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sábado, 23 de enero de 2021

Luz verde




Hay personas que se instalan en nuestra vida tan de a poquito que es difícil ubicar el comienzo. Una intenta recordar el momento preciso en que las conoció pero choca con un banco de niebla espesa, que es en lo que se convierte la memoria cuando se niega a entregarnos las claves y los datos. Igual no sé por qué digo esto, porque no fue lo que me sucedió con Marcelo: tengo tan clara en la retina la primera vez que lo vi como la última. Tal vez más aquella que esta. No lo sé.

Fue al inicio de los ochenta. Hacía poco más de un mes que nos habíamos mudado a la cooperativa cuando entre los adolescentes del barrio se instauró el ritual de juntarnos en el salón comunal. Nos reuníamos a eso de las ocho o las nueve, jugábamos a las cartas, charlábamos, compartíamos las impresiones que nos causaban las nuevas familias que aparecían por el barrio. La cooperativa tenía doscientas casas y en las primeras semanas sus calles –aún de tierra- estaban durante todas las horas del día pobladas de camiones de mudanzas. Aquello era un hormiguero de personas que cargaban cajas y muebles. Las noches del SUM también daban para llenar horas de amistad, para iniciar las miradas de un posible romance, para establecer alianzas y oposiciones. La primera vez fui de la mano (en sentido metafórico) de un chico del barrio cuya madre (amiga de la mía) conminó a pasar por mí una noche de febrero para consumar mi presentación en sociedad. Yo tenía 15 años, era más o menos sociable y la tribu del SUM no resultaba especialmente selectiva: pronto me aceptaron como integrante con plenos poderes y no tuve mayores inconvenientes, salvo cuando mi padre se puso firme con aquello de que “no podés llegar todos los días a la medianoche” (que era la hora de cierre del salón comunal). El Cele me dio a elegir entre ir dos veces por semana hasta las doce o todos los días hasta las diez, opción esta última que acepté, no sin las quejas de rigor por su flagrante abuso de autoridad paterna.

Con el paso el tiempo los jóvenes de la cooperativa empezamos a pensar que aquella cofradía daba para mayores emprendimientos que las noches de cartas, canciones y miradas, y empezamos a planear un campamento. Quedaba poco del verano cuando pudimos concretarlo: íbamos a ir por tres días de marzo a La Floresta, con tres matrimonios jóvenes que garantizarían el consentimiento paterno sin complicarnos la vida.

Al llegar la mañana del viaje casi todos estábamos ya subidos en la caja del camión de la cooperativa cuando alguien pasó a saludar a su hermana antes de la partida, y yo quedé conmocionada ante la intensa luz de unos ojos verdes.

_ ¿Por qué no venís con nosotros, Marce? -preguntó alguien, a lo que él respondió con su voz grave de hombre de 18 años:

_ No, no puedo: tengo que laburar. Después me cuentan.

Esa fue la primera vez que lo vi, el día de la partida al campamento. El mismo campamento donde José Luis se tiró un clavado al arroyo en una parte con medio metro de profundidad, donde casi morimos de hambre por imprevisiones y por echarle tres veces sal al arroz, donde una tarde dejamos de hacer pie en la playa y tuvieron que venir los mejores nadadores del grupo a sacarnos uno por uno, donde en la guerrilla de agua terminé llenando de arañazos al flaco Esteban y donde me hice amiga del Cacho, el mismo Cacho que un año después le iba a robar el auto a mi novio Juan de enfrente a casa, a media cuadra de la suya. Fue un muy buen campamento.

Después del paseo la patota del salón comunal no duró mucho: quizás unos seis meses, hasta que la cooperativa empezó a trancarnos los encuentros cerrando temprano el salón o usándolo para las reuniones del Consejo Directivo. Dejamos de ir al SUM pero algunos de nosotros continuamos viéndonos en lo de la vieja Luisa, que vivía en la esquina en una casa de cuatro dormitorios llena de hijos propios y ajenos, tirana de todos en lo que a la limpieza refiere y gran jugadora de conga por plata. En torno a la mesa circular de su cocina nunca faltábamos varios de los gurises del barrio más alguno de sus hijos, con lo que las reuniones nocturnas siempre eran multitudinarias. Allí Marcelo y yo nos hicimos amigos. Nos gustaba jugar a las cartas, resolver crucigramas y reírnos de todo, como todos. “Una vez estuve horas buscando la definición para losa pequeña, horas, ¿y sabés qué era? ¡Losita!”

Con el paso del tiempo la vida nos fue alejando de la casa de la vieja Luisa. Él y yo a veces charlábamos de pasada, pero nuestros caminos iban tomando distintos rumbos, aunque por un tiempo coincidimos fugazmente en el IPA haciendo Literatura. Nunca llegó a terminarla. De Historia cursó algo más, no demasiado. Lo suyo era el dibujo. En la época de las noches en el SUM Marcelo dos por tres nos deslumbraba con sus caricaturas de alguno de nosotros o de los viejos de la cooperativa. Sus dibujos tenían alma. Parecían moverse sobre las hojas de cuadernola que iba regalando a uno o a otro. Ese camino lo llevó a la animación, en los tiempos en que todo se hacía a mano y no en una pantalla. Estuve años sin verlo, hasta que supe que andaba trabajando en otro país. Después volvió y fundó su propia familia. Yo también me había ido del barrio pero a veces coincidíamos en la cooperativa con él y con el flaco Esteban –que nunca se había mudado- y pasábamos un rato charlando de la vida y recordando los tiempos del SUM y los partidos de conga en casa de la vieja Luisa.

Hubo un tiempo en que él volvió a lo de los padres. Por unos meses se instaló en su viejo cuarto del piso de arriba y yo me acostumbré a levantar la mirada cada vez que volvía tarde por la noche, solo para cruzar una sonrisa y un gesto de saludo de ventana a vereda. Marcelo seguía teniendo los ojos más lindos del mundo, aunque entre el cigarro y el correr de los años su rostro comenzaba poco a poco a acusar recibo del paso del tiempo. Después se reconcilió con la mujer y yo dejé de ver encendida la luz de su ventana.

Hace más o menos un año de la última vez que lo vi. Me costó reconocerlo. Estaba gordo y desmejorado, respiraba con dificultad y el tabaco se lo estaba comiendo, pero la mirada seguía siendo fuerte y luminosa.

_ ¿Hubo alguna novedad en el barrio mientras estuve de vacaciones? –le pregunté hace un rato a mi amigo Danilo mientras compartíamos una torta y un agua saborizada en el bar de la cooperativa, y él me contó que hace unos días el coronavirus se había llevado al dibujante, a ese que en un tiempo había vivido enfrente de su casa.

_Parece que él no era muy grande pero tenía EPOC y no pudo defenderse. –agregó mi amigo, que hace solo tres años que vive en el barrio y nada sabe de las historias del campamento, de las noches en el salón comunal o de la casa de la vieja Luisa.

Terminé el último trago del agua con gusto a pomelo, pedimos la cuenta y me despedí de mi amigo sin mirar a la vereda de enfrente, donde en la casa de la esquina la luz del cuarto de arriba acababa de apagarse para siempre.




lunes, 11 de enero de 2021

Enero 2021



Tener gatos y plantas en la casa tiene sus bemoles, por ejemplo el no poder aplicar insecticidas para combatir las plagas, porque algunos son letales para los felinos y mejor no arriesgar, por las dudas. 
Hace un tiempo un amigo me recomendó poner un recipiente con cerveza en el patio, para atraer a los caracoles y poder sacarlos de las plantas. Después una amiga me dijo que no, que lo que tenía que poner no era cerveza, sino canela en rama. Mi vieja, por su parte, sigue pregonando el uso de la sal para ahuyentar las babosas del fondo y mi vecina, hace un par de días, me aseguró que lo mejor para eliminar a las hormigas era el arroz de medio grano, que tenía un efecto químico a largo plazo cuyas consecuencias soy incapaz de resumir, pero parecían tener fundamento científico.
A veces me parece que los bichos de mi fondo han recibido más comida (y bebida) que mi heladera. Debe ser por eso que no se van, no se van. 
Esto es una guerra.
Adivinen quién va perdiendo.



Caminar una hora por mi barrio mientras hago los mandados siempre resulta una interesante experiencia de contacto con la realidad. Las interacciones humanas van desde las personas malencaradas a las tristes pasando por las eternas optimistas, como el viejito que no conozco pero me saluda con un sonoro "¡Buen día!" y agrega mirando para arriba: "aunque va a ser otro día de calor, pero esperemos que no tanto". 
Los carteles también reflejan esta diversidad. Algunos comercios nos llenan de órdenes: no entre sin tapabocas, no esté a menos de dos metros de nadie, no se apoye en la barra! Otros, como el de la foto, plantean una visión del presente un tanto más atractiva, en tanto que en la vidriera de un consultorio odontológico el dibujo de unas muelitas separadas a 1.5 m. de distancia una de otra no sé por qué pero me parece que no contribuyen a atraer a los posibles pacientes. 
Por ese mundo variopinto y cambiante iba yo hoy caminando cuando vi que unos metros más adelante había un hombre solitario sentado en un murito. Estaba inclinado sobre una cuadernola y a sus espaldas se apilaban ocho o diez hojas, evidentemente arrancadas y tiradas por él mismo. Qué mugriento, pensé, no le cuesta nada guardarlas para tirar en un tacho. En eso pasé por su lado y miré lo que hacía: estaba ensayando cómo escribir letras manuscritas, y tanto la hoja actual de la cuadernola como las desechadas eran un reguero de mayúsculas y minúsculas dibujadas con dificultad, tratando de parecerse lo más posible a la cursiva de libro que enseñan en la escuela. 
Caminar una hora por mi barrio mientras hago los mandados siempre resulta una interesante experiencia de contacto con la realidad, realidad que a veces viene bajo la forma de un veterano que trata de aprender a escribir en solitario y a veces bajo el formato de una persona prejuiciosa que se fija en la apariencia antes que ver la esencia de las escenas que le salen a su paso. 
Feliz viernes. Que se coma y se beba, y que no dejen (no dejemos) de aprender, no importa el día.





Estoy llegando a ese momento de las vacaciones en que hago cosas raras. No me refiero a lo de mirar la computadora para saber en qué día vivo (lo cual es lógico y no se limita al mes de enero) ni tampoco a la novedad de preparar el desayuno poniéndole dos cucharitas a la taza de té a la que no le pongo azúcar, no. Hago cosas raras al nivel de entrar a la página de Montevideo Portal y darle una mirada a las noticias destacadas. No abrí ninguna (ni falta que hace), pero ya con las primeras me alcanza para odiar a la humanidad por los próximos diez minutos o menos (depende de cuánto tarde en hacerme el café post té, porque acá respetamos todas las adicciones, especialmente si se preparan con agua caliente).
Ejemplos copiados y pegados sin corregir faltas de ortografía o problemas de sintaxis (aviso):
Noticia 1. Al menos 175 mujeres transexuales fueron asesinadas en Brasil en 2020
Comentario de Andrés: Y cuantos hombres fueron asesinados?por que separar los homicidios por genero?
Respuesta de Martín: porque en general esos homicidios estan basados en el odio y la discriminación. Las matan por lo que son. No porque hayan hecho algo para que las maten.
Bien por la paciencia de Martín para explicar sin agredir, pienso, y me quedo rumiando lo de que al parecer hay personas que sí hacen algo para que las maten. Pero no me voy a meter en cloaca ajena, así que sigo leyendo.
Noticia 2: Ya hay dos ciudades chinas que exigen test anal para detectar covid
Comentario de Juan Ramón: Otra forma más que tienen los chinos de co..nos
No vas a ir a China en tu puta vida, Juan Ramón. Te calmás. 
Noticia 3: La vacuna de Pfizer sin efectos secundarios nuevos después de un mes de uso en UE
Comentario de Nelly: Leer bien, sin efectos secundarios nuevos, o sea los mismos de siempre parálisis parcial emorragias masivas muerte lo de siempre jajja que tendencioso encabezado
La Nelly iluminando nuestra triste realidad de personas que no saben "leer bien". Gracias, Nelly. Qué bueno que te diviertas. Jajja.
Noticia 4: Argentina: jueza chaqueña suspende aplicación de ley de aborto en su provincia
Comentario de Unumano Normal: (link) Efectos secundarios de la vacuna del covid 19
Pasando por alto el temita del nombre del usuario, pienso que capaz que comenta algo que está levemente relacionado con la noticia (y eso justificaría su respuesta). Entro al link: es un video que en su imagen de presentación alerta sobre todo lo que no se dijo del virus y termina  con "Amén!". Con tilde. Todo dicho. 
Entre tanto mi té con dos cucharitas se ha terminado, la gata Matilda ha comenzado su patrullaje matutino por los techos del barrio y el gato viejo hace su aparición por la ventana del frente, aunque no maúlla. No me atrevo a seguir mirando las noticias y me hago el firme propósito de abandonarlas hasta que no se elimine la posibilidad de comentarios, pero sé que la culpa es mía por meterme en ese fango. La sensación de turbiedad amerita la preparación de un café café (es decir, no descafeinado) para afrontar la mañana con un resto de lucidez. Entro al gato viejo y pongo el agua a calentar.
Seguimos esperando la lluvia.





Ayer de mañana me pasó algo muy raro en Punta Colorada. Acababa de salir del agua (huyendo de las aguavivas) y no había llegado a dar diez pasos cuando sentí que acababa de rozar algo pinchudo con el dedo del medio de mi pie izquierdo. Una sensación rara. No como cuando pisás el borde de un mejillón, ni tampoco como cuando te apoyás en una piedra rugosa: fue algo doloroso y fugaz, como si hubiera friccionado mi dedito contra un rallador de queso, ponele. Algo así. De todos modos no le di mucha importancia, hasta que al llegar a mi pareo me di cuenta de que tenía un jironcito de piel colgando del dedo. Lo arranqué y enjuagué con agua dulce: se veía una herida superficial de un par de cm, nada grave. Curita en el dedo al llegar a la casa y a otra cosa. 
Después leí esta noticia de los peces sapo, y ahora nadie me saca de la cabeza que lo que me pasó fue que apoyé el pie en el cadáver de uno de esos bichos. Vivo no estaba, porque no me picó, y además yo ya estaba a varios metros del agua, pero tiene que haber sido eso. Copio info para que anden con cuidado: se supone que andan por la Mansa, pero nunca se sabe. 
La captura de pantalla de uno de los comentarios va de yapa



Una señora hablando con su amiga:
_ A los chinos habría que matarlos a todos. A los japoneses no.
Un muchacho con tono caribeño:
_Io no diría de casarnos, pero qué buenos momentos que podríamos pasar io y vos. O vos y io, mejor. 
Vendedora a cliente veterano:
_¿Usted: ruso?
_Sí. Gruso, yo gruso.
_ Ah. Yo antes hablar ruso, pero me olvidé. 
Nada. Voces de la feria. Bastante vacía, Tristán, aunque quizás fui temprano. A la vuelta tome el ómnibus en la parada del IAVA, para no extrañar. Debo estar muy poco consumista porque solo compré una maceta de plástico verde, y ahora me voy a enfrentar la ola de calor con un Moka BIEN caliente, para vivir la Montevideo Full Experience. Sí no los vuelvo a ver ya saben por qué fue. Feliz domingo.




Tengo una maceta enorme que hasta hace poco estaba llena de hermosos y rozagantes cactus, pero de repente se me empezaron a secar. De a uno, de a uno... Hoy vacié todo y les cambié parte de la tierra, a ver si se salvan los cuatro o cinco que quedan verdes. Pensé que su problema podría ser la humedad de la tierra, para lo cual hice dos agujeros más en la base de la maceta y me propuse regarlos menos que al resto de las plantas, pero también encontré como cinco lombrices grandes y algunas pequeñas. ¿Podría ser que ellas me estuvieran pudriendo los cactus? Parece que sí; comparto info que saqué de una página de jardinería, por si a alguien le pasa algo parecido: 
"Las lombrices son beneficiosas para la tierra para nuestras plantas, pero en las macetas no lo son tanto. Al ser un espacio tan reducido (el de la maceta) y con tan poca tierra se "comerán" toda la tierra. Falta espacio. En el deambular habitual de las lombrices terminan por romper las pequeñas raicillas de las plantas (no se las comen porque no tienen dentadura). Pocas, sí, se puede echar, ya que abonan y airean la tierra; muchas, no."
Y este fue el consejo sabatino desde Arbolito, paraíso de suculentas, cactus y afines. No se preocupen por las lombrices, que las acabo de tirar en el jardín para que puedan recorrer nuevos territorios y ser felices entre las (otras) plantas. 
Fin.




Esto es lo que ves frente a tus ojos cuando despertás a las seis menos cuarto de la mañana, un segundo antes de abrir extasiada la ventana y ser vapuleada por el sonido insoportable de una alarma que hace saltar de sus camas a tus compañeras de vacaciones, a los vecinos del barrio y a todos los habitantes de Punta del Diablo y alrededores. 
Fueron diez segundos eternos. 
Maldita casa con alarma. 
Esto en Valizas no me pasaba.




Llego a las cuatro menos diez a la terminal de Río Branco. Un poco temprano para esperar a mi ómnibus de las seis, pero es lo qué pasa cuando una quiere evitar que el Cele maneje y por lo tanto toma un medio de transporte local, el último de los cuales sale a las tres de la tarde. 
Había pensado caminar unas cuadras pero el señor de la Van me dejó justo en la puerta de la terminal, que está en medio de una de las zonas más chics del país, al lado del imponente Panda Free Shop, el más grande de todos. La terminal y el Panda están junto al supuesto shopping de Río Branco, que sigue sin abrirse (o quizás ya abrió pero cerró por la pandemia, no lo tengo claro). El patio tiene fuentes y palmeras, todo reluce impecable y no anda un alma por ningún lado. 
Entro a la plaza de comidas, me arrimo a un bar de pizzas y cervezas y esbozo un tímido:
_Hola. ¿Vos sabés si en algún lado por acá se vende café?
_Sí: yo vendo. - dijo el muchacho, y casi saltó de la emoción, mientras él añadía: -Tengo café, cortado y capuchino. 
_ ¡aah, qué bueno! Un capuchino, gracias. ¿Cuánto cuesta?
_ Creo que 70... -respondió dubitativo y agregó: -comprenderás que ese no es nuestro fuerte...
_ No, no: me imagino.  ¿Y por casualidad habrá algún lugar donde yo pueda cargar mi celular?
_ Sí: ¿ves esa tapita de metal en el piso? Puedes levantarla, que hay un enchufe. Sí quieres corre la mesa para estar más cerca. 
Conclusión: aquí estamos mi (delicioso) capuchino y yo, viendo el cielo azul a través del techo vidriado, con el teléfono enchufado, usando la wifi de la terminal y oyendo buena música a un volumen perfecto por los parlantes de la plaza de comidas. Al lado tengo el baño, a veinte metros la salida del Núñez y a diez pasos más el mundo exterior, donde en un rato empezarán a cruzar las bandadas de aves del atardecer rumbo al Brasil. 
Esto en mi barrio se llama felicidad




Cada vez que vengo a Lago Merín reafirmo uno de los aspectos oscuros de mi personalidad. Un odio ciego, ancestral, irreversible, que me lleva a emprender inútiles batallas, especialmente nocturnas, de las que suelo salir perdedora y con algunas secuelas físicas y psicológicas. Tomo todos los recaudos, eso sí; me preparo a conciencia y nunca bajo la guardia, pero ellos son más. Muchos más. Cada vez más. El tul mosquitero los mantiene fuera de mi zona de seguridad, pero me reduce a un territorio del ancho y largo de una cama, con la altura de una pirámide combada sobre mi cabeza. Algunos se cuelan, sin embargo: sospecho que son los dos o tres que al armar el dispositivo estaban debajo de la cama, pero no puedo asegurarlo. Los odio. Los mataría a todos, especialmente a los del Lago, pero no de un rápido sopapo: les estaría zumbando toda una noche alrededor de sus malvadas cabecitas y les dejaría ronchas picosas en todas sus extremidades, para que aprendan. Son millones. Ayer en mi cuarto ya no se contaban por decenas, sino por cientos. Difícil explicarlo a quien no lo ha vivido. Bichos de porquería. Maldito Noé que no los dejó ahogarse junto con los dinosaurios. Bueno, algo así. No razono bien cuando amanezco odiando a toda una especie. Sepan comprender.




Bienvenidos a una nueva edición del certamen de belleza felina de la casa de mis viejos. De los 4 posibles participantes solo 3 aparecen en imágenes, dado que la gata blanca (la nona, también llamada Guaytica, sobreviviente de una crucera y sufriente siempre por su condición de albina) no se encuentra en condiciones de ser fotografiada. Problemas de sangrado de una oreja, cosa de gatos blancos. La barcina (Carola), por su parte, tradicionalmente se manifiesta reacia a todo acercamiento que no sea de parte de los dos viejitos que la alimentan, de modo que aparece medio de lejos, y casi podríamos decir que son dos los finalistas a Mejor Ejemplar Gatuno de la casa: la pseudo siamesa (Clarita) y el desprejuiciado amarillo (Gatón). 
Todo esto para decir que de aquí a un par de días los voy a atomizar con fotos de Clarita y el Gatón, especialmente si sigue la lluvia (que buena falta que hacía por estos lados). Comuníquese, publíquese, etc. Nos estamos viendo.




El ómnibus de Núñez que me lleva a la laguna avanza empecinado desafiando a la tormenta. Nadie habla, nadie come, nadie mira videos o juega con el celular. Los pasajeros vamos todos callados contra las ventanillas, mirando cómo afuera se arma y descarga la tormenta, en tanto el guarda a cada rato se asoma y grita el nombre de un pueblo olvidado, por si queremos bajarnos. 
No veo a mis viejos desde antes de la pandemia, y si bien en diciembre me habían dicho que mejor no fuera, ahora se ve que asumieron que esto va para largo y comenzaron a insistir para que vaya. Y acá estamos. En medio de la ruta y la tormenta. Ya verán fotos de gatos y de paisajes. 
Feliz lunes.



Mediodía de domingo en Montevideo. La sombra de la parada del ómnibus era la única protección contra el sol inclemente de enero y las personas esperábamos dentro de su perímetro, todas amontonadas pero con tapabocas. Una voz rasposa y joven se oyó en ese momento a mi costado: era un muchacho de unos veinte años dirigiéndose a otro de la misma edad.
_ Maestro, no tendría una moneda de diez pesos para tomarme un café acá en la esquina?
El que pedía no estaba mal vestido, pero su actitud indicaba a las claras que no estaba pasando un buen momento. El muchacho al que apelaba, que era muy prolijo y estaba con una novia rubiecita y pálida cuál personaje de Walt Disney, esbozó una excusa para decirle que no:
_ No tengo una moneda, solo billetes, no te puedo dar.
Pero el otro (qué me recordaba a un ex alumno, aunque no estoy segura) no se dejó rechazar con facilidad:
_ Ah, yo tengo dos billetes de 20, si me das uno de 50 yo me quedó con los 10 y te doy el cambio.
El prolijo (que evidentemente se quería sacar de encima al que pedía) respondió que no tenía billetes de 50, que sólo tenía uno de 500.
_ Ah, entonces no- contestó el que pedía- porque yo no tengo nada.
El muchacho se sentó en la parada y pareció olvidar su intención de pedir para el improbable café, y yo ya estaba por sacar una moneda de la cartera para darle cuando vio que la pareja paraba un Copsa y preguntó:
_ Maestro, cuando cambies los 500 arriba del ómnibus ¿ahí me das los 10 pesos?
_Sí- dijo el otro, agotados los argumentos y tal vez las ganas de continuar resistiendo el asedio.
_ Bueno, entonces subo con ustedes.
Y ahí me perdí el final de la historia, porque tras el Copsa apareció mi ómnibus, y me lo tomé.
El mediodía continuaba cruel e incandescente, mejor para unos que para otros, como siempre.





Hogar, dulce hogar. Ayer llegué tarde en la noche y encontré todo bien en mi casa excepto (cuándo no) por algunos temitas felinos. Un penetrante olor a orín de gato entero me reveló la presencia (quizás habitual) del misterioso gato negro en el piso de abajo (porque el de arriba quedó -por suerte y por prudencia- cerrado), mientras que la barcina de los vecinos ahora exige ser alimentada en la cocina y he tenido que explicarle con tono perentorio que ni se lo sueñe. El viejo aún no ha dado señales de vida, en tanto que Matilda no estaba en casa cuando llegué pero al rato me vio venir del bar de la cooperativa (donde fui a cenar con mi amigo del barrio, porque no había dejado nada sólido en mi heladera) y se puso a maullar lastimeramente desde la copa de un árbol en la vereda. Está flaquita, me parece que los vecinos (la barcina y el negro) le han estado robando la comida. Durmió muy feliz en el dormitorio y ahora no se aleja de mi lado. Creo que tiene pulgas, y parece haberse agarrado la costumbre de beber agua de la pileta de la cocina, de donde ya van tres veces que la bajo. Y esas son las novedades en el reino animal de Arbolito, En lo que refiere a Mundo Planta acabo de sacar al medio del deck a todo lo vegetal que estaba bajo techo y he juntado en alegre reunión de cercanías a mis plantas de antes y a las que acabo de traer del vivero de La Paloma, así empiezan a conocerse y todas reciben algo de la suave llovizna de la mañana del sábado. La primera parte de las vacaciones puede darse, pues, por terminada. A partir de aquí solo verán fotos de gatos hasta que me vuelva a volar para Rocha en pocos días. Sí, otro post medio baboso de vacaciones, estimados, ya lo saben: mucha conciencia social y todo eso pero llega enero y me vuelvo una pedante insoportable. Ténganme paciencia, que esto en febrero se termina. O en marzo. No sé bien.




Tres nenas caminando entre las rocas de la punta de El Cabito. Diálogo a los gritos entre dos de ellas, mientras sortean piedras y mejillones:
_ ¡Lucía, vení rápido!
_ ¿Por qué?
_ ¡Porque hay una anémona!
_ No me importa. Yo sigo caminando.
_¡Pero las amigas de verdad se esperan!
_Ustedes no son mis amigas. Mis amigas están en Montevideo.
_ ¡Tú no eres una buena amiga y tampoco una buena hermana!
_¿Qué me importa? Yo hago lo que quiero.
Mirá vos. Acabo de encontrar un rato ejemplar de hermana con síndrome de hija única, pienso, y sigo buscando caracoles, mientras mis amigas están en la casa, por preparar la merienda.





Las redes sociales, lo sabemos, son una sarta de mentiras. Un mundo de rostros felices, paisajes increíbles, familias bien avenidas y comida gourmet, donde no hay lugar para los estreses cotidianos. La vida real, en cambio, está llena de aspectos oscuros que no salen en las fotos. En la vida real, mis queridos, puede suceder que a las once de la noche a una se le caiga un adaptador por la delgada rendija que hay entre la cama y el fondo del locker debajo de ella y que una se encuentre con 12% de batería y sin posibilidades de cargar el celular haya quién sabe cuándo. Puede suceder que una no llegue ni cerca de tocar el adaptador y que tenga que recurrir a una espátula discretamente sustraída de la cocina del hostel, espátula con la cual intentará pescar el aparato, solo para terminar hundiéndolo en un espacio inaccesible debajo del locker, desde donde sólo queda visible una esquinita blanca de plástico que parece querer quedarse a vivir en Valizas para siempre. No, de esas pequeñas tragedias cotidianas en las redes sociales no se habla, estimados. La torpeza no obtiene like ni genera seguidores, pero en este muro (a veces) se muestra también el lado ridículo de las vacaciones. Y en eso estamos*.
*Ya con el teléfono cargado, gracias al oportuno préstamo de un adaptador por parte de una de las chicas del hostel. Aleluya.