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domingo, 29 de julio de 2018

Julio 1018





De repente vas en un bondi y te ponés a mirar las noticias en El País digital, cuando algo empieza a hacerte ruido. Todos los columnistas que aparecen destacados con foto son hombres; más precisamente, seis hombres. Revisás todas las imágenes, porque el viaje es largo y aún te quedan datos: en las fotos en que se puede individualizar a las personas aparecen en total 58 hombres y 18 mujeres, 6 de estas últimas en la parte de TV Show.

#MachismosQueNoSolemosVer




Estimado estudiante: todo bien con la ecología pero no me ahorre en renglones, máxime si su letra es ya de por sí pequeña y (digamos) peculiar, ¿vio?

Estimado oculista: ¿cuándo podría yo encontrarme con usted?

Estimado sábado: ¿sale un poquito de sol para iluminar la mesa de trabajo de los que corregimos los fines de semana?


Estimado dealer de café: un kilo, por favor. Extra fuerte, si es posible. Gracias.





Salgo de casa en medio de la noche. Nadie a la vista, excepto una figura humana a media cuadra, que de pronto se cae estrepitósamente al llegar al lomo de burro cerca del Salón Comunal. 
_ ¿Estás bien?- corro a su encuentro.
_ No sé.- responde la figura humana, que resultó ser una señora de setenta y pico que iba justo rumbo a una consulta médica. 
Tras revisarse rodillas, lentes, cara, resultó que no se había lastimado, al menos de forma evidente. 
_ Creo que no fue nada; es que me distraje, y el lomo de burro no se ve bien con poca luz. Gracias.- me dijo, muy amable y con voz tranquila.

Ya en la parada, el diario show de ver pasar los 103 llenos hasta la puerta, uno, otro, otro. No había espacio ni para un alfiler; de lejos se veía que las personas viajaban apretadas al máximo. Una viejita, sin embargo, comentaba lo mismo ante cada uno de ellos:
_ ¡La gente no se corre; el ómnibus va vacío, vacío!- y tras cada frase hacía una pausa para mirar el panorama a su alrededor. Pero no lograba despertar respuestas, ni en mí ni en los tres o cuatro liceales que esperábamos la detención milagrosa de alguien en nuestra parada, urbano, suburbano o interplanetario, lo que llegara primero. Cuando (al fin!) subimos a un 100 semivacío, la viejita se encontró a una amiga y lo primero que le dijo fue que había visto pasar tres 103 vacíos, vacíos, vacíos, pero que la gente es mala y no se molesta en hacer lugar para los que todavía están esperando en el frío de la parada.

Distintas maneras de llegar al final, estimados. Yo andaré cayéndome por las calles cuando me llegue el momento (situación para la cual vengo ensayando desde que tengo memoria), pero al menos espero zafar de la Queja Continua Por Todo, aunque sabido es que quien lo vive no lo reconoce, y quien lo atestigua lo sufre.


Y con estas alegres y optimistas palabras me despido, por un rato. 





Me olvidé de la tarjeta para entrar a la oficina, el estuche de los lentes vino vacío en la mochila y cuando fui a pagar el boleto me di cuenta de que en vez de la tarjeta del STM ando con una de Socio Espectacular.


#CerebroAúnDeVacaciones

lunes, 23 de julio de 2018

En la barra


Este país tiene de todo, pensaba yo mientras el auto avanzaba por las calles desiertas de Sarasota. Tiene playas, montañas, desiertos. Todos los matices habidos y por haber entre riqueza y miseria, entre grandeza y mezquindad, entre cultura e ignorancia. Este país tiene de todo, excepto gente. 
Hacía casi una semana que había llegado a Estados Unidos en un viaje de turismo y desde el primer día quedé desconcertada por el escaso número de personas que se veían por calles, parques y plazas. Incluso en las playas, casi nadie, en relación al tamaño de la ciudad y al turquesa de las aguas. Algunos deportistas corriendo por las vías peatonales. Mucho cemento, mucho plástico. Lagartijas pequeñas, un par de bandas de cuervos y algunas garzas solitarias. Seres humanos solo de pasada, dentro de los autos. 
Miré a la única persona que tenía a mano en esa mañana de nervios y definiciones. Mi amiga Cecilia manejaba segura y distendida, moviéndose como pez en el agua por las avenidas vacías y los cruces plagados de semáforos. 
_ Che, son diez menos diez, ¿estás segura de que es por acá? - pregunté tratando de no sonar preocupada. 
_ Sí, dice que a unas cinco cuadras. La señora del GPS no se equivoca. 
_ ¿Cómo era el bar? 
_ Shamrock, Shamrock Pub. Igual abre a las diez, pero calculo que hoy por el partido capaz que lo adelantan unos minutos. 
_ Esperemos. ¡Ah, ahí está! Y hay espacio para estacionar. Bien. 
Abrimos la valija del auto y nos preparamos para entrar: Cecilia sacó la remera de Suárez y yo me colgué a la espalda la bandera uruguaya que había comprado en Tristán Narvaja apenas le ganamos a Portugal (porque antes no me había animado). 
_ Mirá para la esquina-. murmuró mi amiga. 
Un par de muchachos estaban bajando a la vez de su auto, uno de ellos con la remera de Francia. Coincidimos los cuatro en la puerta al entrar, emitiendo un sonido colectivo que sonó más o menos como un “ups” sin hostilidad. “Vamos a ver cuánto les dura la alegría” pensamos todos, al tiempo que nos íbamos ubicando sobre la barra: ellos en un extremo, Cecilia y yo en el otro. 
El partido estaba en la parte de los himnos; era un viernes laborable y no había más personas que nosotros y el barman, un rubiote musculoso de ojos claros y voz un poco ronca. El Shamrock era el único soccer bar que encontramos en Sarasota, sin contar el de los brasileros de la esquina de casa, que abría solo por la tarde y donde nadie se acordaba de la contraseña del wifi, salvo que empezaba por “Jesús”. En los otros bares los televisores pasaban béisbol, tenis o fútbol americano, pero ni noticias del mundial. 
_ ¿Do you have wifi for guests? - pregunté apenas nos instalamos, haciéndome la anglófona. 
_ Yes: Weloveyou- respondió el barman, que parecía sonreír con la mirada. 
Las cervezas llegaron junto al pitazo inicial y a partir de ahí y por un rato el mundo se concentró en un par de pantallas de televisión y un relato en inglés indiferente, donde los nombres de los jugadores sonaban casi irreconocibles. Conforme pasaban los minutos otras personas fueron apareciendo. Una veterana se sentó al lado y pidió un whisky que vino con manicitos, cuatro o cinco hombres ocuparon una mesa del costado y se ve que a mis espaldas había un rival, porque de vez en cuando escuchaba una voz que repetía como en trance una sola palabra: 
_ ¡Allez, allez, allez! 
Todos estábamos pendientes del partido, incluso el barman, que demoraba las bebidas hasta que alguna interrupción del juego le permitiera entregarlas. Aquello era emocionante, aunque poco duraron mis nervios. Cuando vi que jugaban mucho mejor que nosotros empecé a hacer el duelo y ya con el primer gol asumí que la cosa no iba a tener remedio. 
Nunca me importó el fútbol, esa es la verdad: los primeros tres partidos de Uruguay en el mundial ni los había mirado. Como hincha soy de los que solo aparecen cuando pasamos la primera fase. Si hubiera estado en Uruguay capaz que veía el partido, pero ni hablar de comprar una bandera ni -mucho menos- ir a un bar de fanáticos, como ahora. 

Las personas empezaban a comentar el partido, intercalando frases a propósito del calor, la playa y la cerveza, mientras que la veterana del costado aprovechaba a darle charla al barman cada vez que se le ponía a tiro. Él contó que su familia venía de Croacia y cuando la mujer le dijo que seguramente no habría nacido cuando fue el mundial de Francia 98 el muchacho aclaró que sí, porque tenía 33 años. 
Vivaza, la veterana. Mentalmente empecé a hinchar por ella, aunque de lejos se veía que tenía menos chance con el croata que nosotros con a los franceses. Tendría unos sesenta años pero se mantenía bien, y nadie me saca de la cabeza que el fútbol también a ella le importaba tres pitos, o en todo caso mucho menos que las ocasionales presas que se le pudieran poner a tiro en un sitio frecuentado por hombres jóvenes y solteros. El croata también la captó al vuelo, porque sin que viniera a cuento de nada aclaró como de pasada que estaba casado y que a veces las mujeres que iban al bar no se daban cuenta y se lo trataban de levantar, pero la sexagenaria no acusó recibo del golpe. 
_ El croata está que se parte- murmuró de repente mi amiga, y me di cuenta de que yo no era la única que empezaba a distraerse del partido. Las cosas por Rusia parecían no tener mucha vuelta, estábamos haciendo todo mal y solo cabía rezar para que no nos golearan. 
_ ¿Do you need another beer, ladies? - preguntó el muchacho sonriendo en el entretiempo, y le dijimos que no, que las uruguayas preferíamos sufrir la derrota con lucidez. Por suerte para entonces la barra se había llenado de gente y ya no divisábamos a los franceses de la otra punta. Nada peor que ser testigos de la felicidad ajena cuando va en contra de la propia. 
_ Me gusta que no te pongas triste por ir perdiendo, sweetie- me dijo en inglés la veterana, creyendo que yo de verdad era una hincha comprometida. - La vida va y viene, y al final lo único que nos queda es lo que logramos por nosotros mismos. Cuanto más difícil, mejor. -agregó, llevándose el vaso de cerveza a los labios con la mirada fija en la espalda del barman, que le alcanzaba unas cervezas a los franceses. –El resto solo son triunfos ajenos. 
_ ¡Allez, allez, allez… gooool! -explotaron los gritos a nuestras espaldas. 
Dos a cero. Dos a cero en el segundo tiempo, y todos sabemos que los milagros no existen. Los franceses de la barra habían bajado de sus taburetes y saltaban abrazados, gritando cosas que por suerte no entendíamos. 
_ Voy al baño- informó Cecilia con resignación y se fue, mientras yo me quedaba charlando con la veterana, indiferente a la pantalla y a las ilusiones ajenas. 
_ Another beer, now? - apareció de pronto frente a mis ojos el croata compasivo. 
_ No, gracias. - respondí, tratando de no errarle al inglés. - Ya estamos por irnos. 
_ Cuéntame más de tu familia.- aprovechó la veterana, que no se daba por vencida- ¿Por qué se vinieron de Croacia? 
Me dio cierta curiosidad saber si sería capaz de remontar un partido que a simple vista le estaba resultando adverso, pero la cosa iba para largo y nuestro ánimo no estaba en su mejor momento. Ni bien sonó el pitazo del final dejamos la barra y enfilamos hacia el auto, tratando de no escuchar los festejos de los que nos habían ganado. 
_ Mirá lo que había encontrado a la entrada- comentó Cecilia en la vereda, mostrándome un colgante plateado y pequeñito con forma de trébol de cuatro hojas. – Pensé que nos iba a dar suerte pero no sirvió. -dijo, mientras lo tiraba en un cantero lleno de tréboles verdaderos.- ¿Qué querés hacer ahora? 
_ Vamos a almorzar a otro lado. -propuse, al tiempo que guardaba la bandera en la valija del auto –Tengo ganas de hacer barra en un lugar sin televisores. 
_ ¿Vas a buscar tu propio croata? - sonrió mi amiga. 
_ Mejor un latino -dije.- Me tengo más fe en mi idioma y además ya me tienen harta los hinchas de fútbol. 
_ A mí también. – murmuró ella, tirando la remera de Suárez sobre el asiento trasero. 

Pusimos el GPS y emprendimos la marcha bajo el sol inclemente del mediodía de verano, a ver si de una vez por todas empezábamos a encontrar a la gente de verdad en medio de las palmeras de plástico y el cemento tropical de Sarasota.


sábado, 21 de julio de 2018

Ante todo



Yo siempre he sido, ante todo, una persona muy tranquila. Por eso me sorprendí cuando vi que ya íbamos unas cuatro horas de vuelo y no había logrado pegar los ojos ni siquiera medio minuto. Resultaba raro en mí, que no sufro de miedo a los aviones ni tengo problemas para estirar las piernas en el escaso espacio de la clase turista. Quizás lo que me estaría complicando para conciliar el sueño era cierta dificultad respiratoria propia de los últimos días, producto de un incipiente resfriado. No tenía mocos (o no muchos), pero el aire no terminaba de encontrar un camino despejado para entrar ni para salir. En alguna parte había algo obstruyendo su paso.  

Ojalá sea solo un resfriado, pensé, recordando que la última vez que volé la comida de a bordo me había caído tan mal que pasé todo el viaje vomitando, para delicia de los desconocidos de ambos lados, porque iba en medio de una fila de tres. Ahora me había tocado el pasillo. Miré a mi alrededor: en caso de que me volviera a pasar lo mismo ya podía imaginar la cara de asco que pondría la pituca sentada a pocos metros, enfrente. Si arrancaba una función de vómitos made in Uruguay se le iba a desarmar el brushing progresivo, por lo menos. La miré con disimulo, y debo reconocer que me empezó a recorrer cierta envidia. No por el marido, un pelado regordete con pinta de autoritario que al comienzo del viaje pensé que era el padre, sino por la piel y el cabello cuidados, las pulseras de plata, la blusa blanca de seda, el saco gris con pinta de comprado en viaje y hasta los zapatos de taco aguja con los que yo jamás podría caminar. Eran negros, de charol; cuando la regia los movía se les reflejaban las luces del techo en las puntas, tan finas como los tacos. 

Miré el reloj: aún tenía por delante cinco horas de vuelo, y más allá del resfriado lo cierto es que no me estaba sintiendo muy bien. Me pregunté si sería tiempo de activar el protocolo de alarma sanitaria nivel 1. Revisé entre las revistas y las tarjetas con indicaciones del bolsillo del asiento: ahí estaba la mareo bag, dispuesta a servirme en caso de ser necesario. Tragué saliva. La sugestión empezaba a avanzar sin compasión de mí ni de las potenciales víctimas de los alrededores. Algo andaba mal. La náusea moderada devino en escalofrío; comencé a sentir empujes alternados de frío y de calor; no estaba segura de si sería mejor abrigarme o desvestirme. Tenía las paredes del abdomen durísimas, no precisamente por ir al gimnasio, sino de los nervios del viaje. Cuando el de atrás me clavaba las rodillas en la espalda o movía mi asiento al sujetarse a mi respaldo me venían unos retortijones que me obligaban a elevar los ojos al techo y mantener los puños apretados por medio segundo. Mientras, lo puteaba por dentro con deseos cada vez más desproporcionados de que se fuera a la mierda, de ser posible en el mismo baño del avión.
En cierto momento tuve un amago de arcada. Sé cómo es esto, se cómo comienza, sé cómo termina y, especialmente, sé qué significa. Significa que me estoy convirtiendo en mi vieja. Es ella la que vomita cada vez que se pone nerviosa. Yo soy la sana, la fuerte, la joven. Mi madre es una viejita frágil desde que cumplió los 35 y arrancó dos por tres a decirle a mi padre aquello de "mirá que ya no podemos comer cualquier cosa, que estamos por cumplir los cuarenta, ¿eh?".

Y ahora esto. 
 
Respiré hondo, junté coraje y recorrí como pude los diez metros que me separaban del baño. Por suerte estaba cerca. El avión iba pasando por unas turbulencias, nada dramático: solo me tambaleé un par de veces, y le pisé la punta del zapato de charol negro a la regia de enfrente.

_ Sorry- murmuré, y me sorprendió la ronquera de mi voz. La mujer no respondió.

Una vez en el baño confirmé que no quería en verdad ni vomitar ni orinar; aquella había sido una excursión por las dudas a un terreno seguro, armada por mi inconsciente para irme preparando por si de verdad lo necesitaba de aquí a un rato. Cuando enfrenté al espejo entendí por qué la regia me miró apenas una milésima de segundo y desvió los ojos como para invisibilizarme: yo estaba despeinada, con el maquillaje de un ojo medio corrido y una expresión de cansancio absoluto en la cara y el cuerpo. Un desastre. Encima se me había ocurrido viajar de camisa a cuadros, vaquero y championes: era un tipo. Un tipo de pelo largo, rubio y de rulos, pero un tipo. El Pibe Valderrama, mierda. O capaz que un personaje onda country de las películas de los noventa, una señora bonachona con ropas de leñador. Una osa. 

Así no voy a conquistar nunca a nadie, pensé, y recordé que esa noche mi amiga Cecilia pensaba presentarme al hermano de su roommate, un tal Jeff. Por la foto no parecía gran cosa el tal Jeff: poco pelo, demasiado rubio, con esa cabeza rectangular típica de los yanquis, especialmente de los que van a la guerra, pero nunca se sabe. Claro que en la valija tenía ropa para ponerme; una ducha y un poco de pintura arreglan cualquier desajuste, pero por lo pronto esto no parecía ser una tarea fácil. Me miré un poco más de cerca: ¿qué eran esas manchitas que me estaban saliendo en la pera? ¡Puta madre, me estaba brotando! Aunque no, bien mirado, aquello no era una alergia. Miré de nuevo, entrecerrando los ojos para compensar la miopía, y tuve que ahogar un grito.  No eran granos: eran pelos. Me estaban creciendo pelos como de barba. Aquello no tenía pies ni cabeza, ¿cómo voy a tener barba? Me seguí mirando la cara de cerca: ahora también asomaban unas sombras de bigote por encima del labio superior.

_ Maldita menopausia- murmuré, o quizás solo lo pensé, al tiempo que escuchaba un discreto golpe en la puerta del baño. Estaba demorando demasiado. Los desarreglos hormonales traen consecuencias de lo más floridas, aunque nunca había escuchado de algo tan jodido y repentino como esto. Terminé lo más rápido que pude con el lavado de caras y manos y retorné al asiento con la cabeza baja. La regia dormitaba en el suyo, con la cartera animal print reposando descuidadamente sobre su falda. 

Empecé a tocarme la cara: sentí claramente los canutos de unos pelos cortos y duros asomando. No eran tantos como los de hombre, por el momento, pero tampoco tenían que ver con los pocos pelitos de vieja que desde hacía un par de años estaba acostumbrada a sacarme con la pinza. Estos no se disimulan con base, ¿qué voy a hacer? ¿Qué va a decir mi amiga cuando me vea? El tal Jeff pensará que soy una travesti y andá a saber si se lo banca o si le salen los prejuicios, lo que no me preocupa porque igual no me gustaba. Pero pueden pasar cosas peores. ¿Qué pasa si en la aduana me niegan la entrada al ver que mi cara no coincide con la visa? Traté de no irme por las ramas y centrarme en el tema principal. Por lo menos desde hacía un rato el malestar y los mareos habían dejado de preocuparme. Esas son cosas de gente blanda, hay que aguantarse; ¿o para qué tiene uno huevos si no? 

Quedé paralizada, de boca abierta. ¿Era mi impresión, o acababa de pensarme en masculino? Esto se estaba poniendo más y más raro. Vi que una de las azafatas con la que había conversado al principio del vuelo se me quedaba viendo con aire de extrañeza por un par de segundos, aunque no dijo nada. Desvió la mirada al encontrarse con mis ojos, y continuó recorriendo los pasillos, ofreciendo vasos de agua o de jugo de naranja.  Yo no podía quedarme quieta en el asiento. Me dolían horriblemente las cervicales, y las piernas comenzaban a acalambrarse como consecuencia del poco espacio disponible. 
Un momento. No puedo tener poco espacio, porque mido 1.60. O eso medía, porque de repente me pareció que el vaquero empezaba a quedarme corto. Miré mis tobillos, cada vez más rotundos. ¿Cuánto tiempo hace que vengo creciendo? ¿Se crece después de los cincuenta? Apenas bajara a tierra tendría que medirme para salir de dudas, y quizás ver a un doctor, pero para eso faltaba mucho: aún quedaban más de cuatro horas antes del aterrizaje. Iba a tener que dormir un rato, o al menos dormitar. Seguramente toda esta pesadilla se desvanecería cuando me encontrara de nuevo lúcida y despejada. Era eso, seguro. Solo me quedaba tratar de dormir. 

Atravesamos una zona de turbulencias; el American Airlines se sacude dos o tres veces con brusquedad. Salgo de golpe de un sueño estrafalario. La regia de enfrente abre los ojos y se demora un segundo más de lo apropiado fijándolos en los míos, mientras el pelado del marido ronca a pata suelta en el asiento de al lado. De repente me invade una sensación desconocida en la entrepierna, y al instante termino de despertar y me acuerdo de todo. Quedo momentáneamente desconcertada; hundo en el pecho la cabeza y miro al piso, de donde no pienso levantar los ojos en las cuatro horas o en los cuatro siglos que queden de viaje, pero no dejo de registrar que la mina está buena, más allá de las pilchas y las pulseritas. Buenas tetas, piernas largas, labios gruesos. Del culo no digo nada porque nunca la vi de espaldas, pero me lo puedo imaginar durito, hecho a base del esfuerzo propio y de todo un equipo de personal trainers. Ella no tiene la cabeza rectangular como Jeff, y seguro que no fue a la guerra. Me gustan las manos. Son manos de alguien que solo vive para cuidarse: tienen pinta de suaves, de delicadas. Seguro que saben lo que hacen.
Me incorporo en el exiguo espacio de que dispongo, y miro más allá de su asiento. El tarado del marido sigue durmiendo a pata suelta, y eso contribuye a decidirme. Termino de restregarme un ojo en el que me pareció que podía haberme quedado algo de rímel y la voy relojeando de a poco, mientras pienso qué frase inolvidable le puedo tirar para arrancar a conocerla. Sin apuro ni ansiedad, eso sí, porque yo siempre he sido, ante todo, un tipo muy tranquilo. 

domingo, 15 de julio de 2018

Vacaciones de verano en julio 18





El primer vuelo fue una seda, sin turbulencias, atención amable, todo a tiempo. Lástima que no había pantallas ni cargadores de celular en cada asiento, que el avión estaba repleto y que la comida, con todo y ser buena, no me cayó del todo bien. Nada grave, mareos, escalofríos, creo que con la prescindencia del desayuno medio que lo voy llevando. 
El aeropuerto de Miami, como siempre, es motivo de tensión, entre los papeles, las caminatas interminables y las múltiples posibilidades de meter la pata con las que una carga casi por vocación nacional. Por ejemplo, retrasaron a mi mochila en la revisación, porque olvidé sacar la botellita de cuarto de agua que había dejado sin abrir en el vuelo. "Bye, sweetie" me dijo el guardia después de sacarla, con cara de "cuándo aprenderán a hacer las cosas bien", en el mismo tono con que un guardia rezongó a un niño por pasar debajo de una de las cintas de seguridad: "Not in this country, we don't do that". 

Por ahora, solo cargo el ipad, miro un informativo y espero a abordar, en 40 minutos. Los próximos vuelos son cortos, de dos o tres horas: ahora a Washington y después Minneapolis. Mañana toca otro vuelo, esta vez volviendo a la Florida. Lógica? No: precio. Por extraño que parezca este periplo es varios cientos de dólares más barato que bajar acá y tomar un vuelo cortito a Sarasota, que es donde vamos a arrancar el verano. Hay 26 grados en Miami, donde aún no amanece. Sigo esperando el embarque.





Está frente a un río, y las ciclovías del parque llegan casi casi a la zona de despegue y aterrizaje. La gente va en bici y los aviones le hacen vientito. Uno de los que controlan desde la pista hace percusión golpeando las barras anaranjadas contra una escalera de metal, al minuto arranca con los malabares y solo le falta improvisar un paso de baile. Como edificio es cuadradote , y la alfombra es de lo más aburrida. Me paro junto a la ventana y me encuentro con un gorrioncito mirándome a través del vidrio. Cada media hora anuncian por un parlante cuál es la hora local. Hay pantallas enormes con todos los vuelos; se ve que es gigantesco, aunque ni pienso recorrerlo, especialmente porque por azar del destino llegué y salgo por la misma puerta: la 45. Los baños son muchos. Los bares, variados. La gente, linda. El nombre, Reagan. Este es un mundo de contrastes. El yin y el yang, versión aeropuerto



Vista desde el aire la ciudad de Washington parece algo sumamente armónico y ordenado. Demasiado ordenado. Casi tirando a aburrido. Armada como un puzzle de urbanizaciones, es una colcha de retazos llena de manchas de techitos iguales, todos con su verde alrededor, eso sí, pero con los mismos colores e igual formato. Traté de ver el Pentágono, pero no se dejó. La zona céntrica tiene pinta de heavy: moles y moles de edificios sin mucha inspiración, armatostes cuadrados o (en el mejor de los casos) con forma semicircular, en la zona que da al río. No sé cuál río es el que digo, el ancho, con barrancas: la Wikipedia menciona 40, así que elijo el único cuyo nombre me suena y desde ahora voy a decir que pasé por el Potomac.
Tengo seis horas de escala, hasta la tarde. Por ahora desayuné un yogurth griego con “strawberry on the bottom”, pero debía ser muy muy en el bottom, porque era apenas una reminiscencia roja en medio de la contundencia del blanco. Yogurth más limonada: 5.60. Hay pila de restaurantes y sitios de venta de comida envasada. 
En el primer vuelo me encontré con un alumno, el segundo no tenía conocidos pero estaba lleno de gente hablando en español. Me tocó el último asiento, el que no se reclina, iupi, aunque no importó, porque iba mirando por la ventanilla. 
Es una mañana increíblemente diáfana.El Reagan no parece una joya de la arquitectura moderna, pero tiene wifi y hay cargadores por todos lados. 
Comparto una foto, pero voy un aeropuerto atrasado y la imagen es de Miami, chico.
Y como quien no quiere la cosa, ya pasó una hora.
Solo quedan cinco.



Salpicón de Siesta Key

Siesta Key es un cayo de Sarasota, Florida. 
Todo es grande en este país. Inmenso. Gigante. Las carreteras, los estacionamientos, los locales comerciales, todo impresiona como desproporcionadamente grande. 
El calor es de verdad terrible, un calor húmedo, pesado, sofocante. 
Las tormentas pintan el mundo de negro y de rayos en dos minutos, y al ratito sale el sol y todos volvemos a la playa, si es que nos habíamos ido.
El 4 de julio no es tan patriótico como en Boston, pero se ven personas con los colores de la bandera por todos lados. Los fuegos artificiales oficiales duraron un rato; los de la gente siguieron por lo menos durante una hora más.
Hay turistas de todos lados. Argentinos, rusos, lo que venga. 
Nadie habla del mundial. Mañana vamos a ver el partido a un soccer bar, pero por lo demás acá el fútbol no pinta para nada. La gente mira béisbol, fútbol americano, tenis, pero de Rusia ni noticias.
Hay muchas reglas en este mundo: no entre por aquí, calle privada, no pase, no estacione, no se desubique. 
La playa a la que vamos no tiene guardavidas, ni olas. 
El agua es en general tibia, a veces casi caliente. 
En la playa hay aves de todo tipo y en la ciudad lo mismo, pero con lagartijas. 
La gente es amable hasta el empalago. Manejan tranquilos, respetan las normas y no parece haber inseguridad. 
Hoy me compré una remera verde de manga larga por 35 centavos. 
Todo lo que tiene canela (té, pan yogurth, etc) es una delicia. 
En la arena hay carteles de no molestar a los nidos de tortugas ni a las plantas.
El agua es transparente y el fondo está lleno de cucharetas y algunos caracoles. 
Hoy vimos dos preciosos sillones "for free" en una vereda.
La comida es rica.
Hay mucho veterano. 
El sol no duele a ninguna hora. 
Anochece después de las nueve.
No hay viento. 
Si se te rompe el aire acondicionado empezá a rezar, salvo que llames a la dueña y a los cinco minutos aparezca un hot air conditioner guy que te lo arregle. 
Y that's it, folks! 
Sean felices. 
Carpe diem.




Ellos reciben patadas, se caen, se esguinzan y no les pasa nada. 
Yo camino un poco de más por la playa y amanezco tan renga que no puedo dar un paso y tengo que comprarme vendas e ibuprofeno, porque el pie derecho me duele hasta las lágrimas.

#SoyUnDinosaurio




La casa que alquilamos en Siesta Key es preciosa, y está rodeada de una vegetación exuberante. Las lagartijas se pasean a piacere por el porche en el que nos sentamos a disfrutar del día cuando el calor lo permite, y ayer vino a visitarnos un conejito que hubo que sacar de abajo del auto tocándolo con el palo de la sombrilla. La primera noche Ceci vio a un gato que venía muy decidido pero se fue corriendo al encontrarla, y hoy hubo una pareja de ardillas con bebé que treparon a una de las palmeras del frente. No hay mosquitos; todo es paz y armonía en nuestro frente, al menos hasta que miro para el costado y veo una víbora negra reptando por la cerca, a unos tres metros de nuestro sitio de reposo.

Estaba visto. 

Sin bichas no hay paraíso.




Datos sueltos de Siesta Key e ainda mais

Ayer a la tardecita, todavía con mi pie rengueando, fuimos a ver qué pintaba en una Forever 21 de Sarasota. A la entrada del shopping pedimos uno de los cochecitos para gente con dificultades para caminar, porque cada paso me dolía, el shopping era grande y cerraban en cuarenta minutos. Teníamos que dejar 20 dólares de depósito, pero solo andábamos con 8 de cambio o 100 enteros, así que nos lo dejaron a 8. "No hay problema, está bien", nos dijo la señora veterana, que acto seguido ser puso a enseñarme a conducirlo. "You'r gonna love it!", me dijo, y tenía razón.

Otra de señora veterana, en este caso en una gift shop del camino a la playa: compramos un pegotín de 4 dólares, fuimos a pagar con credit card y la señora de inmediato nos lo regaló, porque le era más caro usar la máquina que lo que ganaba con nuestra compra.

El auto que alquilamos es súper inteligente: no solo avisa si alguien no tiene cinturón puesto (lo que sería normal), sino que también nos dice si dejamos alguna cosa en el asiento trasero, aunque sea algo tan livianito como dos botellitas de plástico vacías. La cámara que está integrada al tablero muestra durante la reversa lo que hay detrás, y además te va haciendo un esquema de adónde te lleva cada movimiento. Vos ves lo que hay atrás, y a la vez tu proyección de recorrido. Un esquema es lo que aparece en el tablero del auto cuando uno va marcha atrás: la cámara y la proyección de hacia dónde vamos. Sigo sorprendiéndome con esta cosa. Cada vez que llegamos a un semáforo se apaga solo, y se enciende al acelerar. Ayer, mientras salíamos de un parking, Cecilia iba mirando a ver qué comercios había alrededor y le apareció un cartel con un sonido tipo alarma diciendo que no mirara para el costado. Magia. Hay otros autos que si estás por chocar a alguien se apagan, e incluso algunos se estacionan solos en paralelo.

Una de política: Trump decidió hace un tiempo gravar las importaciones de metales desde Canadá, Alemania y China, países tradicionalmente amigos de Estados Unidos. Cuál fue la reacción de los impuestados? Aumentar los impuestos para la compra de productos que vengan de USA, pero no de todo el país, y esto es lo interesante, sino de aquellos Estados que apoyaron a Trump.

Una moda: las suscripciones. Por 20 dólares entrás en un sistema por el cual te preguntan todo sobre tus gustos de ropa, y en base a eso alguien elige por vos y te manda seis prendas por correo. Si te las quedás las pagás, si no devolvés todo o parte, y te mandan otras. O entrás en un círculo que te presta ropa (nueva), la usás por un tiempo, la devolvés, y te envían otras cosas, mientras ponen lo que usaste en una sale especial a precios super rebajados.

Estamos con marea roja en Sarasota, lo que explica por qué la playa estaba hoy llena de peces muertos. Parece que afecta no solo a los moluscos sino también a peces, delfines y manatíes. Y a humanos, cabe agregar, porque tiene influencia sobre el aparato respiratorio. Hoy en la playa era tragicómico: todos tosíamos. Lástima por los bichos, pobres. Hasta ayer los pececitos de Turtle Beach nos rondaban alegremente, nadando con nosotras, y hoy... En fin.


Creo que vamos a conocer otra playa en un rato: es nuestra última tarde en Sarasota, antes de partir a Mn mañana a mediodía. Hasta luego.




Nos fuimos de Siesta. Bye, lagartijas, palmeras, playa verde. Bye Clark 3316 con su fondo hermoso que nunca usamos. 
En el aeropuerto me revisaron más que a mi amiga, y retuvieron mi valija tras el escaneo: lo que les preocupó era un par de souvenirs que venían muy envueltos, un escudo de cerámica y una ostra enorme made in Vietnam. Quién lo iba a decir: pasé los caracoles locales pero me demoraron los importados. 

Saludos desde el aeropuerto de Sarasota, donde estoy comiendo algo que creí ensalada pero es un mix de vegetales crudos con hummus. Hasta Chicago no paro, no paro... 🎵





El aeropuerto O’Hare de Chicago es de los más lindos que he visto. Lamento no haber podido sacar fotos de algunos corredores luminosos llenos de obras de arte, pero solo teníamos una hora entre aterrizaje y despegue lo cual para el tamaño descomunal de esta cosa no es nada. Nada. Menos que nada, si pensamos en un caminar a paso normal pero nunca rápido, porque mi pie va mejorando pero hasta ahí. (¿Les comenté que tengo un moretón enorme entre talón y dedos?)
Ya íbamos media cuadra cuando empezamos a transitar la zona F, una puerta, otra, otra... Eran más de veinte puertas F, separadas por unos cincuenta metros una de otra, y nosotras teníamos que llegar a la B10, Oh, oh... Por suerte hubo de pronto una bifurcación que nos permitió sortear todas las E, las D y las C, con lo que llegamos unos quince minutos antes del embarque. El pie me duele, pero poco; nada que un Tall Moka de Starbucks no pueda diluir. 
Una vez en el avión, amiga y yo quedamos separadas en la misma fila, yo ventanilla (yeyyy!), ella pasillo, y en el medio un japonés (o al menos un oriental, uno de los veinte que hay en esta parte del avión y que extrañamente no parecen conocerse entre sí) que se pasó armando su cubo de Rubik a toda velocidad hasta que el avión dejó tierra. Ahí se recostó al respaldo y pareció desactivarse; quizás se le acabó la batería. 
La salida desde Chicago es muy interesante: se ven ríos llenos de meandros, estadios, parques, zonas de milinos de viento, lagunas. Ahora vamos bordeando un lago que oscila entre azul y turquesa pero en cualquier momento lo dejamos, porque nuestro destino está lejos de la costa.

Minneapolis: allá vamos.




La playa de Square Lake es pequeña, limpia y apacible. No tiene más de una cuadra de largo; la gente se instala en la
arena o se sienta ante mesas estratégicamente ubicadas bajo los árboles. Hay gansos en la vuelta, cientos de peces y a veces venados en la zona. 
Lo que no entendemos del todo bien es el tema de la seguridad. Venimos de ir cada día a Turtle Beach, una playa oceánica de varios kilómetros, a metros de los cocodrilos y sin un mísero marinero, y caemos en un lugar donde hay tres guardavidas, uno cada veinte metros, todos instalados en su correspondiente sillita alta para mejor otear el horizonte (aunque el fin de la zona de baños, delimitada por boyas, está a diez metros de la orilla). A cada hora un parlante da la orden de salir del agua. ¡Everybody out of the water!”. Todos obedecen. A los pocos minutos se permite volver a entrar, pero se aclara que los niños no deben usar flotadores ni alejarse más de la distancia de un brazo de sus padres, que no está permitido nadar ni bañarse fuera de la zona de las boyas. 

Evidentemente, este es un país de contrastes, y aún no lo entiendo del todo. Ni cerca.




La noche va cayendo muy despacito sobre Minnesota. Son las nueve y media, y aún hay luz en el cielo. El balcón del apartamento de Ceci está absolutamente cercado por tejido mosquitero, y lo bien que hace: este es el “Estado de los 10.000 lagos”, y entre eso y el calor los mosquitos de acá son gigantes y muchos. Desde mi posición estratégica los veo revolotear en el mundo exterior y medio que los sobro con expresión de autosuficiencia aunque trato de no exagerar, o mañana me agarran a la salida. 

#ConviviendoConElEnemigo




Nos fuimos al Estado de los quesos. No sabemos de dónde salen, porque en horas de viaje no vimos no solo una vaca sino casi nada de campo; esto es bosque, bosque y más bosque. Muchas granjas y graneros como en las películas, caminos desolados, un par de venados, un ganso, algunos cuervos. Pueblitos con 500 habitantes (92, en un caso). Fábricas de fuegos artificiales en el límite con Minnesota, que no las permite. Un casino en medio de una reserva indígena, que es el único lado donde están permitidos. Nos instalamos en nuestro motel de Ashland y Estamos por almorzar en Bayfield, un pueblo de 1856, al costado del lago. El restaurante The Fat Radish se proclama slow y vaya si lo es, pero al final vale la pena. Con su permiso, tiempo de hacerle los honores a la comida de Wisconsin.




Ayer pasamos la tarde en Bayfield, entre recorrido por la ciudad, compras de (más!) souvenirs y descanso puro y duro en el parque frente al puerto, lugar de gaviotas y gente sentada leyendo al sol o a la sombra.
A las cinco y media arrancó el viaje en barco a través de las Apostle Islands, un conjunto de unas veinte islas de varios km de largo, totalmente cubiertas de bosques y algunas, como la Isla del Diablo, con unas costas rocosas increíbles.
Estamos en el Lago Superior, que tiene costas sobre Minnesota, Wisconsin y Canada, y según nos dijeron en el viaje es el más grande y profundo del mundo. El agua acá es verde y las olas bastante grandes, por momentos. Hay playas de arena y es zona de ágatas y amatistas, oh oh. 
Durante el invierno el Lake Superior se congela, se puede transitar entre las islas en auto o camión. Por ahora, se va en ferry. 
Hubo un hombre que una vez se construyó una casa sobre ruedas para irse a vivir a una de las islas. La subió al camión y empezó a transportarla, pero en la mitad se le rompió el hielo y marcharon camión y casa al fondo del lago. Él se lo tomó con humor, y publicó un aviso ofreciendo a la venta una bonita cabaña con vista al lago. La casa se hizo bolsa, los pedazos fueron apareciendo en distintos lugares. Tiempo después, en una bajante, se encontró el camión, lo encendieron y anduvo perfecto.
Pasamos por unas siete islas bastante de cerca. En una vimos águilas imperiales y varios de sus nidos. En otra, un asentamiento de pescadores abandonado, con cinco o seis cabañas de madera cerradas. Parece que si uno quiere puede mudarse ahí, pagando cierto dinero. Una mujer lo hizo, y vivió tres meses sin electricidad ni nada, hace un tiempo. Igual el invierno en esta zona debe ser imposible, salvo para los osos. Hay osos en las islas, incluso una de ellas tiene la mayor proporción de osos por km cuadrado de todo el mundo. A la vuelta Ceci vio uno cerca de la ruta, pero íbamos rápido, caía la noche, y me lo perdí.
El paseo duró tres horas y media (una eternidad), pero estuvo bueno. La tarde fue nublada, y los de la cubierta de arriba poco a poco fueron bajando, porque el viento afuera era bastante frío. Había unas zonas de piso de vidrio en el barco, para ver si pasábamos por barcos hundidos, pero no vimos ni uno. Íbamos con unas 70 personas, la mayoría norteamericanos, bastante agradables.

Llegamos a Ashland casi a las diez, y por suerte encontramos un lugar abierto para comprar comida antes de irnos a nuestro motel sobre la ruta, bien de película. En la puerta nos esperaban unos quince mosquitos tamaño dinosaurios, pero les explicamos (Off mediante) que no teníamos intenciones de compartir con ellos nuestra habitación 31, y parece que entendieron.




Yo hice todo bien, todo. Me puse en la cola correcta, entendí un chiste que me hizo la señora que chequeó mi pasaporte y le contesté con otra broma, me saqué los championes, puse las cosas electrónicas solitas y sin carcazas o sobres en una bandeja, la mochila en la otra, la valija chica en la mesa, me saqué todo lo de metal y aguardé en la línea para pasar el scanner de rigor. Como estaba descalza y tuve que esperar un minuto aproveché a chequear cómo iba el moretón que tengo en la planta del pie derecho. Me apoyé en lo que creí una pared, y de inmediato y con amabilidad un guardia me pidió que no lo hiciera, porque era parte del scanner de al lado. Ok, ok, un pequeño error. Da para que le mujer que esperaba detrás de mí me dirigiera la palabra?
_ Disculpe- (en inglés)- Usted no viaja muy a menudo, no?
_ Eeh... No. ¿Es evidente?
_ Sí. Yo sí viajo, todo el tiempo. 
Pero lrpm, lo que me faltaba es ser tratada de pajuerana justo cuando estaba haciendo todo bien. Igual la mujer fue muy simpática, debo decir. Muy. Si hubiera sido un tipo me habría parecido que buscaba darme charla... Ta, es eso. No soy yo que parezco novata (sin serlo, eso es lo peor): es que le resulté irresistible, y esa será a partir de ahora mi versión oficial. He dicho.

Saludos desde Minneapolis.





Una se baja en Miami (chico!), va hasta la pantalla y busca su vuelo, pero no lo encuentra, porque recién sale en seis horas y no está aún a la vista. Una pregunta, y le dicen que vaya a la puerta D16, tomando el tren, porque no hay forma de ir caminando. Una busca la estación, espera (3 minutos) y da toda la vuelta hacia otra puerta cuando ve que todos lo hacen. Una sube al tren, y en la primera parada bajan todos, aunque es la E, no la D aún. Una es aconsejada por una big mamma, que la adopta por dos minutos. Una sube una escalera mecánica, o baja, ya no se acuerda. Una camina cuadras. Una toma un segundo tren (esta vez, un sky train). Una sube o baja varias escaleras mecánicas interminables. Una camina otras varias cuadras hasta que al fin una arriba a la puerta 16D y decide no volver a moverse de aquí a la eternidad o a que salga el vuelo 989 de American. Lo que llegue primero.




Salpicón aleatorio

No hay personas a la vista en las calles de Estados Unidos: solo hay casas y autos. Nadie camina por las veredas, no toman mate en el porche, no charlan en la esquina con los vecinos. Uno puede recorrer kilómetros sin ver personas, salvo que entre a un comercio. Por lo demás, en algunas zonas si se ven algunos trotando o caminando, pero pocos. Ciclistas, menos aún.

En las carreteras se ven muchas casas rodantes o motorhomes; dos por tres hay pequeños pueblitos solo para ellos. Las motos, en su mayoría, son tipo Harley, anchas de frente, con baúles. No es obligatorio el uso del casco en Minnesota. Los ciclistas suelen ser cincuentones, mayoría hombres, de grandes bigotes, ropa preferentemente negra y excedidos de peso.

Hay bichos por todos lados. Venados que cruzan de golpe la carretera, patos, pavos o gansos que viven en sus orillas, águilas calvas, angry birds, conejitos. También hay zorros y mapaches, que no he visto. Hace un tiempo apareció un oso y lo terminaron matando, lo que provocó encendidas protestas de buena parte de los pobladores. El argumento fue que era muy costoso dormirlo y relocalizarlo en otro sitio, pero no resultó para nada convincente.

El prefijo Minne significa "agua", por lo cual hay muchas ciudades con nombre similar en este Estado. Minnesota es tierra del agua, Minneapolis, ciudad del agua, Minnehaha, agua que ríe, Minnetrista y Minnetonka, no me acuerdo. La ciudad del Estado con mayor número de habitantes es Minneapolis y la que tiene menos es una cuyo nombre no registré pero si la cantidad de personas que en ella viven: cinco.

Todo impresiona como gigantesco en este mundo: los comercios, los estacionamientos, las autopistas, los aeropuertos, todo. Los shoppings son unas moles increíbles sin ventanas, y cada supermercado es como una pequeña ciudad. Tienen bares, baños, wifi, y unas zonas muy interesantes de ofertas para cada sección: donde diga "clearance", ahí hay descuentos (a veces del 60% y con un 20% adicional, oh, dios!!). A los probadores se puede entrar de a dos, pero solo si sos pariente. ("Are you related?" Yes, my dear, yes) 🙂

La vida gira en torno a lo digital. Las mozas toman el pedido en el teléfono, los shoppings te indican dónde están los locales a través de pantallas táctiles, la gente busca las ofertas en Amazon antes de comprar nada en la realidad real. El efectivo casi no existe.

Esto de estar tan al Norte hace que los ciclos de luz sean bien diferentes a los que conozco de casa. Aclara a eso de las cinco y cae la noche un rato antes de las diez. Nunca refresca en la tardecita, y es raro que haya viento, salvo en las tormentas. La hora de cenar es alrededor de las seis. Los pubs son muy concurridos durante la tarde, y la happy hour es de tres a seis. Uno puede entrar a mitad de la tarde y ver en una mesa a seis motoqueros tomando cerveza, en otras a parejas de cualquier edad, chicas solas, grupos de viajeros, de todo. Una péndex de vestido brilloso leyendo (y subrayando) un libro de autoayuda, o dos uruguayas comiendo una pizza increíblemente deliciosa y dos tragos idem.

Hace mucho calor en verano, y los mosquitos son tamaño abeja.

En el medio de la nada, en zonas vacías de casas, de repente aparecen unos complejos enormes de self storage, que son como garajes que se alquilan para amontonar cosas. O una iglesia gigantesca a medio construir. Acá hay iglesias de todo tipo, fundamentalmente protestantes. Tienen carteles promocionales en la calle, al mejor estilo tienda, y sus construcciones no parecen muy convencionales (más bien son galpones grandes con una cruz en algún lado). A todo esto, hay una profusión de carteles en cada calle, especialmente en las esquinas. Garajes sales, ventas de inmuebles y hasta avisos de fiestas al estilo de "Deidre party" con una flechita de madera. Nada improvisado, eh?

Hay muchos juegos en las plazas, todos de plástico. La mayor parte de las paredes también es de plástico. Para alquilarte un apto, en caso de tener gato, tenés que certificar que lo operaste para extraerle las uñas. No podés fumar en las casas, e incluso, en el caso del edificio de mi amiga, está prohibido fumar en el balcón o en la vereda: hay que ir a una mesita guetto en el extremo del complejo, a media cuadra de las viviendas.


Y esos son algunos apuntes sueltos, una especie de puesta al día cuya finalidad principal no es la de hacer una crónica sino ocupar mi tiempo en el primero de dos vuelos largos entre Minnesota y mi casa. Tengo para leer, pero escribir me entretiene más, y por eso esto no ha sido para nada resumido. Ustedes comprenderán.




Ya caminé, ya fui al baño, ya almorcé, ya saqué fotos, ya jugué a reconocer a los argentinos en Miami, ya me compré un Moka, ya pasaron dos horas y media. Ahora solo me quedan tres horas y media. Iupi.




En el vuelo anterior una viejita mexicana de Cuenca me garroneó la vista y no encaré desalojarla porque iba muy contenta, con su pollera tableada, calzas, blusa floreada y largas trenzas. Ya en el aeropuerto un guardia me pidió que la acompañara, por si se perdía. Otra viejita ataviada como ella vino a charlar, pero la hicieron volver junto a sus maletas. En cierto momento la llevé hasta el baño, y al cambiar de asiento quedamos un poco separadas. Al rato miro a su asiento y había desaparecido; una mexicana de enfrente me dijo que apenas llamaron al embarque enfiló muy decidida y la dejaron pasar, pese a que era del grupo 5. Antes de despegar se hizo la señal de la cruz. Cuando la azafata ofreció bebidas pidió “un cafecito”, y después pareció feliz con el “vientito” del aire acondicionado. Medio que se asustó al aterrizar, se aferró con fuerza al respaldo del asiento de adelante y solo murmuró “qué susto” cuando ya íbamos carreteando.

Saludos desde el vuelo hiperlleno de American. Hiperlleno del tipo de uruguayos que menos me gusta, oooooom. Doble ooooom. Triple. 





Iba entrando a la manga que llevaba al avión cuando escuché una aguda voz masculina que se quejaba a mis espaldas:
_ ¿Y mis compras? ¿Perdiste el comprobante? ¡No te puedo creer que gasté 28 dólares al pedo! ¿Dónde vamos a levantar los bombones que compré en el free shop?
La queja no venía de un hombre, sino de un niño de unos 7 años. Tan chiquito y tan malhumorado, pensé, y además manejando plata y preocupado por el destino de SU dinero. Al final se ve que alguien le había reclamado antes los bombones; él se coló sin pedir permiso entre la multitud de personas y valijas y una mujer se los alcanzó.
En el aeropuerto había visto una pareja discutiendo sobre si el marido tenía derecho a dejar sola a la mujer con los nenes para ir a comprarse una hamburguesa. Otros, quejándose del calor de Miami, que les había impedido disfrutar del viaje. Ya en el avión, dos mujeres enojadas por el poco espacio para las valijas. Una nena de unos 11, por la mañana, furiosa porque no había podido dormir en toda la noche. Reacción de una madre ante su hijo que sin querer le había pegado en la cara al desperezarse. 
Honestamente no termino de decidir si los viajes largos sacan lo peor de la gente, si los uruguayos somos insoportables o si será que la gente que lleva a los hijos a Miami en las vacaciones de julio es la crème de la crème de lo peorcito que hay en plaza.
Por suerte yo viajé con una señora china silenciosa, correcta y amable. 
Y por acá se va terminando el vuelo: el piloto acaba de darnos la bienvenida a Uruguay, y somos tan chiquitos que en pocos minutos ya estaremos aterrizando. 
Gracias por viajar con nosotros. Esperamos que haya disfrutado su vuelo.