienzan Dante. Tengo que corregir los deberes sobre Ernesto Cardenal. En cualquier momento me llaman para defender el trabajo del concurso de CFE. 
Me dan ganas de gritar que no hay manicomio para tanta locura, pero la Torre de los Panoramas está cerrada y no sé si me dejarían entrar. A veces quisiera ser como Onetti y poner cartelitos en la puerta que dijeran Mariela no está, no insista. Mariela se va a caminar por la rambla. Mariela va a hacer una pascualina. Mariela recuerda que a veces había sol en el mundo. Mariela quiere tiempo para leer por gusto. 
Mariela está agotada, en el sentido más absoluto de la palabra. 
Último año de trabajar tanto. Último año de muchas cosas. 2020 empieza en noviembre, o tal vez algún día de octubre, cuando aprenda a decir “no”. No voy a tomar esa materia. No quiero otro trabajo. No me interesa ese curso, ni ese congreso ni esa charla ni nada a lo que no pueda ir con todas las neuronas, o con la mayor parte, por lo menos. 
2020 empieza en noviembre, o tal vez en octubre.



llos son siete, dos varones y cinco chicas. El turno ya terminó pero siguen sin prisa en el liceo, tirados en el suelo, compartiendo bizcochos y medialunas. Les sonrío al pasar, mientras empiezo a recorrer los salones del piso de abajo buscando a mis compañeros. Abro cuatro o cinco puertas, y en todas me miran interrogantes profesores de Física, de Química o de Dibujo. Me siento una intrusa, murmuro disculpas, cierro en silencio. 
Recorro el piso de arriba: solo hay salones vacíos. El 23, donde fui estudiante de sexto y ahora doy clases en un quinto. El 20, con un punto exacto que cuando lo cruzo me cambia la voz. Los estudiantes de esos grupos ya se fueron y los docentes que busco no aparecen, así que desando la escalera y vuelvo al patio de abajo. 
Los que estaban sentados en el piso siguen conversando, pero ahora llega una chica. Se nota que está llorando, se sienta entre ellos, y todos se inclinan para consolarla. 
Yo encuentro por fin a mis compañeros: una profesora acaba de hacer un taller literario y terminamos todos preguntándole cómo fue la experiencia, descalzos y tirados en el piso de madera del salón de teatro. Cambiamos ideas, compartimos textos, hacemos que el tiempo de la coordinación respire aire limpio. Empiezo a darme cuenta que adentro y afuera del salón se van armando tribus con reglas que parecen diferentes pero no lo son. 
Cuando toca el timbre del final de la hora los docentes volvemos a ponernos los zapatos y salimos.
_Profe, te extraño.-dice la chica que antes lloraba y ahora tiene un aura de luz en la mirada.- Tenés una energía re linda.
Paso un rato con ellos. Planeamos improbables encuentros y diseñamos pequeñas utopías, aunque ya no son mis alumnos y ahora nuestros tiempos no coinciden. Salgo del liceo con una luz diferente que ilumina por dentro, aunque no es para siempre. 
_Yo también los extraño.




Una vez jugamos con una amiga a hacer cada una su lista de amantes, y las dos nos olvidamos de unos cuantos. Estábamos en una casa cerca de la playa; era enero y nuestros cerebros parecían descansados, pero el olvido tiene sus propias reglas, y selecciona con criterio. Lo que no fue especial, desaparece. Lo que valió la pena queda en el recuadro superior de la hoja, subrayado en rojo y con corazoncitos. 
A la hora de la cena leímos nuestras listas, y tiramos unos adjetivos. Dulce, embole, creativo, egoísta. Después jugamos un rato a las cartas y no volvimos a hablar del tema, pero esa noche nos fuimos a dormir sabiendo que habíamos tachado mentalmente todos los nombres excepto uno o dos. Yo hice fuerzas para soñar con ellos pero no vinieron, y me encontré toda la noche buscando caracoles y botellas con mensajes por la playa. 
Al otro día el sol de la ventana amaneció entre mis pies. Me levanté con la primera claridad y bajé a pasear por la orilla, a ver si pensando aparecía alguna piel descartada en el recuerdo, pero todo lo que pude preguntarme es si acaso mi nombre estaría en alguna lista, y si alguien lo subrayaría con tinta roja, aunque no le pusiera un corazoncito.




El Intercambiador suena y baila con la Escola do Samba que ensaya dos por tres en su explanada. Unos 20 músicos (en su mayoría hombres) y 20 danzantes (en su mayoría mujeres) ofrecen su espectáculo a la vez que ensayan y disfrutan de lo que hacen. Nadie pide un peso; en verdad, están tan enfrascados en lo suyo que ni nos miran a las 30 o 40 personas que los admiramos desde los andenes o en los bancos en la plaza. Son casi todos veinteañeros, o menos. Varios niños que andaban en bici o en patines se suman al cuerpo de baile o se quedan observando a los percusionistas. Una madre joven enseña a bailar a su nene de 2 años. Cuando pasan los 100 o 103 hay un recambio en el grupo de mirones, pero ellos nunca dejan de tocar, hasta que viene mi 111, y me lo tomo. 
_ ¿No sabés cómo salió Danubio?- Me pregunta una viejecita de pelo blanco desde el asiento de adelante. 
_ No, ni idea.- le contesto, y me siento una especie de traidora de la Curva. 
Este es mi barrio, hoy, este es mi abismo. Quien no lo vivió, no lo conoce. 
Sigo mi viaje hacia el tango, las canas y los libros de la costa. 
Ustedes me comprenden.
"Vos contás toda tu vida en las redes", comentó una vez un amigo, y otro, a la vuelta de un viaje que hice, me dijo que yo había hecho tanta crónica que ahora no iba a tener nada nuevo que decir de lo que me había pasado.
Es muy interesante esto de creer que conocemos a alguien basándonos en lo que decide poner en palabras. No dudo que conozcamos sobre su vida diaria, su trabajo o sus gustos, pero "¿y el animal?". El animal capaz que no se muestra, vieron, porque de pronto una no quiere andar desparramando intimidades a manos llenas, aunque parezca lo contrario. Ojo que este no es un post enigmático; detesto las indirectas y los únicos enigmas que me gustan son los de "encuentre al gato". Es solo una mínima reflexión de sábado de mañana. Acá no va a haber historias de parejas, discusiones con amigos o problemas laborales; de eso ya hay bastante por otros lados, y lo mío (en este muro) es la crónica costumbrista.
Había pensado escribir algo sobre la charla de ayer de Sacheri, sobre mi ser agotado reptando por los laberínticos corredores del Costa Urbana y sobre una Feria del Libro sin libros, pero el cerebro tiene su propio GPS y te lleva por donde se le canta (Sacheri-cansancio-viernes eternos-replanteo de horas de trabajo-tiempo de bajar la pelota-Carpe Diem, esas cosas). En este momento, me lleva al final de la jornada, antes de llegar a mi casa.
Estaba por bajarme del penúltimo ómnibus del día; el 77 venía casi vacío. Solo una pareja en los asientos del fondo, y eso que recién iba por la mitad del recorrido.
_ ¿Seguís dando clases de Literatura?- escucho la voz del chofer, un flaco alto de unos 30 años.
Esta escena ya la he vivido, me digo. Ahora viene el saludo. Apelación a la mala memoria. Apellido. Posible liceo. "Me acuerdo que..."
_ Me acuerdo que con voz dimos dos de los textos más lindos que he leído en la vida: El Romance del Enamorado y la Muerte y La maldición de Malinche.
El cerebro se activa al máximo de la escasa capacidad de respuesta de un viernes tras 15 horas fuera de la recarga de batería vulgo casa. Yo nunca di La maldición de Malinche. ¿O sí? Capaz que algún año cuando di Zitarrosa la pasé como complemento. Vaya una a saber, pero el pibe se la acuerda.
_ Y también que siempre nos decías "gurises, estudien, que este es el momento..." ¡Qué razón tenías!
Jamás les diría "gurises", pienso, pero no lo digo. Capaz que les dije algo de eso, capaz que no. De repente era la idea, aunque no tengo memoria de haberla especificado como consejo, porque entre otras cosas trato de evitar el rol de consejero así, directo, onda "yo sé lo que te conviene".
_ Y vos, ¿estudiaste?- le pregunto, y me dice que sí, que abandonó al momento de casarse y tener hijos ("tengo dos gurises"), pero que ahora hace Auxiliar de Enfermería y quiere terminar el liceo para ser profesor de Historia. Le comento que hay muchas vías, que no deje de averiguar, que puede hacerlo en menos tiempo o por tutorías, y él promete que lo hará.
_ Te quiero agradecer, porque siempre fuiste buena gente conmigo- me dice cuando ya está abierta la puerta en mi parada. Le digo que gracias, que me acaba de iluminar el día, y es verdad.
Vuelvo a casa contenta, y en el camino paro en el bar de mi barrio a comprar una muzarella con roquefort.
Para que vean que una no es perfecta, digo.