Vistas de página en total

domingo, 27 de enero de 2013

Prisma estival







Despierto en una cama ajena rodeada por siete adolescentes de ambos sexos. Me da cierta ternura porque no hablan fuerte, ni prenden la luz al llegar a la madrugada, ni dejan sonar sus celulares, ni desordenan los escasos espacios comunes de este mundo anaranjado y compartido de la habitación 13, tan anaranjado como la infame pulserita fluorescente que me impusieron cual marca de rebaño ni bien puse un pie en el hostel de la calle principal de Valizas.
           
Desayuno en las sillas de madera del frente con vista a la plaza. El bizcochuelo de manzana está delicioso y eso hace un poco más tolerable la pulserita, solo un poco. La doblo en cuatro hasta que queda convertida en una tirita mínima, aunque sigue gritando su anaranjedad a los cuatro vientos.
           
Mi amigo Huguito aparece temprano y se va a la playa cuchillo en mano. Tiene una caparazón de tortuga enterrada por ahí y va a ver si la puede limpiar para llevar a Montevideo en la bodega del Rutas del Sol sin que le hagan mucho problema, pero dudo que lo logre. El olor del bicho debe llegar hasta Aguas Dulces por lo menos.
           
Poca gente tomando sol en la arena. Las Malvinas tienen más piedras que hace unas semanas pero ningún fósil interesante. Mariposas, aguavivas, cascarudos al borde del agua revuelta que de mi cuerpo solo llega a conocer pies y pantorrillas.
           
Mis amigas están tomando sol en sus sillas plegables estilo Piriápolis. Poco a poco se van dando cuenta de que este es un mundo desprolijo pero de paz, de silencio y soledad, ideal para volverse grano de arena, nube o espuma. Diana camina un poco menos que el año pasado, Alicia solo me acompaña unos veinte minutos y las otras dos, las hermanas, no se mueven de un radio de unos pocos metros frente a la bajada principal a la playa. Las cuatro saben que el pucho tiene la culpa pero el vicio sigue siendo el más fuerte.
           
No se cambian las sillas de lugar. No se cambia la composición de ningún plato. No se cambia el menú, la decoración ni el personal desde hace veinte años: el almuerzo en Doña Bella es abundante, barato y delicioso y tal vez por eso o para eso se mantiene eternamente inmutable.
           
El baño del hostel es pequeño y a veces se inunda. Al costado hay un corral con cachorros dorados y adorados; mamá setter duerme por las noches en uno de los sillones del fondo. Mi toalla color salmón se va de paseo a algún bolso ajeno y ya no la vuelvo a ver. Siempre hay alguna hamaca disponible y en la cocina descansa una caja enorme con alimentos dejados por visitantes anteriores de los cuales los actuales echan mano a piacere. No hay mosquitos. Ranitas, sí, miles, y algún caruncho, pero mosquitos no. Comienzo a mirar con menos odio a la puta pulsera anaranjada que no destiñe con el mar ni el salitre.
           
El arroyo puede cruzarse a pie con el agua a la altura de la cintura, o sea que tomo el bote. Debo estar en mejor forma que la última vez porque vuelo por las dunas sin cansarme. No hay vacas a la vista, ni escudos, ni estrellas, ni caballitos de mar, ni boyas de vidrio, ni uñas de megaterio, ni dientes de lestodonte ni nada más que caracoles enormes y cucharetas rosadas.
           
El agua caliente parece que me quiere pelar, un segundo antes de salir helada, tibia, natural, o nuevamente hirviendo. Los dioses lo han decidido: esta ducha no es para mí y no volverá a verme.
           
A la noche, shopping callejero. Lo de siempre.
           
Cena con músicos ambulantes. Lo de siempre.
           
Oscuridad polvorienta para acompañar la comida. Lo de siempre.
           
Espectáculos musicales con veredas repletas de fans bailoteando sin verse. Lo de siempre.
           
Se me arruga el alma al pensar que en pocos días más estaré en Montevideo y que muero por quedarme en estas calles y estas arenas sucias de sal y de viento. Lo de siempre.


            

domingo, 20 de enero de 2013

MIÉRCOLES DE CLÁSICO EN JAUREGUIBERRY









_ Bueno, mejor te dejo descansar y no hablo más por un rato.
Recuesta su cabeza en el asiento y se queda pensando; sé que no demorará dos minutos en arremeter de nuevo con el cuasi monólogo que lleva ya la mitad del viaje de Montevideo a Jaureguiberry.
            La culpa es mía; ¿qué tengo que andar saludando viejos en las paradas de ómnibus? Demasiado bien sé que si les doy “un real de charla”, como dice mi madre, se convierten en un pegote a la segunda palabra amable.
            Este de hoy andará por los ochenta y pico. Derechito, de ojos claros, con un tono de voz agradable y una tendencia infalible a ver lo peor de cada situación.
            _ Acá no se puede plantar porque no hay tierra: puro arenal, nomás. Sí, frutilla y sandía puede ser, pero ni eso crece: mucho sol y mucha hormiga. Ah, usté dice juntar restos de comida para hacer un canterito… No, m’hija, eso no sirve porque el yuyo se come toda la tierra. Los otros días vi un ciervito Axis en la carretera. Precioso. Lo había matado un coche. Lo que sí se ve seguido es víbora: cruceras, yararás, de todo. Y no hay médico cerca, ¿eh? Yo en invierno estuve esperando que me parara un ómnibus como una hora, porque andaba con bronco espasmos y quería ver un doctor en Piriápolis, y al final terminé con congestión. Es que los choferes a veces te ven y ni te paran, se hacen los vivos.
            Como era inevitable la charla continuó sin interrupciones. Había tenido una mujer, muerta hace doce años, varios hijos (“a uno me lo mataron”) y una novia con la que estuvo siete meses en 2009.
            _ Yo la tenía como una reina. Le compraba dátiles de Tienda Inglesa, nueces, lo que ella quería. Y ropa. De la barata, eso sí, pero ella con su jubilación solo compraba el pan, nada más. Era bien derechita y delgada. Una vecina después me dijo que parece que al segundo marido lo había matado; yo no sé… Siempre me decía que yo era su ángel de la guarda y que cuando me muriera me iba a tener de la manito hasta el final, pero un buen día se fue. Ni avisó: se fue. Ochenta años, tenía ella. No sé qué le pasó.
            Pobre viejo. Me entra a jugar la tristeza, que se va de a poco haciendo culposa cuando me invita a pasar por su casa a tomar un té o un café en estos días en que estaremos de vecinos. Trato de decirle que no, se lo insinúo con toda la fuerza que puedo sin llegar a ser maleducada pero él no me escucha y repite que pase por ahí, que tiene un gato y tres perros malcriados, que le voy a dar una alegría al pobre viejo (se nombra así, en tercera persona), que vive solo al Norte del balneario y no ve a otras personas más que cuando va a cobrar la jubilación a Montevideo.
            Me bajo del ómnibus y sé que no pasaré por su casa para no crear un lazo de afecto y dependencia que pudiera hacerse difícil de cortar. La adicción a la culpa no es lo mío. Pero no me siento bien con esa decisión. Quién me manda andar saludando viejos en las paradas.

Ya instalada en Jaureguiberry, a la caída de la tarde salimos de recorrida por el balneario Julio, Roxana y yo. Nos mueve más que el deseo de ejercicio la curiosidad de saber si esto es todo, si el pueblo es solo este manojo de predios gremiales con unas pocas casitas abandonadas en medio de un bosque gigantesco lleno de aves y viento. Hace tres días que estamos aquí y no hemos encontrado más comercio que el almacén de Maurente, pero unos chicos nos dijeron que tal vez sobre el puente hubiese algo abierto, aunque no estaban seguros.
A un par de kilómetros de la colonia de vacaciones encontramos, al fin, un sitio parecido a una urbanización. Había calles, otro almacén, alguna persona caminando, perros, juguetes y bicis en los porches de las casas que no estaban tapadas por la maleza. Salimos al arroyo para descubrir un paisaje soberbio de agua, arena, barrancas y luna. De todos modos el amor por el pueblo se nos enfrió un tanto a las dos cuadras, cuando un cimarrón nos cortó el paso por un camino angosto y solitario y casi pegamos la vuelta, aunque con gritos y actitud firme neutralizamos el ataque y conseguimos llegar hasta el bar de la ruta.
Esa era una noche  de clásico, de manera que nos instalamos afuera frente a una ventana para, bebida y pizzas mediante, esperar que comenzara, no el evento deportivo (que poco nos interesaba) sino la afluencia de público para verlo en el Yacht Club de Jaureguiberry.





El primero con el que charlamos fue un veterano de más de setenta años que paseaba con correa a una cachorra Yorkshire simpática y demandante.
_ Yo tenía a otro, hasta hace unos meses, pero me lo robaron. Lo dejé solo unos minutos frente a la Colonia de FENAPES y me lo llevaron. No sé quién pudo ser porque había un simposio con 160 estudiantes, pero tuvo que ser uno de ellos. No tengo consuelo: lo busqué por cielo y tierra. Hasta puse papeles pidiendo que me lo devuelvan, que hay diez mil pesos de recompensa. Y los tengo aquí mismo, ¿eh? No es un invento._ aclaró, sacando del bolsillo del short su gorda billetera de cuero marrón.
Mi cabeza ya estaba comenzando a evaluar la posibilidad de pegar papeles en el IPA que ofrecieran una recompensa de $3000 por el perro cuando cambiamos el ángulo de sociabilidad y nos pusimos a charlar con un pelado y una pareja que llegó con bebé y perro policía. El pelado, Jorge, venía a Jaure desde hacía 55 años (su edad), en tanto los del bebé eran advenedizos, una arquitecta cuarentona y su barbudo y gordo marido, con rancho de reciente construcción.
_ Lo que pasa en este pueblo es que el Intendente solo se ocupa de darle predios a los gremios, sin exigirles contraprestaciones. Cuatro gremios hay, cuatro, que no pusieron nada por el terreno, que pagan cero peso de impuestos y lo único que se les pide a cambio es una bajada a la playa a construir de acá a treinta años… Ahora con toda esa gente la napa freática está contaminada; ya no hay pozo que no esté contaminado hasta los dieciocho metros de profundidad. Ojo que no es contra ustedes, ¿eh?, sino contra el que decide todo eso.
_ Jaureguiberry ahora tiene un boom de la construcción_ terció el del perro, dejándonos con la boca abierta ante semejante revelación, tan en pugna con nuestras apreciaciones visuales del balneario_ Se está haciendo pila de casas y no se planifica nada.
_ Ah... ¿Y hay víboras por acá?
Adivinen quién salió del tema.
_ Sí, haber hay pero no tantas, ¿eh? Yo la última que vi fue cuando mi hijo era así_ aclaró el pelado, poniendo la mano a un metro del piso_ y hoy tiene 17. Se estaba dando una ducha en la canilla de afuera y cuando quiero ver había una rama al lado del botija. ¿Y esta rama? Y cuando vi lo que era le clavé una pala en la cabeza. Una crucera.
_ ¿Y esto de acá enfrente de quién es?_ preguntó el barbudo de la pareja, aludiendo al terreno frente al arroyo
_ Ah, ¿esto? Parece que es de una de las descendientes del viejo Jaureguiberry, que hizo una prescripción con testigos truchos y se quedó con un montón de terrenos frente a la costa. Igual no todos son para construir, porque se inundan, pero algunos sí.


La noche avanzaba. En las mesas de afuera nadie miraba el partido y la charla daba para todo. Yo por mi parte estaba concentrada a medias en la conversación, en tanto la otra mitad de mi atención se centraba hacía rato en un cincuentón de bigotes y ojos claros que entre cigarro y cigarro me miraba con insistencia. Tenía cierto aire de Suboficial Bermúdez, aunque mi amiga opinaba que milico con zapatillas de jean no tenía visto…
Al final del primer tiempo nos vino un poco de cansancio, y pegamos la vuelta. Saludé al Suboficial, que me hizo un gesto simpático al pasar junto a su mesa, y comenzamos la caminata de un par de kilómetros hasta la cabaña, alumbrados con linternas por si las cruceras.
            No sé si encontramos alguna, porque la viboreja que nos cruzó a la media cuadra era oscura pero no le vi los dibujos. Lo que sí vi fue la camioneta del bigotón, que se acercó a nosotros y propuso llevarnos hasta la colonia. Qué momento. Fue como retroceder diez casilleros en el túnel del tiempo y encontrarse en la década del ochenta. Evalué la situación por un microsegundo. A la tercera imagen de mi cuerpo descuartizado en las blancas arenas de la playa con las cámaras de Teledoce alrededor, ya había tomado una decisión: no. Yo qué sé si además de lindo era buena gente. Charlamos un rato, de todos modos. Muy serio, de voz grave, bien diferente de los guarangos que en general conozco (que por otra parte son los que me gustan). Terminamos el camino a pie, riendo y mirando al piso, por si acaso.
            Al cincuentón y sus hermosos ojos claros no los volví a ver, y ese fue el final de nuestra noche de clásico. Muy linda la playa y el paisaje de Jaureguiberry. Primera y última vez que vamos. 







domingo, 13 de enero de 2013

TÓMATE UNA GRAPPAMIEL CONTIGO MISMO







INTERESANTE

La Avenida Aladino Veiga por las mañanas suele parecer un desierto polvoriento. Un par de autos lentos, algún carro repartiendo leña o garrafas, varios perros eternos y nosotros, los madrugadores de cada día, haciendo los mandados para el desayuno. 
Mi madre siempre repite que hay que ser muy cuidadoso con lo que uno hace el primero de enero, porque estará haciéndolo por el resto del año. Tal vez por eso no me molestó la mañana fresca y ventosa con que comenzamos 2013, y menos cuando la llovizna nos decidió a llegar a la panadería del Tío Pato justo en el momento en el que entraban Interesante y su mujer.
Interesante es un vecino morocho de ojos azules, un par de años mayor que yo, de buen porte aunque con pinta de tímido y por momentos algo encorvado, al que no me provoca ningún conflicto ético mirar ostensiblemente desde el momento en que lo hago desde antes de que “esa” formara parte de su vida. Él fue durante varios veranos la imagen típpica  del solitario que se iba con su libro a la playa más allá del pueblo, o a la paz de La Proa de otros tiempos, hasta que empezamos a verlo acompañado en el rancho de enfrente, tres eneros atrás. Ignoramos todo sobre él salvo que es hermoso, que es lector, que toma sol al mediodía y que es absolutamente incapaz de no mirar para nuestro rancho cada vez que se le presenta la oportunidad de zafar de la órbita de su compañera.
El encuentro en la panadería sirvió para confirmar la existencia de alianzas en sus manos, para verlos como una pareja de personas amables y atentas con las chicas que atienden el comercio, para escuchar mejor la voz grave y agradable de él y para que mi amiga me confirmara que la señora anda necesitando de un asesor de vestuario y estética en general a la brevedad posible.
(No, nunca dije que fuésemos buena gente. Como expresó en Colonia un pésimo cantor ambulante al que no le dimos dinero por torturar nuestros oídos: “¡son tan lindas… pero tan amargas!”)
En el transcurso de estos días se fue estableciendo con el vecino una dinámica de pequeñas complicidades que implicaron el cruce de saludos, sonrisas y gestos cordiales en las calles del pueblo cuando él venía solo de hacer los mandados, a la vez que quedaba de manifiesto que ante los “qué tal” que enunciábamos en caso de venir la pareja (eternamente de la mano, no fuera a ser que Interesante tirara demasiado de la cadena y terminara por romperla) él saludaría con un gesto sin palabras y la respuesta de ella sería un distraído silencio, salvo que la saludadora fuese mi amiga, en cuyo caso sí respondía algo, desganadamente.
Se trata de un juego, y lo sabemos. Un juego que dura unos días por año, que no colide con otros juegos y otros cruces, y que solo puede tener lugar entre la sal y la arena de los ranchos de la costa valicera.
Aunque, no. No es verdad.
En realidad la historia con Interesante aún está por empezar.

LA AVENIDA

Por la tarde la calle principal se va poblando con un puesto al lado del otro, hasta armar el escenario perfecto de seducción para posibles compradores a la vuelta de la playa. Allí se mezclan los pareos y gorros al mejor estilo de Castillos con las artesanías opacas y sin gracia que se venden en los balnearios desde que yo era niña, aunque también hay algunos libros, jugos naturales y hasta tortas fritas y pop, todo entreverado en olores y pregones más o menos encubiertos. El público se compone de una masa tan heterogénea y compacta como los rebaños a la salida del Estadio, que deambula por las cuatro cuadras del centro desde la caída del sol hasta las dos o tres de la mañana sin perder su densidad poblacional ni cambiar sus hábitos perennentemente migratorios.
En uno de esos puestos encuentro un libro que he estado buscando por años: la historia del Francés contada por Pancho, mi ex vecino de las Malvinas. Supe tenerlo y prestarlo pero ya hacía mucho que había decidido volverlo a comprar dado que mis reclamos de devolución amenazaban con caer en el silencio por tiempo indefinido. Volví a leerlo en estos días, especialmente las partes que me tocan de cerca, historias pequeñitas que transcurrieron en mi rancho o que me tienen como personaje secundario y contribuyen a aclarar algunos puntos oscuros de mi propio pasado en el pueblo. Debo ser la única persona que lo ha comprado dos veces, pero vale la pena.
A la caída de la noche la calle principal se vuelve peatonal y van apareciendo clowns, mimos, estatuas y espectáculos circenses de todo tipo y nivel, con respuestas del público que oscilan de la vergüenza ajena que provoca un payaso solitario sin un chiste bueno a la hilaridad ante un adolescente con peluca cantando Staying Alive al mejor estilo Barry Gibb o la admiración pura y franca frente a las cuatro chicas que hacen un espectáculo con fuego que nos deja a todos sin palabras. También hay músicos a cada paso, teatro, y cualquier cosa de la que alguien suponga que puede sacar dinero o prestigio. 
Aquí estoy, mírenme, hago esto, soy diferente, deténganse, apláudanme, denme algo.



Los restaurantes son el único punto de encuentro en este pueblo sin bailes, porque los vecinos votaron para que ningún establecimiento pudiera superar cierto  volumen de sonido (bastante bajo, por cierto), ahogando cualquier intento de abrir un boliche. Nosotros recorrimos las posibilidades de almuerzos, cenas o grappamieles vespertinas, desde La Proa al inefable Rey de la Milanesa, pasando por Doña Bella, Barroco, El Tazú, Notanquetan, Punto G, La Casita del árbol, El Pez de Color, el Yiye, la pizzería del Cholo y el parador de la playa a la bajada del rancho, y solo dejamos fuera de nuestro itinerario al Rabuk, El León y El Chorizo loco, por diversas razones que no vienen al caso.
El tradicional Yiye y El León son centrales en la vida nocturna al contar siempre con espectáculos de música en vivo, y en sus veredas se concentra una enorme multitud compuesta en un noventa y ocho por ciento de veinteañeros, la mitad con botella de cerveza, caja de vino Santa Teresa o bidón recortado con sangría o caipirinha para tomar en vaso descartable, en el propio recipiente o hasta en taza. Todo vale en la oscuridad de Valizas. A la mañana  se ven los restos de la noche en formas difusas que duermen en la arena, la plaza o las veredas. Nosotros damos unas vueltas, oímos música o tomamos algo en el patio mágico de La Casita del Árbol antes de volver al rancho. No está bueno eternizarse en un mundo de masas humanas donde no se ve a quién se cruza. 
Tal vez los únicos hombres de nuestra edad son los dueños de los boliches, pocos de los cuales resisten una segunda mirada. Uno opina que cada año estamos más lindas. Otro (supuesto propietario del hostel con menos onda de Valizas) quiere hacerse el interesante y no le sale. Hay un morocho que viene como siempre a charlar pero no logra gran cosa y un canoso que se deshace en sonrisas mientras nos sigue cobrando a cien pesos la medida de Baileys, sin contar un veterano que  compite conmigo en la búsqueda de fósiles y se empeña en gritarnos desde una silla de afuera del local las bondades de su carta de comidas. El de la parrilla resulta ser el único hombre mirable de la noche valicera, aunque este sí que está concentrado en su trabajo y no registra más presencia femenina que la de la moza que suponemos que es su compañera.

El 581
Por el rancho pasamos estos días cinco personas. Yo llegué el 29 de diciembre al amanecer, Roxana a la tardecita, Francisco a la noche siguiente, Claudio el 3 y Valeria el 7.
Claudio y Francisco, amigos de Roxana a los que yo prácticamente no había visto nunca, resultaron ser un encanto. Por momentos casi olvidábamos que se trataba de dos personas y no una, porque no solo tenían gustos e intereses muy similares sino que compartían igual sonido de llamada en el celular y hasta andaban leyendo el mismo libro: “Tómate un café contigo mismo”, de un tal Dressell, autor del no menos célebre título de “Yo te manipulo ¿y tú qué haces?”, que nos valió horas de bromas fáciles propias de cerebros de vacaciones.
Francisco había llevado al rancho todo lo que encontró con aspecto de comestible en su casa, desde un budín hasta frutas, vino y un par de latas de sardinas. Roxana y yo no dimos crédito a nuestros ojos cuando una tarde lo vimos prepararse un soberbio refuerzo de pan, mermelada de arándanos y mortadela, pero él muy serio argumentó que no entendíamos nada y que lo suyo era lo agridulce.
Claudio, por su parte, pareció quererme, al menos hasta la noche en que lo conminé a darme el resto de su presa de pollo para alimentar al Lupo, un perro peludito adorable que me imploró comida sin saber de mi condición de vegetariana, aunque yo creo que él ya había terminado de cenar y solo se queja para ver si en un futuro la culpa me lleva a pagarle una cena por tierras montevideanas.


Claudio y Francisco fueron en esos días como los hermanos menores que nunca tuve. Por las dudas Roxana y yo preferimos no acompañarlos en las noches valiceras ni preguntamos detalles de sus posibles depredaciones, pero compartimos el mega recital de la cancha que cerró con los inefables 4 Pesos de Propina. Alguna madrugada nos encontró a todos bailando a Gilda en la arena de la playa bajo las luces estroboscópicas del parador que convertían en surrealistas los fragmentos movedizos de humanos y caninos bañados en luna y alcohol.
Los últimos dos días los pasamos con Valeria, en su primera salida de Montevideo con amigas desde los veinte años. Si haría tiempo que no incursionaba por estas latitudes que antes de salir me preguntó si a Valizas se llegaba en camión.
Valeria se nos reveló como la mayor amante del agua de todos los habitantes del rancho, tanto en lo que respecta a los baños de mar como a la ingesta del líquido elemento. La llevamos de caminata por Malvinas y por la Ensenada y también se terminó enamorando de Valizas. Solo le preocuparon unos ruiditos en el techo del rancho por la noche pero la convencimos de que serían golondrinas y acabó por dormirse; de los murciélagos ni hablamos, por las dudas. Ella fue la que logró arrancarnos de la vagancia de comer en restaurantes y hacernos cocinar, e incluso con Roxana armaron fuego en el parrillero, lo que se venía haciendo esperar desde el año pasado, para asar unos chorizos y provolones que pronto fueron  alabados y degustados.
Este año no vimos ni una víbora; el único bicho salvaje que pasó por el vecindario fue un gato amarillo enorme que andaba detrás de la gata de mi ex practicante Silvia, en el rancho del costado. Hemos tenido que cambiar el camino de entrada desde el momento en que el que usamos habitualmente estuvo todo el tiempo inundado, lo que nos llevó a tener que pasar sí o sí por la puerta de Interesante cada vez que íbamos al pueblo. 
Qué problema, ¿no?

LO PRINCIPAL…
La playa estuvo la mayor parte del tiempo amplia y con bajante. La excepción se dio una mañana en que el arroyo enloqueció y se fue a pasear por el costado de los ranchos, pasándole a pocos metros a algunos, cuyos dueños se abrazaban consternados al levantarse con el sonido del agua casi a sus pies. Ese día prácticamente desapareció la frontera entre mar y arroyo; la caseta de salvavidas quedó sobre un espejo de agua de veinte centímetros y las olas barrían la cuadra de playa como si fuera cosa de todos los días esta invasión del mar y de la espuma.
A la mañana siguiente ya todo había vuelto a sus cauces correspondientes con la habitual celeridad que ya no me sorprende.


Hace muchos años que las Malvinas son mi coto de caza de fósiles, y allí pasé la mayor parte de las horas de playa de cada día, sin encontrar nada inolvidable. Algunos huesos, placas de gliptodonte, unos clavos enormes y oxidados de viejos naufragios, lo habitual. 
A veces me ponía a pensar que el veterano del boliche que todas las mañanas me cruzaba por las dunas me primereaba cualquier posible hallazgo, aunque pronto quedó claro que él es bastante poco selectivo y arrasa con todo, desde caracoles a piedras, huesos, lo que venga, con su eterna bolsa de plastillera anaranjada. Un día le pregunté qué juntaba y ya no me lo despegué más. Agradable, el veterano. Me dio algunos piques sobre cuándo y cómo se encuentran las mejores piezas, me dijo que él ha llegado a la ensenada de La Viuda caminando (cosa que no acredito del todo) y me regaló una pieza de gliptodonte, de las que según él tiene más de mil en su casa. Me invitó a ella prometiendo nuevos presentes amistosos pero por las dudas preferí continuar con mis propias búsquedas. Una nunca sabe cuáles son las fronteras entre camaradería y romance en este pueblo donde todo es o al menos parece ser posible.
Algo similar pasó con un conocido de otras épocas que charló varias veces conmigo en la playa, ocasiones en las que según Roxana aprovechaba su escasa estatura para hacer un análisis exhaustivo de la parte de mi anatomía que le quedaba frente a sus ojos.
Un día me saludó en el pueblo un canoso de ojos claros totalmente desconocido, y lo hizo con tanta simpatía que yo ya me estaba empezando a auto flagelar por olvidarme de las personas, cuando me preguntó si ese año yo seguía trabajando en la playa, lo que me hizo caer en la cuenta de algo maravilloso: no era a mí a quien conocía, sino a la salvavidas de la entrada principal. No está mal ser confundida con una veinteañera, ¿eh? Y de verdad que algo parecido tenemos ella y yo: la altura, la nariz, el cabello. Tuve ganas de hablarle a la chica y decirle que yo era su futuro pero al final no encaré, por las dudas.
Volviendo a la playa, las Malvinas son por definición solitarias, y eso es parte de su encanto. De todos modos nunca se está del todo solo en enero, pero uno tiene tiempo de sobra para pensar, cantar, definir su futuro y tomar resoluciones de Año Nuevo entre fósil y fósil. Hay también trabajo para hacer, bajo la forma de mariposas, langostas o cascarudos que se entierran en la arena húmeda y son presa fácil de los odiosos pulgones de la arena. Urge sacarlos, quitarle los parásitos, si los hubiera, y depositar al bicho en la parte seca de la duna, de preferencia en alguna planta, lejos de las hormigas, a fin de facilitar su recuperación. A veces entre la fauna humana se cruza algún representante de la majuga valicera, vulgo reventado, pero no se meten con nadie. Puede suceder que una vea a un Adonis solitario leyendo en la terraza de un rancho y recién al pasar cerca y recibir un saludo termine por darse cuenta de que se trata de un amigo al que los años no han hecho sino mejorar. O encontrar compañeros de trabajo, o de Bellas Artes, y hasta alumnos. Todos andamos por la playa flotando, respirando, siendo.
Un par de veces cruzamos el arroyo en bote por la módica suma de treinta pesos ida y vuelta para ir a las playas del otro lado, zona de algas, anémonas y precipicios. La primera de esas excursiones me llevó hacia un grupo de gente que miraba algo a la orilla del agua: una enorme tortuga gris, cabezona y con aire indefenso, que parecía aceptar cualquier ayuda que los humanos pudieran brindarle. El tema es que los humanos no sabíamos bien qué hacer o a quién solicitar intervención, hasta que varias llamadas y mensajes mediante logré contactar a alguien de Karumbé y vinieron a buscarla. Tenía la caparazón llena de algas y esas cosas oscuras que se les pegan a los viejos tras mucho andar por el fondo del mar; lamenté no tener mi cámara cuando dos hombres se la llevaban montada en una tabla de sandboard hasta el otro lado del arroyo.


La siguiente excursión a la Ensenada significó mi encuentro con lo que andaba buscando desde el principio: un yacimiento. En una extensión de unos seis metros de piedras y huesos varios encontré suficientes placas de gliptodontes y caracoles fosilizados como para quedar conforme por el resto del verano. En cierto momento tres jóvenes imberbes intentaron robar parte del tesoro y se pusieron también a revisar el territorio pero por suerte captaron mi aire de propietaria y se alejaron disimulando, como si caminar por allí hubiese sido su único objetivo desde el principio. Principiantes.







HORIZONTE

Volveré a Valizas tan pronto como pueda, qué duda cabe.
Por ahora ando tratando de convencer a Irene de que me venda el 581 pero ella me desanima con inútiles argumentos de mar y crecidas, sin pensar que me especializo en comprar ranchos de efímera duración para ir armando mi propia mitología personal basada en el concepto del ubi sunt…
De aquí soy, y aquí me quedo. Aunque mis pies caminen por el cemento y mi nariz respire olor a ómnibus de Cutcsa, yo sigo recorriendo las Malvinas, tomando una grappamiel en el Yiye y charlando con mis amigos del pueblo.
Este es mi lugar en el mundo; lo ha sido y lo será por siempre. El resto no pasa de ser un vulgar asunto de papeles, y los papeles no pesan cuando el corazón toma las riendas y decide plantar bandera.