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martes, 2 de febrero de 2021

Febrero 2021


_En estos días tenés que estar atenta a las señales. Puede ser una frase escuchada al pasar, o en una película, algo que leas... - dijo la terapeuta, y yo traté de decodificar alguna clave del mundo que me rodeaba. 
Primero soñé que estaba en un lugar desértico donde se me iba a revelar una verdad importante, si realizaba un cierto camino que comenzaba en una grieta de la tierra amarillenta. Tres veces repetía la experiencia: una con mi padre, otra con alguien con quien tuve una pequeña historia amorosa y la última con una de mis amigas. Al salir un coro de sabios me preguntaba insistentemente qué había aprendido, pero yo solo recordaba jirones de información inconexa que hablaban del tiempo y del espacio.
El domingo empezaba un tanto misterioso. 
Camino a la feria una gata gris me lloró desde la rama baja de una anacahuita: no se animaba a bajar. Traté de llamarla desde la vereda pero no logré convencerla, y seguí mi camino, porque sabía que su situación no era grave y por otra parte no sé de quién es esa gata gris pero ya la tengo vista y siempre que me cruza lloriquea un poquito. Cuando volví a pasar tres minutos después (en el retroceso ritual de cada mañana en busca del tapabocas) ya no estaba a la vista.
Primera lección: el conocimiento de la verdad es efímero.
Segunda lección: a veces hay que dejar que los que pueden hacer algo por sí mismos lo realicen.
El viaje en el 103 fue caliente y sin aire. En las últimas paradas hubo un muchacho con guitarra que cantó "Siguiendo la luna" y un tema con letra de Bécquer. Me pregunté si él sabría lo que cantaba, ya que solo lo presentó como "y ahora, un temita muy corto...".
Recorrí la feria, casi tan caliente y sin aire como el 103. Compré atún para mis gatos, frutas, capuchinos, café descafeinado, dátiles sin carozo y cáscaras de naranja azucaradas. Casi no miré los libros. No saqué ninguna foto.
Tercera lección del domingo: una a veces es pura ama de casa.
110 de la vuelta: estaba muy feliz de haber zafado del payaso Pildorita (que se subió a un 103 ni bien llegué a la parada) pero el susodicho nos interceptó en Garibaldi. 
Cuarta lección: una no puede escapar del payaso Pildorita.
De todos modos mi viaje contó ya desde el inicio con acompañamiento musical: el mismo muchacho de la ida, solo que ahora al presentar el segundo tema aclaró que era "del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer" y que él solo le había puesto la música. Cantó muy bien, lo aplaudimos y le dimos lo que se pudo. 
Quinta lección: a veces los cantantes de bus son musicalizadores de poemas españoles del siglo XIX (era aquello de "Podrá nublarse el sol eternamente...", etc. Tengo el leve recuerdo de que ese poema es de autoría discutible pero no lo sé, no estoy segura). 
Paso por Tres Cruces para dejar sin efecto mi viaje de mañana a la laguna porque mis viejos no quieren que vaya, dados los números rojos del covid en Cerro Largo. 
Sexta lección: los viajes en tiempos de pandemia son de una estabilidad líquida (y más si incluyen a mis padres).
Miro los recuerdos de fb y encuentro fotos de 2014: la gata Guaytica en su mejor momento, la laguna plena de vida, la ciudad de Yaguarón alegre y colorida, mis viejos caminando juntos, como siempre. 
Séptima lección: todo está guardado en la memoria, el pasado es y sigue estando, el tiempo no existe y tampoco el espacio. Creo que era eso lo que alguien trataba de meterme en la cabeza en el misterioso lugar de mi sueño. Y aquí estamos.




Vamos a volver a vivir en Montevideo. 
No, no: mejor nos quedamos en la laguna.
Si precisamos médico capaz que alquilamos en Melo. 
Claro, Montevideo es mejor si uno necesita atención en sanatorio. 
Igual nosotros dos somos sanos.
Pero tenemos 80 años. 
Si, tendríamos que ir a vivir a Montevideo.
No, por ahora nos vamos a quedar en la laguna. 
...
Y así se le va a una la lucidez, la estabilidad emocional y la capacidad de planificar a largo plazo. Estos dos hippies octogenarios me complican la vida. 🤣




Hace un rato recordé que nunca más supe nada de un posible taller al cual me había inscripto como alumna, y pensé que quizás me habrían enviado un correo que hubiera ido a parar a la papelera, así que me puse a revisar los mensajes no deseados. No encontré ni noticias del taller pero sí dos mails de una tal Paula que me envía enlaces a algo que no abrí, así como unas seis o siete amenazas de diferentes direcciones que me conminan a pagar U$700 (en el único que miré, por arrribita) o todo el contenido de mi vida virtual aparecerá publicado no sé dónde. No sé si eso es algo que me llegue habitualmente porque nunca miro la papelera; en todo caso me daban 48 hs de plazo hace como veinte días, así que les ruego que si ven una foto de Matilda que no la favorezca o si leen un repartido sobre el teatro griego o una crónica de bus de 2014 tengan en cuenta que no soy yo: es mi extorsionador/a. 
Buenas tardes.




Primero una se tira en la cama, se apoya en dos almohadas y retoma la novela policial que había dejado inconclusa para irse a Valizas. Después aparece Matilda, la va corriendo centímetro a centímetro, y una termina desalojada. Es en ese momento que la gata ha comprobado quién sigue teniendo el poder en esta casa y por lo tanto ya puede entregarse feliz a los brazos del sueño. Una continúa con la novela, sabiendo que no hay detective capaz de desentrañar el enigma de por qué se deja avasallar de esta manera por una  bola de pelos. Misterio.




Reciclando crónicas: 2017
 Sábado de mañana en el Cabo, cielo gris plomizo y parejo. Fui la primera en despertar en el hostel a las siete. La playa de La Calavera estaba llena de resaca y caracoles. No había nadie al principio, pero pronto fueron apareciendo los personajes de siempre: la parejita madrugadora, los runners, los que apenas bajan a la playa se quedan hipnotizados por el mar, el que se mete al agua vestido y bailando, los perros que persiguen gaviotas, los teros, los ostreros. 
Camino al hostel tuve varios encuentros felinos. Dos grises frente a La Perla, una multicolor, bellísima, al lado del jardín de las mentas, una gata preñada y sus cuatro criaturas de un par de meses en el camino, frente al hostel. 
Compré para desayunar una cosa muy dietética de coco, chocolate y dulce de leche y me fui al hostel cual Hansel y Gretel, sembrando de miguitas el camino. Las cuatro criaturas entendieron el mensaje y me siguieron: el desayuno fue de lo más movidito, lleno de gatos que le pasaban corriendo por encima a un muchacho que dormía en el sillón, sin llegar a despertarlo. Uno de ellos es idéntico a Tania. Fue el más mimoso y también el más osado de la camada; terminó comiendo en la mesa conmigo. 
Al ratito, viendo que la lluvia no empezaba, me decidí a encarar una recorrida temprana por el pueblo. El Cabo dormía aún, pero no tanto. Ya había algunas personas caminando entre los ranchos, encontré conocidos, charlé con algunos y me volví ante las gotas que empezaron a caer mansamente sobre calles y ranchos.
Como sospechaba que en el hostel debía seguir medio mundo durmiendo me quedé en el bar de enfrente, donde hice un segundo desayuno. El gatito-Tania estaba deambulando entre las mesas; enseguida se subió a la mía y empezó a ronronear. 
Y aquí estoy, tomando un café con leche y llorando como una idiota, porque extraño a mi gata que se murió hace dos meses. Menos mal qué todavía anda poca gente en la vuelta; los que me vean pensarán que tuve un desengaño amoroso la noche del viernes, y mejor así. Suena un poco más normal, al menos.
El café con leche (leche entera, de la que hace nata) se enfría en la taza, y la llovizna por ahora se quedó solo en amague. 
Los artesanos comienzan a armar sus puestos.
Despierta el Cabo en la mañana del sábado.




Una tiene claro que vino a estas vacaciones enfrentando los más adversos pronósticos de tiempo. Una Vino a Valizas con tres libros de los que ya leyó dos. Una pensó que serían tres días de lluvia y tres de sol, pero se encontró con (por ahora) cinco días de intermitencias, en todos los cuales pudo hacer playa de mañana y de tarde (salvo ayer de tarde, que llovió mucho). Una ha adquirido algo de color y también ha sido alcanzada dos o tres veces por la lluvia, que nunca llegó a mojarla. Una ha dicho ya veinte frases al estilo de: “Bueno, ahora sí: se terminó la lluvia”, la mayoría de las veces minutos antes de que el cielo le demostrara que mejor seguir con la literatura, porque como chica del clima una no sabe un corno. 
Una, en fin, encara el comienzo de la última noche (por ahora) en el pueblito viendo cómo se va la luz del día desde una mesa en Agua Na Boca, mirando el hostel desde la vereda de enfrente, degustando un rico cortado y un calórico merengue con dulce de leche por la módica suma de cien pesos. 
Una sabe que (sin importar si llueve o si para, si es en la playa, en el hostel o la panadería), siempre está donde debe (y quiere) estar. 
Y una sonríe.




Esta es nuestra dinámica humana/ave: yo le tiro pedazos de galletitas y ella (o él, pero yo la veo ella) va y viene todo el tiempo sin comer ninguno. Solo los toma en el pico y se va volando, para volver al minuto a buscar otro trocito. Debe haber hecho unos quince vuelos desde el solarium del hostel a donde sea que estén su nido y sus pichones, que a esta altura es probable que se estén  haciendo adictos a las Cereal Mix de chocolate. 




La mañana está ideal para caminar por la playa en busca de tesoros, máxime cuando mi amiga (que se va hoy de Valizas y anda en auto) se ofreció a llevarme una bolsa con todos los fósiles y piedras que he juntado más tres botellitas de licor (de cedrón, limón y butiá con café) que le compré a un artesano y un par de championes que traje pero no voy a usar, así que puedo seguir juntando cosas, que voy a tener espacio y espalda para cargarlas hasta mi casa, la la la!
Por ahora solo llevo tres hallazgos: un pedazo de red con el que quizás arme un adorno para el patio, un trozo de vidrio para tirar en el pueblo y algo rectangular que no sé qué es pero juraré a partir de ahora que supo ser parte de un cacharro indígena.
Hace un rato pasé un momento de tensión cuando me salió al cruce un perro enfurecido desde uno de los ranchos de la costa. Usualmente me llevo bien con los perros, pero este era grande y metía miedo. Evité sonreírle o mirarlo a los ojos, le hablé con calma y termine tirándole la red a un costado, por si era eso lo que lo desconcertaba, pero al darme vuelta para recoger la red (que será vieja y gastada pero es mi futuro adorno de patio y no se lo iba s dejar) me di cuenta de que no era a mí que le ladraba sino a un perrito negro amoroso qué rato antes escarbaba algo en la arena y ahora que se ve que me venía siguiendo. Le hice unos mimos y seguí mi camino, mientras  el grandote y dos de sus amigos olfateaban al nuevo, al que no le iban a hacer nada, porque era medio cachorro. 
Y estos son los eventos de una mañana de miércoles que oscila entre nubes y sol, tiene poco viento, mar tranquilo y un nivel de gente perfecta para mi gusto: ni mucha ni poca. Estoy sentada en la arena cerca del lugar donde una vez estuvo mi rancho, la gente que pasa me mira y sus perros (sin excepción) se acercan a saludarme. Un conocido que vive en las Malvinas (la playa, no las islas) pasa en su bicicleta, luchando contra la arena blanda de la orilla. En el horizonte se adivina que llueve sobre el mar en alguna parte, pero acá el sol del mediodía se hace fuerte y nos recuerda que quizás es tiempo de ir pensando el regreso al pueblo, así que habrá que levantarse y seguir (como siempre).




Nueve de la mañana en el hostel. Valizas amaneció mojada y sin luz pero con cielo azul (aunque lo azul duró poco y ya sigue lloviznando).
En el hostel somos unos diez despiertos y no muchos más durmiendo. Es la hora del desayuno; el apagón lo ha retardado un poco pero acá estamos, haciendo café con agua calentada en la cocina como en los viejos tiempos y lavando con agua de bidones, porque el agua de la esta parte del hostel viene de bomba y depende de que haya electricidad. Ya van dos personas que sabiendo que no hay luz igual meten el pan en la tostadora y se quedan mirando en espera de un milagro. Como afuera hay sillones humedecidos muchos desayunamos en la cocina y en la barbacoa: todos vienen con cara de descanso y comentan que es la primera noche del carnaval en que durmieron muchas horas. 
El miércoles parece indeciso, pero la playa aguarda y quién es una para faltar a la cita, con o sin sol, con o sin llovizna. Y allá vamos.





Cae la tarde mansamente sobre Valizas. La llovizna moja pero no inmoviliza, y de vez en cuando pasan personas caminando por la calle principal. Casi todas vienen enfundadas en capas de lluvia o camperas de nylon. Cuando van a entrar a la panadería se detienen un segundo, dicen la palabra “tapaboca”, sacan el objeto mágico de su bolsillo y recién en ese momento quedan en condiciones de acceder al universo social de la panadería. 
Yo hace un rato que estoy sentada en una de sus mesitas frente a un café con leche y dos bizcochos, pese a que el cartel de “Máximo 15 minutos” ya debería haberme desalojado, pero no. 
Casi no queda gente en el pueblo. Tres muchachos pasan rumbo a la playa y se van demostrando afecto a partir de golpes en las cabezas: uno le pega a otro, que devuelve el golpe y propicia que el tercero se sume a la actividad, pegándole él también al primero. Un padre trata de ganarse la simpatía de  la hija adolescente que no hace más que quejarse, una madre y una hija se desviven para evitar que su perrito negro le ladre a todo lo que pase frente a sus ojos, un grupo de dos chicas y un muchacho comparten bizcochos calentitos y el aroma de Agua Na Boca nos tiene a todos inmóviles y hechizados. 
Nadie se mueve. La lluvia va y viene pero el cielo sigue sin decidirse. La paz vespertina del martes de carnaval comienza a inaugurar la calma mayor del final de temporada, cuando todos nos vayamos y los locales tengan de nuevo tiempo de mirarse las caras y recordar qué lindo (y qué difícil) es el pueblo sin nosotros. 
El martes de tarde huele a pan recién salido del horno, a café con leche y a tierra mojada, pero sobre todo huele a despedida (aunque yo no me vuelva aún para mi casa).
Y en eso estamos.





Ocho de la mañana en el último día de carnaval en el hostel. Acabo de despertar y estoy evaluando si bajar ya a desayunar cuando una voz femenina resuena en el silencio de la habitación.
_¡Bru!
...
_¡Bru!
,,, 
_Vamos a perder el pasaje, Bru. 
_Mmjm.
_ Nada de mmlm. Levántate, amor.
,,..
_¡Bru!
...
_Ya sale el bondi y no hay más pasajes. 
...
_¡Bru! Levántate, idiota. El coso se va en media hora.
_Quiero dormir.
_Bruno, sos un imbécil. Sacaste un pasaje que no vas a poder tomar. No vamos a llegar al trabajo, porque no hay pasajes hasta el miércoles de tarde.
...
Y así siguen un rato. Los dos son amigos. Él sigue durmiendo de lo más feliz. Ella ya ha tratado de sacarlo de arrastro de la cama, se ha,reído y ha prometido abandonarlo. Dice que se va a ir ahora y él repite “ya voy”, mientras son las ocho y diez, en veinte minutos se va su ómnibus y yo demoro en bajar al desayuno solo para ver si al final él se levanta. El resto de los durmientes de la habitación, mientras tanto, se dan vueltas en sus camas, molestos por la cháchara, pero no dicen nada. 
Una segunda mujer entra en escena, esta vez con voz más fuerte y datos concretos que no coinciden con la anterior:
_Bruno, son ocho y veinte y tu ómnibus se va 8.40.
Pero Bruno no se mueve. 
Decido que esta es una historia con final cantado, dejó de esperar innovaciones en el argumento y bajo a tomar el desayuno.





Hoy de mañana caminé como de costumbre para el lado de la Malvinas, donde una vez estuvo mi rancho. La playa estaba revuelta y espumosa, la caminata pronto se extendió hasta mucho más allá del último rancho y a las tres horas regresé a la zona social con varios kilos de hallazgos a mis espaldas. 
Una de las cosas que encontré fue un madero precioso lleno de agujeros y túneles hechos tras un tiempo seguramente prolongado entre las olas. Hace un par de horas lo enjuagué en la canilla del patio porque lo había traído lleno de arena; una chica que pasaba comentó que era una belleza. Lo estaba sacudiendo para quitarle el exceso de agua antes de llevarlo a mi habitación cuando de pronto algo se cayó de uno de sus agujeros, algo que rápidamente se escondió entre las piedritas del patio: era un cangrejo. Sin querer me había traído con el madero a un diminuto cangrejito de no más de dos centímetros con todo y patas.
Suspiré y me fui hasta la cocina: había que devolverlo a la playa. La chica que había elogiado el hallazgo coincidió conmigo: solo había un camino a tomar. Saqué de la basura una latita vacía de paté; la enjuagué y volví al patio, a revisar entre las piedritas para dar con el pequeño escondido. Me costó un poco ubicarlo, pero más me costó convencerlo de entrar a la lata. No quería, y era muy bueno esquivando mis intentos. Me dio terror de lastimarlo al intentar empujarlo con un pedregullo, pero al final lo tomé entre dos dedos y adentro cangrejito, bienvenido a la lata.
_¿Qué te paso, te caíste?- me preguntó uno de los compañeros del hostel al verme sentada en el patio entre las piedras.
_No, pero mirá lo que acabo de traerme sin querer.- le mostré a la criatura- Lo voy a llevar a la playa.
_Sí, claro, pobre.- concordó el muchacho, porque en este hostel somos todos muy bicheros, más allá de la especie del animal de que se trate. 
Fui hasta la playa con la lata en la mano. El pequeño estaba absolutamente inmóvil, tanto que temí que le hubiera dado un infarto, pero no, porque cuando escuchó el ruido del mar empezó a mover tímidamente las pincitas. 
El cielo estaba cargado de nubes negras; traté de caminar de prisa para poder volver al hostel antes del inicio de la lluvia. Pasé la parte de la salida principal: no lo iba a liberar en medio de la muchedumbre, porqué capaz que alguien lo pisaba. No. Tenía que dejarlo en una zona protegida.
Caminé como dos kilómetros, buscando la parte la orilla donde la espuma era más espesa, a la vez que miraba para ver si aparecía algún madero con agujeros o al menos algo (piedra o plástico) donde me pareciera que el chiquito pudiera refugiarse. Al final encontré una boya (o capaz que era un flotador) de plástico lleno de algas, que tenía un hueco de lo más hogareño, y también un tronco con recovecos varios para que pudiera pasear si la tarde del domingo se ponía entretenida. Lo dejé en su nuevo hogar entre la espuma; a mí me pareció que le había gustado, y pegué la vuelta a toda velocidad, porque ya se escuchaban los truenos a lo lejos y la gente empezaba a abandonar la playa. 
Ya en el hostel, me instalé en un silloncito bajo techo. Un conocido se paró a charlar un rato entre su tardío almuerzo vespertino y su más tardía siesta venidera. 
_ Hoy salí a pescar- me dijo- pero no picó nada: solo unos cangrejos. Los picamos y al final los hicimos en escabeche para acompañar los fideos. 
Yo sentí una puntada de dolor por los pobres siríes, aunque no dije nada. En este hostel somos bicheros, pero no todos vegetarianos. Igual el mío quedó a salvo en su pequeño mundo de olas y espumas, lejos de los pescadores, en una tarde de domingo cada vez con menos caminantes. Y eso es todo.




Medianoche cerca de la playa,  bombardeada por estrellas y músicas simultáneas difícilmente conciliables. Paso entre los bailarines de la electro en el fondo, me escabullo entre los de la  bachata del frente y rodeo sin integrarme la zona de charlas de los sillones, hasta alcanzar el portón del frente y salir a la calle principal. Arde la primera noche de carnaval en el pueblo y lo bueno es que todo queda cerca. Acá no me importa salir sola. Uno de mis amigos se quedó en la Zona Charla y otros dos en el Espacio Bachata. Cruzo la plaza a medio anegar y me zambullo en el boliche desde donde he sido convocada por un sonido de tambores que rápidamente deviene en grupo de cumbia clásica, pero no importa. Nada importa. Dionisos anda suelto y nadie tiene memoria de nada que no sea estar aquí y ahora. Hay una masa en movimiento que grita, bebe, salta y agita los brazos mientras en el escenario se enloquecen unos músicos jóvenes que no conozco y ni falta que hace (aunque suenan bien). Acá no me importa salir sola. Bailo y canto como si no hubiera un mañana, abrazo conocidos, charlo con el cantante del grupo anterior, que me invita con una grapa con limón y uvas. Es bello, el cantante; tiene una voz profunda que parece salir de las entrañas de la tierra y unos ojos claros que reflejan la luz del fuego aún prendido frente al escenario. Todos seguiríamos bailando hasta la noche del martes, pero apenas pasada la una el recital se interrumpe y vamos saliendo del boliche por la puerta ya semi cerrada, agachados y cuidando de no pisar los charcos de la lluvia en la calle del costado.
Y ahí me desperté. 
O esto fue verdad, pero es un recuerdo de un año prepandemia en el que se bailaba sin barbijo, se abrazaba a los conocidos y se compartían los tragos.
O todo es producto de mi imaginación, porqué cómo me voy a  ir a bailar sola en un pueblo lleno de ex alumnos, qué van a decir y todo eso. 
O quién sabe si no sucedió porque cualquiera que me conozca sabe que siempre me han gustado los músicos (pero soy una persona seria, caramba). 
Elija su propio final de la noche y de la historia. 
El cielo se nos viene encima con todas sus luces, no corre una gota de viento y  estoy exactamente dónde quiero estar.
¡Feliz carnaval!





"¿Qué vas a dar en sexto?" me pregunta una practicante, y yo le cuento mis planes: Voltaire, no sé si Baudelaire o Whitman, Bradbury, Borges, García Márquez, tal vez Sergio Blanco (aunque no está en el programa). Me encanta el programa de sexto: hay un autor del siglo XVIII, uno del XIX y el resto es del siglo XX. Son muchísimas las opciones: hay 69 nombres para elegir 6. El de quinto tiene menos posibilidades, porque son los clásicos: unos 26 para trabajar 5. 
Son 94 en total, entre quinto y sexto: 90 hombres y 4 mujeres. 
CUATRO. 
Safo
Yourcenar
Marosa
Woolf
CUATRO.
Hablame de igualdad de derechos, si nuestras voces se siguen silenciando. Ponele que no conocemos muchas escritoras del clasicismo griego o la Edad Media europea, pero ¿3 escritoras en todo el siglo XX, en serio? ¿Y por qué esas y no otras? 
¿CUÁNDO VAMOS A DISCUTIR EN SERIO Y CON PARTICIPACIÓN DE LOS DOCENTES DE LITERATURA LOS PROGRAMAS Y OBJETIVOS DE ESTA MATERIA?
Disculpen los gritos, pero ya saben, soy mujer, y tal vez no sea fácil escucharme.




3 minutos: solo 3 minutos alcanzan para saludar al jardinero (guarecido precariamente bajo el árbol de tilo por el comienzo de la llovizna), decirle que si llueve fuerte se refugie si quiere bajo el techo de mi puerta, salir cargando con la cartera, una bolsa de basura y otra llena de tapitas de plástico y boletos para reciclar en el liceo, caminar una cuadra bajo la lluvia devenida súbitamente en furioso diluvio, sortear los arroyos y las lagunas formados al instante ante la fuerza del temporal, ensoparse pies y sandalias, dar vuelta a buscar el tapabocas, comentar con el jardinero (amparados ambos en el exiguo metro cuadrado del techito, mientras Matilda desde adentro duda sí salir o quedarse) que no se puede creer que dos segundos después de ese bombazo ya esté asomando el sol entre las nubes y volver a encarar el camino a la parada, ya con el tapabocas en el bolsillo, bajo el cielo más azul del verano derramado plácidamente sobre calles y plazas. 3 minutos, y aquí no ha pasado nada. Bienvenidos a la República Tropical del Uruguay





Una llega a su casa casi al filo de la noche, presionada por el viento y las nubes negras de tormenta, ve al gato viejo en el sillón, a la gata Matilda en el frente y a una sombra barcina que de repente baja tranquila la escalera y sale por la puerta del frente como si tal cosa. Cero miedo a Matilda ni (mucho menos) a una, que sube al dormitorio y empieza a tantear el cubrecamas para ver si la intrusa ha tenido el tupé de acostarse en el cuarto principal. Y sí, ha tenido, porque una encuentra la huella térmica de su presencia junto a un almohadón. Una decide dejar a partir de ahora siempre las ventanas con los mosquiteros cerrando el paso a los felinos (ya que no a los zancudos, que siempre encuentran la manera de colarse), pero a la vez una se sabe débil y de decisiones tan inestables como el viento y las nubes de tormenta. 
_Hola, soy Mariela R. y hace una hora que tengo a mis dos gatos (y eventuales intrusos) afuera. #SoloPorHoy



El lunes comenzó en medio de rayos y truenos, llantos y sangre.Maldito mosquito gordo, me quedó una mancha roja en la mano al aplastarlo, mientras Matilda lloraba en la ventana porque había pasado la noche afuera y no quería mojarse con la lluvia. Lunes rojo, podría llamarse la novela, o tal vez Dulce lunes de vacaciones con fondo de tormenta (aún no lo tengo decidido).




Mucha gente golpea* a mi puerta cada día, especialmente los fines de semana. Algunos venden productos, otros solicitan una colaboración, dejan un recibo o me preguntan si creo en dios. A la mayoría los atiendo protegida por las rejas de la ventana (porque mi barrio es un tanto picante), pero hay cierto llamado peculiar que me lleva a abrir la puerta sin siquiera pasar la cadena, porque ya sé con quién voy a encontrarme: con el nieto pecoso y pelirrojo de mi vecina, que debe andar por los cuatro años y que por los rulos podría ser mi hijo, aunque desde hace unos meses me ha adoptado como amiga.
_ ¡Hola! ¡Mirá con quién estoy!- dice, sonriendo de oreja a oreja, sentado en los escalones de mi entrada. Con la mano señala al nuevo gatito del barrio, que lo persigue tratando de atrapar una ramita de paraíso llena de semillas, con la que yo hace unos días le enseñé que podría jugar. Me siento orgullosa de mi tarea: estoy creando nuevos adeptos para nuestra religión de raíces egipcias. 
Los dos jugamos un rato con el gatito nuevo, del cual no sabemos el nombre, hasta que de repente mi amigo pecoso se mete en su casa y yo pienso que se aburrió, pero no: es que fue a buscar una bolsa llena de cosas que recogió ayer de la playa, porque le encantan las piedras de colores y ahora las empezó a coleccionar. Los dos abrimos la bolsa y comentamos que sí, que son preciosas, y son muchas. Después seguimos un rato jugando con el gatito nuevo, hasta que el padre del pecoso dice que es tiempo de irse.
_¿Y yo vengo mañana?- le pregunta mi amigo.
_ Mañana no, otro día.- responde el padre, agregando:- Y no molestes a la vecina. 
El nene se despide de su abuela, del gatito innominado y de la vecina devenida en amiga intergeneracional, sube al auto con el padre y se va, mientras yo me quedo pensando si alguna vez no habré tenido un hijo sin darme cuenta. Después entro a mi casa y vuelvo a salir con un puñado de alimentos para el nuevo barcino. Aún no he preguntado su nombre, pero algo me dice que en cualquier momento voy a  empezar a llamarlo "Cuatro". 
Y en eso estamos. 
*golpean la puerta porque el timbre se rompió hace 15 años y aún no tuve tiempo de arreglarlo. Sepan comprender. Tampoco solucioné lo de la luz central de mi dormitorio, que no funciona desde hace un par de años, ni me he divorciado pese a estar separada desde 2010: cosas que pasan (y seguirán pasando). Keep moving.



A ver... ya compré comida para los gatos, queso y yogurt... ¿qué me falta? En estos y parecidos pensamientos trascendentes estaba inmersa cuando vi transitar entre las góndolas a una figura masculina que me llevó de repente al ruido del mar y el tacto tibio de la arena del verano bajo los pies descalzos. Me lo quedé mirando unos segundos, porque sabido es que de tapabocas todos resultamos parecidos, aunque la barba y el pelo rebeldes, la piel curtida por los muchos soles y los tatuajes tribales de los brazos estaban gritando un nombre que mi memoria siempre reconoce: Valizas. Era “el Hernán”, de Valizas. 
_¡Hola!- saludó al verme, estacionando por un momento su carrito a mi costado. 
_Casi no te reconozco, qué raro verte por estos lados- le dije, abarcando con la mirada no sólo el supermercado sino todo el shopping, tan distante de su rancho de madera y sus redes de pesca  (aunque cabe señalar que es de este barrio que lo conozco, de la época en que los dos vivíamos en el Puertito del Buceo). 
Èl me contó que había venido por un asunto familiar (por suerte ya solucionando, dijo, sin que yo le preguntara) y que no veía la hora de volverse para el pueblo.
_ Me voy a volver en bici, ¿sabés? A la ida la traje en la bodega del ómnibus pero a la vuelta me voy en ella. 
Mi cara de incredulidad debió ser absoluta, porque agregó que ya lo había hecho antes, que no era nada imposible. 
_¿Pero cuánto demorás en llegar?-pregunté, calculando en cuantas vidas yo sería capaz (o no) de una proeza como esa. 
_Me lleva dos días -contestó-, y está buenísimo. Vas parando en cada playa, hacés el camino al ritmo que querés... es un placer. 
Nos despedimos rápidamente y sin mayores protocolos, sabiendo que en pocos días nos vamos a cruzar bajo otro cielo, respirando el aire puro de la playa, en un mundo donde las distancias anulan la barrera de los tapabocas. 
“El Hernán” tiene cinco o diez años menos que yo, pero igual me quedo pensando: ¿cómo diablos pedalea uno cientos de kilómetros en un par de días? ¿Y cuántos sería capaz de hacer yo? Lo más lejos que recuerdo haber pedaleado es de Malvín a Buceo, cuando tenía treinta y pico...
Por suerte mi ómnibus viene lleno de asientos vacíos. Reviso mis compras de la tarde y abro un paquete de galletitas de naranja y chocolate. Después de todo ya tengo mi  pasaje, y no es cuestión de empezar a cuestionarse el estado físico de una, por el cual Rutas del Sol (por ahora) no pregunta. 




Es verano, pero parece otoño.
La Internet se corta como hace veinte años.
Llueve y mi gata sigue acostada en el patio como si no le importara.
Hay un Lacalle en el gobierno.
Demasiadas cosas raras para que este sea de verdad el mundo real.
Bueno, ta. Acabo de ver The Matrix* y todavía no me repongo del todo.
*Ahora solo me falta ver Titanic, El padrino y El ciudadano Kane para entrar de lleno al siglo veinte. Del XXI... mejor ni hablar.



Estuvimos 15 minutos sin internet. Lavé las tazas del desayuno, saqué yuyos del patio, limpié los recipientes de comida de gatos, colgué ropa en la cuerda y volví a escuchar la radio. Fueron 15 siglos inolvidables.