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domingo, 28 de junio de 2020

Historias desde la cuarentena: 49. Antonio Banderas



Él no era muy alto, tenía seis años más que yo y una voz extraña y disfónica, pero a mí me gustaba. Cuando nos conocimos usaba el pelo largo, estaba bronceado como quien no tiene trabajo fijo y se pasaba el verano entero garroneando ranchos de amigos en Valizas. Le decíamos Antonio Banderas.

Ese era mi primer verano como dueña del rancho más lindo del pueblo, que funcionó en la temporada como asilo provisorio para cuanto bellasartense anduviera suelto desde fines de diciembre hasta pasado el carnaval.

Antonio Banderas y yo tuvimos una historia linda, que no estuvo destinada a durar pero que tampoco terminaba de terminarse. No había motivos. Yo en ese verano venía de un romance eterno que duró cinco días con un porteño al que le llevaba varios años, y él tenía desde siempre un amor esporádico en Paraná, así que ninguno de los dos andaba en busca de pareja. Nos llevábamos bien, él era divertido, simpático, buen cocinero y mejor amante. En un par de meses ya habíamos conocido a nuestras familias y amigos, pasamos semanas de convivencia en el rancho, adoptamos perros pasajeros, fuimos a recitales en el Cabo y a paseos por el día a Punta del Diablo. Jugamos interminablemente a las cartas, nos ensopamos con diluvios varios, caminamos por la ensenada, juntamos estrellas de mar.

Terminada la semana de turismo volvimos juntos a Montevideo y nos quedamos una noche en mi casa, aprovechando que mis viejos andaban de viaje por Cerro Largo. Al día siguiente remoloneamos hasta que la mañana se hizo tarde. Serían las dos o las tres cuando accedí a levantarme, porque tenía que atender el teléfono, que no era inalámbrico y estaba en el piso de abajo.

Al descolgar hubo un par de segundos de silencio, seguidos de una risa apenas audible. No tuve que preguntar quién era: al amor se lo reconoce antes de que aparezcan las palabras. Digamos que se llamaba Álvaro (solo porque no conozco a ningún Álvaro), y digamos que ante el sonido de su voz se me aflojaron las piernas, me olvidé del tiempo y del espacio. Charlé largo rato tirada en el sillón, sin preocuparme por mi amigo en el piso de arriba, porque los dos habíamos acordado que nuestra historia no admitía exclusividades.

Cuando colgué Antonio Banderas bajaba la escalera, ya vestido y pronto para irse.

_ ¿Por qué te vas? Quedate a comer.

_ No puedo. –me dijo, triste- No sabés: atendiste el teléfono y en un segundo te cambió la voz. Eras otra. Yo no voy a competir; es imposible.

Y se fue.

Después de eso volvimos a salir un par de veces, la verdad, pero ya no fue lo mismo. Algo se había roto. Nuestra amistad con derechos funcionó mientras los otros no eran más que nombres o rostros hipotéticos, abstractos, intangibles, pero Álvaro no tenía nada de hipotético, de abstracto ni (mucho menos) de intangible.

No sé por qué me vino hoy este recuerdo a la cabeza; creo que algo charlé ayer con mis amigas que me llevó a Valizas, al rancho y al verano de los perros fugaces, los recitales en el Cabo y las estrellas de mar.

La vida tiene extraños caminos. Igual que la memoria.

viernes, 5 de junio de 2020

Historias desde la cuarentena, 48. Reflejos



La casa de electrodomésticos está desbordada de clientes; son muchas las personas que esperan su turno recostadas estoicamente a una pared, mientras unos pocos aprovechan a revisar estantes en la librería de usados de al lado. Todos, por igual, están pendientes del número al que está llamando un cartel luminoso cada pocos minutos. Yo trato de no mirar al espejo debajo del cartel: demasiado realista, demasiado detalle para un sábado a mediodía. Prefiero pensar que está distorsionado, y que esa figura despeinada y con ojeras no es más que la consecuencia de la baja calidad en el reflejo.

Mi número es el 62, lo que significa que solo tengo que esperar otros 46 llamados antes de sonreír y avanzar al mostrador. Aprovecho el tiempo para registrar gestos ajenos, adivinar historias e inventar los secretos de las personas que deambulan por el local o se quedan en trance mirando los televisores de la parte delantera del comercio. Muchos se cansan y abandonan, porque el ritmo de avance es lento y exige una paciencia que no siempre compensan los bajos precios de la casa. Cada vez que uno se va miro disimuladamente a ver si tira un número que pudiera servirme, pero no. Solo encuentro un inútil 99 abandonado por una viejita en la vereda, al que deposito en el tacho de basura de la entrada.

Cuando el llamador se estanca durante largo rato en el 44 tomo una decisión motivada por el hambre o el vicio y me voy al almacén de al lado en busca de un yogurt Conaprole con dulce de leche. Mala idea: el cartel luminoso al volver iba ya por el 91. ¿Tiempo de iniciar todo de vuelta? No. Tiempo de ir medio zonceando hasta la entrada, tomar el arrugado 99 de la basura y a los dos minutos ser atendida, sin el menor remordimiento.

Estaba esperando la entrega del producto en el fondo del local cuando una voz a mi derecha trajo de repente a mi memoria un millón de imágenes olvidadas. El IAVA, sexto año, mi amiga Graciela, las normas jurídicas, los Actos Institucionales, las interminables seis horas semanales de Derecho en el 84’ dadas a los ponchazos por el mismo señor que ahora pedía a los empleados del Empaque si podían darle un manual de no sé qué, porque había perdido el suyo. Estaba más gordo, porque habían pasado treinta años, pero seguía teniendo la nariz de borrachín, tan enorme y colorada como siempre. La suya fue la peor materia. Él había sido todo el año irónico y aburrido, deseoso de pequeñas victorias sobre nosotros, capaz de hacernos estudiar los 19 Actos Institucionales de la dictadura aunque el examen de Derecho era la semana antes de las elecciones que todos sabíamos que los derogarían de un plumazo. El profesor de Derecho era el prototipo perfecto de lo que nunca quise ser. Por suerte no me vio.

Media hora más tarde estaba retirando mis bolsas en el guarda bultos de un supermercado cuando una empleada flaquita y menuda, de unos veinticinco años, me sonrió.

_ Usted fue mi profesora de Literatura.

_ ¿Sí? ¿Dónde?

_ En el 19, en tercero. Hace mucho, pero yo la recuerdo porque me encantaban sus clases y aprendí pila de Literatura con usted.

_ ¡Qué bueno! ¿Y cómo es tu apellido?

_ Gully.

_ ¡Gully, claro, me acuerdo de vos!

Y era cierto. Oír su apellido y ver sus ojos fue como hacer el segundo click de la tarde, y acceder a otro compartimiento perdido en mi memoria. La conexión afectiva se reinstauró por breves segundos, intercambiamos unas frases, recordamos a algunos compañeros y cada una siguió su camino.

Salí del supermercado pensando en el profe de Derecho y en lo duro que debe ser ir por la vida generando malos recuerdos y deseos de no ser visto en las personas que nos reconocen, aunque no logro definir si es lo mejor o lo peor el hecho de que él nunca fuera a saberlo.

Pero, ¿y yo? ¿Seré ya o llegaré a ser un mal recuerdo para un muchacho que el día de mañana al verme me esquive y se vaya aliviado si no reparé en su presencia? Y de ser así, ¿querré saberlo?

Me pregunto dónde se saca número para preguntar por los errores y las omisiones del pasado, si habrá por ahí un manual que ayude a irlos corrigiendo y si los espejos reflejarán de verdad lo que uno es y ha sido.


jueves, 4 de junio de 2020

Junio, 2020



Está siempre sentada en el murito de alguna casa, esperando algo. No se sabe qué. Quizás ni ella sabe. Es alta, flaca y derechita, de pelo blanco y corto, con ojos verdes y arrugas muchas. Tiene una voz suave que saluda con corrección a todo el que al pasar le dirige la palabra. Adiós, vecina. Buenos días. Cómo le va.
Con mi despiste habitual en lo que refiere a la gente de la cooperativa no tengo idea de cómo se llama, dónde o con quién vive. Si vive.
Pasa las tardes y las mañanas mirando el panorama casi vacío de nuestras calles y pasajes, siempre sentada en un murito diferente. Somos doscientas casas desparramadas en cuadras largas y altas, casi casi llegando a la Cuchilla; el viento sopla lindo y el aire lastima la piel del invierno, pero ella no parece darse cuenta. Nunca usa campera, guantes, gorros o bufandas. Solo está ahí, sentada, de brazos cruzados y ojos entrecerrados.
Cada vez que la veo nos saludamos al pasar. Ella tampoco debe saber quién soy yo.
Me pregunto si algún día al salir la encontraré sentada en el muro de mi casa, o qué pasará el día en que en ya no la vea, o cuánto demoraré en empezar a frecuentar los muritos del barrio, mirando a la distancia y perdida en mi propia nada. Creo que estaré abrigada, y probablemente tenga un gato en la falda, pero no estoy segura. Nunca estoy segura.



Los dos chicos cantan con buena voz a pesar de los tapabocas. El 103 viene moderadamente lleno, es decir que cuando ellos suben solo hay unas diez personas paradas y todos los asientos ocupados.

“Hay una cosa que yo no te he dicho aún,
Que mis problemas sabes que se llaman tú
Solo por eso tú me ves hacerme el duro
Para sentirme un poquito más seguro.”


Paro la oreja. El yo lírico se quiere hacer el blandito, pero no me convence.Al rato sale con eso de “Amigos para qué maldita sea”, y ya me cae francamente mal, pero cuando aconseja a la chica que “No debes provocarme” termino de captar su esencia de machito frustrado y decadente. Los gurises, claro, siguen cantando sin pensar en la letra, y el público cautivo del 103 aplaude admirado sus buenas voces. Yo oscilo entre sentirme lúcida o paranoica, aunque sé que en el fondo es probable que sea las dos cosas, a veces más una, a veces más la otra.





Pregunta. Si el fuego en la noche de San Juan "ayuda a quemar todo lo malo, a dejar atrás la mala suerte y las energías negativas": ¿puedo poner en una fogata un papel que diga "caracoles", así se van estos desgraciados de mi fondo ? 🔥🐌

Ps: Olvídenlo: no los voy a tirar al fuego a ellos, pobres bichos. A lo sumo los arrojo por arriba de mi muro y confío en que se desorienten y se metan en otra casa.

Ps2: No, nunca dije que fuera buena vecina. 😊




Lo primero que me llamó la atención al entrar al shopping no fue que me tomaran la temperatura o me enchastraran las manos con alcohol: fue el silencio. Es martes, es un día feo, eran las seis y pico (cercano al cierre de las ocho), pero igual. El silencio iba más allá de la poca afluencia de personas, era como una tristeza de arrastro por los locales vacíos y el aire excesivamente caliente del adentro. Hasta la Tienda Inglesa estaba callada y con poca vida.
Los pisos tienen una selva de indicaciones: por acá sí, por ahí no, espere ahí, tome distancia más allá. No entre, no se siente, vaya por la otra puerta, alto, párese, demuestre que no tiene fiebre, ¿dónde va?
Cada vez que se sale y se entra hay que ponerse alcohol de nuevo, aunque se haya ido solo al supermercado o al Abitab del estacionamiento. Las manos terminan borrachas, y cuando van a digitar el pin ponen cualquier cosa. Hago tres o cuatro mandados y termino tomando un Moka en la vereda, porque adentro casi no hay mesas habilitadas.
Me pregunto cuánto va a durar esta rareza en la que estamos viviendo. Esto no es esencial (ni mucho menos), pero era una solución para las compras varias de los días de invierno.
El moka estaba muy rico, por lo menos, y con su fin termina esta crónica de la intrascendencia en tiempos de pandemia.


Que pasen una buena noche de San Juan, estimados, que dejen atrás todo lo que no sume y que el fuego (real o simbólico) purifique el cuerpo y el alma. Nos estamos viendo.




Tres hombres de buzo gris en el ómnibus que me llevó este mediodía al trabajo. Dos de cuarenta años, el otro cincuentón. Uno de ellos estornuda a lo bestia en pleno viaje, sin cubrirse la boca, el otro se rasca por dentro la nariz y el tercero no hace nada, pero parece un viejito.

Dos hombres de buzo gris en el 110 de la vuelta a la tardecita. Tienen veintipico. Uno con guitarra, el otro con cajón peruano. Hacen Jhonny B. Goode, de Chuck Berry y Cotton Fields, de Creedence: son muy buenos. Todo el mundo los aplaude, y el lunes se vuelve dinámico y animado.

Grises por fuera todos, con esa mala costumbre que tenemos los uruguayos de uniformarnos en la sobriedad, pero coloridos por dentro algunos, por lo menos.


¿El oso? Gris también él, pero lindo. Apareció frente a mis ojos mientras escribía, quiso entrar en esta crónica y quién soy yo para negarle el paso.









El veranillo de San Juan se vino con todo, pensaba, mientras caminaba por Bulevar Artigas. Varios viejitos estaban charlando en las veredas, y el muchacho que limpiaba un contenedor cantaba y silbaba algo alegre, que no reconocí. Entré al Macromercado solo a buscar unas cajas de capuchinos; era la mosca blanca en relación a los carritos desbordantes de los otros compradores. Por lo visto la mañana es la hora de reponer cosas en el Macro; varios empleados se reían y conversaban mientras distribuian frascos y paquetes, en tanto los coches cargados de cajas recorrían los pasillos del supermercado, tocando la bocina al llegar a las esquinas.
_¿Tiene tarjeta del Macro?- me preguntó una cajera joven y rubia.
_ Eh... ¿Es la misma del Disco?
_No.
_ Entonces no tengo.
_¡Yo no te puedo creer!- bromeó la rubia conmigo y con la cajera de la caja de al lado, que no tenía clientes- ¡Me pregunta si es la tarjeta del Disco, cómo puede confundirnos con ellos!
_ Un sacrilegio, lo mío...
_ Solo falta que ahora me diga que tiene bolsita y saque una de Tata.
_ Traje de Tienda Inglesa, ¿es lo mismo?
Las dos cajeras y yo nos reímos como si fuéramos viejas amigas, hasta que la otra agregó:
_ Por suerte no somos de Tienda Inglesa; ellos están peor que nosotros.
_ ¿Los empleados, decís que están peor?- pregunté desde la ignorancia del comprador que no sabe las internas de las grandes superficies.
_ Sí, seguro.
_Aquí tiene su ticket, que tenga un buen día- me despidió la rubia, aún sonriendo.

Cuando llegué a la parada cargando con mi modesta bolsita de capuchinos ya venía a mi encuentro el 404. Lo primero que hice al sentarme en mi asiento de a uno junto a la ventana fue sacarme el buzo, porque el veranillo de San Juan este año apareció adelantado y se vino con todo.




El muchacho sube al ómnibus con una caja y se pone a hablar en voz muy alta.
_ Buenas tardes. Si puedo lograr toda su atención, en primer lugar quiero saludar a todas las madres en su día... En el día trucho, porque el día comercial de la madre es en mayo, aunque todos los días son el día de la madre.
Ante eso ipso facto me prendo del celular, como cada vez que un vendedor me quiere obligar a que lo atienda, y más si es domingo, si hay sol y si estos no son tiempo de paseos muy frecuentes fuera del barrio o el trabajo. Pero otros pasajeros no son tan intolerantes como una.
_ ¡Muchas gracias!- le responde una veterana entusiasta.
_ ¿Ustedes saben qué es lo que hay que regalarle a una madre en su día?
_ ¡Algo pa’ comer!- contesta uno de tres adolescentes que van sentados a mi costado, que deben tener trece o catorce años.
_ No, amigo.
_ Un perfume!- interviene la veterana de antes.
_ No, señora: un beso y un abrazo, eso es lo que más le importa a una madre...
Y sigue su discurso. Habla tanto que aburre. Cuenta de su pueblo, de su esposa y su hijo sin comer, de su madre de 90 años (cosa rara, pienso, porque el pibe anda por los veintipico), de su pecado de orgullo, de que hace un mes que sube al ómnibus pero hoy se vuelve a su tierra, de que por suerte encontró la Palabra de Dios que lo sacó del mal camino...
Cuando levanto los ojos del teléfono el vendedor se ha bajado y el 405 anda de desvío por calles que desconozco. Los tres gurises siguen de gran charla, planeando ir a Zara, vaya una a saber por qué. Nos bajamos todos en la misma parada; ellos cruzan hacia el shopping y yo sigo hasta la rambla.
Qué querés que te diga: me quedo mil veces con la sinceridad de los chiquilines que con los versos del vendedor. “Algo para comer” le debe gustar a una madre real, que no es una hipotética nonagenaria con un hijo veinteañero.
Aguante la frescura (y no me vengan a dar mensajes religiosos para pedirme plata, que es algo que nunca voy a terminar de tragar).
Aquí la intolerante del 405.
Feliz domingo



La clase por zoom con el cuarto de los viernes siempre es la más movidita de la semana. Ellos son entre 12 y 15, de los cuales solo dos chicas tienen la cámara encendida, pero: ¡qué dos! Son tan simpáticas como distraídas, se pasan haciendo caritas, cambiando el fondo de su imagen, haciendo la V de la victoria y realizando declaraciones amorosas a todo el resto de los participantes, incluyéndome. Me quieren comprar a Matilda, le proponen casamiento a todo el que diga algo inteligente, chatean con el grupo todo el tiempo (y seguro que también en privado), pero a la vez atienden y participan. Otros son más serios pero igualmente estudiosos, y hay una mayoría silenciosa que sin embargo responde si les pregunto algo en forma personalizada.
Las nuevas formas de ser estudiante, pienso, mientras doy la clase tomando un cafecito y controlando a la gata que domina las alturas desde el fondo y al gato que demanda comida desde el frente.
Las nuevas formas de ser docente, pienso. Cada uno va revelando quién es, sea en el formato que sea: es una etapa de aprendizajes hacia adentro y hacia afuera, que no sé si se termina con la vuelta a la presencialidad, los abrazos y la primavera (pero ojalá que vuelvan pronto, intensos y peligrosos, como siempre).











El día comienza en lunes, sigue en nublado, avanza en llovizna.

Estoy resfriada y con dolor de garganta. Trabajo toda la tarde. En cierto momento llama mi madre y me dice que capaz que tiene el coronavirus porque está con fiebre y le duele todo el cuerpo. Como en una película acelerada cruzan frente a mis ojos un viaje relámpago a la laguna, tener que ir a cuidar al Cele, mis gatos solos, mis clases sin zoom, cómo se pide licencia, qué frecuencias de ómnibus hay ahora hacia Río Branco, tendré que sacar plata del cajero por las dudas, capaz que ellos se mejoran y yo les llevo el virus desde la capital, tendría que comprar comida, todo eso y un etc. más grande que el viaje en 100 desde la Ciudad Vieja hasta mi casa en un ómnibus lleno de gente, tratando de no toser y con todas las ventanillas abiertas. Ahora mi vieja me dice que al final llamó al médico y le dijeron que debe ser algo hepático, que el Cele está igual pero que no me preocupe, que cualquier cosa mañana me llaman, que andes bien, Mari, ya llegaste a tu casa? No te preocupes que no es nada, mañana te llamamos y si no te llamamos tampoco te preocupes, que es solo una gripecita o capaz que algo que nos cayó mal, nada más, acá en la laguna no hay coronavirus. En la frontera sí, pero estamos a veinte kilómetros. Chaucito, hasta mañana.

El día comenzó en lunes, siguió en nublado, se encamina hacia la pesadilla.
(Nervocalm, grajeas, alguien tiene?)






 ...Esa sensación indefinible que te asalta cuando estás hablando con tu vieja desde la laguna, le preguntás cómo anda tu viejo de sus olvidos y despistes y de repente tomás conciencia de que hace cinco minutos que mientras conversás vas recorriendo tu casa, pensando dónde diablos habrás dejado el celular que tenés pegado a la oreja. 






Mediodía de lunes lloviznoso en Montevideo. El 100 avanza hacia la Ciudadela casi sin asientos libres, pero sin pasajeros de pie. Un veterano se para para bajar apenas pasamos Berro, y le asombra que la siguiente parada sea recién en Beisso:
_ ¡Pah, que estaba lejos la parada! ¡Con razón perdimos las elecciones!

Alguien que me explique.




A veces los domingos son grises y sin ganas.
A veces la heladera está vacía y una tiene que decidir el movimiento cuando el cuerpo aún dice que no, que es mejor quedarse, que hay series y hay libros y hay redes y hay celulares y hay mil excusas para no moverse de la casa, de la habitación, de la silla.
A veces una va cargando con una bolsa de mandados en cada mano y piensa que anda medio de incógnito por la calle, con el pelo atado para no peinarse y sin ponerse un poco de color en la cara, porque el domingo es gris y el barrio está vacío.
A veces una se siente irreconocible, como si habitara la piel de otra persona. Alguien invisible, olvidable, inexistente.


Entonces una se cruza con un hombre alto, interesante, vestido de negro, que un metro antes de pasar por su lado le dice:
_ ¡Cabo Polonio!
Una nunca lo ha visto, pero esas dos palabras funcionan como llaves del diálogo.
_ ¿Qué?
_ Cabo Polonio. Vos ibas al Cabo. Yo me acuerdo de tu cara.
_ Cabo Polonio, Valizas… Eh… Siempre voy.
_ Ya sé. Yo viajé en Rutas del Sol contigo, y no me olvido de vos.
_ ¿De qué estás hablando? ¿De este verano, de hace unos años, del siglo pasado…?
_ Mmmh… Del noventa y pico. Yo tengo 52, y siempre te vi en el Cabo.
_ Ah… Yo tenía rancho en Valizas y pasaba yendo.
_ ¿Ves? Yo no me olvido de vos.- dice él, mientras le tira a una un beso con la mano y sonríe, un segundo antes de continuar con su camino.

El domingo sigue gris, pero no tanto: acaba de aparecer un retazo de azul entre las nubes. Una deja de sentirse invisible y retoma la vuelta a casa cargando con las dos bolsas llenas de quesos, yogures y otros vicios, pero ahora avanza más liviana mientras vuelve a su casa con la primera sonrisa del domingo gris de casi invierno.








Acabo de chusmear los recuerdos de esta red, y vi que cada año había escrito algo por acá, y que (de casualidad) todas eran crónicas que me siguen gustando, así que armé un collage de años y de vivencias. De 2020 no pongo nada por ahora, porque el día aún se está armando y ya veremos cómo se porta, si viene de colores o de oscuridades, como vinieron estas dos fotos, que también me gustan.
Hoy pintó narcisismo, ¿qué le vamos a hacer?
(¿Terapia? ¿Disimular un poco? No sé de qué me hablan 😊)

2013
Amo los martes.
Me encantan los martes.
Paso la semana esperando que llegue el martes.
Mi día favorito viene después del lunes.
Los martes están hechos para ser disfrutados.
Bienvenido, martes!
No.
Comprobado.
No funciona.
El martes no se deja alcahuetear.
Fucking martes.

2014
¿Para qué trabaja una en un colegio judío? ¿Para que mientras disfruta de un bien merecido feriado dos gatas herejes la despierten maullando a todo volumen y arañando a dúo la puerta del dormitorio?
No hay derecho.
Se celebra la entrega de las Tablas de la Ley a Moisés en el desierto, y creo que voy a tener que explicarles a Tania y Roldana un par de cositas de la Ley de Arbolito.
Punto nº 1: NUNCA joderás a mi puerta hasta que yo me levante.
(podría pensar las demás ahora, pero no sé por qué me parece que va a ser inútil; en esta casa hay dos que toman mi nombre en vano)

2015
Llegar al IAVA antes de la primera hora supone como bonus track la asistencia al concierto de las aves del patio en cada mañana. No sé que es más pintoresco, si escucharlos como dueños del monumento histórico nacional o ver a una compañera jugando a aplaudir bajo el árbol a ver si se callaban y cuánto demoraban en arrancar de nuevo.

2016
A veces es solo uno, a veces hay dos o tres. Cada vez que bajo en la parada de mi cooperativa por la noche los veo: pueden ser muchachos de bases colorinches y gorritos de visera u hombres maduros de mirada hosca y pucho en la boca. Siempre están, pero no bajo el techito, sino más allá: contra la pared de una casa o incluso sentados en el cordón de la vereda o en el escalón de la entrada de alguna vivienda. Sea a las ocho o a la medianoche, ahí están cada vez que una desciende del 103 repleto o del 404 vacío.
¿Miedo?
Sí, mucho.
Por eso están ahí: por miedo. Son los padres, hijos, hermanos, parejas de las mujeres que vienen de trabajar por la noche, y ellos van a buscarlas a la parada porque el barrio se vuelve solitario y tenebroso para los que viven al otro lado de la cooperativa.
Yo cruzo Camino Maldonado, paso las rejas de la COVINE y saludo a los serenos.
No es fácil para una mujer vivir sola por esos pagos, pienso.
Depende de qué lado de la reja vivas.
En eso me quedé pensando ayer, al volver de la marcha de #NiUnaMenos. Queda muchísimo por hacer, en todos nosotros.
Mi camino (el principal) es a través de la educación.
¿Cuál es el tuyo?

2017
Estoy sentada a la mesa de la cocina y cada vez que me voy a levantar tanteo automáticamente el suelo para no pisar a nadie que esté durmiendo a mis pies.
Voy a abrir la heladera y lo hago despacio, porque podría ser que si lo hiciera bruscamente le pegara a alguna cabecita con anhelos de atún.
Bajo la escalera mirando dónde apoyo cada pie, por si se me cruza una silueta peluda y amarilla que baje a la par de mis pasos.
Entro de la calle y miro a la alfombra.
Abro la puerta del dormitorio por la mañana y miro al piso.
Todo está muy vacío y en silencio.
Este va a ser un largo invierno.

2018
Las 5 noticias más vistas hoy del diario con mayor tiraje del país.
1. Qué tan seguido tienes que bañarte, según la ciencia.
2. Los jugadores de la selección le donaron 15 pares de botines a sus colegas de Rampla.
3. Solo quedan cuatro en carrera.
4. Mariano Iudica se disculpó con Pia Shaw tras besarla sin su consentimiento.
5. Doble cinco: de los tractores de Sudáfrica al buen pie para ir a Rusia.
¿Será que vivimos en el mejor de los mundos posibles, o que no nos importan mucho los temas serios?
No sé, pero por las dudas, parece que bañarse todos los días no está bueno, y menos si es con agua muy caliente, en invierno. Vayan llevando.

2019
Una vez jugamos con una amiga a hacer cada una su lista de amantes, y las dos nos olvidamos de unos cuantos. Estábamos en una casa cerca de la playa; era enero y nuestros cerebros parecían descansados, pero el olvido tiene sus propias reglas, y selecciona con criterio. Lo que no fue especial, desaparece. Lo que valió la pena queda en el recuadro superior de la hoja, subrayado en rojo y con corazoncitos.
A la hora de la cena leímos nuestras listas, y tiramos unos adjetivos. Dulce, embole, creativo, egoísta. Después jugamos un rato a las cartas y no volvimos a hablar del tema, pero esa noche nos fuimos a dormir sabiendo que habíamos tachado mentalmente todos los nombres excepto uno o dos. Yo hice fuerzas para soñar con ellos pero no vinieron, y me encontré toda la noche buscando caracoles y botellas con mensajes por la playa.
Al otro día el sol de la ventana amaneció entre mis pies. Me levanté con la primera claridad y bajé a pasear por la orilla, a ver si pensando aparecía alguna piel descartada en el recuerdo, pero todo lo que pude preguntarme es si acaso mi nombre estaría en alguna lista, y si alguien lo subrayaría con tinta roja, aunque no le pusiera un corazoncito.





La última vez que arreglé el jardín terminé con un dolor en las articulaciones que me duró cuarenta días y cuarenta noches (sí, la edad, bla bla bla, todo lo que quieran). Hoy procedí con cautela y precaución; vamos a ver cómo me va.

Cuando volvía de mi viaje de dos cuadras llevando tres bolsas con hojas y pastos hasta el contenedor más cercano (porque en mi barrio los contenedores se van yendo de a uno, de a uno, no va a quedar ninguno), sorpresivamente vi al gato viejo saliendo de una casa. Hace como dos semanas que solo viene, come y se va: me parece que se consiguió otra familia, y pasa por acá solo a reforzar su dosis de manutención básica de galletitas y atún. El nuevo hogar, oh casuales casualidades, es la ex casa de Matilda, así que el vecino no se puede quejar: estamos a mano.

Al llegar de vuelta a mi casa se alinearon los planetas: los tres grises coincidieron en un estrecho territorio, aunque no llegaron a iniciar hostilidades. Ahora el viejo está en la cocina presionándome en silencio con sus ojos enormes, la intrusa anda por ahí y Matilda reina en el frente, junto al pasto recién cortado y el seto más o menos en orden.

Y esta fue la actualización de noticias de Mundo Gato y Humana A Sus Órdenes, en su versión de Arbolito.