Vistas de página en total

lunes, 26 de febrero de 2024

El naufragio de la Leopoldina






Sos un hombre, una mujer, un niño; probablemente un vasco que huía de la guerra y del hambre. Saliste de Bayona hacia Montevideo en plena primavera, el 2 abril de 1842. La partida debió ser mucho antes (la fecha prevista era el 20 de enero), por lo cual tuviste que sobrevivir en el pueblo durante semanas como mejor pudieras, cuidándote de los delincuentes y malgastando en alojamiento y comida una plata que creías destinada a solventar los primeras necesidades en tu lugar de destino. 

Fue bravo ese tiempo pero al fin pasó y pudiste subir a tu barco, con el alivio y los sueños pintados en la mirada. La Leopoldina Rosa era un bergantín de tres mástiles y 345 toneladas, de 32 metros de eslora y 9 de manga. Declaraba 265 pasajeros que al final resultaron pasar de los 300, aunque el número nunca dejará de ser impreciso. El capitán había hecho once viajes entre Uruguay y Francia, y los propietarios vivían en Montevideo. 

 

Vos te compraste el pasaje, en parte, porque era más barato que los de la competencia: 280 francos contra 300 o 325 de los otros. El capitán, de apellido Frappaz, era un hombre avezado en cuestiones de navegación, pese a sus jóvenes 37 años. También había un médico, un enfermero y dos ayudantes, sin contar con el resto de la tripulación. Es probable que la promesa de comer carne vacuna fresca dos veces por semana fuera lo que terminó de decidirte. 

El viaje hacia la América idealizada que te iba a traer paz y riquezas comenzó con un percance que entristeció a todo el mundo: cierto día, mientras esperaban condiciones favorables para la partida, algunos creyentes tomaron un bote para ir hasta tierra a escuchar una misa, pero a último momento (aunque la capacidad estaba colmada) se sumaron tres personas, con lo que la pequeña embarcación se terminó hundiendo y se cobró varias vidas. Pocos días después hubo cuatro jornadas bravísimas de tormenta en las que la Leopoldina demostró ser un buen barco, sorteando el mal momento sin mayores dificultades. Y se adentró (por fin) en el océano.

El viaje te resultó eterno, como todos los viajes en barco. Una ondulación infinita, un horizonte siempre igual y la misma gente transitando por los mismos pocos metros de los espacios comunes. Un par de meses después, cuando vos y los otros pasajeros hacía rato que habían empezado a sentir el rigor de los inviernos del Sur, vieron a lo lejos la costa uruguaya y se pusieron contentos. Fue en medio de esa alegría que llegó la sudestada. Estaban en la ensenada de Castillos, cerca de lo que hoy es la Barra de Valizas, cuando en mitad de la oscuridad sintieron un impacto y trataron de escudriñar entre las sombras para entender qué pasaba. Era una noche sin luna. A las cinco de la mañana, cuando por fin aclaró, no quedaba nadie durmiendo en la Leopoldina: como producto de los fuerte vientos el barco había encallado a 250 metros de la costa, en medio de una sucesión interminable de olas amenazantes. 

Miraste a tu alrededor: los pasajeros estaban aterrados, casi ninguno sabía nadar y los gritos empezaban a paralizar la sangre, pero no estaban tan lejos. El capitán Frappaz decidió enviar un bote con algunos hombres de la tripulación para llevar un cable hasta la playa que ayudara al rescate de los pasajeros: a los pocos minutos el bote zozobró, y los marineros apenas si pudieron volver a alcanzar la Leopoldina. Entonces hubo un cambio de estrategia y un hombre solo, un nadador, recibió la orden de ir a nado hasta la costa con una cuerda a la cintura, pero se rehusó. Y luego otro. Y un tercero. Algunos dicen que los que se negaron fueron cinco. Cuando consideraron que no iba a haber salida el segundo capitán y casi todos los tripulantes se tiraron al agua, abandonando infamemente al barco y los pasajeros a su suerte: “todos se salvaron, dejando a bordo al capitán, al teniente, al médico, al contramaestre, un aprendiz y un grumete, que permanecieron valerosamente en su puesto”, dice uno de los sobrevivientes en nota que publica el diario El Espectador, de Madrid, el 4 de octubre de 1842.

Los pasajeros que no sabían nadar, sin animarse a enfrentar el mar, se amontonaron en la popa, desde donde Frappaz trataba inútilmente de infundirles ánimo invocando una posible mejoría del tiempo y desactivación de la tormenta. Todavía les quedaba la chalupa, que difícilmente hubiera podido enfrentar la sudestada, pero hasta esta mínima sombra de esperanza se deshizo en mil pedazos cuando un golpe de viento la hizo trizas contra el barco. La situación era caótica, y sé que pensaste en tu familia allá lejos, en la amable primavera de Francia con aroma a estufa y pan casero. Ibas a morir entre las aguas de un mar que no era el tuyo, rodeado de desconocidos, gritando por tu vida. 
Mientras las escenas de dolor aumentaban en el barco, no era mucho mejor la situación de los que llegaban a la playa. Allí los que zafaban de las olas eran interceptados por un grupo de malandros (“gauchos”, dicen las viejas crónicas, agregando que eran una “raza inmunda y sanguinaria que recorre las costas, se apodera de los naufragios y comete los mayores excesos con los que caen entre sus manos”), que no vacilaban en mutilar un cadáver para robar anillos o caravanas, que arrasaban con todo y no tenían interés en salvar vidas. Salvo dos. Hubo un par de hombres que lograron detener el pillaje y ahuyentar a los ladrones, y todos los sobrevivientes les demostraron a partir de ese día su eterno agradecimiento: se llamaban Vicente Acosta y Natalio Molina.





 En el barco los pasajeros se abrazaban, no sabiendo si quedarse y confiar en la providencia, si arrojarse a las olas o enfrentar a los ladrones de la playa. A las cinco de la tarde un gran crujido fue el anuncio de lo peor: la popa comenzaba a  desfondarse. Y fue el desastre. Ya no había esperanza alguna: ni ayuda de tierra, ni barco que los rescatara. Solo esperar y (tal vez) rezar. Cada golpe de ola se llevaba a varios pasajeros, todos gritaban, pedían por sus hijos, sus esposos, alguien. Pero nada. Para entonces vos ya no los escuchabas, porque fuiste de los primeros arrebatados por las olas. 
Eras un hombre, una mujer, un niño. Nunca llegaste a la playa.
Era noche cerrada cuando el capitán se lanzó al agua, seguido al poco rato por el médico de a bordo, el doctor Duchesnois. Eran casi los últimos en lo que quedaba de la Leopoldina. Frappaz llegó a tocar tierra, y expiró. El médico logró salvarse gracias a la acción de un hombre de bien que lo enlazó como a un novillo y lo arrastró hasta la costa. Estaba desnudo, todo machucado y casi sin conocimiento, pero enseguida lo pusieron junto al fuego y empezó poco a poco a recobrarse. 
Los muertos de esa noche fueron 231. Los sobrevivientes siempre remarcaron la cobardía de los que los habían abandonado, porque de haber prestado su ayuda muchas vidas podrían haberse salvado.
Con el paso del tiempo los que se sobrevivieron fueron alojados en la casa de uno de los rescatistas hasta que pudieron retornar a Francia o ubicarse en la nueva tierra, cosa que algunos decidieron. Después se hizo un remate con las pocas cosas salvadas de la Leopoldina, se llevó a cabo una colecta y hasta un baile de beneficencia. Hubo infinitas discusiones sobre el buen o mal estado del barco, sobre la cantidad de pasajeros, sobre las malas decisiones de los tripulantes. En cuanto a los “gauchos” salteadores de la playa, nunca se inició una investigación ni hubo ningún acusado, al menos por la vía de las leyes (que de la conciencia de los otros uno nunca sabe). 





Fuentes: 
“Leopoldina Rosa”, de Arturo Lezama (descendiente de sobrevivientes).
“Leopoldina Rosa: una historia de hoy”, Museo Zumalacarregi
“El naufragio del Leopoldina Rosa y los gauchos sotretas”, de Alberto Moroy

sábado, 10 de febrero de 2024

Febrero de 2024




La semana pasada en el hostel de Valizas estuve charlando con una veinteañera a la que le sonaba conocida, al igual que a mí me resonaba el nombre, aunque no llegamos a determinar si nos conocíamos o era una falsa impresión. Hace un rato me acordé y fui a revisar la carpeta donde guardo planillas con fotos de mis estudiantes de otros años: no son todas, ni mucho menos, pero hay como 30 hojas de papel llenas de fotos de adolescentes de 14 a 18 años, unas veinte o treinta caritas y nombres por cada grupo entre 2010 y casi ahora. Algún día empecé a guardar las fotos con miras de hacer un cuadro, un collage, algo de arte, pero ahí se fueron quedando en un cajón y todavía no hice nada. No es la primera vez que acudo a los papeles en auxilio de la memoria: hace unos meses revisé todo, porque hay un narco archiconocido cuyo apellido sé que tuve en clase, aunque no está entre las fotos (y tal vez mi alumno era un primo, vaya una a saber, cosas que a los Rodríguez no nos pasan). Tampoco vi ahí a la compañera del hostel que buscaba, pero sí me reencontré con los rostros de gurisitos que hoy son amigos, con vecinos, personas con las que sigo en contacto por acá, otras que recuerdo con cariño, y una enorme masa silenciosa de miradas que no logro identificar en la memoria. Tanta vida en ciernes, tanta promesa de tiempo por delante... ¿Qué habrá sido de sus sueños? ¿Seguirán leyendo algo? ¿Se acordarán de la profe de Literatura? Yo de mi época de estudiante de liceo solo rescato algunos docentes, los mejores y los peores, pero hay una nebulosa -más de la mitad- que no dejaron en mí ni una huella (al menos que yo recuerde). Sigo revisando fotos. No leo todos los nombres, pero algunos saltan de la hoja y se hacen imagen, dato, sentimiento. La gurisa que le robó el gas paralizante al papá policía y roció con él todo el piso de abajo del liceo 19. La hija de la dueña del colegio. El que escribía novelas. La chica a la que hace poco le regalé un gatito. El que llegó un día con un enorme tatuaje en la pierna y se traumó porque sus compañeras le dijeron que el dibujo era de nena. Las gemelas idénticas. El que escribió una autobiografía tristísima y años después me agradeció que no la hubiera pasado por alto. La muchacha que pasó por delante del ómnibus mirando el celular y al día siguiente despedimos en su velorio. No siempre es fácil ni gratificante la vida del docente, estimados, también tenemos despedidas (pero por suerte pocas). Uno tendría que tener algún registro oficial o privado donde acceder a los nombres y las imágenes de los que pasaron por sus aulas. Que al ingresar el apellido nos salte una frasecita onda "ahora es médico", "vive en Alaska", "tiene una familia", "todavía se acuerda de El almohadón de pluma". Y aquí estamos, un 29 de febrero, a punto de agregar nuevos nombres y caras a esa lista. Sin horarios, sin listas ni presentación de autoridades en el IAVA (porque las nuevas asumen mañana). La incertidumbre nuestra de cada año, pero apostando a la educación y al intento de no pasar sin dejar huellas, como todos tratamos, como siempre.





Hacía mucho tiempo que estaba por ir al cine a ver "Los que se quedan"; ¿la vieron? Es una joyita, impecable en la creación del clima, los caracteres, el ritmo preciso, la poesía. En la sala no éramos más de doce personas, de las cuales seis masticaban pop y lo revolvían ruidosamente en la caja de cartón cada vez que iban a sacar un puñado. Una mujer se paró en la mitad, fue al baño, volvió. Otras dos charlaron la mitad del tiempo. Una pareja salió comentando que la película les resultó demasiado lenta. Yo la disfruté a cada minuto, pero lo que no me gustó nada es que a la salida me puse a buscar datos de Paul Giamatti (el protagonista) y encontré que ese señor de avanzada edad, más cercano al final que a sus mejores años, ¡es menor que yo!!!!! Y no es que estuviera especialmente caracterizado... Cosas que pasan. Nervocalm, grajeas, ¿tienen? Buenos días.



Escucho la entrevista online a un escritor que presenta su primer libro: los entrevistadores son dos tiktokers de unos 15 años, de los cuales la que habla el 90% del tiempo es la chica. El libro tiene que ver con la relación entre espíritu y materia, el entrevistado también es joven (veinteañero), es científico y sus conceptos por momentos se ponen bastante complejos. El programa duró 22 minutos, en los cuales la muchacha apenas pudo hacer una serie de preguntas que tenía previamente pensadas (a quién va dirigido el libro, cómo fue la recepción, cosas básicas más allá del contenido) y repetir hasta el cansancio solo dos expresiones: "claro, claro, claro" y "por supuesto". Nunca un comentario, nunca un registro de haber tratado de entender lo que el otro dijo. Claro, claro, claro, por supuesto. El otro chico intentó hacer algo más, sin demasiado vuelo. Más allá de que no se le puede exigir a una nena de 15 la posibilidad de reflexiones y capacidades que te da el fogueo, la experiencia, el bagaje cultural, me quedo pensando un par de cosas (que al final fueron tres): 1. Cuántas veces mis estudiantes asentirán en clase con cara de comprender algo cuando lo que les digo les resuena como chino mandarín del siglo XIII. 2. Cómo puede ser que estos chiquitos sin gracia tengan más de 5000 suscriptores (o los tenían en 2021, porque el video es de ese año). 3. Cualquier gurí del IAVA les daría veinte vueltas (o más). Y con esta pequeña catarsis matizada de chauvinismo sin el menor asidero científico me despido, mientras busco algo más en youtube sobre el tema y de paso controlo una pascualina en el imprevisible proceso de quedar a punto o (al segundo siguiente) pasarse de horno. Ciencia dura aplicada a la supervivencia, claro, claro, claro, por supuesto. 🙄 * Buenas tardes. * No me den mucho corte si me pongo quisquillosa: es el síndrome de abstinencia de Valizas, que se pone bravísimo el primer día de aclimatación en Montevideo.




Cuando inicié la segunda caminata matinal hoy me extrañó ver pasar por la playa a una camioneta de la Prefectura. ¿Habría habido algún robo en los ranchos de la costa? De todos modos a los pocos minutos ya había olvidado el tema, porque la playa estaba bastante interesante para buscar cosas. Había zonas de cucharetas rosadas, zonas de plancton azul, de algas rojas, de chicas pescando con redes y de perros que de golpe apoyaban su hocico en mi pantorrilla, dándome un susto de aquellos en la soledad de las Malvinas de Valizas. 
Cuando pasé el último rancho pensé que era tiempo de dar vuelta, porque andábamos por las once y veinte y el sol picaba fuerte, pero en eso vi a lo lejos una especie de montañita de arena y decidí seguir, a ver si era un intento de enterramiento de lobo marino, al estilo de los que alguna vez tratamos de hacer en mi rancho. Dos siluetas femeninas eran los únicos seres humanos visibles en esa parte de la playa. 
Me acerqué a la montañita como punto máximo antes del retorno al pueblo y no pude creer lo que veía: había una vértebra gigante de ballena, alrededor de la cual se había excavado un pozo igualmente enorme. Hasta ese lugar llegaban las huellas de la camioneta de la Prefectura, así que en eso andaban: controlando que nadie se la hubiera llevado. 
Me crucé con las dos mujeres: eran unas veteranas de lo más agradables, que me contaron que fueron ellas las que avisaron de la vértebra, cuyo destino podría ser la Facultad de Ciencias, si es que el huesito se puede sacar sin destruirlo (porque no es un fósil sino algo más reciente, con la fragilidad de los huesos que se han cargado de humedad entre la arena). 
Ya en el pueblo alguien me comentó que se calculaba que el  peso andaría por los 200 kilos. 
_ Ojalá que nadie se meta a intentar sacarlo y lo termine rompiendo… -dijo mi informante, una chica a la que conozco desde hace décadas pero con la que nunca hablé tanto como hoy. 
_Viene raro el verano, ¿no? -sigo sacando charla- ¿Viste lo del ciervo que apareció muerto en la playa el jueves? 
_ Sí, vi la foto… 
_ Pobre bicho… No sé dónde fue que salió, porque no lo vi en ningún lado, y eso que yo camino todo el tiempo.
La chica me miró con cara de secreteo, y bajó la voz:
_ Me dijeron que lo carnearon.
_ ¿Qué??? 
_ Como lo oyes. No sé si fue para comer, para darle carne a los perros o para sacarle la piel, pero lo carnearon, aunque en la playa ya apareció muerto y nadie sabe por qué fue. 
_ …
Valizas, estimados: el pueblo donde todo puede suceder. La vértebra de ballena, el ciervo axis, una mulita muerta hoy junto al arroyo, los caracoles más bellos, las fragatas más peligrosas, los amigos más afectuosos, los conocidos más interesantes, el mejor gato, la comida más rica, los atardeceres más anaranjados y las salidas de Luna más espectaculares: todo se da cita en este lugar del mundo adonde indefectiblemente termino volviendo una y otra vez, una y otra vez… 
Evidentemente, soy una persona con suerte.





Esta tarde me fui a visitar a los del pueblo vecino. Reee vaga, fui y vine en Rutas del Sol, porque de mañana había caminado muchísimo y de tarde no estaba para hacer el trayecto por la playa, máxime que el calor ya me estaba apagando de a poquito. Además sentía como una protoampolla en la planta de un pie, así que caminé por Aguas Dulces siempre de ojotas, para que la arena no me quemara. Cosas de los años, ufff… 
La verdad sea dicha: no encontré muchas cosas. Pero las dos que hallé… ¡espectaculares! Acá van fotos de un “huesito”, que tengo que preguntar a quiénes saben a ver de qué pudo ser. Había mucha conchilla, que pensé revisar en busca de farolas, pero al volver cargadísima dejé esa búsqueda para otro día. Divina la playa, ancha, con poca gente, un placer. Ya estuve viendo precios para volver antes de que se vaya del todo el verano. 



Segundo hallazgo en Aguas Dulces esta tarde: un madero ESPECTACULAR que tiene toda la pinta de haber sido de un barco hundido hace quién sabe cuántos años… ¿El Gainford? No sé, solo sé que lo iba a dejar (por el peso) pero cuando lo di vuelta y vi la madera trabajada como filigrana por el agua… no pude. Por suerte en carnaval me había dejado una bolsa de mandados olvidada en el hostel de AD, así que fui, la busqué y me fui con ella (que también será esencial para llevar todo esto a Montevideo, porque vine sin valija y la mochila no me da para todo). 
Salí temprano de la playa (debo haber estado una hora, una hora y media) y me fui a tomar un refresco a mi local preferido de Aguas Dulces: El Gallinero. Ahí conocí a unas personas divinas (Luisa y René, alias Pepe), además de una de las dueñas (Cecilia) y con ellos charlamos de barcos hundidos, del IAVA, de los rayos que cayeron en carnaval, de las centellas, de las comadrejas del pueblo y de los libros de Luisa, que voy a conseguir la próxima vez que vaya a visitar a los vecinos del pueblo de al lado. 
En resumen: una tarde mágica, que se coronó con la salida de la luna gigante a la entrada de Valizas, a la vuelta.




Típica solicitud de amistad que me llega por estos lados: siempre son hombres lindos, solteros o viudos, nacidos en un país y que viven en otro (ambos lejanos), con unas pocas fotos sin like y que se unieron a fb hace menos de un mes. El escenario perfecto para un intento de estafa (y cómo me molesta que crean que encajo en su público potencial!!!). Lo que no entiendo bien es por qué alguien parece creer que un señor que vive en Siria es un buen plan… y no les digo nada de la foto en que se lo ve con un arma en la mano en una calle, rodeado de gente, en fin. Este boliche se está poniendo cada vez más creepy.




Diálogos con mi superyó
_ ¡Mirá eso! ¡La huella de un trilobite!!!
_ ¿Cómo va a ser un trilobite? Primero que en Rocha nunca hubo, y segundo que ellos eran prehistóricos y vos estás mirando un cacho de barro del arroyo… Debe ser la marca de un zapato.
_ Uh. Bueno, entonces: ¡fijate qué lindos son los colores de ese pescado!
_ ¿No era que no posteabas fotos de bichos muertos?
_ Sí, pero es una excepción… Es parecido al que encontré coleteando en la arena hace un rato y lo llevé hasta el agua.
_ Nena: me tenés harto. Basta de contar tus buenas acciones en la playa, ¿puede ser?
_ ¿Vos decís que no ponga foto de los vidrios que saqué de la arena y tiré a la basura?
_ Uff…
_ Bueno, ta. ¿O sea que tampoco digo nada de que a las ocho fui al almacén de enfrente a comprarle comida para el gato porque andaba pidiendo y la cocina estaba cerrada?
_ Dejá… Seguí buscando trilobites, seguí.
_ ¡Bueno!





Por razones de trabajo no llegué a los Rutas del Sol de la mañana para venir a Valizas, así que me tomé un ómnibus que llegó de noche, a las ocho y media. La quietud del pueblo al caminar con mi mochila hacia la calle principal era casi absoluta, y eso me hizo recordar de inmediato una de las viejas historias de mi rancho. Después aparecieron personas, comercios, música: un movimiento tranquilo y relajado que parece centrarse en las tres cuadras “del centro”. Esta es mi Valizas. Es raro estar acá y no haber ido todavía a la playa, pero ya rencontré a mis amigos del hostel, jugué con Felipe, saludé a varios conocidos en el pueblo y me quedé un rato mirando embobada el cielo despejado y tapado de estrellas, así que no me quejo. Y acá va la historia (que es del siglo pasado, es decir-detalle no menor- de una época pre celular, un tiempo que ya un poquito nos cuesta recordar que alguna vez existió). Una de mis amigas más cercanas, que se moría por pasar unos días en el rancho y no encontraba con quién ir, era Anita, que por su trabajo no podía nunca viajar en verano. De todos modos siempre tenía mucho tiempo libre entre abril y noviembre, así que un buen día de octubre se armó de valor y se fue sola a Valizas. Pensó tomar el Rutas del Sol de las diez de la mañana pero entre una cosa y otra terminó saliendo de Tres Cruces a las tres de la tarde. Este no es un dato menor: ese ómnibus llega a las ocho, lo cual en primavera significa que está oscuro, que no hay un alma en el pueblo y el camino se hace en medio de la soledad y el silencio. Nadie recorre las calles, no hay una luz en los ranchos de la playa, ni siquiera se ven las luces de Aguas Dulces a lo lejos. Hay que caminar y caminar, sin pensarlo mucho, hasta que a un kilómetro y medio del pueblo uno ve la familiar silueta del 832 recortada contra el cielo. Y eso hizo. Antes de entrar al rancho ya vio algo que la dejó preocupada: había luz en el palafito del costado, en La Pajarera. Tal vez acostumbrada a mis paranoias habituales, de inmediato concluyó que los habitantes del rancho de al lado esa noche seguro que eran ladrones, así que lo mejor para ella iba a ser hacerse invisible. Entró al rancho, cerró despacio la puerta y se dispuso a dormir ¡sin encender ni siquiera una vela! Debió ser un cuadro memorable, la oscuridad casi absoluta con un fondo de viento y de mar lleno de crujidos indeterminables, sombras confusas que se deslizan por las paredes y todo quieto, como esperando. Aunque a decir verdad la situación fue peor. Anita encontró los colchones que dejábamos apilados en el entrepiso bastante húmedos y olorosos, necesitados de un rato de sol, por lo que los descartó de plano para su reposo de esa noche. Intentó componer una colchoneta con las frazadas pero al abrir el baúl de madera se topó con el esqueleto de un ratón y ya no quiso indagar más: se tiró sobre la madera de la cama y tapada apenas con su campera de jean aguardó pacientemente la llegada del alba. Alba que demoraría un buen rato, porque cuando después de lo que le pareció una eternidad miró el reloj comprobó que todavía no eran las nueve y media. El día siguiente amaneció radiante y los habitantes del rancho de al lado resultaron ser una pareja con un niño, pero para entonces Anita no quería saber más de Valizas. Hizo un poco de playa hasta el mediodía, regresó a Montevideo en el primer ómnibus de la tarde y nunca me volvió a pedir para ir al rancho.

Mi abuelo materno tenía sus cositas, que se fueron agravando con los años. Por ejemplo, compraba radios y relojes. No tenía una colección: era simplemente un viejito acumulador. Cada vez que uno iba a su casa había dos rituales ineludibles: llevarte a ver la quinta y mostrarte las radios y los relojes de reciente adquisición. Mi madre no es fan de los objetos, pero mantiene la tradición de la quinta. En su fondo se alternan los cultivos con fines alimenticios y las plantas de ornamento, y aunque vivimos a media cuadra no deja pasar una vez que la visite que no me explique (y muestre) cómo están los zapallos, las albahacas o las hortensias. Lo que se roba no se hereda, estimados. Yo acumulo tés y mieles (sin contar con los libros, las suculentas y las cosas que colecciono, que sería largo detallar y para eso está el galpón). Ahora debo estar aflojando con la miel, porque solo tengo un frasco, una que traje de Bariloche, muy clarita, cremosa, una delicia, pero ando un poquito descontrolada con el asunto de los tés... Nada que el tiempo no solucione, en todo caso, aunque a veces, cuando los pongo así, juntos, siento que he comprado té como para un regimiento (o para todo el año). Así que ya saben, ¿eh? Si vienen a visitarme no me pidan capuchinos: aprovechen a probar tecitos (en particular prueben el de rosa mosqueta desecada, que yo no sé cuántas poner en la taza, así ya me van diciendo cómo queda). 😊




¿Qué va a hacer una un domingo de lluvia post desayuno si no es meterse a mirar lo que le deparan los astros para la jornada? Hacía pila que no entraba a la sección "femenina" del pasquín de la plaza y quedé impresionada, porque parece haber retrocedido unos cien casilleros. Nunca fueron precisamente unos adelantados, pero ahora casi exclusivamente hablan de horóscopos (previsiones para hoy, cómo son los adolescentes de equis signo, cuáles son los más y los menos confiables y qué mascota deberías tener según tu signo). Después hay algo sobre el cabello con frizz, los peligros del sol y los presentadores de una Gala de no sé qué. Hola, hola... ¿Hablo con el siglo diecin... veinte? Y ahora que he destilado un poquito de veneno los dejo, porque parece que la Luna en Géminis durante todo el fin de semana me genera mucha actividad social, con temas importantes para encarar. Voy a empezar por darle de comer al gato, y después veo.





Hoy estaba cantando con YouTube a puro Cerati y Soda Stéreo cuando por esas sugerencias del algoritmo caí en Resistiré (la original) y me di cuenta de que extraño los recreos de las 11.30 con nuestro pequeño acto de rebeldía de cantar juntos (y fuerte) una letra que reflejaba nuestro sentir ante el año espantoso que nos tocó pasar en el IAVA. 
Nada, que me acordé de eso: el poder de la música, la energía de la unidad, las palabras de otros que encajan como de molde con nuestros sentimientos, nada más (y nada menos).
 Después busqué una imagen para acompañar este posteo y encontré sobre todo muchas fotos de Echarri con la palabra en rojo pintada en su torso, pero no sé por qué me pareció que si la publicaba se me iba a desvirtuar la militancia, se me iba. 
Así que acá estamos: esperando que el 24’ venga un poco más tranquilo * pero con la resistencia al alcance de la mano (y de la garganta), por las dudas. Solo por las dudas. 
* que el 24’ venga más tranquilo en el liceo, porque en el país… 



“Los balnearios surgieron como un juego; los inventó un siglo que todavía jugaba, que todavía era un niño. Es por eso que pensar en los balnearios es siempre pensar en la infancia: en la infancia del siglo, en la infancia del país y también en la propia, en la felicidad simple y diáfana, en tiempos que evocamos como exaltados y brillantes. Son el lugar de las cosas pasadas, de las cosas buenas. Son, probablemente, algo triste.” El texto aparece casi al comienzo de una película (medio documental) de 2002 que acabo de ver en YouTube: Balnearios, dirigida por Mariano Llinás. ¿La vieron? Me voló la cabeza. Construida de manera episódica, fusiona historias policiales, costumbristas, misteriosas y pseudo artísticas que no siempre dialogan entre sí, pero atrapan. A veces parece meterse de cabeza en el surrealismo, y de repente sale por otro lado. Es cómica y es triste, es realidad y ficción, es prosa y poesía. Capaz que es súper conocida (debe serlo), pero para mí resulta nueva y me alegra que alguien (Marcos Aramburu) la nombrara hoy en la radio. Dura una hora y veinte, y en el correr de la trama hay historias y personajes que piden a gritos su novela. Básicamente se ubica en Argentina, aunque hay alguna imagen de la Barra de Maldonado. Nosotros no tenemos carpas, barquilleros o vendedores de pirulines, pero por lo demás es como si se hubiera filmado acá. Y ustedes, ¿son carne de balneario? ¿Pasaban los veranos cerca del mar o eran como yo, clase baja suburbana que recién empezó a ir al Este ya pasados los veinte años? ¿Conocieron las delicias de caminar vez tras vez por la calle principal después de la playa, la merienda y la ducha de rigor, viendo cada noche las mismas cosas pero sin comprar ni una? ¿Se enamoraron de un cantor de ocasión? ¿Perdieron pie en el agua? ¿Usaron sombrillas? ¿Compraron alguna vez un pez inflado como el de la foto, o fui la única que lo vio lindo? ¿Eh? 




Antes iba al Chuy y compraba galletitas, dulces y bombones. Esta semana fui y traje melatonina (por si algún día preciso), Vitamina B (por lo de no comer carne), una cosa Cicatricure (que dice que te saca todos los defectos), tres frascos de un tónico para la memoria (para mi viejo) y como ocho sobrecitos de comida de gatos para repartir entre mis tres clientes fijos de las ventanas del frente y del fondo. Qué cosa, ¿no? ¡Cómo cambian los lugares! Ehhh... ¿una? No, no: una es la misma, estimados, solo que ahora antes de ir al supermercado una encara primero para el lado de la farmacia. 😊 (Bueno, alguna cosita rescaté de las góndolas: dulce de banana, paçoquitas, Quatro Frutas y chocolate con 80% de cacao. Anduve buscando Fíos de Ovo y quindim de coco, pero no encontré. Ya no da criollos el tiempo...)




Voy al cajero del shopping a cambiar la clave del ebrou por enésima vez, a ver si de milagro elijo una que pueda recordar más de diez minutos, y encuentro en la máquina una tarjeta reclamando ser retirada. Nadie a la vista: la persona se la debe haber olvidado por completo y quién sabe adónde anda. Como el banco está cerrado se la doy a un guardia de seguridad, que de inmediato se comunica con el encargado para avisar de la situación. Vuelvo al cajero. Hago fila detrás de una señora septuagenaria con nieto veinteañero que enseguida se retiran, dejándose también la tarjeta metida. Esta vez están cerca y puedo pegarles el grito. Los dos me lo agradecen y quedan muy contentos, en tanto yo voy a hacer mi trámite sintiéndome la Mujer Maravilla de las cosas olvidadas, por lo menos hasta que entro al supermercado y no recuerdo qué tenía que comprar, en fin. La superheroínez se siente linda pero a veces dura poco. Que tengan buen viernes, y si van a un cajero no se dejen las cosas.





Ya en casa hace un par de horas, con la ropa recién lavada, los tres gatos alimentados y los viejos visitados, lo siguiente en la lista de pendientes es, como siempre, deshacer bolsos, ordenar las cosas y exponer los hallazgos. Pero precisamente de estos últimos casi no tengo nada, dado que la playa estuvo oscilando entre rayos, olas gigantes y arenas completamente lavadas por la tormenta. Creo que nunca fui a la costa para hacer tan poca playa, pero en fin, los pronósticos ya eran malos desde hacía varios días. 
Apenas llegamos a Aguas Dulces (fui con una amiga) nos abrasó un calor de 40 grados, insoportable, que duró una media hora. Cuando ya estábamos instaladas en un restaurante para el almuerzo del lunes se descolgó un diluvio increíble, viento arremolinado y un par de rayos que nos hicieron saltar de nuestros asientos: uno en la playa y otro en pleno pueblo, a unos 20 metros de nuestra mesa. Este último quemó las luces de varias casas y comercios cercanos, y fue el que más miedo nos dio, porque lo sentimos con todo el cuerpo (más allá del estruendo y el fogonazo: la piel entera percibe la descarga eléctrica y el peligro a pocos pasos). 
Ya en la posada, volvió a arreciar la lluvia, generando una inundación en el patio que estuvo a (literalmente) dos centímetros de nuestra puerta. Los sapos saltaban felices, mientras los gatos no se dejaban ver por el momento. Dudamos entre quedarnos o irnos pero ¿adónde? La tormenta era la misma en todos lados… El encargado nos visitó, propuso si queríamos un cambio de habitación pero desistimos, e hicimos bien, porque un rato después ya el agua se había escurrido hacia la playa y el patio volvía a quedar seco. Al otro día el tiempo mejoró, aunque no volvió a hacer calor y la playa estuvo tan crecida que lavó todo posible hallazgo y solo quedaron las maderas, los restos de ranchos y los jueguitos de plásticos de los niños. Yo anduve buscando una boya de vidrio pero no se dio: se hizo lo que se pudo. Lo que sí había por todos lados eran tablas enormes, porque la tormenta se llevó puesta una caseta de los guardavidas. 
Esta ha sido una extraña incursión rochense pero la verdad es que pasé tan bien que no extrañé las dinámicas propias de los hábitos de toda la vida… aunque en cualquier momento vuelva a por la revancha, que febrero aún tiene mucho por venir. Como balance de imágenes en estos días puedo decir que Aguas Dulces abunda en gatos y perros amistosos, que todas las casas tienen una boya en el patio, que hay música en vivo cada noche, que los sitios top de la calle principal son los puestos de tortas fritas y que la gente tiene toda la pinta de ser amable y tranquila.
Me encanta.



_ ¿Cuántos gatos tenés? -le pregunté al muchacho de la posada de Agua Dulces.
_Dos: dos negros. 
_ ¿Y el negro y blanco?
_ ¡Ah, ese no es de acá, es el enemigo!-contesto riendo. 
Mi preferido de la posada no solo es un intruso sino que dos por tres sopapea a los locatarios, que parecen muuuuy tranquilos. El Enemigo vive acá todo el año, es dueño y señor de los espacios mientras la posada está cerrada, y quién va a explicarle que los otros en verano se convierten en los dueños legales de caminos, sillones y personas. 
I ❤️ Enemigo.




Escena pacífica de gato abrigando a la humana, como siempre. 
Mientras tanto en Mundo Padres hay una gata loca que no deja de cambiar de lugar a sus gatitos, una señora octogenaria momentáneamente desquiciada que pretende decidir sobre el destino de los cinco y una hija de la señora momentáneamente desquiciada que resulta coaccionada para subir a endebles escaleras de aluminio, “pescar” un gatito gris y blanco con rastrillo de jardín hasta sacarlo del espacio casi inaccesible entre el techo de la puerta de la cocina y un sobretecho construido por los antiguos dueños de la casa, cerrar la abertura del espacio con ladrillos y tablas y confiar en que la gata no se los lleve otra vez, quizás con destino desconocido. 
Qué quieren que les diga… me quedo con mi gato de termostato averiado y su manía de dormirse pegadito, aun en medio de la ola de calor interminable de comienzos de febrero. 






Micro historias felinas de acá y de Mundo Padres:
1. Saco un bavarois de cereza de la heladera. Me distraigo un minuto dándole de comer a la vecina gris. El bavarois aparece con un borde diezmado y mi gato me mira onda: “¿yo? ¿Por qué yo?”.
2. Voy a lo de mis viejos. La gata barcina abre el mosquitero como si tal cosa para entrar o salir de la casa. Nota mental: no dejarla que se junte con el mío, para que no le enseñe (porque los mosquitos en mi barrio estos días son legión).
3. Mi vieja anda en el fondo, revisando las plantas de zapallo.
_ ¿Qué buscás? -le pregunto.
_ A los gatitos. La loca de la madre vio que se podían mojar hoy con la lluvia y se los llevó de donde estaban, pero no sé qué hizo con ellos. Yo ya le dije que hasta que no los traiga de vuelta no le voy a dar de comer.
_ ¿Estás negociando con una gata?
_ Ella entiende.
Revisamos el zapallar, el parrillero, las hortensias, y al final mi madre los vio en el medio de la espesura, contra el muro. Ahí los dejamos, por ahora, y cruzamos los dedos para que la gata no se los lleve adonde no podamos verlos (ni mucho menos socializarlos).
Y en eso estamos. Todas las historias que acabo de contar tienen como única finalidad disimular que en verdad pongo la foto de mi gato solo para que vean (una vez más) que es muy lindo.




Quiero que sepan que si algo me faltaba para enamorarme de Islandia (de la que tengo en mi cabeza, por lo menos), hoy acabo de conocer a Jón Kalman Stefánsson y ahora TENGO que ir a verlo (a él y a las playas de arena negra, los volcanes activos, las fuentes termales y todos los jugadores de la selección 2018 - que fue la única vez que llegaron a un mundial, pero no importa). 😊 Comparto unos pocos renglones del primer capítulo. "Sucedió durante los años en que seguramente estábamos vivos aún. El mes de marzo, un mundo blanco de nieve, aunque no en su totalidad. Aquí la blancura nunca llega a ser absoluta, por mucha nieve que caiga, aunque el frío y el hielo unan cielo y mar, y la escarcha llegue hasta lo más profundo del corazón, donde habitan los sueños; el color blanco nunca se lleva la victoria. Los cinturones rocosos de las montañas se arrancan la nieve para destacar negros como el carbón en un mundo blanco." [Kayak dice que un vuelo de ida sale 141 dólares desde Nueva York, y son cinco horas y media. Mmmmh...]





Reciclando textos: este es de 2019. 🙂

Valizas y los miedos

Miedo nivel 1. Vas caminando distraída por la orilla y de repente un sirí se te viene encima con dos pinzas azules levantadas. Es un miedo sutil, más cercano a la sorpresa. Lo rodeás a lo lejos para no estresarlo, y seguís caminando.

Miedo nivel 2. Estás concentrada en las cosas que hay en la orilla cuando viene una ola y tapa tus pies. Sentís algo raro en el pie izquierdo: hay una enorme cucaracha entre tus dedos. La sacudís con un sonoro “¡aaaah!”, y volvés a buscar cosas.

Miedo nivel 3. Estás a kilómetros del pueblo, ante ti se extiende una playa gigante llena de caracoles, huesos y piedras, sabés que te los querés llevar todos pero tu mochila dice “no”, y agrega “hasta acá llega nuestra relación, no acepto un gramo más y hablo en serio”. 

Miedo nivel 4. Asumís que hay que ir volviendo. Son 11 y media, tenés por delante una hora del peor sol por la arena y cuando echás una mirada a tus hombros te das cuenta de que están del color de un lobo podrido de la playa. No estás para sutilezas: si es color lobo podrido, es color lobo podrido. Y no hay protector que valga.

Miedo nivel 5. Pese a la hora y a la carga que llevás te metés entre las dunas a ver si aparece algo interesante. Soledad absoluta, ni un ser humano en kilómetros y de repente un graznido aterrador a medio metro de tu cabeza. Nadie conoce de verdad el miedo si no lo sorprendió un ataque de ave en mitad de la nada desprevenida. No es un tero: esta vez es algo blanco, una especie de gaviotín. Se te tira en picada un par de veces hasta que ve que volvés a la playa y se queda dando vueltas, satisfecho. Su misión está cumplida (y no vas a volver a desafiarlo).





Cuando llego al intercambiador Belloni me sorprende la cantidad de gente que espera ómnibus en el andén de los que van a los barrios de la costa. Sé que mi barrio es uno de los proveedores principales de empleadas domésticas de Malvín, Carrasco y Punta Gorda, eso no es una sorpresa, pero igual. Nunca vi tantas. Debe haber unas 50 personas esperando, 95% de ellas mujeres. Los hombres, que trabajan en la construcción, entran más temprano. El clima es de tensa expectativa. Jóvenes y no tanto, las mujeres esperan. Algunas conversan: hace más de media hora que no pasa el 306, y una ya se quejó al inspector. _Yo no puedo decirle a mi patrona que el ómnibus no pasó. Ellos no entienden. Pasa un 111 a Malvín y se suben ocho o diez, pero el resto seguimos esperando. Yo no tengo tanto apuro: estoy yendo a la peluquería. Comienzo a trazar planes de subir por último, por si tuviera que quedar alguien abajo, porque a mí no me van a despedir si llego tarde. En eso reaparece el inspector: _Ya llamé. Viene un 306 vacío. No sabemos qué tan rápido vendrá o qué tan vacío, pero no nos queda otra que confiar en su palabra. _Ahí viene el vacío, por Veracierto.- avisa a la manada una de las más jóvenes, y todas miramos a la vez para ese lado: es un coche expreso, que viene al rescate de las abandonadas por Ucot. En eso llegan a la vez tres buses: otro 111, un 402 y ¡por fin! el 306. Las mujeres corren a subirse, aunque se ve poco espacio desde abajo. _ ¡Ese no, ese es el lleno! -alerta una chica devenida en guía de operaciones. Pero algunas ya no confían en nadie y se suben al 306 con pasajeros, porque no sería la primera vez que un inspector hiciera falsas promesas. Las demás esperamos hasta que asoma el expreso. _¡Viene vacío! -comentamos con alborozo. La cola para subir es interminable, aunque de rápido avance: todas las pasajeras se limitan a pasar la tarjeta sin esperar un boleto, porque vienen de otros lados y este no es su primer bus de la mañana. El servicio doméstico de los barrios adinerados se nutre en buena parte de la cuenca de Camino Maldonado y José Belloni. _ Ahora hay que ver si no se me venció el boleto de una hora, con esta tardanza… -murmura alguien, para nadie. Cuando terminamos de acomodarnos y el 306 arranca quedan todavía unos asientos libres. Por un buen rato nadie baja: la primera parada es en Avenida Italia. Le mando un mensaje a mi peluquera, porque voy a llegar tarde, y me dice que la acumulación de gente debe ser por la playa, pero no. Aquí nadie va con sillitas, bolsos, niños. Acá solo vamos unas treinta mujeres, algunas charlando, otras concentradas en la pantalla y una, una medio canosa, que no deja de escribir en el teléfono.




Ya ordené mi casa, lavé pisos y cortinas. La ducha de las cuatro de la tarde por suerte tuvo agua. Tengo la cédula a mano, los lentes puestos, la declaración funcional hecha. Chateé con todas mis amigas. "No me dejan entrar", "estoy esperando que me habiliten", "te vi", "vos ya elegiste, ¿no?", "no, esa es la otra Mariela Rodríguez, yo aún estoy por entrar", "suerte!!". Acabo de dejar un capuchino por la mitad, por si me cae mal. No hay manera de explicarle a nadie que no sea docente el nivel de estrés de una elección de horas. Sea virtual o presencial, esté una en grado 7 o en las listas de interinos: se te estruja el estómago. Desde 1989, y aún así. A mí me toca a las cinco. A las cinco en punto de la tarde. Con su permiso.




El traidor Muy mimoso, muy de compartir la serie conmigo, pero solo por un ratito: hace semanas que entra, come y se va, sin contar con la tarde en que lloraba frente a mi puerta, le abrí, justo abrió también el vecino y… ¡se fue con él!!!! Libros de autoayuda para humanos semi-abandonados por sus gatos, ¿tienen?





Historias de sábado: La Viuda Hace unos días descubrí que la Casa de la Viuda tiene Instagram, y se me vino abajo el misterio. Ahora su nombre está en inglés y el lugar se alquila con capacidad para 11 personas; es muy raro ver fotos del interior de una casa que desde que tengo memoria era un enigma. En los últimos años he pasado por su frente un par de veces: la gente que gusta de las caminatas recorre toda la playa de la Viuda hasta llegar a las rocas frente a la casa, zona de anémonas, desde donde se domina un panorama espectacular, que termina en Punta del Diablo. Si se sigue por un camino de tierra en el costado, a un par de cuadras aparece otra playa, gigante y desolada, que se llama Santa María. Pero llegar hasta ese punto no eran tan fácil cuando yo iba a finales de los noventa y principios de este siglo. La casa, por entonces deshabitada, tenía un cuidador armado que no dudaba en disparar para alejar a los intrusos. Yo no ligué ningún balazo pero la única vez que me acerqué un poco me chumbaron los perros y no encaré continuar. Siempre se dijo que la viuda (María Gebrán) había llegado a Punta del Diablo acompañada de sus hijas en los años 50, que era argentina y que el marido (el señor Verdín) había sido muy rico: unas versiones dicen que tenía una cadena de farmacias y otras hablan de que era el dueño de “La Franco Argentina Seguros”. Aparentemente la Casa de la Viuda fue el casco de una de sus estancias: tenía campos en la zona, por el Camino del Indio y por la ruta 14. Se dice que vino forrada de plata, que trajo escondida hasta en las cubiertas del auto. Para amueblar la casa fueron necesarios varios camiones de mudanza, descargados por gente de la zona. Uno de los que conoció el lugar desde siempre es Lirio Rocha, que llegó a los 16 años (en 1940) a Punta del Diablo, época en que la casa ya existía y era propiedad de Emiliano Cuadrado, vecino de Castillos. No se sabe si la viuda llegó a un acuerdo con el gobierno uruguayo para construir el pequeño faro que avisa de la punta rocosa pero algo hubo, porque la casa está en una zona donde no se permite la construcción. En los 70 fue comprada por una familia belga, los Stiberling. Ellos construyeron una pista de aterrizaje, porque usaban avionetas como medio de transporte, y se cuenta que una vez una avioneta se estrelló. También se menciona que la casa tenía un sótano repleto de vinos y que entre las rocas había bombas que llenaban una piscina con agua del océano. Se recuerda como presencia frecuente la de "un hombre flaco, alto, que siempre andaba de casco blanco”, que sería el último de los Stiberling y que murió allí mismo, atropellado por un camión. Y hasta ahí llegan los datos que encontré en internet, porque el Instagram de la Viuda (además de tener fotos de dudosa calidad y alguna falta de ortografía) no cuenta ni un detalle de la historia. Así que ya saben, ¿eh? Si buscan una casa de 7 habitaciones frente al mar se alquilan la de la Viuda, y si les sobra espacio me pegan una llamada… Quiero decir: primero van, pasan unos días, se aseguran de que no hay fantasmas, y después me invitan, ¿les parece? Yo llevo los bizcochos. Quedamos así.





Hace unas semanas comenté que no podía entender que en una serie en la cual un muerto había sido enrollado en una alfombra y tirado al bosque la dueña de casa y reciente viuda no se diera cuenta de la ausencia ya no del marido, sino de la alfombra. El tiempo ha pasado, ahora voy por la temporada 4. Una pareja de veinteañeros sin mucho dinero discuten porque ella guarda en el ropero un vestido de bodas sin estrenar, comprado para el casamiento con su ex. Un vestido de Vera Wang, que se repite varias veces que vale U$20.000. El novio actual se siente mal por ese recordatorio de la anterior relación, así que... ¿Qué puede hacer ella para mejorar las cosas? Estropear el vestido tirándole salsa de tomate y divertirse mucho en el proceso, obviamente. Es como cuando en una escena de sexo el chico le rasga a la muchacha un vestido de fiesta, o cuando alguien corre, transpirado, y tira a un costado del camino la camperita de jogging, esas cosas. A mí me rompés una Hering (ya no digo un vestido de fiesta) y me comprás otra, y si me tiraste la campera porque tenías calor en vez de atártela a la cintura arde Troya. Y así es como queda demostrado que el diálogo entre el mundo desarrollado y los países pobres resulta de todo punto imposible. No hacen falta tesis ni estudios académicos: nuestra falta de coincidencia en la visión del mundo es clara y contundente (y no solo por las series... cualquiera que viaje a Estados Unidos y vea las cosas que se tiran sabe que es así). Nada, cosas que una escribe para interponer un pequeño paréntesis entre los episodios 7 y 8 de la temporada 4.