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jueves, 29 de enero de 2015

Laguna de enero. Crónicas.





Tres cruces, alrededor de medianoche de lunes. De pronto la terminal se llena de hinchas celestes con cara de venir de un partido aburrido.

Subir al ómnibus de Nuñez es pasar del verano al invierno, como siempre, pero ahora se le agregan un par de ingredientes de último momento: una nena a la que la mamá pregunta insistentemente si va a vomitar y una matrona q se informa de un incendio por teléfono, a los gritos. Diez cuadras de campo, lleva la cosa. No entendí si es por 33 o Vergara, tiene que ver con el pastizal reseco, parece. La señora ya van dos veces que le dice al hijo que la llame de nuevo de madrugada y le cuente, que ella no va a dormir porque el ómnibus es incómodo, dice.
Yo sí quiero dormir, pero con ese vozarrón...
Ooooom.
Arrancamos.
Zzzzzz...




Las chicharras cantan, compitiendo con el zumbido de los cazarañas, los cantos de varios pájaros y los horrendos jingles de la radio, que ordena que "¡celebremos con Faisán, celebremos con Faisán!" En el viaje fui sola todo el camino hasta José Pedro Varela, donde de pronto, en medio de mi dulce sueño rutero, se me sentó al lado un tipo de esos que se despatarran en el asiento. Maldición. "Ojalá se baje cerca de acá", pensé, pero cuando el guarda le preguntó y él dijo que iba hasta la agencia de Río Branco supe que ese sería un largo viaje. Por suerte los hados me fueron propicios y en Treinta y Tres se bajó el de adelante, con lo que el explayado se mudó al asiento delantero (seguramente alentado por mi cara de traste ante su voluminosa aunque joven persona) y yo recobré el poder absoluto en mis dominios. Cuando desperté, ya en el destino, vi que tenía una veterana al lado, pero no me molestó para nada, salvo en su extrema lentitud para bajarse. Mis viejos me estaban esperando desde hacía una hora, y estaban verdes de tomar mate. En el camino a la Laguna vimos tantas aves que no se podía creer, incluyendo bandadas de garzas blancas y otras solitarias, de color negro, rapaces, apoyadas en los piques del alambrado en el camino. Ahora, pasado el desayuno, escucho las noticias en "Atención Cerro Largo" ("se extravió estuche de lentes...") y las infaltables necrológicas, donde se detalla toda la parentela de cada muerto en una larga enumeración familiar. La gata blanca, a la que le traje de regalo un ratoncito relleno de hierba gatera, parece que está muy contenta con mi presencia. Los vecinos ya toman mate en el frente de las casas, y todo parece indicar que este será un día más que caluroso, o sea que ya me voy para la playa. Feliz martes.





_ ¡Majú! ¡Majú, vení para acá! -gritaba una mujer joven, mientras la perra labradora hacía caso omiso de sus órdenes y se internaba en las aguas de la laguna en dirección a otra señora, a la que evidentemente quería sacar de ese peligro con olas de cinco centímetros y un metro de profundidad de promedio.

En eso una chica se metió al agua, sacó a Majú sosteniéndola firmemente por el collar e intentó arrastrarla hacia la casa, a sus espaldas (justo al lado de la prefectura, que debería velar para que entre otras cosas no haya perros en la playa,en fin...), pero la susodicha se encaprichó en la arena y no hubo quién la moviera.

Allá a las cansadas salió la mujer del agua y Majú se dejó conducir, de mala gana, en una escena muy graciosa que observé desde mi pareo, a un par de metros de distancia.

Ya me había distendido y estaba torrándome alegremente al sol de las once cuando siento nuevamente la voz de la mujer:

_ ¡Ay, no, no, no, no, no! -al tiempo que la cabezota de Majú se metía de lleno en mi mochila, husmeando vaya a saber uno qué resabios de corales o huesos de tortuga o cucharetas que la pobre ha sabido albergar en este enero tan cercano al mar y sus tesoros.Le toqué la cabeza a Majú un segundo antes de que su dueña se la llevara, entre disculpa y disculpa, y en la restante media hora (en que heroica o tontamente soporté el sol como pude, porque quema como nunca) hice playa con fondo de ladridos de perro, porque la labradora no aceptó de buen grado ser relegada al patio trasero después de probar las mieles de la sociabilidad y el refrescante encuentro con las olas y el viento, sucundún, sucundún.

(Ta, nada que ver, pero se me impuso. Quizá me hizo mal el sol. Voy a pensar si vuelvo o no por la tarde.)




Laguna Merín: cómo pasar de un horno infernal a un diluvio de agua y viento en diez minutos o menos.




La siesta había terminado y la tarde no daba respiro.

Pensé en ir hasta la playa, pero desistí. Las chicharras cantaban continuamente desde los árboles del fondo, no corría una gota de viento y yo no tenía ganas de caminar hasta la playa, ponerme protector solar y quemarme a fuego lento por un par de horas sobre el pareo.

A eso de las seis nos fuimos a hacer una visita de cumpleaños al Español, un amigo de mi viejo desde la infancia, al que perdió de vista por muchas décadas hasta que se reencontraron en la Laguna viviendo a una cuadra uno del otro. Ayer el Español cumplió 79 y está impecable, tan impecable como su madre, que en unos días va a alcanzar los cien años y anda por la vida de lo más campante. Cosas de Cerro Largo.

Y de cosas de Cerro Largo charlamos largo y tendido en el par de horas que estuvimos con él y con la Tota, su mujer, mientras el resto de su familia hacía playa en medio del mormazo vespertino. De gente que no conozco, como Césareo Noble, personajes que hacen pensar en Don Verídico ya desde el patronímico, y más cuando se ponen en el tapete las historias contadas y recontadas a través de vidas propias y ajenas.

_ Cuando uno era chico no había televisión_ dice la Tota_ y era común que las familias se reunieran alrededor de los viejos a charlar y contarse cuentos. Los cuentos eran lo más importante en esa época...

Y van saliendo, naturalmente, desgranados en boca de todos, historias con o sin nombres propios, algunas veces sospechosamente parecidas a narraciones literarias, componiendo un universo de límites borrosos pero siempre seductor por el humor, la sorpresa o la aventura.

_ Mi padre tenía una libra de oro. Parece que el finado mi abuelo, el padre de mi papá, estaba un día tratando de arreglar un ropero viejo, enorme, porque a la abuela no le gustaba así como estaba, y mientras él trabajaba una nena del vecino andaba por ahí juntando maderitas del ropero, hasta que de repente ella le dijo: "mire qué linda esta monedita que encontré" y era una libra de oro. Mi abuelo, vivo como un rayo, le dijo que era muy linda pero lástima que no valía nada, y le dio un vintén, para que se fuera contenta. Y la pobre no se dio cuenta de nada, porque era una criatura.

_ Yo una vez escuché de un viejo muy pero muy rico que se había muerto sin hacer testamento, y entonces los hijos lo sentaron en la cama, hicieron venir el Juez de Paz y le ataron una piolita de la barba para poder hacer que el muerto dijera que sí con la cabeza, con el pretexto de que no sabía escribir y no podía hablar porque estaba muy débil. Y el Juez les creyó todo.

_ Los otros días apareció un tatú por acá. Enorme, grandote, parece que lo había atropellado un auto y andaba medio mal, pero mi hijo me puso pena que no lo fuera a matar, que lo ayudara si lo veía. Él siempre fue muy por los bichos. Lástima que lo agarraron los perros, al tatú. Ya lo encontramos muerto. Igual que a aquella comadreja que hallamos una mañana prendida de los dientes de un cable de la luz, electrocutada, y hubo que bajarla a pedradas porque nadie se animaba a tocarla. Pobres bichos.

_Me acuerdo de Fulanito, aquel que un día iba cruzando la plaza del pueblo y encontró una billetera de cuero nueva, tirada en el camino, y ya se la guardó en el bolsillo. ¡Estaba llena de mierda, muchacho! No sé cómo hizo el que la tiró, pero no se notaba nadita.

_ Yo una vez había ido a Montevideo y tenía que ir a Manga. Me tomé un taxi que pasó y cuando llegué me cobró 250 pesos. ¡Qué caro! Y ahí me di cuenta de que no era un taxi, que me había equivocado: era un Taxi-flet.

_ MI padre siempre contaba que una vez encontró una libra de oro en un camino y la guardó bajo la almohada. Era en la zafra de la lana y estaba viviendo en unos galpones con los otros peones. Lástima que contó de lo que había hallado; al otro día miró bajo la almohada y ya no estaba. Nunca supo quién se la sacó.

_ Una vez el Gaucho Gómez venía de hacer una gran venta de ganado y perdió toda la plata al bajarse del auto, pero un vecino que lo encontró se imaginó que era de él y se la devolvió. El Gaucho lo miró, le alcanzó diez pesos y le dijo "Tomá. Esto es para que te compres una cuerda para ahorcarte, porque si yo hubiera estado en tu lugar no te habría dado ni un peso".

_ Yo me acuerdo de que el finadito de mi tío era muy bueno con la carpintería. Un día había muerto un ricachón del pueblo y la viuda lo llamó para que arreglara un escritorio que él tenía y para que abriera un cajón que estaba cerrado a llave. Cuando lo abrieron, estaba llenito de dólares. Y ni un peso le dieron. ¡Gente mala!

_ Una vez estaba entrando al boliche y vi el petiso de mi primo atado a la entrada. Cuando me acerqué pregunté de quién era el petiso aquel que estaba en el suelo y salió para afuera rajando, casi se atraganta con la caña. Volvió furioso. "¿Vos no dijiste que estaba en el suelo?" "Sì... ¿y dónde ves que tiene las patas apoyadas?". Siempre le hacía diabluras, y él siempre caía.

_ Ah, sí, mi suegra está muy bien para tener casi cien años. Solo que ahora se le da por quitarme las cosas. El otro día que se estaba yendo de mi casa, cuando quiero ver, había metido la escobilla del baño en una bolsa de nylon y se la llevaba diciendo que era la de ella. Pero en lo demás está muy bien.

La pizza de la Tota y su torta de manzana estaban muy ricas, pero la visita no debía prolongarse hasta el infinito, y nos fuimos.

De noche se vino un diluvio, se cortó la luz y el calor no se fue, ni se fueron los mosquitos, aunque no pudieron pasar la barrera del tul protector.

Este es un mundo fuera del tiempo.

jueves, 22 de enero de 2015

FLORIANÓPOLIS: ILHA DA MAGIA (ENTRE OTRAS COSAS)

        




         Enero no es el mejor mes para ir a Florianópolis, el ómnibus en el que viajé no fue la mejor decisión que pude tomar, y el hostel en el que pasé ocho días no es una opción que volvería a repetir.
Dicho esto, dejo constancia de que fue una semana preciosa. Sol todos los días, playa verde, rica comida, muy buena compañía, variedad de paseos, todo perfecto, salvo por los tres ítems del principio. 
        Enero nunca más. Hay demasiada gente en todas partes, y yo tiendo a buscar y disfrutar los paisajes solitarios. En este sentido la peor playa a la que fui es Ingleses, porque en toda su enorme extensión está absolutamente llena de sombrillas y personas, incluyendo un diez por ciento de humanos no veraneantes que pasean continuamente su mercadería frente a los ojos, oídos y narices del resto, en una labor de sacrificio que les ocupa todo el día y no sé qué tanta ganancia pueda dejarles. Ropas (en armatostes con caballetes, por si se detienen a mostrar algo a una potencial compradora, y digo “una” porque solo vi a la venta prendas femeninas), sombreros, quesos calientes, helados, jugos, brochettes de camarones, algodón de dulce, choclos, tatuajes de henna,  “palos para selfies”, radios con forma de autos de juguete, lo que quieras, todo, se vende en ese shopping sin aire acondicionado y de pisos ardientes. Los puestos de bebidas tienen la mejor decoración, con frutas típicas colgando de redes a los costados del techo, y a veces compiten por los vendedores más sexies, que hasta bailan y hacen pequeñas coreografías al son de la música a todo volumen que acompaña su carromato. La contaminación acústica es inaguantable. En las otras playas también se da esta situación, pero moderada; Ingleses parece ser el mejor mercado para los vendedores ambulantes. Barra da Lagoa, en tanto, tiene tres cuadras de apiñamiento de turistas a niveles increíbles, literalmente una sombrilla pegada a la otra, pero una vez superado este tramo hormiguero la cosa se pone más potable y vivible. 




      En cuanto al viaje en bus, las 17 ya de por sí maratónicas horas anunciadas al comienzo del viaje se hicieron, en ambos casos, más de veinte. Demoras en la Aduana, algún atasco ocasional, una tarada que se demoró en El Japonés y no había forma de encontrarla, cosas que pasan. La comida, no poca pero sí mala. Como para rellenar chanchos: papas chips muy saladas, palitos, un insípido arroz con pollo a la ida y un no menos insípido puré con pollo a la vuelta, sándwich de queso microscópico y sin gusto, alfajores de postre y ni la más mínima previsión de un menú vegetariano, por lo cual fuimos varios los que a la cena ni la probamos. Los choferes de la ida debían ser esquimales, porque nos tuvieron toda la noche a 18 y 19 grados. Temblábamos, nos quejábamos (cero bola), hasta los más emprendedores trataban de tapar la salida del aire acondicionado con papeles prendidos al ducto con cinta adhesiva (diez minutos de duración, promedio), pero nada. Régimen polar hasta la mañana. 




      Por último, el hostel. Precioso, con una vista panorámica de la laguna que nos daba paz en todos los desayunos y algunas meriendas, muy bien decorado, con varios baños extra, una cocina cómoda, gente espectacular (empleados y visitantes), todo bien, pero el aire acondicionado proclamado en su propaganda solo existía de 23 a 9 horas. O sea, si en vez de torrarte en la playa querías achicar en la habitación por unas horas al mediodía, suerte en pila. Además (y en esto el mea culpa es ineludible) quedaba no solo lejos de la playa (la Lagoa está en medio de la isla, hay que tomar ómnibus o encarar la caminata de una hora y pico a Joaquina, la más cercana) sino lejos de la zona de boliches (a orillas del agua) y en lo alto de un morro, lo que nos costaba una puteada y media cada vez que volviendo del centro terminábamos sin aliento en ese repecho de 45 grados.




      Por otro lado, la magia sigue existiendo, cómo no. 
      Pequeño catálogo de playas recorridas:
Mole: la más bella, por lejos. También la más gay. Agua turquesa, nivel de gente soportable, arena muy limpia, preciosa.
Galheta: la playa nudista de la isla. No llegué a ir, solo caminé la mitad del trilho desde Mole, y tiene una vista impresionante. También es predominantemente gay, aunque una de mis amigas contó que en un viaje anterior la policía le advirtió que tuviera cuidado, que en ese camino había habido violaciones, y hasta la acompañaron hasta Mole, por las dudas. Una brasilera del hostel me dijo que a esa playa van muchos pirados, pero capaz que eran prejuicios de ella, no lo sé. 
Ingleses: debe ser hermosa en otros meses.
Joaquina: la playa de los surfers, las mejores olas, con unas rocas enormes en el extremo, donde uno puede subirse y apreciar el panorama rodeado de morros, a lo lejos. Una belleza. Esta y todas tienen una intensa presencia de animales, que van desde cangrejos de ojos saltones y negros hasta halcones, garzas, peces, medusas, etc. Menos caracoles para que yo pudiera juntar, todo.

Morro das Pedras: una de las playas abiertas del sur. Poca gente, arena blanca, agua transparente pero con pinta de peligrosa. Sin vendedores. Me encantó. 
Barra da Lagoa: muy poblada al principio, perfecta después. El canal donde desagua la Lagoa es de lo más pintoresco; hay un puente colgante desde donde divisar el continuo tráfico de barquitos por sus aguas, la gente se baña tanto en el mar como en la parte de agua dulce y hay una intensa vida social, que incluye teatro callejero y mesas de dominó, damas, etc, a la orilla.
Lagoa da Conceipçao: “nuestra” playa. Aguas quietas y bajas, tibias, con poca arena y mucho pasto en las orillas, rodeada de árboles, ideal para familias con niños pequeños o para deportes sin riesgo. Una tarde me tomé (sola) un barco de los que hacen paseos por la laguna, y estuvo bueno, con el componente de la tormenta impresionante que se levantó en diez minutos pero tuvo a bien esperar para descargarse a que yo hubiera llegado al hostel dulce hostel.





      Por todos lados se advierte la fuerte presencia de la religión es este país. Iglesias, carteles, altares de Iemanjá, velas prendidas. Una tarde en que volvimos temprano de la playa me fui a recorrer el morro donde estábamos y llegué a la Iglesia de la Lagoa. Blanca y amarilla, cerrada, rodeada de jardines, impresionante. El dueño del hostel (un italiano, bastante personaje) me contó algo de su historia: fue inaugurada por el emperador Pedro II, y los esclavos hicieron una callecita que es como una escalera de piedras para que el emperador pudiera llegar hasta ella. El Papa Juan Pablo II estuvo allí y desde entonces pasó a ser el Santuario de Inmaculada Concepción. Parece que cerca de ahí, al nivel de la laguna, hay también un sitio histórico al que no llegué a ir, que se llama Ponto das Almas. Era el lugar sagrado (“sambaquí”) donde los esclavos llevaban a su muertos, los cubrían con una capa de conchilla, madera por arriba, y los cremaban, a orillas del agua. De todos modos no sé si me impresionó más la Iglesia o el vértigo de esas callecitas del morro, donde los autos pasan de a uno y a todo vapor y donde algunas subidas y bajadas son dignas formas brasileras de deportes extremos. Más adelante fui también a la Iglesia principal del centro de la isla, y al Museo Histórico, al que pude recorrer tras pagar cinco reales y embutirme los pies con unos zapatos de papel, cosa que es la primera vez que veo. Lindo, parecido al palacio Taranco.




      Otra cosa que llama la atención es el arte. Toda la isla está tapada de murales de vivos colores, aparentemente recientes, con variadas temáticas y estilos. Hay también una forma de decoración que se reitera, y es hecha con pedazos de baldositas y espejos, ya sea en columnas, muros, hasta tachos de basura. No tienen palabras, y predominan los corazones. En la Lagoa hay además un enorme pesebre que ocupa toda una plazoleta, hecho con desechos plásticos, metales, nylon y otras cosas extraídas del agua y convertidas por un grupo de artistas plásticos en figuras humanas y animales. 




      Ni que hablar de la música y la danza, que también abundan. El día que llegamos había un bloco de samba en la plaza principal, y una multitud de gente bailando a su ritmo, y yo vi en el Centro un grupo de personas que hacían Capoeira de modo impecable, aunque algunos de sus bailarines no llegaban siquiera a la edad escolar. 





      Lo que brilló por su ausencia es el Brasil tentador para el consumo. Si bien comer era bastante barato (buffet vegetariano a cien pesos, por ejemplo), las salidas eran caras. Una noche tomé una coca en lata y una caipirinha y me costó 330 pesos, por ejemplo. Por otro lado la ropa que se vendía esta temporada es, para mi gusto, espantosa, de manera que no repetí mi ataque consumista de USA, y solo me compré unas havaianas y un sombrero, amén de chucherías y dulces varios, de esos que uno ineludiblemente debe comprar apenas entra a este calórico y caluroso país. 
      Muy caluroso. 
      Infumablemente caluroso. 
      Especialmente cuando, volviendo de tardecita de la playa, uno entraba en atascos interminables. Aunque en realidad exagero, porque eso solo nos sucedió un día, el primer domingo. Volvíamos de la Barra da Lagoa y de pronto nos vimos en el medio de un embotellamiento digno de un cuento de Cortázar. Al principio no nos preocupamos, supusimos que en diez o quince minutos pasaría, pero no. Avanzábamos unos metros, stop, un metro, stop. Stop, stop, stop. Un veterano nos contó que siempre pasaba igual, y que alguna vez llegaron a esperar cuatro horas. Cuando llevábamos media hora, al atasco y el calor y el olor a transpiración y la visión de la sangre que chorreaba de la rodilla de uno que se había lastimado en la playa se sumó un intento de levante de un veinteañero hacia un grupo de pendejas que iban sentaditas en la parte de atrás del ómnibus. Ellas cantaron quince años; estoy segura de que no llegaban a trece. El veinteañero era un regordete, pelado, que hablaba a los gritos, desde un metro y pico de distancia, con nosotras en el medio, iupi. Las nenas le retrucaban y se ejercitaban en la seducción, de lo más divertidas, y él se hacía el macho alfa en medio de la manada cautiva de ese viaje que debió durar quince minutos y ya se acercaba a la hora. Otros amigos de él y de ellas participaban en la gritada conversación, y por momentos se ponían a cantar a los gritos. Era la peor pesadilla imaginable, hasta que en uno de esos diez metros de avance cada cinco minutos vimos el perfil de la laguna, preferimos caminar 40 minutos  y nos bajamos.
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      La primera vez que fui a Florianópolis, en 1992, decidí que ese era mi lugar en el mundo y que me iba a quedar a vivir ahí.
     
      La última vez que fui, en 2015, decidí que hay demasiado mundo nuevo para conocer, y que no vuelvo más a la Ilha da Magia, por muy buenas playas que tenga. 



      Creo.

jueves, 8 de enero de 2015

Travelling to the North Pole (y a otros lados). Crónicas sueltas.

Estoy en un lugar extraño,
En Eden Prairie la gente siempre es amable, las tiendas venden barato y la comida es deliciosa. Todos prefieren que no salga el sol, porque cuando hay sol está frío y si llueve hace calor. "Calor" quiere decir uno o dos grados por encima del cero. Comen unos platos impresionantemente ricos y sin embargo son flacos. Las ardillas son dueñas de las veredas, porque no hay personas caminando, nunca. Cada uno junta su propia basura en un contenedor particular (separando orgánico y no) y el recolector pasa una vez por semana. Los sótanos tienen televisores de 50 pulgadas y las casas más pobres son mansiones de dos pisos, todas con su propio patio arbolado, El único problema es que si viviera aquí no podría hacer crónicas de bus, porque no hay transporte público.
Me gusta este mundo.





Pequeño resumen de las tradiciones navideñas del Norte que he aprendido en estos días:
El día de Nochebuena es común y corriente hasta el mediodía. A eso de las cuatro de la tarde la gente va a misa (los católicos, al menos), lo que dura una hora, más o menos. En el caso de Eden Prairie la iglesia es enorme, como para mil y pico de personas, y es toda de madera y piedra. La gente no tiene libros, porque las letras y melodías de los cantos se proyectan en un par de pantallas detrás del altar. Después viene la cena, a eso de las seis, más o menos. Ya hay medias colgando de la chimenea, llenas de regalos, para cada uno de los que pasará navidad en la casa. La cena es ligera y tiene como postre tradicional galletitas caseras, deliciosas. En este caso, hubo una picada general, con todo el mundo de pie y distendido, charlando en diferentes lugares de la casa. Después se juega a algo, o se ve una película.
Ah, dato importante, uno se va a dormir con el pijama nuevo que alguien le regala en Nochebuena, y es con ese pijama que se abren los regalos la mañana siguiente.
Los grandes toman un café o algo ligero, ponen a los niños a raya (para que no abran antes de tiempo los regalos, para crear expectativa), y después todos se congregan alrededor del árbol. La apertura de regalos puede llevar un par de horas. A continuación viene el verdadero desayuno, con algo casero y recién hecho, por ejemplo una cosa deliciosa con huevos (SIEMPRE debe haber huevos en el breakfast) y una especie de strudel de frutillas, inefables. 
El día de Navidad es hogareño y tranquilo, para compartir tiempo en familia. El frío y ocasionalmente la nieve ayudan a quedarse en casa. Algunos igual salen a correr o pasear sus perros, y todos saludan al cruzarse con alguien. Los comercios están cerrados, menos el Starbucks. 
Y esa es la crónica navideña, por lo que he visto hasta ahora en esta pradera del Edén de Minnesota.






Siete de la mañana en Eden Prairie. Unos diez centímetros de nieve cambian por completo el paisaje que hasta ayer vimos en marrones y beige. No se mueve una rama, no pasan autos por la calle, no hay nadie levantado en esta casa excepto yo. Hasta el perro duerme aún. Acabo de darme una ducha y estoy desayunando, con Darwin de fondo, en el medio de un universo blanco y silencioso.
Ayer dije que este era un mundo bien diferente; no sé si puedo explicarlo, pero voy a intentar.
Sigo con lo mismo: el tema de sentirse seguro y tranquilo es fundamental, más incluso que la seguridad económica o incluso la prosperidad que aquí se percibe en todas partes. Si uno encarga algo, se lo dejan en la puerta si no está, y ahí queda. Si algo no sirve, se devuelve y no hay preguntas. Nadie roba, nadie daña, nadie desobedece las reglas. Esto último puede sonar horrible para algunos, ya sé; debo reconocer que a mí me alivia, me gusta, desearía tenerlo en mi casa.
Después, la organización. Si hay un choquecito mínimo al momento ya hay un par de patrulleros en la zona, y se pone un cartel luminoso en la carretera que avise lo que sucede. Las rutas y avenidas no tienen cruces, van todos en diferentes noveles, de modo que uno va en el auto y nunca frena, porque no tiene semáforos ni intersecciones, ni rotondas, nada. 
La gente es amable todo el tiempo. Obviamente hay un tema de exigencia laboral, pero además creo que les sale de adentro, que es natural para ellos. Está bueno que al ir a la caja le pregunten a uno si tuvo un buen día o le deseen que siga bien al irse. 
Acá son muy estructurados, eso sí. Si la cuenta, como me pasó, da 200 con 13 centavos, hay que pagar los 13. Poca gente anda con efectivo, por lo que cambiar cien dólares es complicado, aún en tiendas grandes. 
Minnesota es el estado más frío del país, y por eso la ropa no paga impuestos, lo que lo convierte en destino preferido para consumistas. Tienen el shopping más grande del país, que fue el más grande del mundo hasta que Dubai los superó, y es tan enorme que hay gente que en invierno va al shopping a caminar, porque el mundo exterior es frío y el América no. Hay un parque de diversiones dentro, y un Radisson gigante al lado (amén de muchos otros en la vuelta) porque algunos vienen a Mn solo al shopping, en avión, y no salen de ese pequeño radio de acción.
Las casas son parecidas unas a otras, al menos a primera vista. Se hacen de madera, una capa de plástico y de nuevo madera, y se calefaccionan a gas. Las personas dejan los zapatos a la entrada y andan en medias, y la mayor parte de los pisos son moqueteados, no tengo claro si solo por moda o por el mantenimiento del calor.
Esto no es Estados Unidos, aclaro, esto es Minnesota. Las personas de la casa en la que estoy están preocupadas porque vamos a N York y no dejan de decirnos que tengamos mucho cuidado, aunque ya les aclaramos que somos latinas y el cuidado es nuestra segunda naturaleza.
Y eso es todo por ahora; voy a ver si me asomo al mundo exterior a sacar algunas fotos blancas. 
Ta luego.








El liceo de Eden Prairie. Escuela Media, le dicen por acá. Es público y gratuito, es enorme, impecable, luminoso, funcional. Se respira un aire de tranquilidad (obvio que sin los teenagers, por las vacaciones, pero se ve que no hay vandalismo, que las cosas se cuidan entre todos). Visitamos este y el de bachillerato. Varios gimnasios en cada uno, cafeterías gigantes, según el nivel, teatros impresionantes, muchas fotos de los chicos por todas partes. Hay una cartelera donde cada teacher deja en post it qué cosas se necesitan, y el padre que quiere va, lo saca y compra eso para la escuela. En uno de los gimnasios hay un carril a unos metroa de altura por donde puede caminar cualquiera, y la gente de la ciudad, tenga o no hijos acá, lo usa para hacer ejercicio (recordemos que caminar o correr al aire libre es solo para valientes con este frío). Nosotros lo recorrimos todo sin problemas, aunque casi nos perdemos, porque es, ya lo dije, enorme. Enorme. Enorme. Enorme. En un piso había un recipiente cilíndrico como de dos metros de diámetro para que se depositen los zapatos que no se usan y se quieren donar. Hay muchas banderas de todas partes, porque es un centro cosmopolita, y los alumnos pueden elegir estudiar en español, francés, alemán y chino. Sin palabras. 





17 grados bajo cero. Este es un universo extraño, porque hay nieve por todas partes, la temperatura ha llegado a estar por seis semanas enteras debajo del cero y aún así la gente toma el agua y los refrescos con hielo!!!!






NEW YORK!
Ya comimos pizza, nos peleamos con un conductor de autobus y nos quedamos de boca abierta viendo multitudes, rascacielos, marquesinas, y hasta a Johnny Depp!!!
No, a J Depp no lo vimos. 
Pero esto es amazing!!!
NEW YORK!!!!



Primera caminata por Manhattan. Gente, bocinas, movimiento, ruido, variedad, frío, vidrieras, taxis, policías, asombro, locura, orden. El universo en una isla. El Aleph. 






Tarde de MOMA, tarde de encontrarse con los grandes de los grandes, de llorar por los pasillos y las salas del museo, de agotarse emocionalmente ante tanta belleza, de recordar las clases de Bellas Artes, de agradecer estar viva y estar acá y ver y salir en el último minuto y desear volver y no tener palabras.








Uno lo ha oído toda la vida, pero no se lo cree hasta que lo vive. Esta ciudad es una locura, no se puede creer. Conviven todas las etnias, todos los lenguajes, todas las ondas. La gente es de todos modos amable, más allá de los continuos bocinazos y de lo entreverado del tráfico, uno siente que les puede pedir ayuda si lo necesita. Piden disculpas por cualquier roce, el personal space es sagrado. Son hermosos, no importa su sexo o edad o raza. Son hermosos. Saben cómo convivir con millones de personas y funcionan como un hormiguero vertiginoso pero ordenado. El metro es una cosa monstruosa y veloz que se come de a cientos de neoyorquinos en cada estación, y sus paredes de baldosas están impolutas, más limpias que los azulejos de mi baño. De verdad te cruzás en la calle con los atuendos más estrafalarios, de diva o de hipster o nerd o superstar todo el tiempo, y a nadie le importa. Hemos probado unas pizzas deliciosas, y ya soy oficialmente adicta al Peppermint Moka del Starbucks. 
Mañana a fin de año se calcula que un millón de personas se congregarán en Times Square y alrededores. No sé si encaro eso, me da un poco de fobia social por adelantado, pero no lo,descarto.
Ampliaremos.








Más de lo que vimos ayer en Brooklyn... Estuvimos unos tres cuartos de hora en una plaza helada mirándolos y embobeciéndonos con su arte y su humor. Me maravillo de estar acá y ahora, porque si hubiera venido hace años no hubiera podido filmarlos sin cargar una cámara pesada y dejar de ver el show, pero con esta cosa mágica que es el ipad puedo andar ligera y no complicarme. Bien de vieja, ayer me quedé helada cuando vi que él solito me pone de dónde es cada foto, y me dice cosas que ni yo sé de los lugares en los que estuve.
Algunas cosas que he aprendido:
Si uno va por la calle encima de la rejilla de ventilación del Metro (sí, onda la que pisaba la Norma Jean Baker antes de que se le levantara el vestidito blanco) se siente más caliente.
Hay unas bolsitas que se llaman hand wormer o feet wormer que tienen algo adentro que se activa con el movimiento y produce calor; se usan para calentar manos o pies, y son muy buenas. Lástima que duran solo unas horas, son solo para una vez.
En los locales de comida siempre hay alguien que hable español, porque es ahí donde terminan buena parte de los latinos, por razones obvias y tristes.
La gente que pide dinero no habla, solo se para o se sienta en un lugar con un cartel explicativo hecho con cartones. Un señor en Minnesota, en el cruce de una carretera, nos mató de pena; solo decía "I made bad decisions".
La noche del 31 las personas se dividieron claramente en dos grupos, que yo identifico con locales y turistas, pero solo por intuición y sin mucho fundamento: unos andan de punta en blanco, vestidos de fiesta, zapatos plateados altísimos y agujísimos, y otros con camperones, gorros y bufandas, que son los que tratan de ir a Times Square, aunque esto no es tan fácil como parece. La gente que va a ver el show anda por ahí desde primeras horas de la tarde, hasta midnight. Cuando ya hay demasiadas personas la policía valla las calles aledañas y ya nadie puede pasar, salvo que vaya a cenar a un restaurante de la cuadra. Y a esta police se la respeta. Había decenas de patrulleros en cada cuadra, omnibuses, efectivos amables pero intransigentes. Cero líos, la gente andaba feliz pero pacífica. La mayoría usaba algo alusivo, muchas veces ridículo, como lentes que decían 2015, en algunos casos con letras luminosas y centelleantes.
La subida al Empire State es una transa, hay que hacer como una cuadra se cola y todo el tiempo uno debe decidir cosas, como si les compra la entrada a los muchos morochos que pululan alrededor y ofrecen saltear la cola por cinco dólares extras que al final no son cinco sino como treinta... Si subo, cuento; por ahora no sé si voy.
El Memorial del 11/9 es algo que deja sin aliento. Sobrio, muy sobrio, pero fuerte. En el pozo de donde estaban las torres hay una corriente de agua que cae eternamente a un agujero del cual no se ve el fondo, enmarcado en mármol negro con los nombres de las víctimas. Muy duro.
El puente de Brooklyn es otro hormiguero, como casi todo aquí, y es espectacular, también como todo. La gente va perdiendo cosas con el viento, bufandas, vinchas, que quedan en los cables del costado, por si vuelven. Wall Street, lleno de moles arquitectónicas, bellas pero sobre todo sólidas (obvia metáfora del capitalismo) y la zona del río es poética y romántica, con bancos, placitas, flores y ardillas,
Y eso es todo, por ahora.
Hoy es nuestro último día entero en NYC.
Snif.





MIAMI (Chico!!)


Enero de verano, pero en el otro hemisferio. Calor, verde, vida. Este es otro mundo, la vida tiene también un ritmo vertiginoso, pero con fondo de palmeras y aguas turquesas. Un mundo de carreteras endiabladas, de cruceros turísticos de diez pisos de altura, de cubanos bailando salsa en los patios de los shoppings, de cuerpos perfectos, de comidas picantes, de ferias hippies que me hacen sentir en Valizas, de lagartijas, pelícanos y hasta anguilas celestes! Sí, vi una anguila celeste en el agua, tranquilita, a un metro de la orilla... Y también es un reencuentro con mi prima, a la que no veía desde el siglo pasado pero es como si nunca hubiera dejado de verla. Gracias, Andrea ! Estos días son espectaculares, en todo sentido.
Que nunca falten.



Reivindicación oriental:
El mosquito uruguayo es infumable; nos ronda, nos revolotea, nos zumba en las orejas como avisando que más tarde o más temprano vamos a terminar puteándolo y rascándonos a cuatro manos, mientras apelamos (tarde) al Off infaltable en toda estadía al aire libre mayor a tres segundos, de octubre a mayo.
Pero el mosquito de La Flórida es peor, mucho peor. Es un tapado, no te avisa ni con un micro zumbido, y es tan chiquito que no lo sentís en la piel ni duele la picadura ni da alergia después. Conclusión: cuando de casualidad te mirás las piernas te encontrás con diez manchas rojas que nunca te enteraste de que te estaban siendo diseñadas por uno de estos bichos despreciables y astutos.
Arriba los inocentes anófeles vernáculos, pues. 
Seguiré mandándolos a la tumba apenas se me pongan a mano, pero ya con un poco más de respeto por su abierto y franco intento de ataque a mi persona.






Paisaje humano de La Flórida:
En al auto de al lado, una chica pintándose mientras espera el cambio,de luz en el semáforo, vestida de oficina, con el pelo mojado y una toalla blanca arrollada en la cabeza.
En el parque una morocha toda vestida de negro oyendo algo por sus auriculares y caminando erguida a toda velocidad, mientras a tres o cuatro metros un viejito muy muy blanco y muy muy encorvado avanza a igual velocidad siguiendo sus caderas como puede por la senda de aeróbics.
En Starbucks hoy, ayer, probablemente siempre, un veterano canoso y de lentes, sentado en la misma mesa, con bermuda camouflada y canguro verde, se concentra en su pantalla y habla de vez en cuando por el,celular, riendo como si hablara con un cliente potencial, mientras en el mismo rincón del fondo un asiático, un yanqui y un personaje indefinido de lentes y mirada extraña conversan animadamente en el extremo opuesto a la rubia de rulos que bebe su Peppermint Moka y come su Pumpking Bread como si fuera la última vez que lo hace. 
Y lo es.
Voy a extrañar este mundo. 
Tal vez vuelva algún día, pero que voy a extrañar, seguro.
Y los dejo, que la playa de Fort Lauderdale está esperando en esta fría mañana invernal de veintipico de grados y cielo azul transparente.
Que nunca falte.







Últimas crónicas por ahora:
La gente en estos pagos es muy amable. Si te cruzan y los mirás, la mitad te saluda o sonríe. Entablan conversación de la nada, como lo más normal del mundo, con cualquiera. Por ejemplo, la señora que me quiso dar unas revistas de los Testigos de Jehová (en inglés, obviamente). Un encanto. Charlamos un rato (ya no de religión) y terminó dándome un abrazo y deseándome un "bon voyage".
Ayer pasé la mañana otra vez en Lauderdale by the sea, entre las arenas llenas de corales, las aguas verdes, los pelícanos, los pájaros canadienses (que son negro-azulados, como los tordos, pero grandes) y las anguilas de dos colores. Esta vez me subí a un muelle de pescadores, y en cierto momento iba caminando cuando quedé paralizada ante una bandada de pelícanos, quince o veinte bichos enormes que volaban en perfecta formación por razones de solidaridad y aerodinamia, como tuvo a bien explicarme un hombre a quien se ve que mi cara de deslumbramiento incentivó las intenciones didácticas. Me pareció feo decirle que yo ya sabía eso del vuelo en formación como vía para no agotar a una sola ave y etc., y agradecí su clase de Biología.
También charlé con otro, esta vez un veterano, al que le pregunté si sabía qué diablos eran esas franjas alargadas que nadaban cerca de la superficie y desde el muelle se veían como viborejas de dos colores, blancas de un lado y negras del otro.
_ Pero vamo'a vel, ¿tú qué hablas? Hablas inglés, hablas español...
_ Español. ¿Sabés algo de esos bichos?
_ Mira mamacita, esos son... algo parecido a lo que nosotros llamamos pez de jeringuilla, son como una víbora por lo largos, pero no se comen. Solo los chinos se los comen, los cortan y se los comen, mamacita. ¡Los chinos comen cualquier cosa!_ y se fue.
Ya por la noche, en el aeropuerto, quedaba por pasar la difícil prueba del pesaje y despachado de las valijas, momento que en general nos carga a todos de ansiedad, porque excederse en una puede implicar tener que reacomodar las cosas pasándolas a otro bolso o, en el peor de los casos, dejarlas. Pero no. Porque esta vez nos atendió Raymudo, un colombiano que ya había despachado las valijas de Nélida, dos diás antes, y tiene una paciencia infinita.
_¿Me pasas el código de reserva del boleto? Son seis letras.
_ Sí. Q.
_ Q de queso...
_H.
_H de humo...
_O.
_O de oso...
_X. Acá te quiero ver.
Pero Raymundo no movió un músculo de la cara.
_ X de xilofón...
Y me miró, enarcando una ceja. Un capo. Profesor de Español en su país, pero trabajando entre las maletas de American. Tan capo que ni siquiera me pesó la segunda valija, je.
Y hasta aquí llega mi cerebro sin dormir desde hace ya no sé cuántas horas o cuántos días o qué. 
Cualquier incoherencia de estas crónicas es culpa del jet lag. 
O de la edad.