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sábado, 1 de mayo de 2021

Mayo 2021



... Ese mágico instante en que es sábado por la mañana y tomás conciencia de que por primera vez en dos meses no tenés notificaciones ni mensajes de Crea o de Gmail esperando una respuesta. Todo corregido, todo corregido, te decís en un susurro, casi sin poder creerlo. No va a durar mucho, pero ¡qué bella y casi desconocida sensación! Hasta te dan ganas de caminar en puntas de pie para no romper el sortilegio. Afuera la realidad sigue reclamando cosas, como siempre, pero mientras la pantalla permanezca muda podés llegar a pensar que estás en fin de semana. ¡Fin de semana! ¿Qué era eso? (Si, me fui de fin de semana a Valizas hace unos días, pero a efectos de este post hagan de cuenta que no vieron mis fotos ni leyeron crónica alguna, ta? O se pierde la efectividad del mensaje. 😊)




A veces me parece que más que ser docente me voy poco a poco convirtiendo en psicóloga de barrio. No hay día en que no me llegue un mail o un mensaje en el que alguien (estudiante) me cuente sus problemas y diga estar preocupado por la materia aunque de lejos se advierta que la necesidad es otra. Necesitan orejas, alguien que les diga acá estoy, te escucho, te leo, te registro. A ellos se les mueren seres queridos, se les incendia la casa, viven entre ataques de pánico y ansiedad, no tienen internet ni dispositivos, tienen el virus, no tienen fuerza, no saben, temen, se angustian. Una tiende una mano virtual de la mejor manera que puede, pero se queda pensando que no está preparada para tanta necesidad propia y ajena. Y por otro lado están los otros, los que piensan que trabajamos solo el rato que estamos frente al grupo en una conferencia, y que además (además) está mal si de vez en cuando tratamos de tener una vida y de mostrar de ella lo que se nos antoja y con quién se nos cante. A veces me siento en plena Edad Media, y peor aún, porque ahí la gente creía en un ser superior que ordenaba y premiaba, cosa en la que yo no creo. Qué difícil todo. Yo sigo dando clase con toda la onda, generando vínculos humanos y esparciendo palabras como manos que se extienden hacia quien las necesite o quiera tomarlas, pero qué difícil todo.





Se me secó el pitanguero. El gato viejo volvió al hogar e insiste en dormir solamente sobre mi silla. La plaga con cola de ardilla me rompió una planta cuyas guías (de varios metros de largo) yo había enredado en una ventana del living. Tomarle el examen hoy a 4 estudiantes nos llevó más de cuatro horas. El otoño y la tormenta me hicieron recoger toneladas de hojas secas del jardín y la vereda. Vivo corrigiendo pero igual siempre tengo 30 mails de estudiantes o decenas de msjs de Crea para responder. Se vino el frío. Sigo sin cafeína. Estamos en pandemia. Gobiernan los blancos. Mézclese los ingredientes en un cerebro cansado, agítese por un par minutos y ¡listo! He aquí la receta perfecta para un lunes de mayo. Salud!



Es domingo a mediodía. Por algunos temas de salud me prohibieron tomar café (temporalmente, espero) y desde el jueves de noche (modosita como soy) he respetado la medida. Ahora acabo de decretar que ya estoy bien y me he preparado un pocillo de café descafeinado (que es como decir nada o casi nada), pero de todos modos apenas percibo el aroma mi cuerpo arranca a generar endorfinas como si estuviera frente al reencuentro con un viejo amor (de esos que no son buenos pero tampoco se olvidan). _Hola, hooola. Te extrañé, qué bueno que estás ahí. Dicen que sos irritante, pero qué saben ellos. Nada. Menos que nada. Hola. Quedo un rato como tarada detenida en el tiempo y con la nariz a cinco centímetros de la taza, hasta que empiezo a asumir que tal vez (quizás, en una de esas, quién sabe) estaría teniendo algo así como un problemita de adicción a la cafeína. O quizás es solo que el domingo vino con lluvia, viento y una tormenta de tareas pendientes que no se solucionan tomando café, pero se olvidan. Por un momento se olvidan (o eso elijo creer, por lo menos).





Una va llegando a una etapa de la vida en que no tiene ganas de gastar tiempo enderezando gente torcida. No, no estoy hablando de un tema afectivo (parece que no me conocieran, caramba!). Es que en las redes sociales los algoritmos nos van clasificando para que encontremos solo a los que sentimos parte de nuestra tribu, y a veces, por esos azares del destino, caemos en una publicación equivocada y comprobamos que los hijos de la mierda que durante años y años se llamaron a silencio ahora empiezan a hablar y no son capaces de decir dos palabras seguidas sin mostrar la hilacha. Me gusta el diálogo, tengo por acá amigos de variados colores políticos y no creo que la izquierda tenga siempre la posta (ni mucho menos), pero hay un punto de quiebre por el que no pienso transitar ni en lo presencial ni en lo virtual. Con los desaparecidos no. Ignorar el dolor de 200 familias, dudar del rol del Estado en esas desapariciones, pretender asociarlos a temas económicos, no. ¡Hay que ser mala gente! No soy ninguna celebridad (por suerte), pero tengo cientos de "amigos" o "seguidores" por este lado a los que no conozco personalmente. Si alguno entra en la descripción anterior, por favor, sáqueme de sus redes, que no me interesa estar ahí. Ya sé que hay que hablar, que hay que agotar la vida tratando de mejorarse uno y de llegar (quizás) a mejorar un alguito a algún otro, pero no. Lo siento, paso. Con los desaparecidos no.



El mar se despertó tranquilo esta mañana. Hoy tampoco hay viento, y el sol calienta tibio pero decidido. Estaba jugando con las cucharitas y los caracoles de la playa cuando pasó un muchacho y al ver mi cartel de Valizas comentó que estaba quedando muy lindo. “Gracias”, le dije, dos minutos antes de terminarlo y pararme para sacar una foto. En ese preciso instante el mar aprovecho para ver lo que estaba haciendo: una ola mansa avanzó de golpe con cuatro metros y le pasó a 5 centímetros a mis letras, como para ver si le gustaban. Seguí mi camino, cruzándome con los pocos caminantes solitarios de las diez de la mañana, hasta que llegué al último rancho del pueblo y pegué la vuelta. No me acordaba de dónde había dejado mi obra de arte, pero en el instante en que levante los ojos y vi las letras una ola tranquila y remolona les pasó por encima y la volvió a convertir en un conjunto de cucharetas y caracoles desparramados sobre la arena. Arte efímero. Mañana de sol. Carpe diem.





El mar estaba esta noche muy ruidoso y las olas rompían con explosiones que retumbaban por las calles desiertas y las casas oscuras del pueblo. A tres cuadras de la orilla lo escuchábamos como si estuviera a nuestro lado. Cuando bajamos a la playa nos esperaba otro espectáculo, esta vez visual. Las olas rompían con despliegue de luminiscencia, la espuma brillaba en la oscuridad de la noche sin luna y casi sin estrellas, y cada acercamiento del mar a nuestros pies iba bordando la arena con un encaje de luces titilantes. Un espectáculo para ser visto y disfrutado en vivo y en directo, pero que no hay celular capaz de registrarlo. Las noctilucas no se suelen dejar ver con tanta fuerza: la arena se llenaba de líneas de luz ante nuestros movimientos. Una luz, sin embargo, pronto se distinguió de las otras: era una luciérnaga colada y fuera de ambiente a la orilla misma de las olas, a la que llevé a un lugar seguro sobre la arena seca de una casa (y espero no haberme equivocado). La noche sin una gota de viento empezó poco a poco a poblarse de estrellas, y hasta hubo una luna anaranjada que se dejó ver un momento sobre el horizonte antes de ocultarse a nuestros ojos. Cuando volvimos al pueblo las calles permanecían desiertas y silenciosas, pero el mar se seguía oyendo poderoso, omnipresente. Si quieren cerrar los ojos y escuchar, aquí les dejo un ratito de olas y de estruendos, confiando en que su imaginación pinte la luna anaranjada, las estrellas y las líneas de luz que las olas siguen dibujando una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, siempre iguales y siempre diferentes (como nosotros). Galeano dijo una vez que las personas somos un mar de fueguitos; a mí me gusta pensar que somos luz, y de vez en cuando, sí estamos en el lugar correcto y si nos movemos lo suficiente, podemos ser por un ratito capaces de recordarlo.





La playa hoy amaneció tapada de cosas lindas para los fanáticos (e anche obsesivos) recolectores como una. El almuerzo del domingo fue sustituido por una arepa de vegetales que le compré a un cordobés con acento colombiano, en un mix cultural propio de estos pagos, arepa de la cual di cuenta en la playa, bajo el dulce sol del mediodía. Dos hombres estaban sentados en sus sillas plegables y tenían sobre la arena uno un vaso de cerveza, el otro una copa de vino. Un perrito blanco con una pierna negra apareció de pronto entre ellos; venía como desde el pueblo, con una pelota roja en la boca y con intenciones más que evidentes de jugar con los humanos. Los hombres pusieron a resguardo sus bebidas y le tiraron vez tras vez la pelotita, que el blanquito corría y devolvía feliz, hasta que otro perro apareció en la escena y en dos segundos se apropió de su juguete. _ ¿Es de ustedes?- preguntó uno de ellos volviéndose a nosotros, que recién ahí caímos en la cuenta que tampoco era de ellos. El perrito está en verdad de una mujer que apareció muy al rato y le preguntó dónde había estado pero no preocupada, sino como quien saluda a su amigo que hace rato se le perdió de vista. Él y el otro perro jugaron largo rato a perder y recuperar la pelota, mientras yo daba cuenta de mi arepa y jugaba a tratar de no perder buena parte de su contenido, que insistía en caer sobre la arena. Y ese fue el ajetreado mediodía de domingo en la playa de Valizas.




Desayuno escuchando una nota sobre la política del hijo único que imperó en China desde 1979 hasta 2015 (donde la situación de armar tu familia como quieras se flexibilizó un poco, pero no del todo). No vi el documental One Child Nation (por ahora), pero solo de escuchar (y después leer algún análisis) sobre el tema ya se me paran los pelos de punta. Obvio los detalles escabrosos, porque viernes, pero me quedo pensando en las miles (millones) de maneras en que los seres humanos hemos logrado meternos con las vidas de otros y creer que tenemos derechos sobre ellas. En lo personal, como quizás saben, yo desde siempre decidí que la maternidad no era mi camino. Los motivos los tengo claros, son muy profundos, vienen del fondo de mi infancia y no los charlo con frecuencia ni con cualquier persona, pero cada vez que alguien me preguntaba por el tema tuve que soportar intromisiones de todo tipo. No de las personas más cercanas, por suerte: mis viejos y mis amigas nunca se metieron a decirme qué hacer. Pero sí gente más o menos lejana, sin el menor derecho, cuestionó mi decisión interponiendo argumentos tan absurdos como "¿tenés miedo de arruinar tu figura?" o "¿quién te va a cuidar cuando seas vieja?", cosas así de limitadas y superficiales. Después cumplí 40 y se dejaron de joder (me tenían recontra podrida, la verdad, no voy a dulcificar la situación con palabras suaves). Entiendo que alguien pudiera "recomendarme" no perder esa parte de la vida, que para ellos era la máxima felicidad, pero también fue en muchos casos una invasión irrespetuosa sobre mis decisiones, como si por no desear tener un hijo yo me convirtiera ipso facto en una anormalidad, un monstruo o una persona de pocas luces. Supongo que hoy algunas cosas están cambiando; yo en lo personal trato de no meterme nunca con los cuerpos y los destinos ajenos, aunque también fui formada en esa matriz y más de una vez se me sale la hilacha, pero sigo trabajando en el tema. En el documental sobre China (dirigido por una mujer) se plantea, obviamente, el otro extremo de la situación, mostrando cómo madres que querían tener un segundo hijo no podían y cómo eso favoreció cosas espantosas como el abandono de bebés, el infanticidio, el tráfico de niños y los abortos masivos y compulsivos. Allí se entrevista a una doctora que reconoce haber practicado 60.000 abortos, por ejemplo, y se habla de mujeres esterilizadas contra su voluntad, tema que resuena por acá cerquita, con Perú y la esterilización forzada de mujeres indígenas que no sabían hablar español y no tenían idea de a qué las estaban sometiendo. ¿Somos una especie espantosa? Sí, somos, pero también hacemos cosas buenas, de vez en cuando. No es mi intención desearnos la extinción masiva, solo reflexionar sobre las extremos a que hemos llegado, para tratar de mejorar un poco en lo personal, que es nuestro único campo de labranza. En particular me quedaron resonando las palabras de la directora, Nanfu Wang, que vive desde su juventud en Estados Unidos: "a los 26 años me fui de un país que hacía de los abortos algo obligatorio y pasé a vivir en uno que los restringe. Si bien parecen posturas antagónicas en el fondo son lo mismo: dos países que coartan el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo."




Ya he contado alguna vez que tengo un problemita con la visión de la sangre (propia o ajena) que me lleva al desmayo inmediato, sin que medie el asco, el dolor o el miedo. Hoy estuve escuchando un programa sobre fobias y descubrí que eso es exactamente lo que tengo: una fobia, y no una muy original, porque la padece un 10 % de la gente. Se llama "hematofobia" y es frecuente que se herede a nivel familiar (de mi viejo, en este caso). La reacción es inmediata. "Después del aumento de ritmo cardíaco y la entrada en estado de alerta se produce una bajada brusca de tensión que en ocasiones provoca desmayos al hacer que no llegue suficiente oxígeno al cerebro", dice una página en la que acabo de meterme (porque para una persona fóbica no hay mayor felicidad que enterarse de que la suya no es una situación inusual, que su caso está estudiado y que una puede reconocerse en la descripción de los síntomas más comunes). La hematofobia no es algo que me haya traído mayores problemas, en líneas generales. Una caída al piso que me llevó a emergencias en el hospital y a unos puntos en la cabeza mientras se suponía que estaría cuidando a mi vieja internada, el abandono de mi ex marido recién operado cuando intentaba cuidarlo pero terminé tirada en el piso de la sala, un par de desmayos más en situaciones de análisis de sangre, nada terrible. También tengo una claustrofobia levemente controlada y cierta dosis de fobia a las alturas que no me inhabilita algunas acciones (como usar un aerocarril o asomarme a un balcón, a veces) pero me provoca una sensación de vacío en la boca del estómago que es tan fuerte que me lleva a alejarme lo más posible de toda visión de precipicio. Por último, tengo pánico a la oscuridad. No puedo dormir si no hay al menos un detalle de luz que me permita ubicarme en el espacio, y muero de miedo en una situación de total oscuridad, como me pasó el año pasado en la Gruta del Arequita cuando durante un rato se apagaron todas las luces para proponer un pseudo momento de paz y reflexión y casi me desintegro de terror en las profundidades de la Madre Tierra. Cada uno tiene sus problemitas, y ninguno es objetable. Yo puedo entender hasta la fobia a los gatos, miren lo que les digo, pero ustedes también entiendan que si veo sangre y me empiezo a poner blanca como un papel más vale que me busquen un sillón enseguida, porque me desplomo. No pasa siempre, ojo, y ni yo entiendo por qué a veces sí y a veces no, pero pasa. ¿Y por casa, cómo andamos? ¿Tienen alguna fobia, o son seres de otro mundo? ¿Eh? Cuenten...




El sábado de la noche en plena pandemia da para todo. Acabo de poner un rato la transmisión en directo de la caída del cohete chino y la pregunta del conductor era "¿dónde querés que caiga?". Las respuestas fueron desde la cancha de algún cuadro a "en mi colegio" pasando por "donde estén los presidentes", "en casa del presidente de Colombia" y "en lo de la sirenita Ariel". Después se aclaró que no va a provocar un tsunami si cae en el océano, y todo el chat se puso a pronosticar el tsunami sobre Bolivia, y ahora están especulando sobre si tiene componentes de oro, si será radiactivo una vez que toque la tierra y a cuánto se cotizarán los pedazos en Mercado Libre. Nos divertimos barato, aunque esto no es fácil porque "este chat pasa más rápido que el cohete". 🤣
Si la cosa cae por Arbolito quiero que sepan que alguno de ustedes va a tener que ocuparse de mis gatos y de mis plantas. Los gliptodontes están en el galpón y la gata-ardilla parece que va a marchar en la volada, porque con el frío de la noche no hay quien la saque de mi casa. 
La seguimos mañana (espero). 
Que duerman bien.



Estoy oyendo radio en el post almuerzo previo al trabajo de la tarde cuando alguien tira una pregunta: _Si pudieras volver a vivir un momento de tu vida, cuál elegirías? Un día, unas horas, un hecho que puedas vivir de nuevo, sin modificarlo. O sí, a gusto del receptor. A mí nunca me gusta esta clase de preguntas y les escapo desde siempre, pero esta vez la respuesta vino sola en un segundo, sin pensarlo. ¿Será que lo que uno piensa al responder constituye el momento máximo de felicidad en una vida, o será que es solo el momento más cargado de nostalgia, contemplado desde el presente? Ustedes, ¿tienen un momento elegido? No digo contarlo, pero ¿es posible determinarlo? ¿Volverían a vivir un momento del pasado, sabiendo lo que se desencadenó después? Misterio... Y me voy a corregir trabajos de diversos temas. Otro misterio.




Salí de mi casa a las nueve de la noche y apenas di un paso afuera me envolvió una extraña sensación de silencio palpable omnipresente. No era solo la ausencia de sonidos; era una sensación de naturaleza absolutamente inmóvil y al acecho. No pasaban autos ni peatones, no se escuchaba el sonido de música o televisores proveniente de ninguna casa, no había perros ladrando a la distancia y no se movía una hoja en ninguno de los árboles de la vereda. Era el silencio de la sala llena de gente un segundo antes de comenzar la función de teatro. Era un silencio de escenario. Un silencio marcado por un guion para mí desconocido. Salí de mi cuadra caminando a toda velocidad, sin miedo pero sintiéndome como una intrusa en un set de filmación. Rara. Como en otro mundo. La vuelta, una hora después, la hice caminando cual estrella de Hollywood bajo las luminarias de una fiesta, y el azar hizo que mi entrada a la casa coincidiera con la descarga de la segunda etapa de lluvia de la noche. Fue un bombazo inclemente, al final del cual una serie de maullidos interrogativos sonaron en mi ventana cuando Matilda apareció a medio mojar, solicitando el ingreso como mascota única con derecho a pernocte en esta casa. La sequé con una toalla; ella pareció feliz con el tratamiento de cortesía y en reciprocidad me estuvo calentando las piernas por un rato antes de descender a su alfombra habitual al costado de la cama. Ahora es medianoche y en casa se escuchan diversos sonidos pequeñitos (como la tele de los vecinos, los pocos coches que pasan a lo lejos y la gata que se lava con una meticulosidad digna de mejor causa), pero yo me quedo pensando en el silencio de hace un rato. Es muy muy raro sentirse de pronto formando parte de un mundo sin sonido. La misma sensación de extrañeza que tuve caminando por las laderas del volcán Osorno (en Chile), e incluso parecida a la sorpresa de entrar a un liceo que se creía habitado pero no tenía estudiantes (por un corte de agua o una alerta meteorológica, por ejemplo). ¿Será que de verdad la sensación de silencio agobiante, ominoso, es producto de la falta de sonidos, o será quizás que la tormenta eléctrica genera algo -algo que con mi mentalidad no científica no acierto a definir, una estática, un campo de fuerza, una campana del silencio onda Agente F86, yo qué sé- que el cerebro percibe como amenaza sin llegar a racionalizar? ¿O será que quiero volver a viajar y recorrer nuevos caminos y mi cerebro me tira líneas de acción que por el momento no puedo atender? ¿O es que extraño la vida de antes, el nivel de ruido que resulta del hormiguero humano en el que convivimos y transitamos día tras día sin tener la menor conciencia de tener cerca o lejos a otros seres humanos?
Silencio en la noche, ya todo está en calma. * Hello darkness, my old friend. ** Tal vez no fue vivir este estar silenciosa y despiadadamente al borde de la angustia y este terco sentir debajo de su música un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.***
(Siglo XXI cambalache, problemático y febril)
Buenas noches.
* Gardel, Petorossi y Lepera ** Paul Simon *** Idea






Clases virtuales en los distintos subsistemas. Más allá del chiste, una realidad diaria. Yo le agregaría un cuadriculado de pantallas negras con el nombre del estudiante o (a veces) una foto, porque hay grupos enteros en que nadie prende la cámara y quién soy yo para obligarlos, si la cámara consume datos, a veces no hay dispositivos y otras veces no se quiere mostrar el ambiente o las personas que rodean al estudiante. Mover la participación es un tour de force permanente, se me gastan las neuronas pensando maneras de pincharlos para que no se queden en la comodidad del silencio y termino agotada (aun sabiendo que mi liceo es uno de los que van llevando las cosas razonablemente “bien”, digamos). Ante cada silencio me sale la poker face, pero es alienante dar la clase buscando una comunicación que a veces se da de manera cortada y esporádica. Hay otros caminos, hay tareas, mensajes de mail y por Crea, claro, pero el encuentro sincrónico es un momento esencial y a veces salgo destruida. No siempre. Los Artísticos son más activos, los sextos son más serios, pero igual... Difícil. Y aquí estamos (y seguiremos estando).






Quienes no me conocen y vean las fotos que cuelgo pueden pensar que tengo veinte gatos, pero no: en verdad solo vivo con una (Matilda), porque el viejo desde hace meses aparece una vez al día, come (hasta reventar) y se va. Las otras son las vecinas, tienen familias en esta cuadra y cuando las dejan de ver por unas horas los niños del barrio me golpean la puerta a ver si sé algo de ellas. Por suerte todas están operadas, así que no hay conciertos nocturnos ni pariciones sorpresivas. De las dos vecinas la más grande, la Juancha, además de tenerle miedo a Matilda tiene también muy claro que solo busca ser alimentada. Dos por tres me acosa apareciendo por cualquier ventana de ambos pisos pero no hace gran cosa, aparte de mirarme fijamente a través de la cortina hasta que le alcanzo un platito de comida. La otra (a la que los niños del barrio le dicen Mimí) es el problema, porque es demandante: rasca los vidrios con sus uñitas agudas mientras yo trato de dar una clase sobre Voltaire, maúlla, se cuela ni bien abro la puerta y no termina de entender que su casa es una sola y no todas las de la cuadra. En general apenas entra se zambulle en uno de los platitos de ración (aunque prefiere la comida fresca) y después se vuelve silenciosa, tanto que yo (zambullida a mi vez en la pantalla) olvido su presencia hasta que de repente bajo la vista y la veo hecha una rosca en el almohadón de la silla de al lado, profundamente dormida. La dejo un rato y después invento una excusa alimenticia para atraerla hacia el mundo exterior, cerrar la puerta y creer que con eso está todo resuelto. Y así cada mañana. Y cada tarde. Y siempre. Todo esto para decir que no estoy tan vieja loca de los gatos como parece, que solo tengo una, y que si ustedes ven fotos y fotos de distintos felinos es nada más porque la pandemia me lleva a estar más en casa y los gatos (a diferencia de una) siempre salen bien. Cuando pase todo esto volverán las imágenes de olas y de escudos de mar, de paisajes urbanos y de Gabriel Peluffo. Por ahora, gatos y suculentas. Es lo que hay.




Despertás y frente a tu ventana se va coloreando el cielo con los primeros rayos del amanecer. Que sea el inicio del sábado no significa gran cosa este año: todos los días son bastante parecidos. Mirás el teléfono aún en silencio y sabés que el primero de mayo va a ser otra vez una jornada de saludos y de posts relacionados con nosotros, los trabajadores.
La pandemia sigue en curso: este tampoco va a ser un mes blindado y falta tanto (¡tanto!) para el próximo cambio de gobierno que la mayoría andamos como en suspenso, como si hubiéramos puesto la vida entre paréntesis esperando que esto pase.
Mientras dos o tres gatos en distintas ventanas aguardan por su desayuno y mientras la única que duerme en la casa ronronea y demanda mimos como cada mañana te demorás un rato junto a la ventana del frente, observando la mancha anaranjada que se extiende entre las ramas frondosas y amigas de la anacahuita que tu viejo plantara en la vereda hace más de treinta años.
Esto no va a ser para siempre. Ni el virus, ni el gobierno, ni los gatos, ni la anacahuita, ni tu propia mirada sobre las cosas. El sol tal vez viva un poco más, pero no va a ser eterno. La vida es hoy. Cada minuto es precioso. Terminar con un carpe diem suena gastado y pretencioso, pero es eso: tomar conciencia del instante presente y dejar de patear la vida para adelante es la única manera de estar vivos. Algún día todo va a ser solo un recuerdo, y mientras tanto... ¡qué fiesta ver el amanecer por la ventana, escribir, tomar un té caliente, escuchar a los pájaros de la mañana!
Y respirar.
Y seguir latiendo