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domingo, 27 de enero de 2013

Prisma estival







Despierto en una cama ajena rodeada por siete adolescentes de ambos sexos. Me da cierta ternura porque no hablan fuerte, ni prenden la luz al llegar a la madrugada, ni dejan sonar sus celulares, ni desordenan los escasos espacios comunes de este mundo anaranjado y compartido de la habitación 13, tan anaranjado como la infame pulserita fluorescente que me impusieron cual marca de rebaño ni bien puse un pie en el hostel de la calle principal de Valizas.
           
Desayuno en las sillas de madera del frente con vista a la plaza. El bizcochuelo de manzana está delicioso y eso hace un poco más tolerable la pulserita, solo un poco. La doblo en cuatro hasta que queda convertida en una tirita mínima, aunque sigue gritando su anaranjedad a los cuatro vientos.
           
Mi amigo Huguito aparece temprano y se va a la playa cuchillo en mano. Tiene una caparazón de tortuga enterrada por ahí y va a ver si la puede limpiar para llevar a Montevideo en la bodega del Rutas del Sol sin que le hagan mucho problema, pero dudo que lo logre. El olor del bicho debe llegar hasta Aguas Dulces por lo menos.
           
Poca gente tomando sol en la arena. Las Malvinas tienen más piedras que hace unas semanas pero ningún fósil interesante. Mariposas, aguavivas, cascarudos al borde del agua revuelta que de mi cuerpo solo llega a conocer pies y pantorrillas.
           
Mis amigas están tomando sol en sus sillas plegables estilo Piriápolis. Poco a poco se van dando cuenta de que este es un mundo desprolijo pero de paz, de silencio y soledad, ideal para volverse grano de arena, nube o espuma. Diana camina un poco menos que el año pasado, Alicia solo me acompaña unos veinte minutos y las otras dos, las hermanas, no se mueven de un radio de unos pocos metros frente a la bajada principal a la playa. Las cuatro saben que el pucho tiene la culpa pero el vicio sigue siendo el más fuerte.
           
No se cambian las sillas de lugar. No se cambia la composición de ningún plato. No se cambia el menú, la decoración ni el personal desde hace veinte años: el almuerzo en Doña Bella es abundante, barato y delicioso y tal vez por eso o para eso se mantiene eternamente inmutable.
           
El baño del hostel es pequeño y a veces se inunda. Al costado hay un corral con cachorros dorados y adorados; mamá setter duerme por las noches en uno de los sillones del fondo. Mi toalla color salmón se va de paseo a algún bolso ajeno y ya no la vuelvo a ver. Siempre hay alguna hamaca disponible y en la cocina descansa una caja enorme con alimentos dejados por visitantes anteriores de los cuales los actuales echan mano a piacere. No hay mosquitos. Ranitas, sí, miles, y algún caruncho, pero mosquitos no. Comienzo a mirar con menos odio a la puta pulsera anaranjada que no destiñe con el mar ni el salitre.
           
El arroyo puede cruzarse a pie con el agua a la altura de la cintura, o sea que tomo el bote. Debo estar en mejor forma que la última vez porque vuelo por las dunas sin cansarme. No hay vacas a la vista, ni escudos, ni estrellas, ni caballitos de mar, ni boyas de vidrio, ni uñas de megaterio, ni dientes de lestodonte ni nada más que caracoles enormes y cucharetas rosadas.
           
El agua caliente parece que me quiere pelar, un segundo antes de salir helada, tibia, natural, o nuevamente hirviendo. Los dioses lo han decidido: esta ducha no es para mí y no volverá a verme.
           
A la noche, shopping callejero. Lo de siempre.
           
Cena con músicos ambulantes. Lo de siempre.
           
Oscuridad polvorienta para acompañar la comida. Lo de siempre.
           
Espectáculos musicales con veredas repletas de fans bailoteando sin verse. Lo de siempre.
           
Se me arruga el alma al pensar que en pocos días más estaré en Montevideo y que muero por quedarme en estas calles y estas arenas sucias de sal y de viento. Lo de siempre.


            

3 comentarios:

  1. Confesaré que no tengo idea de lo que es un "hostel", lo que me lleva a sentirme cada día más lejos.

    Por lo que cuentas, sospecho que es algo así como un albergue, pero no me atrevo a asegurarlo.

    Me gustan tus crónicas veraniegas. Despiertan mi envidia invernal.

    Un abrazo.

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    1. ¿CÓMO NO SABER LO QUE ES UN HOSTEL, PEDRO???????
      Sí, parecido a un albergue: alojamiento en habitaciones compartidas, desayuno, podés cocinar, es como más familiar y más barato que un hotel.
      Haré lo posible por seguir generando situaciones croniqueables, no para azuzar la envidia de la gente del Norte, sino simplemente (como dije en facebook) para escapar al trabajo pendiente.
      Mañana: Cabo Polonio, je.
      Abrazo.

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  2. Hola Mari! Preciosa crónica, dulce como el mar de Valizas, que estaba influido por el arroyo loquito... A mí también me encantó el hostel, su baño y su pulserita tan "mi color". Tan infinito, arenoso y azul, me fascina Valizas!!!!

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