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martes, 19 de febrero de 2019

La mañana del juego





La mañana del juego

Fue de pura casualidad (y quizás un poco por buena suerte) que no me terminara cayendo de culo cuando escuché el primer alarido a pocos metros de mis oídos. 
Era un mediodía de martes ardiente, sin nubes y sin viento. El sol estaba picando fuerte, y yo hacía tres horas que caminaba juntando cosas por la orilla del agua en una playa desierta. En cierto momento llegué a una parte en que los caracoles y las cucharetas se amontonaban de manera visible bajo la línea de rompiente, a unos pocos de metros dentro del agua, y me instalé. Dejé las ojotas y la remera en la arena seca, me metí al agua hasta las rodillas y puse manos a la obra. 
Ese día en particular estaba pasando por algo parecido a un amague de brote místico: se me había dado con que si yo salvaba a todos los bichos que encontraba patas para arriba o coleteando en la orilla, el mar me iba a dar lo que le pidiera. Y ahí andaba. Había pasado toda la mañana despegando mariposas de la arena mojada, dando vuelta cucarachas y devolviendo mojarras a las olas. Ni una nube en el cielo; la playa estaba pródiga como nunca. Buscar en la orilla era como recorrer un supermercado: pasar por las góndolas, elegir cosas y guardarlas en la mochila. Primero fue un escudo que apareció intacto sobre la conchilla, traído por una ola verde y sin espuma. Después una farola, una boya pequeña, y hasta un caracol de esos marrones largos y puntiagudos. 
El juego era simple: yo pensaba algo y ese algo aparecía, pero solo podía pedir un ejemplar de cada uno. Solo un escudo, una farola, una boya, un puntiagudo. Cada vez que se materializaba uno de los pedidos el ritual era el mismo: exclamación involuntaria, beso al hallazgo, agradecimiento, apertura de la mochila y formulación de nuevo objetivo.
Esa mañana me estaba resultando perfecta. Había ido sola de vacaciones, y la independencia de horarios y de planes me estaba sumiendo en una especie de feliz olvido de la especie humana. En los ratos de hostel trataba de socializar para no parecer un bichito, intercambiaba frases amables con los compañeros de cuarto o les explicaba cosas del pueblo a los turistas, pero la verdad de mi naturaleza era esta: el mar, la arena, el sol y yo. Nunca había sido tan feliz y nunca me había sentido tan acompañada. La totalidad de mi yo era una célula, un átomo, una piecita feliz del universo. 
Fue en ese momento que escuché el grito.
Pegué un salto y trastabillé entre las olas, pero no llegué a caerme. Aquello había sido inarticulado, salvaje, desgarrador. Levanté la cabeza y vi a dos chicas sentadas en la arena, a pocos metros de mi zona de caracoles. No sé cuándo se habrían instalado ahí; hacía mucho rato que no me cruzaba con nadie. Las dos eran parecidas: muy flacas, medio hippies, capaz que no tenían ni veinte años. El alarido había sido de la más alta, una gurisa linda, de pelo corto rosado con mechones fucsias, a la que recordaba haber cruzado un par de veces en esos días por la calle principal. En ese momento movía las manos como expresando impotencia, pero no parecía estar hablando, ni tampoco lloraba. Me pregunté si sería un tema afectivo, si habría consumido algo que le pegó mal o si ese despliegue de energía y vocalización no sería una especie de terapia, una catarsis sanadora. Me quedé mirándola unos segundos, pero no llegué a ninguna conclusión. Entonces volvió a gritar una vez, y otra, y otra más. Era como un animal en pleno sacrificio, perecía que cada grito la desgarraba y la vaciaba por dentro, pese a que todo el tiempo ella seguía inmóvil sentada en la arena, mirando con ojos inexpresivos las olas verdes y mansas. 
Por unos minutos me mantuve alerta pensando si podría ayudar en algo, pero me pareció que no. Aunque estábamos en la más absoluta soledad y no había otro ser humano en varios kilómetros a la redonda, por alguna razón yo resultaba invisible para las dos. Ni una sola vez me miraron, y ni una sola vez la que no gritaba pareció nerviosa o preocupada. Simplemente estaba ahí, acompañando. Después de unos minutos los gritos cesaron, ambas se metieron al agua, se abrazaron durante unos segundos, recogieron sus ropas y volvieron al pueblo tomadas de la mano. 
El silencio volvió a reinar sobre el agua y la arena. Dejé de mirar las siluetas que se alejaban, salí a la orilla y me dediqué a salvar a un mangangá trancado en la huella de una ola. Aún me quedaba media hora antes de escapar del peor sol, y se me había metido en la cabeza que no podía volver al hostel antes de haber encontrado algo verdaderamente asombroso. Un caballito de mar o una estrella. Quizás una boya de vidrio.
Después de salvar al mangangá me metí de nuevo al agua, y fue en ese momento que dejé de pensar. Me quedé un rato parada, con el agua por las rodillas y las manos llenas de cucharetas rosadas. Miré los kilómetros de playa vacía, el espacio inabarcable del cielo azul y las olas mansas. Miré al mangangá, que ya caminaba feliz por la arena seca. Miré hacia el pueblo, casi invisible a lo lejos. Y empecé a gritar.

domingo, 17 de febrero de 2019

La tourist guide





Eran las ocho de la mañana cuando salí de mi casa en la calle Arbolito. El sábado se preveía soleado y caluroso, así que llevaba en la cartera un par de protectores solares y un frasquito de repelente, por las dudas. A último momento decidí agregarle un toque minnesotiano a mi atuendo y me calcé en la cabeza la bandana del Star Tribune, que al ser de un color verde fuorescente facilitaría que los yanquis a los que iba a recibir me pudieran ver desde el barco, más o menos. 

El camino desde Plaza Independencia hasta el Mercado del Puerto lo hice en tiempo récord por las calles desiertas de la Ciudad Vieja. El día anterior un amigo me había explicado que los cruceros salen por la calle Yacaré, de manera que a las nueve de la mañana ya estaba yo ahí parada, en la esquina de enfrente. Desde lejos divisé a Geoff y Gene. Nunca antes los había visto en persona, el único contacto había sido a través de mi amiga Cecilia en Minnesota, pero dos factores contribuyeron a su identificación: eran los únicos hombres que no andaban con mujeres, y apenas me vieron me empezaron a saludar. 

Geoff tiene mi edad, es contable, y su esposa es amiga de Cecilia, en Minnesota. Muy agradable, tranquilo, inteligente, sensible y observador. Gene, su amigo, está a punto de cumplir los 90 y de tener su primer bisnieto. Fue docente de una materia paralela a la mía en su país y ahora lleva tanto tiempo retirado como los años que trabajó antes: 32. Antes de conocerlos reconozco que había pensado dividir el paseo en etapas, para que Gene no se nos agotara, pero pronto vi que estaba totalmente equivocada: el viejo tenía más pila que los otros dos juntos. 

 Ellos iban a estar solo seis horas en Montevideo, así que no daría para mucho Bus Turístico ni para cambios de escenario. Empezamos a recorrer la Ciudad Vieja por las peatonales, mientras Gene me acribillaba a preguntas y yo descubría que el First de la Alianza se defiende, todavía. Dos por tres alguien los saludaba, porque la Ciudad Vieja estaba llena con la gente del crucero, que eran más de tres mil, solo de pasajeros. Sacamos (yo también) varias fotos, entre ellas una del mural de los ojos de Galeano que me agarró desprevenida y les dije que era Salvador Dalí. Una guía estupenda. 

Entramos a la Iglesia Matriz (que Gene me preguntó si era Basílica y le dije que no, pero después Wikipedia me confirmó que sí), la recorrimos, y pasamos a la feria de la plaza. Allí el veterano eligió un gorro para su nieto, pero cuando fue a pagar no encontró la billetera. Nos sentamos en un banco de la plaza, revisó veinte veces, y nada. Oh oh, pensé, los cholearon y no me di cuenta, mierda! Pero no, porque Gene aseguró todo el día que él fue a poner la billetera en el fondo del bolso y la debe de haber puesto afuera, sin darse cuenta. 

Hablamos con varios policías, nos tomaron datos y nos mandaron a la Primera, a hacer la denuncia. Y allá fuimos, pero antes pasamos por la Ciudadela, la Plaza y el Solís. Del Cabildo me olvidé por completo. Gene iba de buen humor, pese a que había perdido sus tarjetas, su identificación personal, licencia de conducir y un largo etc, junto con unos cien dólares. “Solo estoy reduciendo la herencia de mis nietos”, dijo. La Primera queda cerca del Mercado del Puerto; un joven amable y con buen inglés nos atendió pero no pudo hacer nada, porque no teníamos el número de pasaporte de Gene (que por suerte no había sido extraviado, sino que estaba en el barco). Y allá fue él a buscarlo, mientras Geoff y yo tomábamos algo y seguíamos de charla en un bar de Yacaré, a dos cuadras del crucero. 

A la media hora, Gene aún no había vuelto. Geoff y yo empezamos a ponernos nerviosos, hasta que vimos su camisa celeste aparecer a lo lejos. Venía caminando a todo ritmo, porque le habían hecho perder mucho tiempo los del crucero. Volvimos a la Primera, pero sorpresa sorpresa: ya no había nadie para atendernos, porque hasta las dos de la tarde el joven amable no volvía. Gene desistió de hacer la denuncia. Recorrimos un poco más por la vuelta y terminamos almorzando en el Palenque, con toda la parafernalia de cantores de ocasión entonando boleros y cosas para nada uruguayas. Un grupo de tambores con un trompetista recorría la zona, mientras a su lado danzaba desmañadamente una joven y los turistas se desesperaban por registrar la supuestamente típica escena. 

Tras el almuerzo, como nos sobraba una hora, nos tiramos hasta la Escollera Sarandí, pero solo para ver la rambla, porque el ambiente estaba un poco salado, y en seguida les propuse la vuelta. Tres flacos sin remera andaban a los gritos alentando a Peñarol, y la verdad es que me ganó el prejuicio. Ya era bastante con haber perdido los documentos, para qué arriesgarse a algo peor. Volvimos a la peatonal. Gene iba perfecto, pese a que andaba de camisa manga larga y el sábado de verano estaba cada vez más picante. Nunca se rezagó, ni dejó de hacer preguntas o de introducir elementos de humor a la charla. Venía feliz porque había visto pingüinos en Puerto Madryn, y me contó que vive en un campo pequeño, donde solo hay ardillas, venados y algunos coyotes. Ha viajado por todos lados, y está planeando ir a África, para no morirse sin haber visitado todos los continentes. Un divino, el viejo. En mi próxima vida, quiero ser él.

Y eso es todo. Nunca encontramos los documentos, pasamos unas horas preciosas y nos despedimos frente al Puerto con un abrazo, como si nos conociéramos de toda la vida. 

Cosas que pasan. 

sábado, 2 de febrero de 2019

Febrero 2019




La noche estaba tranquila, pero a la vez movidita en el bar de la cooperativa. Había varias mesas ocupadas, mucha gente haciendo pedidos y los deliverys no daban la ida por la venida, diría mi vieja. Nosotros estábamos adentro, contra el ventanal. 
Yo miraba hacia afuera, cuando en cierto momento empecé a notar movimientos raros en el exterior, a unos veinte metros. Siluetas oscuras que se empujaban entre las sombras. Dos de ellos (o al menos uno, no estoy segura) parecían policías. Se empezaron a escuchar gritos, a la vez que las sombras se iban acercando, hasta que se pararon a pelear en la puerta iluminada del bar, a medio metro y vidrio por medio de nosotros. Eran cuatro o cinco flaquitos, probablemente menores de edad, el milico (que también era un pibe) y otro alto que no me di cuenta de qué lado estaba. Aquello iba ganando en intensidad, los gritos y los empujones se empezaban a poner heavys. La gente del bar miraba hacia afuera, sin moverse. Yo me levanté rumbo al baño, por las dudas. Creo que del bar llamaron al 911, pero no los llegué a ver, porque apenas la discusión se alejó de nosotros pedimos la cuenta y nos fuimos. Caminamos juntos una cuadra, y desde ahí yo seguí sola hasta mi casa. 
Ya iba llegando a Arbolito cuando escuché las sirenas. "Demasiado tarde", pensé, imaginando que habrían llegado a Camino Maldonado cuando ya la vereda estaba desierta y sin rastros de la pelea, pero me equivocaba, porque las sirenas se fueron acercando, hasta que me cruzaron, a toda velocidad. Los dos patrulleros siguieron media cuadra y pararon junto al almacén de Arbolito, donde ya había gente en la vereda. No habían venido por el lío de hacía unos minutos sino por un robo, supongo. No lo sé. 
Y ahí me metí para mi casa, no sin antes darle algo de comida a la gata de los vecinos y a la perra vieja, que me estaban mirando con cara de hambre y no tienen nada que ver con estos asuntos humanos. 
Jueves de noche en la cooperativa. Los dos gatos están adentro, y en lo que a mí respecta hasta mañana de mañana no pienso asomarme a la vereda. Buenas noches.




Díganme la verdad:

¿Ustedes no se dejan olvidadas en el trabajo al que no pensaban volver hasta el miércoles cosas que necesitan para mañana?
¿No se encuentran de repente cruzando 18 para un lado cuando su ómnibus pasa por la vereda en la que ya estaban?
¿No responden en un wsp cosas que eran para otra persona, con la que hablaban en un mensaje anterior?
¿No se equivocan en el nombre mientras hablan con alguien que se llama exactamente igual que ustedes?

Ta, nada, solo chequeaba qué tan mal estoy después de dejarme en la Ciudad Vieja apuntes (y galletitas de chocolate) que necesito, después de ir a tomar un bus hacia el centro del lado de afuera, de responderle a una amiga pensando que era un amigo y de decirle dos veces "Vivi" a mi compañera del IAVA que se llama Mariela Rodríguez. Solo eso. Todo en una tarde.


Necesito vacaciones. Más. 



Me acabo de cruzar con una señora septuagenaria en batón por 8 de Octubre, y se me vino encima toda la memoria relacionada con la ropa de la infancia. 
Cuando yo era chica las mujeres casadas siempre usaban el batón para andar de entrecasa o para hacer los mandados por el barrio, con la infaltable chismosa en una mano. Nada de minifaldas, shortcitos, y ni siquiera jeans (que por entonces se llamaban vaqueros y en su mayoría eran Relámpago o Robert Lewis). Los joggings se popularizron en los 80; primero los Adiddas, despuês los Bullit, hasta que de a poco fueron apareciendo otros sin marca, más anchitos y sin rayas a los costados. Las remeras Hering al principio eran siempre de color amarillo/anaranjado, lisas y uniformes. Después vinieron las turquesa, y más tarde el resto de los colores.
Todos los batones eran iguales: un vestido suelto, por las rodillas, abotonado, con un par de bolsillos sencillos adelante. Cuello en V tipo camisa, no muy abierto. Telas floreadas (Acrocel o Polyester), rápidas de secar, con colores que no se iban con los muchos lavados. Solían complementarse con torniquete y pañuelo a la cabeza, con Romanitas en los pies. 
No hay prenda menos sexy que un batón. Eran horribles. Todas las mamás que iban a buscar a los niños a la salida de la escuela estaban iguales; un pequeño ejército de amas de casa cumpliendo con el propósito general y básico de no llamar la atención de nadie (ni siquiera de sus maridos). 
Eran los años de la dictadura. En el país pasaban cosas horribles, pero yo tenía seis años y no me enteraba de nada.
Creo que la señora de batón de hace un rato fue mi magdalena de Proust; ahora no puedo dejar de evocar las ropas y las marcas de los 70'. 
Aunque capaz que solo son trampas de mi inconsciente para escaparle al trabajo... 
Ehhh... Con permiso. Hasta luego.



Este es mi regreso a casa de todos los días. 
1. Siento una corrida, miro al costado: Isis viene a saludarme.
2. Isis corre a algún gato del barrio, pero no lo alcanza.
3. Llegando a casa viene la negra vieja a saludar y a pedir comida.
4. Matilda también pide, aunque tiene.
5. La gata de los vecinos se suma a la demanda.
6. Matilda pide para salir y correr a la gata de los vecinos. 
7. Dejo de sacar fotos y me preparo una merienda, porque no soy ajena al sentir universal. 
Y en eso estamos.



l señor es flaco y alto, parece venir de trabajar y tiene un tatuaje tumbero en el brazo izquierdo. El señor emite de continuo un sonidito “fshfshfsh”, que logra modular frotando la lengua y la saliva contra sus dientes. El señor viene sentado detrás de mí en el interminable y caliente viaje del 103 de Ciudad Vieja hasta mi casa.

¿Alguien sabe si se considera delito pararse y pegarle un par de gritos a un inocente y sonoro señor*? 
MUY sonoro. 
Insoportable.
* ¿Y un par de gritos con opción a sopapo? Ta... muy violento, olvídenlo, no dije nada.
Peeero...




¿Ustedes se acuerdan de la teoría de Darwin de que hay situaciones que comienzan por una manchita de café en el sillón y terminan con un muerto en el baúl del auto? Bueno, eso. 
Hace horas (literalmente: horas) que doy vuelta todos mis papeles buscando una constancia de voto del año pasado. El CFE me dio hasta último plazo el día de hoy para presentarla, pero no la encuentro. En medio de esa búsqueda llega alguien de la cooperativa a plantearme que debo entregar una declaración jurada como muy tarde el primero de marzo, incluyendo las fotocopias de cédulas de mis viejos. Me pongo a pensar si tengo esas fotocopias, y no solo confirmo que no, sino que (por esas conexiones raras del cerebro) me doy cuenta de que tampoco tengo ni idea de dónde puede estar mi credencial. Mientras tanto, corre el tiempo para terminar el trabajo para CFE, que está avanzando mucho más lento de lo debido. Empiezo a entrar en pánico. Todas mis carpetas me miran con expresión ceñuda y se niegan a develar sus secretos. Trato de respirar. Reviso cajones, cajas, biblioratos. Nada.
En ese momento se me ocurre que en una de esas la credencial (y quizás con ella la constancia de voto) pudo haberse caído para atrás del cajón del modular (donde guardo recibos recientes), y me pongo a sacar cajones y revisar. Matilda viene corriendo y se pone a husmear con desconfianza. Saco el primer cajón, el segundo y al final el tercero. Matilda se precipita a meterse en el espacio vacío, y ahí entiendo lo que pasa. No diré que todo, pero entiendo algunas cosas. 
Sobre el piso, entre dos tickets del Disco y un montón de pelusas, estaba el cadáver de algo que al principio creí ratón pero terminó siendo un pichoncito. Supongo que era un gorrión; capaz que ratonera. Miro a la desgraciada de mi gata, que seguramente lo arrinconó hasta que el bichito buscó refugio metiéndose en el único sitio al que ella no podía acceder. Esto tiene que haber sido cosa de este verano, de alguno de los días en que no estuve. Me da una pena enorme, pobrecito, muerto ahí abajo y sin nadie que se enterara.
Dejo de buscar y me siento a escribir, para que se me pase. Creo que voy a mandar al diablo la constancia de voto, la credencial y el trabajo, por lo menos por esta tarde, y me voy a caminar bajo el sol de febrero, que para eso está. Mi vecina me dijo que por qué no daba vuelta un vaso. A esta altura mi estrés de fin de vacaciones da para todo, pero no sé, no sé. Veremos.

Regalo gata cazadora (un poquito chambona). Responde al nombre de Matilda y siempre sale bien en las fotos. Comunicarse por interno, muchas gracias.




Se nos va febrero en Valizas

Los dos gatos del hostel me acechan. Milu capaz que solo quiere mimos, pero el otro, el gordo, siente ruido a humano abriendo un paquete de comida y viene corriendo. Es lo más expresivo que he visto en materia de gato pedigüeño, y su éxito con los huéspedes va de la mano con su sobrepeso.
En la playa hoy volví al rescate de las mariposas. Después de despegadas de la arena mojada se ve que quedan agotadas, porque se me pasean por las manos pero les cuesta emprender el vuelo. Otro rescatado fue un alguacil, que demoró en recobrar la movilidad, hasta que lo dejé entre unos pastos junto al borde de la duna. Por suerte esta vez no vi cangrejos enganchados entre las redes (por suerte, digo, porque ya capté que el pescador es un amigo y si me ve cortándole la red para liberar un sirí vamos a tener problemas).
Los humanos de fines de febrero en Valizas son más de lo que creí encontrar, pero el ambiente en todo caso es tranquilo y todo marcha a ritmo lento. Hay artesanos, hay brownies psicodélicos, hay venta de libros y danzas peruanas, pero todo a escala humana. En el hostel los grupos que cenan hablan en voz baja, y desde el León se escucha algo que suena medio reggie. 
La tarde fue increíblemente calma: no corría una gota de aire. Rarísimo esto del no viento en Valizas. Mañana esperamos tormenta, por ahora escuché que la playa está tapada de noctilucas y comprobé que hay mosquitos en el aire, malditos bastardos ubicuos. 
Viernes de noche en Valizas. 
Paraíso.


Estás en la playa y a las seis de la tarde el parlante del bar interrumpe la música para anunciar que ya salieron las tortas fritas. 
La arena está llena de mariposas y algunas te caminan por las manos. 
Los cangrejos son azules y gigantes.
El dueño de un bar te toma como árbitro para definir si va a dejar o no salir a su hija de 13 con una amiga hoy por la noche.
La mitad de los péndex de la playa tienen pinta de ex alumnos del IAVA. 
El bote te cruza el arroyo sola de ida y de vuelta, pese a que le decís que no tenés apuro, solo por no hacerte esperar. 
De noche la calle se llena de brownies psicodélicos. 
Una artesana a la que le compraste algo hace tres meses de acuerda de vis y de lo que elegiste esa vez. 
Un hombre y tres muchachos trabajan todo el día instalando una rampa de acceso a la playa. Es el fin de febrero, y esas cosas no duran un invierno, pero igual. Ellos siguen.
Valizas. 
Mundo fuera del tiempo y del espacio.





Cae la tarde y llovizna, después llueve. Llueve cada vez más fuerte, y en medio de la lluvia recordás que ayer te comieron los mosquitos, que el calor no da para sábana y que el Off parece que les gustó, o al menos no les disgustó, malditos chupasangres omnipresentes. 
Apelás a la sabiduría ancestral, y cruzás a comprar un espiral en el almacén, pero vas con paraguas, porque una cosa es la sabiduría y otra la practicidad, viste. No queda bien andar de paraguas por Valizas, pero está oscuro y nadie ve a nadie. 
A la vuelta pasás por lo de Ana, y... bueno. Digamos que la lluvia pide algo más enérgico que un café con leche. 
Felish fin de sh...shábado para todos, con o sin lluvia, con o sin mosquitos, con o sin espirales. Y no se preocupen, que tengo la puerta de la habitación abierta, para que entre aire. MI habitación, porque no hay nadie más, iupiii.







Salgo del hostel a ver qué tal se ve el pueblo post lluvia a las ocho de la mañana. Ni un alma en la calle. Solo un hombre en la puerta de la panadería, que ensaya cuatro veces un audio hasta que al final queda conforme, y lo manda. Me detengo a ver el monumento (?) de la plaza, donde alguien dejó un bidón con vela aún encendida, y recién ahí (años después) me doy cuenta que tiene escrita al revés la “s” de Valizas. Es casi hora del desayuno, vuelvo al hostel y me paro a mirar los cactus que rodean al Buda de la entrada: tres están bien, dos se están secando, y hay muchas monedas en las manos del gordito. Un ronco arrastre de garganta reseca (permiso, Quiroga) llega a mis oídos desde la primera de las habitaciones. Las ventanas están cerradas, pero esos ronquidos pasan cualquier barrera, y me hacen acordar al hindú sonoro del último diciembre. 

Es hora del desayuno; entro al hostel con el paso tranquilo de los que no tienen hambre, mientras agradezco mentalmente que nadie más haya recalado en la habitación 9, donde esta noche no se escuchaba ni siquiera el vuelo de los mosquitos.
Feliz domingo para todos, y abríguense, que ya refrescó.



Iba llegando al pueblo cuando me di cuenta de que tenía hambre. Desayuné a las 8, ¿cómo voy a tener hambre a las 10?
_ Hola- sonó una voz femenina- ¿Buñuelos de algas? Están calentitos. 
_ No, gracias. 
_¡Bueno!
Fue en ese momento que saqué el teléfono y vi que en realidad eran las 12.
_ ¡Disculpá!- le pegué el grito- Cambié de idea. 
Y aquí estoy, tomando conciencia de que puedo perder la noción de la hora, pero sigo obedeciendo al reloj en Valizas... Menos mal que esta vez coincide con mi organismo. 
Los buñuelos están muy ricos. Y calentitos.




Ella es Joaquina, la perrita de Ana, de Noctiluca. Es la timidez hecha perro; recién esta vez, luego de verme media docena de viajes, viene conmigo y parece confiar lo suficiente como para quedarse sentada entre mis pies. Pregunto por ella y Ana me cuenta que la encontró hace 7 años. Estaba recién parida, a juzgar por las mamas, pero no andaba con sus cachorros. Vaya una a saber de qué historias viene, como todos los perros que andan vagando por el mundo, digo, y Ana me cuenta que recién hace un año que Joaquina para las orejas, y que nunca mueve la cola. Le tiene terror a las escobas, y una vez que se perdió porque se metió en la Dársena (enfrente) y no supo salir, se pasó 3 días abajo de una frazada, hasta que Ana la encontró y se la trajo a Noctiluca. Cuando hay tormenta eléctrica Joaquina se muere de miedo y no sale de entre las piernas de la dueña. 

Afortunada y pobre Joaquina, pienso, según la etapa de su vida.
_ Me mata ese look que le da el pañuelito- dice en ese momento una clienta de Noctiluca.-Le da un aire arrabalero. 
Ya iba saliendo rumbo al hostel, pero me doy vuelta a mirarla: Joaquina está acostada entre las mesas, presidiendo el paso hacia la barra. Es una reina.





El gurí de gorrita pesca (o trata de pescar) en la orilla, mientras al fondo se recorta la silueta anaranjada de un barco inmóvil contra el horizonte. Me pregunto dónde estarán los peces gordos, y si esta mole naranja tendrá permiso para andar a la pesca tan cerca de la costa. Me pregunto. 





Media hora antes de salir, con todo pronto, tuve una última visita gatuna y me dispuse a echar una mirada general, a ver si me olvidaba de algo. Todo estaba en orden: nada abajo de la cama, nada en la mesa de luz. Ya que estaba (y de puro chusma) revisé los otros lockers, vacíos desde mi llegada, porque fui la única en esa habitación en estos días. En uno de ellos encontré un cigarrillo, que dejé arriba de la mesa de luz, y en el otro el cadáver de una tarántula, inmóvil en una esquinita. Bajé a devolver las sábanas a Maxi, el de la recepción, y le conté de la araña. Apenas la mencioné se estremeció como si se la hubiera puesto sobre el mostrador.
_ ¡Ay, boluda, soy re fóbico, no puedo ni oírlas nombrar! 
_ Ta, pero estaba muerta, no te preocupes. Yo te digo porque capaz que otros no la ven y usan el locker...
_ Le voy a decir a Jonathan que la saque. ¡Qué asco!
Subí a la habitación, vi a Jonathan limpiando y le comenté de la tarántula. Al principio pareció no entender de qué le hablaba. 
_ ¿Qué es eso?
_ Una araña. 
_ Ah. A ver...
Demoró un poquito, pero al fin salió, con la araña enganchada en la punta del lampazo.
_ Está viva.- me dijo - Medio en las últimas, pero viva.- y se dedicó con todo cuidado a depositarla entre las raíces de una planta frondosa. Ella se movía muy poquito, pero le dio para caminar unos pasos y esconderse. 
_ Pah, hubiera jurado que estaba muerta. - comenté, y agregué: - Mejor no le digas nada a Maxi, que es medio fóbico.
_ ¿A Maxi? ¡Le voy a decir que le dejé corriendo por el hostel! - dijo riendo, mientras volvía a sus quehaceres. 
Pobre bicho, pensé. Capaz que estaba encerrada en el locker desde que se fueron los anteriores huéspedes que lo usaron, quién sabe cuándo. Mirá vos: capaz que hasta ayudé a salvar a una tarántula y todo, sin saberlo. 
Y me fui, porque en Rutas del Sol el coche B de las 18.45 me debía de estar esperando, y no era cuestión de retrasarse. 
En unas mil horas, horas más, horas menos, estaré llegando a Montevideo. Deséenme suerte.



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Mariposas amarillas, Mauricio Babilooonia... Mariposas amarillas, que vuelas liberaaadas! 🎵

El 102 avanza alegre y bailarín escuchando una cumbia por La Blanqueada, mientras los pasajeros suspiramos por el calor tropical de las 8 de la mañana y rogamos no tener que pasar por Cien años de infiernidad.

Bueno, ta, es lo que hay. Con estA calor y rumbo a tomar examen no pidan brillanteces. Volveremos, volveremos (en otoño, quizás).


Yo pongo "camita", ella pone "camisa". 
Yo pongo "piecita", ella pone "piscina".

Mi computadora odia los diminutivos. 

Me parece que esta relación no va a funcionar.



_ No, no.- dice la vieja a la adolescente que (por indicación suya) trata inútilmente de abrir una ventana en el saunesco 100 que me acabo de tomar.- Lo que tenés que hacer es darle primero para adelante y después para atrás. ¡Probá! Vos sos joven.
La chica, momentáneamente extraída de sus auriculares, lo intenta un par de veces hasta que lo logra, y mira a la señora con aire de “listo”. 
_ Ahora abrime el de arriba- ordena Su Majestad. 
La chica deja el celular en el asiento, reprime un suspiro y pone manos a la obra. 
...

A los cinco minutos descubro que me voy ahogando.Mi ventanilla tampoco está abierta. Trato de abrirla, le doy para adelante y para atrás como dijo antes la vieja, y nada. Miro a la izquierda: detrás de mi compañera de asiento hay otra ventanilla cerrada, y a esa sí logro abrirla con facilidad. 
_ Qué barbaridad- me dice la muchacha- Nadie abre nada. Y sigue el viaje, sin cuestionarse su propia condición de hipotético alguien. 
...
Silencio en el ómnibus. Nadie conversa, todos vamos metidos en nuestros teléfonos, tratando de respirar. De repente, el muchacho de la camisa a cuadros a mi derecha exclama:
_ ¿Por qué me hacen esto a mí?- y vuelve a mirar por la ventana, sumido en el más absoluto silencio.
...
Bienvenidos al fascinante mundo de la Línea A de Cutcsa. Inagotable comprobación de la razón de la sinrazón que a mi razón aqueja, con perdón de Cervantes.




La salida en lancha a la Isla de Flores se hace desde el Puertito del Buceo, a pleno mediodía. Un oficial de la Armada, de uniforme azul pixelado en gris, nos dio las primeras instrucciones del caso:
_ No se puede viajar sin chaleco salvavidas. Una vez en la isla, van a ver que en verdad parece una pero son tres, y no tenemos permitido ir más allá de la primera. El agua crece a veces muy rápido, por más baja que se vea nos puede dejar aislados. Para sacar a alguien de las islas segunda y tercera, al no haber muelle, se tiene que pedir un helicóptero, que viene de Punta del Este. La multa en ese caso es de 50 UR. No está permitido entrar a las construcciones abandonadas, porque hay peligro de derrumbe. La Armada Nacional les desea un buen viaje. 
Y dicho esto, arrancamos. 
Íbamos once pasajeros, dos tripulantes y el de la Armada. El viaje fue tranquilo, el agua se veía verde y con pocas olas. La costa de Montevideo se fue alejando despacito. Cruzamos un par de kayacs, con los que intercambiamos el correspondiente saludo de rigor. En unos islotes del camino, un elefante marino y varios lobos se asoleaban rodeados de gaviotas. Al fin, allá a lo lejos, se empezó a ver la isla. 
En la lancha íbamos tres parejas, cuatro muchachos y yo. Una de las parejas era muy fashion, con cierto aire de Wanda Nara ella y un algo de extranjero rosadito él. 
_ ¿Cuánto tiempo pararemos aquí?- preguntó el muchacho señalando la isla, a lo que el capitán respondió:
_ Unas dos horas. 
_ ¿Y qué hace uno durante esas dos horas?
_ Y... camina, saca fotos.- respondió el capitán, con mucha más educación de lo que yo habría sido capaz ante esa pregunta.
Una hora y media después de zarpar atracamos en el muelle de la isla, donde ya había otro barquito y un velero. Seguimos al guía por un par de lugares, escuchando algunos datos históricos, hasta que quedamos libres de vagar por una hora y media, más o menos. 
Datos: El faro tiene 10 m de diámetro, paredes de 2 m de espesor, tiene 20 m de alto y está a 7 m sobre el nivel del mar. Fue el faro más caro del mundo, porque para hacerlo se les dio a brasileros las tierras al norte de... no sé, me perdí. De algún lado. Del Arapey, creo. Luego se construyó el hotel para la cuarentena obligatoria de los inmigrantes, por si traían fiebre amarilla o algo así, que en general solo pasaban un día o dos en la isla. Había 3 hospitales, de acuerdo a la gravedad: limpios o en observación, sucios o contagiosos y terminales. En cuanto al alojamiento, la primera isla contaba con hotel de primera y de segunda clase.La segunda isla tenía hospital y cementerio. La tercera contaba con hospital, la casa del medico, la capilla y el crematorio. Esto fue así hasta 1930. Llegó a haber unas 2000 personas, separadas por clase social y por sexo.
Tras la charla, vino el tiempo libre. Recorrí todo lo que quise, junté caracoles, huesos y pedazos se lozas antiguas. No quedaba ni un conejito de los que la vez anterior abundaban en la isla; parece que una peste en 2005 los diezmó casi por completo, y los que hay no se dejan ver. 
El muchacho de la Armada me vio sola y vino a acompañarme. Me explicó varias de las construcciones y me contó de rebeliones y de naufragios. Con él y con una de las parejas del viaje subimos hasta lo alto del faro, por una extraña escalera en la que cada pie iba en un escalón separado del otro. Desde allí vimos, a lo lejos, los edificios de Atlántida y los cerros de Piriápolis.
Ya en la última parte de la jornada, encontré contra el mar una zona llena de huesos y me guardé unos cuantos. Dientes de lobo, por ejemplo. También vi una mandíbula espectacular, pero no me entraba en la mochila y no estaba bien llevarla en la mano. El viaje de vuelta fue rápido, aunque más picadito que el de la ida. La pascualina que me compré en Tienda Inglesa me anduvo dando vueltas en la panza pero no fue nada grave, y hubo cierta insinuación de mareo que no pasó a mayores. Terminamos con una luna enorme subiendo por el horizonte, mientras el barco sorteaba olas dignas de una novela de Julio Verne. Y eso fue todo.



Esto es así: cuando yo estoy en casa el gato se sube a la silla de mi derecha para hacer una siestita, pero si no estoy (o si simplemente me voy al piso de arriba) se apropia de la mía y cuando llego me mira con cara de “bueno, humana, usted no estaba...”
La gata es muy mimosa pero no faldera, excepto que el gato esté instalado en la silla de al lado. Ahí sí, se me viene encima y se instala de espaldas al otro, como diciendo “acá la Alfa soy yo, nene”. 
Hay todo un juego en poderes y energías que se disputan la prioridad en esta casa, pienso, mientras la computadora por un lado y una pila de libros de estudio por otro se miran de reojo pero ninguno canta victoria, por ahora. Por ahora.



Saco boleto de una hora a las 4 de la tarde. A las 5.40 voy a pagar otro bus y aún tenía vigente el anterior.
Voy en un bus, sin cargador de teléfono. Miro el celular: tengo 36% de batería. Al minuto, de la nada, subió solito a 40%. Cinco minutos después, bajó a 20%.
Acabo de salir de vacaciones y de repente el almanaque me tira un 13 de febrero.
Evidentemente, he caído en un bolsón del tiempo y del espacio.
Socorro.



Valizas en Febrero

No cobramos por separado. El menú es el que está en la pared. No lo tenemos impreso. No nos cambie las mesas de lugar. Pida lo que hay, y no invente variaciones. Doña Bella: desde 1987 esquivando el cambio (pero con platos gigantes, sencillos y deliciosos). Ahora con wifi.

Valizas en febrero tiene un ritmo pueblerino y está llena de habitués. No se escuchan cumbias, pasan pocos autos y al mediodía las personas caminan con toallas y pareos en la cabeza. Como antes.

Hace un rato hubo un escándalo en el hostel. Parece que una mina se metió al baño y se le trancó la puerta. ¡Hizo un griterío! Pero demoraron unos minutos en abrirle, porque era el baño de arriba, y los muchachos de la recepción estaban en pleno cambio de huéspedes abajo, al mediodía. Hay gente complicada, qué lo tiró... Aunque capaz que la encerrada es claustrofóbica, y viste que esas cosas son irracionales. Pobre. Capaz que una vez, cuando era chica, se quedó encerrada con la prima en un galpón lleno de polvo y telarañas, capaz que las dos gritaron pero los mayores no las oyeron hasta que se hizo la hora de irse, capaz que esa vez tuvo mucho miedo y se sintió impotente, capaz que ahora tiene el tema medio medio controlado pero no del todo. Vaya uno a saber.

_ Está lloviendo.- avisa un hombre a sus amigos, pese a que en el cielo se ve casi solo azul, y lo repite:- Está lloviendo.

Pago el almuerzo, pido que me envuelvan la mitad que sobró para la cena y comienzo la larga caminata de media cuadra hasta el café de sobremesa en el hostel, mientras pienso que estoy en Valizas y la piel y el alma y la cabeza no paran de dar saltitos de alegría. Estoy en Valizas. Donde quiero estar.



Valizas y los miedos

Miedo nivel 1. Vas caminando distraída por la orilla y de repente ves un sirí que se te viene encima con las dos pinzas azules levantadas. Es un miedo sutil, más cercano a la sorpresa. Lo rodeás medio a lo lejos para no estresarlo, y seguís caminando.

Miedo nivel 2. Estás concentrada en las cosas que hay para juntar en la orilla cuando viene una ola y te tapa los pies. De repente sentís algo raro en el pie izquierdo, lo mirás y tenés una enorme cucaracha prendida a tus dedos. La sacudís emitiendo un sonido tipo “iaaaauch!”, y volvés a centrarte en las cucharetas.

Miedo nivel 3. Estás a kilómetros del pueblo, ante ti se extiende una playa gigante llena de caracoles, huesos y piedras, sabés que te los querés llevar todos pero tu mochilita dice “no”, y agrega “hasta acá llega nuestra relación, no acepto un gramo más, y hablo en serio”.

Miedo nivel 4. Asumís al final que hay que ir pegando la vuelta. Son las 11 y media, tenés por delante una hora del peor sol por la arena y cuando echás una mirada a tus hombros te das cuenta que están del color de los lobos podridos de la playa. No estás para sutilezas: si es color lobo podrido, es color lobo podrido. Y no hay protector que valga.

Miedo nivel 5. Pese a la hora y a la carga que llevás, igual te terminás metiendo entre las dunas a ver si aparece algo interesante. Soledad absoluta, ni un ser humano en kilómetros y más kilómetros. De repente, un graznido aterrador a medio metro de tu cabeza. Nadie conoce de verdad el miedo si no lo sorprendió un ataque en el medio de la nada desprevenida y gozosa. No es un tero, esta vez, es algo blanco, una especie de gaviotín. Se te tira en picada un par de veces, hasta que ve que volvés a la playa y se queda dando vueltas, satisfecho. Su misión está cumplida.



Miscelánea de viernes

Cartel a la salida hacia la playa: “Campeonato de Voley. Premio: 6 pasajes al Cabo”.

Me instalo cerca del arroyo, frente a una barranquita, para exorcizar viejas memorias. Cada niño que pasa trata de desmoronarla, y todos hacen lo mismo: se paran en el borde y se dejan caer, previo pegar un grito a sus padres, para que los miren. Algunos gritan varias veces antes de lograr su objetivo.

El canoso entrado en años camina muy derechito y tiene mucho pelo. Se pavonea cruzando una y otra vez por la orilla frente a mi Fuerte Charrúa. Cuando entra al agua se le ve tremenda pelada en lo alto de la cabeza. Él disimula, se arregla rápido el pelo con la mano y vuelve a hacerse el treintañero.

Está bravo el arroyo; hace unos días murió ahogado un muchacho. Hay una bandera roja en la unión con el océano, pero igual veo dos hombres que lo cruzan, nadando. A uno lo controlo especialmente, porque viene con una silla plegable y demora pila en hacer pie. Cuando sale disimula como que no le costó nada, y se va muy compadre.

He bajado de peso. Debo seguir como vengo con el agua y las frutas. Ánimo, Marielita, tú puedes. 
_ Hola.- suena una voz a mi costado. Es un hombre peludo, con canasta. 
_ Hola, Chileno.
_ ¿Cómo andas? 
_ Bien... ¿Tenés algo dulce? Dejame una de chocolate. Ah, y también esas galletitas de manzana y canela. 
_ Bueno. Son 135. 
_ Dale. Tengo 200. 
_ Perfecto. Acá está el cambio. ¡Nos vemos!
Bien. Tendría que seguir con las frutas y el agua. Mañana. Otro día. El lunes estaría bien. Creo.

La mujer de al lado (es decir, la que está a unos veinte metros) toma una caipirinha y tira cuatro pedazos de limón al mar, que se los devuelve en medio minuto. Los recoge, entra más a lo hondo, los vuelve a tirar. Salen treinta metros más adelante. Los va a buscar. Ahí vino el Chileno y me perdí el final.

Pasa un camarón, pasa otro, pasa otro. Todos los humanos incandescentes por el sol que me cruzo en Valizas son hombres. Me empiezo a cuestionar si es que quita masculinidad usar protector solar, y ya sé la respuesta, pero, en fin.

La chica viene con una canasta por la orilla. Se me acerca.
_ ¿Tortitas canábicas?
_ No, gracias (con la boca llena).
_ Ah, le estás dando al brownie. 
_ Sí. 
Las dos sonreímos, y ella sigue su camino. Cada uno tiene sus propias adicciones, especialmente en verano, pienso. Y me pongo a leer a Levrero.



Se vino la tormenta en Valizas. 
Durante cinco minutos todo fue viento y corridas, la gente venía de la playa como si se viniera el mundo abajo. Después hubo dos truenos. Dos. Cayeron unas gotas que no llegaron a hacer huella, y se fue del todo el mormazo del mediodía. 
Ahora según donde se mire el cielo está azul, gris, blanco o casi negro. Hay chicas que caminan de bikini y otras de jean y manga larga. Yo estoy metida en una situación propia de cuento de Levrero que no sé si llegaré a escribir. Igual no importa, nada importa. Uno en Valizas se vuelve... no sé, otro. Algo entre pez, gaviota, gato o noctiluca, y a todos nos gustan la lluvia, el aire y el viento. El sol también, a veces, pero no siempre. Los humanos, algunos. Los perros, todos. Los autos, ninguno. 
Se vino la tormenta en Valizas, pienso, hasta que charlo con Jesús, un veterano, que me dice que la tormenta ya pasó, que se fue. Y si Jesús lo dice habrá que creerle (o que ensoparse).



Llovizna manso sobre el pueblo; a lo lejos suenen truenos y a lo cerca una música que no ubico pero me gusta. En la laguna a nadie le importa la tormenta. Los patos se pasan cuackeando y buscando pececitos. El caballo marrón vino a saludarme pero no me animé a tocarle la cabeza y se fue, ofendido. Tres chicas tocaban bajito una guitarra en la vereda de enfrente, y hubo un pescado enorme que de la nada dio tres saltos atléticos saliendo como medio metro del agua. Trato de ir hasta el rancho de una amiga a ver si de casualidad está en el pueblo, pero un rayo en el horizonte me hace pegar la vuelta. En el camino, el tío nonagenario de otra amiga, trabajando en alguna cosa en el jardín con uno de los nietos. Una pareja toda vestida de Peñarol, jugando con pelota ídem. Suena Pink Floyd por algún lado. 
Valizas.



Salada tormenta eléctrica en Valizas. Hace una hora que llueve y llueve, matizado todo por rayos y truenos de tal magnitud que si no bajan las revoluciones no pienso salir hasta mañana de la habitación 16. No, mentira, porque ya se vislumbra el horizonte despejando a lo lejos, pero que la cosa ha sido fuerte, ha sido. Yo estaba, cuando se largó, en un sillón del patio, leyendo un libro que saqué de la biblioteca del hostel. Cuando la lluvia se puso intensa me pasé a un sillón de adentro, y al final terminé en la recepción, donde unos cuantos esperábamos la disminución de la intensidad para subir hasta las habitaciones del piso de arriba. Varias personas llegaban con sus perros y todos se sacudían al pasar frente a mí. En el momento de mayor diluvio tuvimos piscina en el patio, pero nadie la usó. La luz se cortó un par de veces, unos segundos nada más. Ahora estoy medio a oscuras, porque mis roomates (una pareja que no habla mucho y un flaco amoroso que hoy se caminó hasta Aguas Dulces) están durmiendo. La habitación no se llueve. Creo que sobreviviremos. En caso contrario, pueden reclamar mis pertenencias: los gliptodontes están en una bolsa del Disco y el escudo de mar ahí nomás, sobre la mesa de luz. Fue un placer.



Fue un amor fugaz como tormenta de verano. Ella decidió seguirme cuando me vio caminando por la playa, y yo no opuse resistencia. Le tiré unos palitos, que corrió a buscar y deshizo con toda alegría. Era vieja, se le veían las canas en el hocico. Yo no quería hacerla mojarse tan temprano, pero ella insistía en caminar entre el mar y yo. Cuando vi unos perros a lo lejos no encaré seguir, y me senté en la arena. Ella también. Empecé a caminar hacia el pueblo, recorrí a dos por hora la extensa rampa de entrada de madera que alguien está (tardíamente) instalando en la bajada principal. Fue conmigo. No estaba ni flaca ni lastimada ni con miedo. Me sentê en un banco de la plaza. Ella a mis pies. En eso pasó una pareja con un perrito blanco con collar, mi amiga se fue a seguirlos y yo me escabullí hacia el hostel, porque no estoy segura de las reglas en estas relaciones de verano, no quiero ilusionar a nadie, y menos a una pobre viejita amistosa y pachorrienta.



Cae la tarde mansa sobre la carretera. Ayer a esta hora se venía el mundo abajo; hoy apenas sopla una brisa leve. Va terminando un domingo mágico. 
Por la mañana, ya desde temprano, la playa estaba llena de mariposas y la ensenada desbordada de peces. Yo tuve una especie de trance San Francisco de Asís, y me pasé el día entero ayudando bichos. Despegando mariposas de la arena mojada, devolviendo mojarras al agua... hasta salvé a un mangangá que estaba trancado en el barro, y eso que les tengo terror. Como contrapartida, el mar me regaló unas toninas que hicieron un desfile interminable delante de mis ojos, y un caracol enorme que apareció de la nada, traído por una ola exactamente donde yo estaba. Ya de tardecita, mi pareo era la única zona seca en medio de la playa, porque las olas me pasaban por el costado y seguían de largo cinco, seis, diez metros para atrás. Yo estaba como en una isla; apenas me puse de pie y levanté las cosas para irme llegó una ola gigante que emparejó el borde del agua, como en una suerte de despedida. 
Viene bravo el brote místico, iba pensando mientras caminaba hacia el bus de la vuelta. En eso, sentí una cosquillita: miré para abajo y vi que venía con un San Antonio caminando alegremente por mi pecho, como si quisiera ir a conocer a todas las plantas y los gatos de Arbolito. 
Siempre que dejo Valizas siento que se me queda una parte del alma. Es una sensación casi física, que no me pasa en otros lados, por increíbles que sean. Esta vez, además, me queda una sensación de comunión y aprendizaje profundo. Estoy acá y sigo ahí, para siempre. La distancia es un invento, como el tiempo y las racionalidades, que se saben falaces. La vida es mucho más simple. Igual que el amor.







Uno. Dos... veinte... cincuenta. Voy como siempre contando los pasos, mientras avanzo por la lava gris y despiadada de la cooperativa. Vuelvo de trabajar a las tres de la tarde de un martes de febrero, y el mundo es un revuelto de sudor con quejas. Años y años de subir el repecho hacia el lado de la Cuchilla Grande me han enseñado que la casa queda en el paso 190, la heladera en el 198 y la ducha 13 escalones más arriba. 
Sí, cuento los pasos. Siempre lo he hecho. 
Mientras avanzo penosamente por la calle principal me doy cuenta de que todo está inmóvil. No vuela un gorrión. Los árboles no dan sombra. Las puertas están cerradas. Nadie camina, excepto yo. 
De repente, antes del paso 100, una modesta multitud de púberes ciclistas se detiene con ruido frente a la casa de mi tío y empiezan a gritarle cosas a su nieto, una seguidilla de noticias y órdenes simultáneas, voces excitadas de las que solo escucho frases entrecortadas.
_ ¡Tiene todas las tripas de afuera!
_ ¡Fue otro perro!
_ ¡Apurate, gil, vamo’!
Fue todo muy rápido. La banda preadolescente arrancó con sus bicicletas y se perdieron en la subida rumbo a mi calle. Mi tío no se movió de su silla. Hace años que no se mueve. 
Yo seguí caminando, con la mochila cortándome los hombros quemados por el sol, mientras empezaba a pensar quién habría sido la víctima de la tarde. En el paso 110, al pasar por el Salón Comunal, una figura obesa y de cola movediza me salió al encuentro, así que empecé por tachar a Isis de la lista. Al pasar la curvita del 120 y encarar el tramo final del repecho, el alboroto vecinal se hizo visible bajo la forma de cuatro gurises morbosos mirando y tres vecinos que baldeaban frenéticamente la vereda y parecían barrer algo.
No mirar. Desenfocar. No mirar, me iba repitiendo en una suerte de mantra de autoayuda, a la vez que veía más adelante y sacaba también de la lista a la cachorra Sasha, que nació en mi casa y ahora es de la vecina de la esquina. Sobre un costado, tan asustada que ni vino a mi encuentro, estaba la Negra vieja, que desde que le curamos la sarna viene a saludar y me tapa de olor a perro cada vez que paso .
No mirar. Desenfocar. 
Hay una mancha roja sobre los mármoles de cementerio de las veredas de la cooperativa. 
No mirar. 
La mancha roja es oscura. Los baldazos no la limpian. 
No mirar. 
Desenfocar. 
Cruzo la calle concentrada en escribir en el teléfono, y lanzo un suspiro de alivio cuando veo que Matilda viene a recibirme a la vereda. El gato viejo duerme a la sombra de mis plantas, ajeno al drama de la vereda de enfrente. La tribu de los propios y los ajenos está completa. Quién sabe cuál habrá sido la víctima de la tarde. 

En ese momento una señora mayor pasa por la calle y saluda con simpatía. Debe ser una vecina, pienso. Llevo 35 años en esta calle, es raro que nunca la haya visto, pero no es imposible. Después de todo, ella no es de mi tribu.




Los niños andan diciendo

I
Playa Sur, por la tarde. Ellos tienen unos 5 años, son un nene y una nena que caminan con una cajita en la mano pero no se animan a mostrársela a nadie. Miran a cada sombrilla, se acercan, retroceden. 
_ ¡Te dije que así no íbamos a vender nada!- acusa el nene, mientras ella sigue llevando la cajita de cartón con la tapa cerrada. Al fin se aproximan a nosotras y nos dicen que están vendiendo cosas. Ella abre la caja y medio en el fondo vemos que se asoman unas cucharetas y algunas piedras.
_ ¡Qué lindo todo! Es precioso lo que venden. Por ahora no nos vamos a quedar con nada, pero es todo muy lindo.- les decimos, sonriendo.
La nena cierra el cofre del tesoro resignada y pega la vuelta. Él al principio la acompaña dos pasos, pero después se vuelve y me dice:
_ Si te gusta tanto, ¿por qué no nos comprás? ¡La gente da dinero cuando algo le gusta!
Ella no dice una palabra. Lo mira apoyando su discurso, los dos se toman de la mano y empiezan a caminar, hasta que se pierden entre la gente.

II
Salida de la Sur. Dos niños caminan por la loma hasta llegar a un rancho blanco. Uno de ellos se detiene, mira a los ojos al amigo y le ordena:
_ Ahora vos tenés que darte vuelta y mirar para otro lado, para que no veas el lugar donde escondemos la llave.
El niño se para, boquiabierto. 
_ Vo’... ¡Pero nosotros somos amigos!
_ No me importa. Tenés que mirar para allá mientras busco la llave. Si no no podemos entrar a la casa. 
_ Pero... Bueno, ta.
Y se queda mirando para abajo. 
Sobre el camino del costadito, sin mirar dónde es el escondite, sigo caminando y pienso cuántos secretos puede ser capaz de resistir una amistad de verano.

III
Rutas del Sol, a la vuelta. El asiento de atrás trae dos voces masculinas preadolescentes.
_ ¿Vos sabés cuánto tiempo viví yo? 
_ No.
_ 4690 días. 
_ Ah.
_ A ver papá... No sé.
_ Ah.
_ ¡Mirá! Acá dice que la película de Volver al Futuro salió hace 12090 días. 
_ Ah.
El hermano más chico estaba resultando de una indiferencia a prueba de datos, así que el mayor arrancó con la artillería pesada. 
_ Te saqué una foto mientras dormías, recién, y se te ve un moco. Mirá. La voy a poner en Instagram.
_ ¡Noooo, no subas esa!
_ Sí, la voy a publicar ahora, y además voy a etiquetar a todos tus amigos. 
_ ¡No, no, no, por favor no la subas!
_ ¡Sí! La estoy subiendo.
_ ¡Mamááá!
La contienda duró desde Atlántida hasta el Costa Shopping, por lo menos, porque por ahí creo que me terminé de adormecer y para cuando abrí los ojos ya el asiento de atrás estaba vacío y en silencio. Lindo esto de ser hija única, pensé. Y volví a cerrar los ojos. 




Yo (haciendo la cola para pagar las compras y mirando una chica de revista con cintura imposible): Creo que un poco me desubiqué con las harinas en el Cabo; hace mucho calor para ir a caminar, pero por lo menos voy a comer sanito por un par de semanas por aquello de la reducción de daños.

El promotor del supermercado: _ ¿Una tajadita de budín de nuez mientras espera?

Yo: _ Eh... Sí, gracias.

Yo: A partir de mañana mismo voy a empezar a comer sanito por un par de semanas. Por aquello de la reducción de daños, ¿viste?