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miércoles, 5 de febrero de 2020

Febrero 2020





Ya totalmente recuperada de vómitos y dolores, salía de casa hace un rato cuando vi a unos vecinos sentados bajo los árboles de la placita, y me detuve. Quería mostrarle a una señora la foto que me recordaba el fb de Sasha, su perrita, cuando tenía una semana y estaba todavía en mi casa junto al hermano Frodo y la madre Innominada. Charlamos un rato; ellos eran la dueña de Sasha, un veterano que ubico de cara y su esposa, todos de alrededor de 60 años. La esposa del hombre (a la que veía por primera vez) en cierto momento me habló de su hijo:
_ Yan, ¿te acordás de mi hijo Yan?
_ Eeeh...
_ ¡Yan! Vos fuiste profesora de él. El hermano de Juan. A Juan lo ubicás. ¿No?
_ Eeeh... Soy un desastre.
En eso pasó Juan y la madre me lo mostró: nunca lo había visto tampoco. El tal Yan hace 11 años que se fue del barrio y fue mi alumno en el liceo 37, me dijo la madre, lo que lo ubica como alumno en 1991, así que no me da taaaanta culpa, pero yo tendría que saber quiénes son la señora y el hijo que aún sigue viviendo en la cooperativa, a media cuadra de mi casa.
Lo dicho: soy un desastre.
Hace unos días charlé largo rato con una mujer que hasta hoy no tengo idea de quién era.
Hola, genes Rodríguez.
Aquí estamos.




¿Cómo va una a enviar un mensaje de texto si no tiene un teclado con letras, sino con colores? Que en realidad no era un teclado, sino una especie de bizcochuelo multicolor, donde había que ir presionando por zonas y acertar, ir adivinando cuál color coincide con la letra o con la idea. Era muy difícil de digitar, y yo tenía que mandarle un mensaje a mi amigo Danilo que dijera "dónde queda la policía especial", porque tenía a mi viejo preso por un grupo ultra secreto de la policía, que no lo tenía en una celda, pero le daba apenas una movilidad de unas cuadras y no lo dejaba salir de un radio limitado de calles. Mi viejo estaba raro en el sueño, en realidad era Alberto Fernández. Cosas que pasan. Cosas que una sueña y después escribe para sacarlas de la conciencia, en una operación de poner en palabras que les quita la angustia en imágenes. Lo de siempre.




Terminar las vacaciones me cayó mal; creí que con una buena actitud podría superarlo, pero no. Rumbo al examen de hoy en Florida mi cuerpo expresó su desazón volviendo física la náusea existencial. No daré detalles, excepto que fue una suerte que llevara una bolsita de nylon en la mochila y que la crisis me agarrara justo entrando a Canelones, donde bajé a esperar una CITA de vuelta. A los diez minutos ya estaba instalada en un bus que había salido de San José, donde continué dando una bonita función para todo el pasaje metropolitano hasta que me dormí, agotada. El guarda me despertó en Tres Cruces, con el ómnibus vacío y una chica barriendo los asientos. Y acá estamos.





A un par de horas de terminada la fiesta el hostel amanece ya limpio y con todo acomodado. En mi habitación una rubia porteña ve que me levanto y me pide que sacuda a Huguito, que está roncando y no la deja dormir. Lo primero que pienso (con harta experiencia) es que esos no son ronquidos, y lo segundo que uno no debe venir a un hostel si tiene dificultades para conciliar el sueño, pero igual lo sacudo una vez, y otra, y otra, pero nada. Huguito es indespertable. La rubia hace un gesto de “bueh”, saca su celular y se da por vencida.
Abajo, los dos gatos tienen hambre. Por la fiesta de ayer hoy la cocina se abre tarde, pero alguien (que no voy a decir quién soy) igual se cuela para darles su ración matinal. Después hay un show de gata chiquita queriendo jugar con la perra Flora, que a su vez intenta inútilmente obtener algo de la alimentadora de los gatos. Pero no tiene suerte, porque la comida canina no está en la cocina. Un segundo perro aparece en el patio (donde solo estamos un péndex y yo): es Frodo. Con este la gata chiquita no quiere jugar, se encrespa y se trepa a lo alto de un árbol, desde donde lo controla hasta que queda el terreno despejado y ya puede bajar de nuevo a los sillones.
Hay un silencio profundo con música de pajaritos y de chicharras. Arranca el martes de carnaval en el hostel.





Afuera terminaron los tambores, la murga y el cuarteto de cuerdas. La gente desfila por la calle principal, busca cosas para hacer, compra comida, adivina rostros en la oscuridad. Adentro del hostel pintó fiesta fiesta. Un reguetón furioso atrás de otro, luces, el patio de abajo devenido en pista y una masa de cuerpos saltando y ondulando entre las plantas y las instalaciones hasta hace un par de horas silenciosas. La música hace vibrar las paredes y los pisos. Es la última noche de carnaval, y todos lo sabemos. Alcohol, desbunde, olvido feliz y gozoso de la realidad individual y colectiva. Baila morena, baila morena... Puerto Rico me lo regaló... Duro, duro... 🎵

Adivinen a quién no le gusta el reguetón.





Hoy a las nueve y media salimos a navegar con en el Capitán Bala. La idea era recorrer alrededor de las islas y acercarnos a los lobos. Cuando llegamos al arroyo el Bala nos miró con sus enormes ojos azules y planteó la situación.
_ El mar está picado, pero si ustedes aguantan, vamos...
Nos miramos. ¿Cómo no íbamos a aguantar?
- ¡Vamos!
Y subimos. Diana y yo sentadas en el costado, Hugo en una punta y el Rafa en la otra. El Bala empujó el barco hasta que zafamos del banco de arena; ahí encendió el motor y empezó la función.
_ El mar va a estar picado hasta la rompiente, después se calma.
_ Dale.
Pero no se calmó nada.
Empezamos a saltar sobre las olas enormes y verdes, cada salto era una posibilidad de caerse, y el barco se hizo fusión de caballo encabritado y Rock & Samba. Íbamos con chalecos salvavidas, y cómo será la cosa que apenas arrancamos le pedí al Bala que me guardara el teléfono en un contenedor hermético, por las dudas. Para que yo prescinda de sacar fotos del viaje...
El recorrido fue breve y aventurero. Sobre todo breve. Antes de salir de la rompiente ya le estábamos pidiendo al capitán que diera la vuelta, que no nos bancábamos el traqueteo.
_ ¿En serio?
_ Sí...
Y nos volvimos. Dos toninas grises nos acompañaron durante el regreso, y cuando faltaban treinta metros escuchamos la voz del Bala diciendo que nos bajáramos, que así el barco iba más liviano a la entrada al arroyo.
_ ¿Acá???
Pero era bajito, y lo hicimos. Aventura interruptus. Otra vez será. Nos quedó la foto. Y ta.





Al mediodía iba de regreso al hostel después del almuerzo cuando me crucé con un ex vecino del Puertito, que vive en Valizas desde hace años. Él era el hombre al que yo quería ver, porque vive en las Malvinas y debía saber de la última tormenta.
_ ¿Qué pasó con el mar que cambió toda la playa?- le pregunté.
_ Fa, fue una crecida enorme, hace dos días. ¿Viste cómo cortó las dunas?
_ ¡Sí, tremendo! ¿Se llevó algún rancho?
_ No, por suerte no. Lo que pasa es que se comió pila de arena, y eso desenterró restos de ranchos re viejos, que estaban tapados hace añares. Donde estuvo heavy fue en el arroyo...
_ Ah, todavía no fui. ¿Qué pasó?
_ Y... se llevó una empalizada, y además el mar entró tranquilo hasta acá, hasta la laguna.
_ ¿Hasta la laguna???- pregunté, sorprendida pero no incrédula. Ya había visto antes esas crecidas lentas del agua que avanza varias cuadras en el pueblo. Bajita, pero imparable. Una vez incluso me pasó salir de un boliche en la madrugada y encontrarlo hecho isla en medio del agua.
Seguí charlando con el conocido (de cuyo nombre no puedo acordarme) un rato más, y cuando ya me estaba yendo me dijo:
_ Che, siempre te veo que venís seguido por acá, y la verdad que te quiero felicitar. Está re bueno eso de permitirse salir de la locura y acercarse a la naturaleza. Hacés muy bien.
Le agradecí el elogio y volví al hostel, en busca del cafecito post almuerzo, porque una es amante de la naturaleza pero no puede prescindir de algunas drogas, vio. Especialmente de las que vienen en formato taza y color negro. Bien negro. Como la arena de Valizas, más o menos.




“Valiceras” de sábado a la noche.
_ Hola. ¿Tenés café?
_ Sí.
_ ¿Con leche?
_ Sí.
_ Dame dos.





Al principio la de Valizas es la misma playa de siempre. En estos días hubo terrible tormenta, pero el mar no se llevó ningún rancho, que yo sepa. De repente, pasando la cañada (que ahora sí tiene agua), empiezan a aparecer los barros. Cachos de barro negro tirados por la playa, como nunca. Barro también adentro del agua; barrancas negras como las que a veces se ven en el Cabo. Una viborita de colores viene entreverada con la espuma y casi se enreda entre mis dedos. El mar muy, muy bajo. Las dunas altísimas, dejando ver el juego de vetas con la arena negra, como cortadas a cuchillo. Huellas de olas aún sobre las dunas. Restos de antiguos ranchos que el mar dejó sobre la playa: pisos, vigas, paredes, enredados con las boyas y redes de los pescadores. Una sección de caño de pozo bailoteando entre las olas. Los ostreros deambulando entre escombros y caracoles. Todo está cambiado. Me fui el domingo, y hoy sábado ya los bordes y las distancias son otros. Camino un par de horas tratando de no recordar otras tormentas y otros cambios en los bordes de las dunas, hace ya tanto tiempo, pero ahora solo soy espectadora, y no sufro. Solo camino, saco fotos y guardo cosas en mi mochila, que presiente que este carnaval va a estar muy exigida. Por suerte.




Qué mal la gente que muestra sus vacaciones en las redes sociales; eso no se hace. Yo, en cambio, pongo una foto que refleja lo fresco del día y el embole de tener que esperar a que pase el mediodía para bajar a la playa. Pura generosidad lo mío, lo sé, lo sé, pero no puedo evitarlo, soy así: buena gente (y muy modesta). 




Cuando el hombre a mi costado me despertó esta mañana lo primero que pensé es que no hay derecho, que nadie debería ser citada a trabajar el viernes previo a Carnaval. El viernes de Carnaval debería ser feriado; toda otra opción entra en la categoría “pequeñas maldades innecesarias de las instituciones educativas”. Demoré medio segundo en abrir los ojos y acabar de despertar. La luz estaba entrando por la ventana, dejando ver zonas de gris y de azul en el cielo. Lo primero que hice fue agradecer a quien había amanecido conmigo que no me hubiera dejado seguir de largo. Habíamos dormido poco y los dos habríamos podido seguir, pero, en fin, era la hora. La CITA estaba llegando a nuestra parada; era tiempo de bajarse y comenzar la caminata hacia el CeRP, como todas las mañanas de examen en Florida.





Todo arrancó hoy de mañana, en un seminario de Derechos Humanos en el IPA, cuando una imagen proyectada en la pantalla me recordó a la escena de la escuela en The Wall. Los niños caminando lento, la picadora de carne, las siluetas sentadas en bancos, con máscaras idénticas o poco menos…

_ Is there anybody out there?

Vi The Wall en el 84´, cuando estaba en sexto año en el IAVA y mi amiga Graciela poco menos que me conminó a ir al cine Princess con mi novio de esa época para verla. A él no le movió gran cosa. Yo salí alucinada. A las dos semanas la vi de nuevo, esta vez con mi amiga. No podíamos creerlo. Pasábamos los recreos hablando de la película y bajábamos las escaleras del liceo cantando mientras íbamos rumbo a la cantina.

_ Remember when you were young, you shine like the sun

A los años la vi por tercera vez, en Cinemateca. Yo ya estaba cursando el IPA; hubo que ir un par de días y hacer colas de una cuadra, porque todo el mundo se había dado cita en La Linterna Mágica y las funciones se agotaban. Después hubo una cuarta vez, ya en la tele, una quinta, y así.

_ Hush now, baby, baby, don't you cry
Mama's gonna make all of your nightmares come true

En los 90´ me enamoré de un fanático de Pink Floyd, y mientras pasábamos las horas estacionados frente a la puerta de mi casa en su Volkswagen verde escuché Atom Heart Mother y me voló la cabeza tanto o más que el dueño del auto y los cassettes.

_ Welcome my son, welcome to the machine.

Escuché Shine on your crazy diamond en mi rancho de Valizas y anduve por las playas del Cabo cantando Wish you were here durante tanto tiempo que creí que no iba a poder escuchar a Roger Waters sin ponerme a llorar, pero no.

_ Hey, you!
out there in the cold
getting lonely, getting old.
Can you feel me?

El toque en el Estadio fue una fiesta, y no importó ni un poquito que lo estuve viendo más en la pantalla que en directo y que no fui con el fanático de los 90´ sino con un amigo, que en en ese momento estaba enamorado de una mujer más lejana aún que la figurita canosa y descarnada que se movía sobre el escenario a lo lejos.

_ Mother did it need to be so high?

Todo arrancó hoy, en el seminario, y como suele pasar una cosa trajo la otra. Terminé en mi casa viendo video tras video, cantando a los gritos, desafinando de lo lindo y convenciendo a alguien en otro continente para que fuera al toque de Waters en su ciudad el próximo 25 de agosto, hasta que mi amigo del barrio me cortó la inspiración y el revival con una propuesta de pizza o empanadas o postre o algo en el bar de la esquina apenas parara la lluvia.

_ We don't need no education
We don't need no thought control
No dark sarcasm in the classroom
Teachers, leave them kids alone

Hay amores que no cambian, le digo a Matilda mientras la desalojo de mi remerita de dormir con arcoíris, pero ella no tiene problema: se hace un ovillo en la ropa que voy a usar mañana para trabajar y no demora un segundo en quedarse dormida.

_ What have we found?
The same old fears.
Wish you were here.




Deportistas de todos los niveles.
Extranjeros de ropas coloridas.
Gente con perros y perros con gente.
Niños muy blancos jugando en la playa sin sol.
Superficie movediza que se vuelve espejo.
Hora de magia.
Personas en el agua.
Olor a mar en la orilla húmeda del río.
Siluetas que caminan, que corren, que saltan, que se estiran.
Revoloteo de gaviotas a lo lejos.
Arena dura bajo los pies apurados.
Luces que se prenden.
Noche que cae.
Ritual de olas chapoteando bajito a nuestro paso.
Y qué más.





Vivo en esta casa (con alguna intermitencia) desde 1983. Nunca hasta ahora me había entrado agua de lluvia, pero hoy la cocina tuvo su zona de deportes náuticos. Una vez que paró el diluvio los vecinos buscaban inútilmente un lugar por dónde cruzar la calle sin chapotear, y apenas escampó apareció Matilda en la ventana de la cocina pidiendo para entrar, tan seca como si aquí no hubiera pasado nada.
Bienvenido bombazo.
Todavía no respiramos aire fresco, pero casi.




Quiero que sepas
que ya no te creo.
Hubo un tiempo en que tus promesas
germinaban en mi alma
como lluvia en tierra seca
pero eso pasó
como todo pasa
y ahora si te escucho
el más gris desaliento
se me pinta en la cara.
Ya no entro mi ropa
ni cargo paraguas.
Ya riego las plantas
y abro las ventanas.
A tus promesas de lluvia,
de lluvia fresca abundante
opongo mi patente
percepción de horno.
No ofrezcas alertas
Como tibios señuelos para incautos.
Tu tiempo de acierto
se diluyó en el fuego
de esta tarde eterna incandescente.
Ya no entraré a tu página
ni leeré tus anuncios.
Hablá para otros.
Yo ya no te creo.




Ya había pasado dos o tres pasos de la hoja Tabaré tirada entre la hojarasca cuando decidí dar vuelta y sacar una foto. “En mi barrio tenemos basura vintage”, podría ser el pie, o tal vez “La Tabaré desubicada entre las de plátano ídem”. Todo eso pensé en esos dos o tres pasos, hasta que frené mi avance por 8 de Octubre y di la vuelta, ya con la mano en el celular. Una viejita que caminaba lento en mi dirección inicial me vio volverme y ella también retrocedió.
_ ¿Es por la bolsa?- me preguntó.
_ Eh... no. ¿Qué bolsa?
_ Ah, yo pensé que usted se paró porque iba a agarrar esa bolsa de mandados, la que está ahí, tirada...
_ Ah... ¿esa?- dije, viendo una bolsa roja de Chic Parisien semioculta entre las hojas secas.- No, iba a sacarle una foto a esta hoja Tabaré... ¿Querés que te alcance la bolsa?
_ No, si usted la quiere no, yo se la dejo...
_ No, yo no la quiero. Ah, mira- dije, mirando más de cerca- está rota. No sirve.
_ Qué lástima. Igual yo se la hubiera dejado.
_ Gracias, pero de verdad no la iba a llevar.
_ Yo para qué la iba a querer; se la dejaba a usted.
_ Gracias, pero...
_ Yo para qué la iba a querer. Se la hubiera dejado.
Había caído en un loop; iba a ser difícil sacarla de su afirmación. Seguí caminando, mientras pensaba que la viejita no iba a entender mi manía de ir recortando la realidad en imágenes y frases sueltas. Para ella lo valioso era rescatar algo útil, aunque fuera para dárselo a la primera persona desconocida que se cruzara por la calle.
“De las fronteras líquidas entre las hojas y las bolsas” podría ser ahora el pie de foto, o también: “fronteras borrosas entre lo vintage y lo funcional; manías y desubiques”.
A gusto del consumidor.
Todo vale.



Domingo, dos de la tarde, 33 grados de temperatura en Valizas. Yo acabo de almorzar y estoy tirada en el piso fresco, sintiendo la brisa que entra por la ventana de mi habitación del hostel. Mientras tanto ella, la chica de Catamarca, duerme en la cama de abajo de su cucheta, en una especie se búnker que se armó con la frazada. Es la misma que vino a veranear sin traerse protector, por lo que ayer andaba caminando como un robot y emitiendo sonidos de uff, ah, auch. La misma que cuándo dos chicos le preguntaron si era cordobesa, dijo que no, que los cordobeses hablaban peor que los catamarqueños. “¿Y ustedes se dónde son?”, agregó, simpática. “De Córdoba”., le dijeron.
La chica de Catamarca es muy agradable, pero se pasa las horas de playa tirada en la cama con el celular. A veces charla con un barbudo de voz gruesa, aunque no creo que él tenga intenciones se entrar al búnker de la frazada. No mientras Valizas se siga cocinando a fuego lento, por lo menos.




Cómo me gusta tu pelo! - me dice una señora que desayuna sola desde la mesa de enfrente. - Desde ayer que te lo miro. Me encantaría tenerlo así.
La miré: era rubia, de rulitos.
_ Gracias... ¡Pero vos lo tenés como yo!
_ ¡No, qué voy a tener! Yo siempre quise tener el pelo así. Pero tengo mis años, y una enfermedad que me hace caer el cabello...
La miré de nuevo. Unos sesenta y algo, pensé. Pelo por los hombros, pero no escaso. Con brillo, lindo.
_ Oíme, tenés un pelo precioso. Corto, pero precioso.
_ Y... es que a mis años ya no me da para dejármelo largo.
_ ¿Qué edad tenés?
_ 81.
La miré otra vez. Flaca, de vestido hippie, pañuelito en la muñeca, de vacaciones sola en el hostel. Fue como ver un espejo que adelanta, de esos de los que habla Cortázar en Historias de cronopios (creo).
Seguimos charlando un rato, mientras Valizas despertaba y la niebla de la mañana terminaba de disiparse. Después terminé de tomar mi café, y me fui. El domingo estaba comenzando.




Esta soy yo con apariencia delictiva, al menos según la mascota de una amiga que vive en el pueblo. La Flaqui es un perra joven y sin raza, que mi amiga rescató de alguien que la maltrataba. Hoy me hizo frente, y si bien no me tiró el tarascón sí me impidió el paso, hasta que apareció la dueña, quién me miró y dijo:
_ ¡También vos, venir de gorrito con visera!
_ ¿Eh?
_ Nada, que la Flaqui odia los gorritos y los lentes de sol, porque le recuerdan al dueño anterior. Vos para venir a esta casa te tenés que sacar ese gorro.
_ Y la Flaqui dice que lo mejor es sacarse también la ropa y venir de biquini- agregó un veterano que había estado de visita y ya se iba yendo.
Rápido (y vintage), el hombre.
Yo me quedé un rato charlando con mi amiga, rato en el cual la Flaqui me miró todo el tiempo con expresión dubitativa, pero no volvió a ladrarme.
Es la primera vez que uso el gorrito gris, y ya me siento discriminada.





Despierto por mis propios medios a las cinco menos diez de la mañana, tres horas después de haberme acostado y unos segundos antes de que suene el despertador. Hago un par de cosas, preparo un capuchino, saludo a Matilda y salgo de casa en plena noche bajo la atenta mirada del sereno de la cooperativa. Llego a la parada: solo dos hombres, ambos subiendo a un 103. Cambio mis planes de Copsa a Cutcsa: todo con tal de no quedarme sola en la parada. En el 103, 19 mujeres y 4 hombres. Todos abrigados, salvo la chica de al lado y yo, que vamos de remera y minifalda. Las dos cantamos bajito con la música del ómnibus: primero More than words, después Forever young. Camino las cuadras hasta la terminal cuidando que no se me caiga la almohadita de viaje que llevo precariamente enganchada en la mochila. Ya en Tres Cruces, busco el boleto y accedo al andén 25, donde hay un COT esperando. Me siento una traidora: toda una vida de viajar en Rutas y ahora lo cambio, solo porque sale una hora más temprano, que ni siquiera sé si representa una hora más de playa. El COT está vacío a las 5.49, pero por poco rato. Sube gente, gente, gente. Pierdo el asiento de al lado. Verifico si hay wifi: hay. Se cierra la puerta y el coche empieza a moverse. Me pongo la almohadita al cuello, cierro los ojos y me preparo para un sueño reparador de apenas 265 km.




Backstage. Cuando salís del teatro, rumbeás para Isla de Flores y de repente te encontrás caminando con tus amigos por el medio de las comparsas. Explosión de sensaciones. Dionisos vive y lucha, entreverado con la umbanda y el candomblé. La gente baila, te invitan con vino en balde, se amontonan en las esquinas y pasean por las laterales. El ambiente parece tranquilo, hasta que vemos a unos PADO que tienen contra la pared a siete u ocho pibes. Seguimos caminando. Compramos agua. Cruzamos mamas viejas, vedettes, tamborileros, bailarinas con los zapatos en las manos. En medio de un carnaval que no me mueve ni medio pelo, las llamadas (todavía) siguen siendo una fiesta.




Si te digo 238 hombres y 18 mujeres, ¿en qué pensás?

En nuestros programas de Literatura las autoras de textos propuestos para estudiar están reducidas a su mínima expresión. Casi invisibles. 31 hombres y 6 mujeres en tercer año, 117 y 8 en cuarto, 24 y 1 en quinto, 66 y 3 en sexto.

Ya sabemos que a lo largo de la Historia (así, con mayúscula, como si dijéramos "la oficial") las mujeres hemos sido silenciadas y condenadas o a no escribir o a no ser conocidas, pero... ¿solo rescatamos a 18? ¿En serio?




"Diálogo"

_ ¡Hola, Mariela! ¡Te vi el otro día con un churro!
La miré. Estábamos en el Intercambiador. Mi cara debe haber hecho un gesto de "¿eh?" (y quizás de "¿estamos en 1978?") pero no terminaba de entender, así que me aclaró.
_ La otra noche, en el bar.
_ ¡Ah, sí!- respondí, ubicando la situación- Es un amigo.
_ Bueno, hoy es un amigo, mañana no se sabe...
_ No, no.- me reí- Es un amigo. Es mi amigo, y es gay.
_ Ah, es gay... - murmuró, y se quedó un momento pensativa- Pah. Lo malo es que no lo vas a poder cambiar. Por más que quieras, ellos no vuelven.
_ ¡Pero yo no lo quiero cambiar! Es mi amigo.
_ Vos decís eso, pero mirá si te enamorás...
_ ¡Noooo! Ni ahí. Es mi amigo, charlamos de todo, viajamos juntos...
_ No lo vas a poder cambiar. Haceme caso. Ellos no vuelven.
_ Mirá, justo viene mi ómnibus. Que andes bien, nos vemos.
_ Bueno. Chau.
Y me fui.





¿Nunca les pasó estar frente a un gato que se pase pidiendo comida pero no quiere nada de lo que le ofrecen? Matilda anda medio trastornada este año; capaz que sucesivos abandonos de mi parte la fueron dejando inestable, no sé. Por ahora maúlla de hambre pero no acepta pastillitas (ni buenas ni de las otras), ni sardinas, ni atún (desmenuzado o en trozos), ni picada (de vaca o de cerdo). Comida tipo paté no le gusta. Falta probar pollo o pescado fresco... ¿No ea raro?
Además vive afuera, solo entra para tomar agua y hoy (particularmente) me odia porque le puse collar antipulgas.

#Noncapisconiente

Psicólogo de mascotas, tienen?
Rivotril?



“Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá”. ¿Utopía? No: Tristán Narvaja. Un Aleph infinito que no se agota, en el cual cada esquina se abre a nuevas calles arboladas donde encontrar cualquier cosa (especialmente lo que no se busca). Todos los rubros, lo sublime y lo insignificante, voces con acentos de cada país del continente, memoria y refugio del tiempo. Recorro al azar la parte de feria que el destino me depara esta semana, charlo con amigos, alumnos y primos, compro buñuelos de verduras y arrollados primavera y así, con los ojos llenos de imágenes y el aparato digestivo desbordante de aceite refritado, vuelvo a 18 y espero el 103 en mi parada de todos los días.
Dentista, taller, trabajo y feria: yo tendría que vivir en ese barrio, pienso, antes de decidir que, con su permiso, voy a tener que dejarlos. Es hora de ir a jugar un 5 de oro. 



La rambla de Montevideo en febrero es ecléctica e imprevisible. Tanto te cruzás a los pibes de mi barrio como a los chetos de la costa, vueltos ya de sus vacaciones en el Este. Veces ha habido en que caminando desprevenida he caído en medio de un toque, una competencia de zumba o hasta una convención de curas y monjas. Hoy le tocó el turno a las esculturas de arena.
Ya desde el cartel de Montevideo se veía una multitud agrupada en torno a algo. Ocho o diez montículos figurativos, a cuyo alrededor decenas de paseantes y algunos autores sacaban fotos, curioseaban y comentaban las obras.
_ Es divina esta, ¿viste?- me increpó de pronto una sexagenaria de platinados y cortos cabellos, con evidentes ansias comunicativas.
_ Sí... - respondí sin arriesgar. Decirle que ese angelito culón acostado boca abajo y de ojos cerrados me parecía una cursilería hubiera sonado quizàs un tanto agresivo de mi parte.
_¿Viste todo lo que significa?
_ Eeeh... no sé: ¿la paz del espíritu?
_ ¡No!- casi se enojó la veterana.- ¿No ves que está muerto? Es un angelito muerto. Representa a los niños abortados, pobres angelitos, eso es lo que significa.
_ Aaah...- dije, ya con ganas de salir corriendo, o al menos saltando esculturas. Pero algo se me removió en el estómago, porque en vez de escapar decidí seguir hablando.- A mí, en cambio, me recuerda a aquel niñito migrante que apareció así, boca abajo, en el Mediterráneo.
La mujer me miró con el ceño fruncido.
_ ¿Lo qué?
_ ¿No te acordás de ese niño?- pregunté, poniendo los ojos grandes como personaje de animé, a ver lo que me decía, pero estaba claro que mi interpelación iba a ser en vano, porque ella no estaba dispuesta a aceptar una interpretación diferente de la suya.
_ No, no es por eso, es por los angelitos muertos por las mujeres que deciden abortarlos. Lo dice ahí, en ese papel.- concluyó, señalando una presentación de la obra (que creo que era uruguaya).- Leélo, andá y leélo.
_ Sí, después lo leo.- respondí, ya caminando hacia la escalera de salida más cercana. La tormenta se iba acercando, y no tenía ganas de seguir pseudo discutiendo con la señora. Habría que explicarle que legalizar no es ser pro aborto, que los fetos de pocas semanas no son angelitos dormidos y que solo durante el año pasado murieron 400 criaturas en el Mediterráneo, pero para qué. De todos modos no me iba a escuchar.
Seguí caminando, mientras la noche iba borroneando siluetas y figuras, hasta dejar solo las luces de los edificios, a lo lejos.




En medio del horno vespertino, tres personas delante de mí en la cola del supermercado. Me pesaban los ojos con el calor, y había tenido que tomar una Novemina para el dolor de cabeza. Por un momento me distraje escuchando una conversación ya comenzada, caja por medio de la mía, donde un pelado de buen ver escuchaba atentamente a un anciano. El viejo era enérgico y derechito, tendría unos ochenta y pico, me pareció, y estaba entusiasmado recitándole al pelado un catálogo de sus cualidades:
_ Leo y escribo sin lentes. Me baño parado, sin ayuda. No cualquiera puede decir eso a mi edad, ¿eh?
El pelado lo miraba con afecto y le daba charla, pero yo solo oía la voz del otro. Pronto se movió mi caja, y dejé de verlos. A la salida volví a cruzar al señor autosuficiente, ahora devenido en centro de atención de un nuevo grupo de personas.
_ Aquí donde ustedes me ven- le decía a un par de señoras- tengo 103 años cumplidos. ¡103!
103 abriles, el veterano. Con razón tanto orgullo. Desde lejos lo vi alabarse un poco más antes de partir empujando su carrito con las compras. Me fui, a mi vez, pensando que nadie puede quejarse del calor ni de nada cuando un tipo que le dobla la edad anda por la vida leyendo sin lentes, haciendo los mandados y bañándose sin ayuda. Un poquito narcisista, el centenario, pero, en fin, quién va a decirle nada.





Lo bueno de reintegrarte al trabajo es que te reciben con regalitos y recuerdos de viaje.
Lo malo es darte cuenta de que te adelantaste un día y en realidad no tendrías que haber venido hoy, sino mañana.
La licencia hace tabula rasa con el cerebro.
No soy yo, es enero. 





Una cree que está haciendo un viaje de ómnibus como todos, hasta que suena un acordeón tocado por alguien que ni siquiera se ha visto subir. Por unos minutos no es el músico anónimo el que toca sino mi abuelo, con los ojos cerrados, concentrado en la Paolo Soprani y con una sonrisa en la cara. Una empieza a lagrimear en silencio mientras las calles y las gentes de hoy desfilan ante sus ojos mezcladas con los sonidos y los afectos del ayer, agazapados a una nota del corazón.





Soñé que tenía un sombrero tipo casquito que cuando me lo probaba me convertía en negra (afrodescendiente, para quienes prefieran, aunque ya sabemos que en este país las opiniones al respecto están fifty-fifty). No era un gorro mágico sino un efecto visual que se producía cuando me lo ponía encima del pelo, aunque por debajo asomara lo rubio. La primera vez no lo podía creer: el efecto era instantáneo, y no solo por un tema de luminosidad capilar, sino que incluso con el casquito me veía los labios más gruesos y me sentía más alta y fina. Yo estaba feliz, como si me hubiera reencontrado con mi verdadero ser, y eso me lleva a una conversación de hace un par de años, donde una vidente dijo que me veía antepasados africanos en un pasado no muy lejano. ¡La fiesta que me haría si entre los "franceses y alemanes" que se supone tengo unas cuantas generaciones arriba apareciera de repente un senegalés de pura cepa!
El resto del sueño derivó por los carriles típicos de las sucesiones de historias sin mayor hilación, pero la escena del espejo es la que recuerdo con mayor nitidez. Ah, y lo de haber trasladado la Dirección de Comunicación Social a un espacio con piscina. Eso también estaba bueno.