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sábado, 25 de julio de 2020

Historias desde la cuarentena, 51. En la barra




Este país tiene de todo, pensaba yo mientras el auto avanzaba por las calles desiertas de Sarasota. Tiene playas, montañas, desiertos. Todos los matices habidos y por haber entre riqueza y miseria, entre grandeza y mezquindad, entre cultura e ignorancia. Este país tiene de todo, excepto gente. 
Hacía casi una semana que había llegado a Estados Unidos en un viaje de turismo y desde el primer día quedé desconcertada por el escaso número de personas que se veían por calles, parques y plazas. Incluso en las playas, casi nadie, en relación al tamaño de la ciudad y al turquesa de las aguas. Algunos deportistas corriendo por las vías peatonales. Mucho cemento, mucho plástico. Lagartijas pequeñas, un par de bandas de cuervos y algunas garzas solitarias. Seres humanos solo de pasada, dentro de los autos. 
Miré a la única persona que tenía a mano en esa mañana de nervios y definiciones. Mi amiga Cecilia manejaba segura y distendida, moviéndose como pez en el agua por las avenidas vacías y los cruces plagados de semáforos. 
_ Che, son diez menos diez, ¿estás segura de que es por acá? - pregunté tratando de no sonar preocupada. 
_ Sí, dice que a unas cinco cuadras. La señora del GPS no se equivoca. 
_ ¿Cómo era el bar? 
_ Shamrock, Shamrock Pub. Igual abre a las diez, pero calculo que hoy por el partido capaz que lo adelantan unos minutos. 
_ Esperemos. ¡Ah, ahí está! Y hay espacio para estacionar. Bien. 
Abrimos la valija del auto y nos preparamos para entrar: Cecilia sacó la remera de Suárez y yo me colgué a la espalda la bandera uruguaya que había comprado en Tristán Narvaja apenas le ganamos a Portugal (porque antes no me había animado). 
_ Mirá para la esquina-. murmuró mi amiga. 
Un par de muchachos estaban bajando a la vez de su auto, uno de ellos con la remera de Francia. Coincidimos los cuatro en la puerta al entrar, emitiendo un sonido colectivo que sonó más o menos como un “ups” sin hostilidad. “Vamos a ver cuánto les dura la alegría” pensamos todos, al tiempo que nos íbamos ubicando sobre la barra: ellos en un extremo, Cecilia y yo en el otro. 
El partido estaba en la parte de los himnos; era un viernes laborable y no había más personas que nosotros y el barman, un rubiote musculoso de ojos claros y voz un poco ronca. El Shamrock era el único soccer bar que encontramos en Sarasota, sin contar el de los brasileros de la esquina de casa, que abría solo por la tarde y donde nadie se acordaba de la contraseña del wifi, salvo que empezaba por “Jesús”. En los otros bares los televisores pasaban béisbol, tenis o fútbol americano, pero ni noticias del mundial. 
_ ¿Do you have wifi for guests? - pregunté apenas nos instalamos, haciéndome la anglófona. 
_ Yes: Weloveyou- respondió el barman, que parecía sonreír con la mirada. 
Las cervezas llegaron junto al pitazo inicial y a partir de ahí y por un rato el mundo se concentró en un par de pantallas y un relato en inglés indiferente, donde los nombres de los jugadores sonaban casi irreconocibles. Conforme pasaban los minutos otras personas fueron apareciendo. Una veterana se sentó al lado de nosotras y pidió un whisky que vino con manicitos, cuatro o cinco hombres ocuparon una mesa del costado y se ve que a mis espaldas había un rival, porque de vez en cuando escuchaba una voz que repetía como en trance una sola palabra: 
_ ¡Allez, allez, allez! 
Todos estábamos pendientes del partido, incluso el barman, que demoraba las bebidas hasta que alguna interrupción del juego le permitiera entregarlas. Aquello era emocionante, aunque poco duraron mis nervios. Cuando vi que jugaban mucho mejor que nosotros empecé a hacer el duelo y ya con el primer gol asumí que la cosa no iba a tener remedio. 
Nunca me importó el fútbol, esa es la verdad: los primeros tres partidos de Uruguay en el mundial ni los había mirado. Como hincha soy de los que solo aparecen cuando pasamos la primera fase. Si hubiera estado en Uruguay capaz que veía el partido, pero ni hablar de comprar una bandera ni -mucho menos- ir a un bar de fanáticos, como ahora. 

Las personas empezaban a comentar lo que pasaba en la cancha, intercalando frases a propósito del calor, la playa y la cerveza, mientras que la veterana del costado aprovechaba a darle charla al barman cada vez que se le ponía a tiro. Él contó que su familia venía de Croacia y cuando la mujer le dijo que seguramente no habría nacido cuando fue el mundial de Francia 98 el muchacho aclaró que sí, porque tenía 33 años. 
Vivaza, la veterana. Mentalmente empecé a hinchar por ella, aunque de lejos se veía que tenía menos chance con el croata que nosotros con los franceses. Tendría unos sesenta años pero se mantenía bien, y nadie me saca de la cabeza que el fútbol también a ella le importaba tres pitos, o en todo caso mucho menos que las ocasionales presas que se le pudieran poner a tiro en un sitio frecuentado por hombres jóvenes y solteros. El croata también la captó al vuelo, porque sin que viniera a cuento de nada aclaró como de pasada que estaba casado y que a veces las mujeres que iban al bar no se daban cuenta y se lo trataban de levantar, pero la sexagenaria no acusó recibo del golpe. 
_ El croata está que se parte- murmuró de repente mi amiga, y me di cuenta de que yo no era la única que empezaba a distraerse del partido. Las cosas por Rusia parecían no tener mucha vuelta, estábamos haciendo todo mal y solo cabía rezar para que no nos golearan. 
_ ¿Do you need another beer, ladies? - preguntó el muchacho sonriendo en el entretiempo, y le dijimos que no, que las uruguayas preferíamos sufrir la derrota con lucidez. Por suerte para entonces la barra se había llenado de gente y ya no divisábamos a los franceses de la otra punta. Nada peor que ser testigos de la felicidad ajena cuando va en contra de la propia. 
_ Me gusta que no te pongas triste por ir perdiendo, sweetie- me dijo en inglés la veterana, creyendo que yo de verdad era una hincha comprometida. - La vida va y viene, y al final lo único que nos queda es lo que logramos por nosotros mismos. Cuanto más difícil, mejor. -agregó, llevándose el vaso de cerveza a los labios con la mirada fija en la espalda del barman, que le alcanzaba unas cervezas a los franceses. –El resto solo son triunfos ajenos. 
_ ¡Allez, allez, allez… gooool! -explotaron los gritos a nuestras espaldas. 
Dos a cero. Dos a cero en el segundo tiempo, y todos sabemos que los milagros no existen. Los franceses de la barra habían bajado de sus taburetes y saltaban abrazados, gritando cosas que por suerte no entendíamos. 
_ Voy al baño- informó Cecilia con resignación y se fue, mientras yo me quedaba charlando con la veterana, indiferente a la pantalla y a las ilusiones ajenas. 
_ Another beer, now? - apareció de pronto frente a mis ojos el croata compasivo. 
_ No, gracias. - respondí, tratando de no errarle al inglés. - Ya estamos por irnos. 
_ Cuéntame más de tu familia.- aprovechó la veterana, que no se daba por vencida- ¿Por qué se vinieron de Croacia? 
Me dio cierta curiosidad saber si sería capaz de remontar un partido que a simple vista le estaba resultando adverso, pero la cosa iba para largo y nuestro ánimo no estaba en su mejor momento. Ni bien sonó el pitazo del final dejamos la barra y enfilamos hacia el auto, tratando de no escuchar los festejos de los que nos habían ganado. 
_ Mirá lo que había encontrado a la entrada- comentó Cecilia en la vereda, mostrándome un colgante plateado y pequeñito con forma de trébol de cuatro hojas. – Pensé que nos iba a dar suerte pero no sirvió. -dijo, mientras lo tiraba en un cantero lleno de tréboles verdaderos.- ¿Qué querés hacer ahora? 
_ Vamos a almorzar a otro lado. -propuse, al tiempo que guardaba la bandera en la valija del auto –Tengo ganas de hacer barra en un lugar sin televisores. 
_ ¿Vas a buscar tu propio croata? - sonrió mi amiga. 
_ Mejor un latino -dije.- Me tengo más fe en mi idioma y además ya me tienen harta los hinchas de fútbol. 
_ A mí también. – murmuró ella, tirando la remera de Suárez sobre el asiento trasero. 

Pusimos el GPS y emprendimos la marcha bajo el sol inclemente del mediodía de verano, a ver si de una vez por todas empezábamos a encontrar a la gente de verdad en medio de las palmeras de plástico y el cemento tropical de Sarasota.

domingo, 19 de julio de 2020

Historias desde la cuarentena, 50. Somos una familia




El hombre era fuerte, tendría unos treinta años y sus brazos parecían dos columnas de piedra. Era lo único que le podíamos ver. Tenía una remera negra manchada con restos de pintura, guantes de cuero en las manos y lentes de obra protegiéndole los ojos. En cierto momento se quedó mirando por unos segundos el piso y pareció calcular sus fuerzas. Las tres mujeres que lo observábamos en silencio contuvimos la respiración cuando vimos que los golpes estaban a punto de comenzar.
Al primer marronazo la baldosa del centro de la habitación se quebró en diagonal. Era un piso barato de monolítico amarillo; la violencia del impacto hizo que se desprendieran un par de lascas, que volaron como proyectiles. Ninguna me alcanzó, pero ante la posibilidad de que lo hicieran no pude reprimir una exclamación.
_ Señora –dijo en ese momento el albañil con tono de cansancio- va a ser mejor que se aleje un poco. Esto puede ser peligroso, ¿sabe?

Lo miré con una mezcla a partes iguales de desprecio e incredulidad. Qué sabrás vos de peligros, pendejo imbécil, pensé, y lo de señora te lo podés ir metiendo bien en donde más te guste. Estaba por verbalizar una versión suavizada del insulto interior cuando Nancy se adelantó hasta mí, me tocó el brazo y con un gesto pacificador desarmó mi naciente belicosidad. Ella dos por tres tenía esas cosas: era la Madre Teresa de Calcuta, en versión pentecostal. Bajó los ojos y puso una cara que venía a decir que no me complicara con Mr. Músculo, que estamos grandes, y la edad nos pone quisquillosas. Moví la cabeza y levanté los ojos como queriendo culpar al cielo por mi resignación, pero retrocedí un metro, como él quería. Somos una familia pacífica, y no era el momento de sugerir lo contrario.
Quedé recostada a la pared, mientras el reloj marcaba las nueve de la mañana y una tormenta de golpes empezaba a demoler el piso de lo que había sido la cocina de nuestra abuela.
No estábamos todas las primas: solo las dos evangelistas y yo. Las demás eran más chicas, no habían llegado a escuchar las historias y la rotura del piso no las emocionaba. Miré por la ventana: afuera un par de nietos de Gustavo, el actual dueño de la casa, correteaban por el patio entre las plantas, como nosotras lo habíamos hecho hace cuarenta años.
Era el primer día nublado del comienzo del otoño. Un azar del destino nos daba la posibilidad de develar el mayor misterio de nuestra infancia, y la emoción era tal que apenas podíamos respirar. 



El propio Gustavo había puesto en marcha esta locura al contarle a Nancy ayer de noche que iba a demoler la vieja cocina para convertirla en un patio interior. Ellos se veían en el culto religioso, y aunque no eran amigos mantenían una relación cordial. Gustavo había comprado la casa de nuestros abuelos hacía ya un par de años, y recién ahora estaba en condiciones económicas de empezar a planear algunos cambios. La idea del patio interior se le ocurrió cuando vio que resultaba más barato edificar una pieza nueva al fondo que refaccionar las paredes rajadas de la cocina, el techo lleno de hongos y las ventanas verdes que ni él ni mi abuelo habían logrado nunca impermeabilizar del todo.
Apenas supo que la cocina iba a ser demolida, Nancy se comunicó con Marcela y conmigo, que somos las primas mayores, después de ella.
_ Queremos estar. -dijimos, cada una desde su teléfono.
_ Hay que pedirle permiso a Gustavo.
_ Pedile.
_ ¿Y qué le digo?
_ Yo qué sé, inventate algo. ¿No sabés contar historias imaginarias? Hacé de cuenta que es un testimonio.
_ Prima, no te metas con mi religión…
_Bueno, está bien, pero pedile. Decile que queremos ver por última vez el cielo por las ventanas de la cocina o que ahí se conocieron los abuelos, no sé, cualquier cosa. Vos ves.


Esa noche hubo un laberinto de mensajes entrecruzados que desembocó, horas más tarde, en la reunión matutina de Nancy, Marcela y yo en la vieja casa familiar, todas con los ojos muy abiertos y cargando los recuerdos de varias vidas y una muerte.
Poco nos importaban, en verdad, las paredes y ventanas de la cocina: el piso era nuestro objetivo. El piso y lo que pudiera haber debajo, si es que algo había. Las viejas historias del sótano clausurado antes de que los abuelos compraran la casa, del primer dueño obligado a casarse con una chica embarazada que desapareció misteriosamente, del piso de baldosas amarillas armado de apuro días antes de la venta de la casa, de mis tías matándose a golpes por escapar cada noche ante la aparición de una figura rubia y etérea que las miraba en silencio, todo eso y mucho más rondaba en el aire a nuestro alrededor. Si es que alguna vez había habido un cadáver enterrado bajo la cocina de la abuela, como sospechábamos, este era el día para confirmarlo.
Yo por las dudas había tomado un cuarto más de esas pastillitas que desde la jubilación uso (por prescripción médica) antes de acostarme, porque una nunca sabe cuando la puede traicionar el corazón. Marcela confesó haberse preparado un té de tilo en el desayuno, en tanto Nancy retorcía entre sus manos una Biblia que, a juzgar por cómo estaba siendo tratada, corría serios riesgos de ser desmembrada antes de la llegada del Juicio Final.



_ Esto tal vez lleve un rato, señoras. Si quieren pueden ir al patio y yo cuando termine de levantar las baldosas les pego el grito.

No nos miramos siquiera. No hacía falta.

_ Nos quedamos.
El hombre nos echó una mirada que imaginamos de fastidio a través de los lentes de albañil, pero no dijo nada. Mientras Gustavo, el dueño de la casa, se ocupaba de atender a su mujer que estaba en cama con un principio de congestión, mis primas y yo asistimos al lento proceso de romper, retirar materiales e ir limpiando el piso. En cierto momento, bajo los escombros, empezó a perfilarse algo así como una base diferente, que a la postre terminó por ser el borde derecho de una vieja puerta de madera. Al darnos cuenta de lo que era las tres mujeres pegamos un grito que hizo saltar al albañil, ignorante de nuestras intenciones.
Gustavo vino todo lo rápido que pudo, lo cual no es mucho decir. También él ha envejecido; su escaso cabello blanco y sus manos surcadas de manchas y lunares son algunos de los espejos en los que rehusamos mirarnos.
La puerta del sótano, si es que eso era, medía un poco más de sesenta por sesenta, y pronto fue despejada del todo. La madera estaba en muy buen estado, teniendo en cuenta que llevaba más de medio siglo tapada con el piso de baldosas. Ya no tenía picaporte, aunque se adivinaba en uno de sus costados la huella de una cerradura oxidada. El obrero trató de abrirla haciendo palanca con un cincel, pero fue imposible. Hubo que romperla a marronazos, como quien tira abajo la puerta de un calabozo de piedra y de hierro. Los pedazos fueron desprendiéndose con cada acometida de los brazos como piedra del albañil, hasta que un agujero negro y con olor a polvo apareció ante nuestros ojos.



Instintivamente las tres primas nos habíamos tomado de las manos para acercarnos al borde del abismo.
_ ¿Qué hacemos? -preguntó una voz.

_ No sé_ respondimos las demás.

_ Esto es muy raro.- dijo el albañil, agachado y metiendo la cabeza entre las sombras. -Parece que hay una habitación debajo del piso. Pero estas casas viejas a veces venían con bodegas, capaz que es algo de eso.
_ Yo voy a ver qué hay. -dijo Gustavo, manoteando su teléfono para iluminar el agujero, pero Marcela dio un paso al frente y lo tomó del brazo, mirándolo a los ojos como solo ella sabe hacerlo.

_ Gustavo, por favor… Llevamos una vida esperando.
_ Bueno, está bien, bajen primero. Ahí no va a haber nada, pero bajen. 

Y eso hicimos.
Al principio pensamos colocar una escalerita de aluminio, pero en seguida vimos que no iba a hacer falta: aquello no tenía más de metro y medio de profundidad. Bajamos por estricto orden de edades, de mayor a menor. Primero Nancy, luego yo, y por último Marcela. Ella es mucho más joven que nosotras, tanto que aún sigue trabajando, aunque se había pedido la mañana libre para ir en busca del sótano perdido.



Ya abajo, nos quedamos muy juntas e inmóviles, tratando de observar. Las luces de los celulares fueron descubriendo difusamente los contornos de una habitación pequeña, con piso de cemento. Al frente, una pared con estantes donde se acumulaban diarios y papeles estropeados por el tiempo y la humedad. Un montón de prendas femeninas en un rincón, entreveradas con algunas de bebé, de un color que podría o no ser rosado. Botellas vacías, pedazos de loza, algo con forma de tenedor. Un martillo.

El sonido de la respiración entrecortada de Marcela me sacó del estado de hipnótica contemplación; no capté si era ella o Nancy la que lloraba y repetía obsesivamente algo asociado con el nombre de Cristo. Di un paso adelante y ahogué una exclamación: había tropezado con algo. Maldije la presbicia, que me impedía enfocar lo que parecía ser una bolsa de arpillera. Le di una patada: sonaba como un saco de huesos. Me agaché para abrirla, y fue ahí que la vieja operación de la rodilla me jugó una mala pasada. Perdí el equilibrio y caí, mientras trataba de tomarme del brazo de Nancy, quien dio un grito y cayó conmigo. Marcela pegó un salto para evitar que la tiráramos. Se nos fueron de las manos los teléfonos, y por un momento todo fue confusión y griterío. Alguien me tironeaba del pelo, hubo una mano que se crispó sobre mi cara, y solo por la forma del anillo pude identificar que era la de Nancy, tratando de buscar un apoyo para ponerse en pie.



_ ¿Están bien? ¡Señoras! ¿Están bien? -asomó por la parte superior del pozo la cabeza del albañil, iluminándonos con una linternita de bolsillo.

_ Sí, sí, fue un tropezón. Ya salimos.
Una a una fuimos asomando de nuevo por el agujero del piso de la cocina de la abuela. El fortachón treintañero nos ayudó a subir, tironeándonos con tanta fuerza que por un momento nos sentimos volar desde la oscuridad del sótano hacia la superficie. Ninguna de nosotras había sido nunca muy robusta, pero con el paso del tiempo nos habíamos puesto livianas, casi solo piel y huesos.
Una vez arriba, cuando recuperamos el ritmo normal de la respiración, nos sacudimos el polvo sobre los escombros de la cocina, y salimos al exterior. Gustavo y el albañil se quedaron abajo, comenzando una exploración en serio y con mejor iluminación del espacio recién descubierto, pero ese ya no era nuestro tema.



Somos una familia pacífica y levemente egoísta: el silencio siempre sería lo menos riesgoso, y las tres lo teníamos claro. Habíamos querido saber, y supimos. Ya no era tiempo de hacer denuncias ni declaraciones.
A partir de esta mañana la casa había dejado de pertenecernos.

miércoles, 1 de julio de 2020

Julio 2020





Salgo a caminar por mi barrio y no han pasado diez minutos cuando una voz emerge de de entre los ojos con tapabocas que me cruzo y saluda al pasar:
_ ¡Hola, profe!
Contesto con el mismo “holaaaa” de cuando no sé quién me habla, pero a este muchacho sí lo ubico, me acuerdo del nombre, el liceo y el grupo. Era uno de los 15 o 20 estudiantes de un sexto de Economía donde todas las chicas eran mudas y ninguno de los varones se callaba, nunca.
Una imagen me viene a la memoria, suelta, como tantas otras. El recuerdo de una clase de hace seis o siete años. Era una tarde de invierno, yo estaba tan feliz que irradiaba alegría, y todos los gurises de Economía se pusieron a preguntar qué me pasaba.
_ Nada, nada.
_ Profe, para mí que te enamoraste...
_ No. Sigamos con Bradbury.
_ Ah, pero alguien hay.
_ Sí. En “La pradera”...
_¿Y podemos hablar de un él o una ella?
_ Un él. ¿Vamos a concentrarnos en el cuento?
Pero obviamente que no, no querían. Me hicieron dos mil preguntas, les contesté tres, y cuando tocó el timbre todos salimos pensando que habíamos logrado nuestro objetivo. Ellos, porque algo les había dicho. Yo, porque no les había dicho nada.
Venía de una clínica, de levantar el resultado de un análisis que decía que los quistes que tenía eran benignos, que no iba a tener que operarme y que todo estaba bien de nuevo (toco madera), pero a los efectos de la clase era mejor derivar para el lado del amor, alejándose de la muerte.
Cuántas veces hablamos con alguien sin saber que no estábamos hablando, en realidad. Leemos e interpretamos la superficie, pero se nos escapan las verdades, aunque no nos mientan.

Reflexiones de jueves frente a un alto Moka en Starbucks, estimados. Pocas ideas, muchas calorías y el dulce tiempo de las vacaciones diluido por el sinsentido de este 2020 extraño, propicio a encuentros y descubrimientos.
Nada más.
Nada menos.




El tragaluz de la cocina, que daba al jardín del costado, tiene nueva luz desde que corté el seto hace un par de días. La planta que ven es una violeta no sé qué (me olvidé del nombre), que se mandó unas guías eternas buscando al sol que no puede recibir en directo pero sí en diferido. La sombra es (obviamente) Matilda, que encontró un nuevo sitio para asolearse, protegido de perros y de niños saludadores. En un rinconcito, si miran bien, hay tres manchas de colores: son los muñecos de goma que encontré cuando participé en la limpieza de la playa Capurro, devenidos ahora en protectores de Arbolito.
Todo bien, todo en paz, todo perfecto, excepto por el hecho de que mi viejo antes de mudarse le puso al tragaluz, además de la reja exterior que ya tenía, otra por adentro. La casa está de ese modo más segura, con solo un pequeño problemita a considerar. Algo minúsculo, mire. Un detalle. El vidrio (que en un intento de robo fue rajado, y mi vieja aún sostiene que quien intentó entrar fue un ex alumno mío del liceo 19, pero, en fin, no tiene pruebas), el vidrio, decía, es imposible de cambiar si no se saca una de las rejas. Iupi.
El contact que le metí hace años ha sostenido relativamente bien la zona rajada, con apenas un mínimo de humedad colándose por los intersticios de las rajaduras, pero ahora que corté el seto la lluvia le dará en directo, es decir... Es decir que no se pierda el próximo y apasionante capítulo de la saga: "Arreglando los arreglos del Cele", en cualquier momento, por este mismo canal. Buenos días.




El portoncito de madera era re lindo pero se estaba pudriendo, y el seto había crecido tanto que ya no cumplía su función ornamental y de pared, sino que las ramas le tapaban toda la luz al jardín del costado y por entre los troncos se podían colar perros o personas.
Había que tomar una decisión.
El primer herrero quedó de llamarme en un par de días, en marzo, y hasta hoy lo estoy esperando. El otro, que es de la cooperativa, se tomó casi dos meses en decidirse pero cuando vino terminó el trabajo en dos o tres días, hizo todo prolijo y hoy de mañana apareció a devolverme $300 que ayer le di de más, al pagarle.
Mientras anduve en la mañana enterrando plantas y sacando piedras del costado (porque mi viejo había hecho extrañas cosas en ese espacio como rellenarlo con escombros, ay, dios) no hubo vecino que no se parara a charlar sobre las rejas, por qué las puse, cuánto me costaron, y de paso me preguntan por mis padres y les mandan saludos. Esto es una gran familia y acá nos conocemos todos.
Matilda y la Intrusa ya le han dado el visto bueno al nuevo espacio soleado para revolcarse a salvo de los perros. Las plantas por ahora no entienden mucho lo que pasa pero les gusta, y revolviendo en un lazo de amor encontré un mini enanito de jardín, así que la protección está asegurada.
Tareas de martes con sol y vacaciones, estimados. Cuando precisen un trabajo de jardinería, ya saben: me avisan, y yo en no más de ocho o diez años se los soluciono. Buenas tardes.




Tomo el 100 casi vacío en la parada del Solís, y al instante comienzan a tambalear mis planes de bajar en Tienda Inglesa para comprar la comida fresca que tanto Matilda como el viejito piden desde ayer con insistencia. El mandado sería simple y rápido, pero todavía no me olvido de que la semana pasada dos empleadas dieron positivo al virus.
Entonces me instalo en un asiento del fondo y empiezo a escuchar la radio del chofer, donde un señor impresentable está llamando a gente desconocida para pedir a los gritos que lo saluden atrasado por el Día del Amigo, y me decido.
Horror a Petinatti mata horror a coronavirus. Apenas llegue a la Tienda me bajo (aprovechando el boleto de una hora) y que sea lo que sea.
Deséenme suerte. 🙏

Ps: no, no es lo mismo si me bajo en el Disco: a Matilda no le gusta la carne del Disco (y por algo será).




Soy hija única, no tengo hijos, vivo con dos gatos y un montón de plantas, tengo a mis viejos a medio país (y capaz que a medio siglo) de distancia , pero no estoy sola. Mis amigos me abrazan, me contienen, me abren los ojos o me pasan la mano por el lomo cuando sienten que lo necesito. Son más mujeres que hombres, son más de mi edad que de otras, son más de mi ciudad que de distancias, pero hay de todo. Amigos virtuales con los que charlo por acá como si nos conociéramos desde chicos, amigos del barrio, de la profesión, del amor, de la vida.
Ustedes me conocen; no estoy ni ahí con los “días de”, y este invento argentino tiene el mismo tufillo comercial que los otros, pero igual: si reivindica la importancia de la amistad y funciona como pretexto para el saludo o el encuentro, bienvenido.
La amistad se teje con palabras, con gestos, con el alma. Es el único sentimiento que no necesita de la frecuentación (decía Borges), y es una droga blanda que te pinta el alma de colores (digo yo, con previsible torpeza). No tiene cupo máximo. Siempre hay lugar para alguien más. Viene sin fecha de vencimiento. La mejor actualización es el encuentro frente a frente, con café o grapamiel de por medio, pero admite también otros caminos, como este.
Un abrazo enorme, mis queridos.
Que 2020 no pueda con nosotros.




Cuando yo era chica veía un programa de "cosas increíbles" que pasaban en la tele: Believe it or not. Estoy armando un nuevo capítulo; se aceptan contribuciones.

*En los días más fríos de esta semana vi un muchacho en la Ciudad Vieja con remera de manga corta y una chica por mi barrio comiendo un helado palito.

*La gata Matilda pasó la noche afuera. Hoy maulló como una condenada frente a mi ventana apenas vio que abría la persiana, solo para entrar, bajar corriendo la escalera y pedir para salir por la puerta del frente.

* He dado 9 horas de clase presencial desde el 13 de marzo, y tengo 2 semanas de vacaciones.

*La DGI, que desde hace años me devuelve plata cuando viene el asunto del IRPF, ahora dice que le debo 15 mil.

(sí, ya sé... la gente tiene otras temperaturas, mi gata está loca y hemos dado cientos de clases virtuales... pero yo me quería quejar de la DGI)




Es viernes por la noche y Larry lo sabe.
Los helicópteros pasan, pasan, vuelven a pasar.
¿Qué diablos pueden ver desde allá arriba?
¿Ven si un tipo le prende fuego a otro, ven si alguien abusa de una niña, ven si una persona se muere de frío a la intemperie?
Algún día vamos a tener que poner parlantes con ruido de helicópteros y hacer que suenen un ratito cada hora en cada esquina que tenga apariencia delictiva. Va a ser igual de útil, pero más barato. Digo. Un aporte.





La primera vez que di clases fue en julio de 1989 (pueden ir sacando cuentas, pero no las publiquen). Desde entonces he tenido en promedio un par de cientos de alumnos por año, en liceos repartidos por todos los barrios (sin contar a mis colegas de Literatura, a las que les di clases en Florida). Una cuenta sencilla y muy por arribita me da más de 6000 personas. ¿Cuántas podrían recordar ustedes? En mi caso, además, piensen que no tengo una memoria privilegiada (por decir lo mínimo), y ya saben que a veces me olvido hasta de la gente con la que he salido, imagínense si recordaré a todos los gurisitos de 14 años que una vez tuve en un salón de clases.
Pero algunos quedan en la memoria.
Quedan algunos nombres, y quedan a veces grupos o generaciones, o liceos. Muchos de los que tuve en el liceo 10 en 1992, por ejemplo, o casi todos los alumnos del peor 3º8 del 19, o el mejor escritor del 58, o el sexto de Medicina en el que no mandé a nadie a examen en el IAVA, hace unos años. Igual me pasa con algunos privados como el Beata, hogar de los gurises más cálidos, o el Integral de los competitivos. De otros liceos, en cambio, mi memoria no rescata ni un nombre, ni una anécdota. Se me fueron.

¿Qué factor determina la magia de que uno quede por un tiempo más o menos largo en la memoria de los otros?
No sé, pero en este 2020 raro e imprevisible me está pasando que vuelvo a encontrar gente querida, como si ante la pérdida de significados de esta cosa loca que nos pasa (y peor aún en Uruguay, donde a la pandemia le sumamos retrocesos y horrores varios, de los que preferiría olvidarme, por un rato), como si ante esto, decía, muchos de nosotros empezáramos a construir puentes hacia el pasado y el futuro, que nos den la posibilidad al menos de imaginar que hay un camino que no termina en la nada. Que no se va.

“Profeeee, qué bueno que te vemos, por fin!!” me dijeron tres o cuatro chiquilinas hoy, en el patio del IAVA, y yo las saludé feliz, pero no tengo ni idea de quiénes eran, de qué grupo, subgrupo o lo que fuera. No las he visto. Este es el año en que no veo a mis alumnos de hoy, pero me reencuentro con los de antes. Trato por wsp de enviarle fuerza a alguien que tuve hace diez años y que hoy anda en una crisis familiar espantosa, postergo el encuentro en un bar con una amiga que fue mi alumna en el IAVA, reflexiono sobre Dolina con alguien que tuve en clase en el siglo pasado, saludo a la empleada del supermercado que recuerdo del 19, veo a otros anunciando que están por sacar un disco… todo en el mismo día.

¿Ustedes no tienen a veces la sensación de que el tiempo se está acelerando? ¿Será que ya caí en la trampa de los años, o es que de verdad estamos ante una situación de quiebre de lo conocido, y eso nos hace corrernos de lugar y quedar por un rato descolocados?

Ya vi Dark (sin fanatizarme) y no, lo que me pasa no es una secuela de la serie. Creo.





Entramos a la pequeña panadería casi al mismo tiempo. Lo dejé pasar primero, en consideración a sus muchos años y su lento andar, y cuando apareció la chica que atiende le hice una seña indicando que el señor estaba primero. Yo solo iba a comprar dos polvorones, venía de una hora de caminata por mi barrio y no tenía ningún apuro especial por llegar a mi casa.
_ ¿Qué va a llevar? –se oyó la voz caribeña de la muchacha.
El viejo demoró en contestar, hasta que le preguntó por el precio de los bizcochos. Ella se lo dijo.
_ Ah… No sé qué llevar. –murmuró él, antes de agregar: _Y estos otros de acá, qué salen?
_ Tanto.
_ Ah. ¿Y las empanadas?
_ Salen tanto.
_ ¿Cada una?
_ Sí, cada una.
_ Aaaah. ¿Y de qué son?
_ Estas de aquí son de carne, y estas otras de fiambre y de queso.
_ ¿Y eso de ahí, qué es?
_ Una tortilla.
_ ¿Y cuánto cuesta?
_ Tanto.
_ Ah, muy cara. Además es muy finita.
_ Sí.
_ A mí me gusta la tortilla, pero tan finita no.
_ ¿Y qué va a llevar?
_ Dame… ¿Esas de ahí son croquetas?
La chica me miró y ambas nos tentamos de risa, pero disimulamos.
_ Sí, señor.
_ ¿Y de qué son?
_ De papa.
_ Ah. ¿Cuánto salen?
_ Tanto.
_ Bueno, dame dos.
_ Muy bien.
_ Yo ahora voy a la farmacia, ¿puedo volver a la vuelta y llevar las croquetas?
_ Sí, cómo no.
_ ¿Y las pago a la vuelta?
_ Claro, no hay problema.
A esa altura ya había otras tres clientas, además de mí, esperando por el señor, que seguía en su mundo, ajeno al tiempo y al espacio.
_ ¿Va a llevar algo más?
_ Sí… Digamé, esos de ahí ¿qué son?
_ ¡Abigaíl, ven aquí que te necesito!- gritó mirando hacia el fondo del local la empleada, ya empezando a desesperarse. Una chica también joven y también caribeña apareció ante nuestros ojos y me preguntó qué iba a llevar, pero la otra se le adelantó y le dijo:
_ Deja, deja que la atiendo yo. Tú ocúpate del señor, y antes que hayas terminado con él ya yo habré atendido a todas las clientas que están esperando...
El anciano seguía preguntando y preguntándolo todo, ejerciendo hasta el infinito su derecho a dialogar y a ser escuchado. Quizás era una forma de existir. Ahora le estaba repitiendo a Abigaíl lo de que iba a ir a la farmacia y después volvía; menos mal que tanto ella como la otra empleada lo trataban con respeto y paciencia.
Pedí mis dos polvorones y salí al aire soleado y no tan frío de la tarde. A veces el tiempo es cruel con las personas, pensaba, y no solo por el frío del invierno.






Misterios de miércoles

1. ¿Por qué la puerta del dormitorio chico (donde duerme el gato) apareció hoy cerrada cuando me levanté a las 7.30? No hubo viento, yo no la cerré y no creo que Matilda (ni él) lo hayan hecho. El gato estaba tranquilo y durmiendo cuando la abrí.
2. ¿Qué diablos hacía Matilda sentada en el inodoro (donde nunca la había visto)? Pensé si me habría olvidado de rellenar el platito del agua pero sí, tenía agua por la mitad.
3. ¿Cómo voy a dar un curso de cuarto año si veo a los gurises una hora (40’) cada 15 días?
4. ¿De dónde venimos, quiénes somos y etc?

Nota: la extensión de la pregunta no es directamente proporcional a su importancia.





El domingo pasado en la feria estuve recorriendo libros. Miles miles, miles. Nuevos y usados, uruguayos o de afuera, de ahora, de siempre, y ninguno me llamó. Volví a casa con una bolsa llena de miel, nueces y quesos.
Quizás no andaba en un día lector.
O quizás no me crucé con la obra de ninguno de esos escritores que tengo que leer o leer.
¿Qué autor te conmueve hasta tal punto que no podés dejarlo pasar, nunca? Yo tengo muchos, y muy variados. Levrero, Pedro Juan, Mankell, Bradbury, Chandler. Borges, Cortázar, Cervantes. Y Blanco.
Sergio Blanco es dios. No hay obra suya que no vaya a ver, no hay libro que no busque o conferencia que me pierda, desde el Ricardo III que dirigió a los 18 en el castillito del Parque Rodó hasta Cuando pases sobre mi tumba, que vi el año pasado (el texto que escribió con sangre, fuera de toda metáfora). Me queda por leer Autoficción, que no pude encontrar en Montevideo.
Ya saben qué regalarme para mi próximo cumpleaños. Faltan 10 meses, pero, en fin. Ustedes vean.




Salgo de casa a las nueve de la mañana, con el pelo mojado y la campera más abrigada. En la vereda los jardineros hace una hora que llevan a cabo la matanza anual de ramas, así que cuando salgo miro a la anacahuita con piedad, casi como despidiéndola. A media cuadra un hombre está haciendo mezcla sobre la calle y me quedo pensando que en mi familia todos los hombres saben hacer mezcla, pero no las mujeres. Tiene algo de catártico revocar una pared, alisar un patio, pegar una baldosa. Nota mental: tengo que agarrar a algún amigo y pedirle que me enseñe las proporciones, porque hay una hacedora de mezcla en mi futuro. El viaje en ómnibus dura media hora; llevo un libro de magia en la cartera, pero no lo leo. La masajista me afloja, me desbloquea. Pone piedras calientes en mi espalda y deja sonidos vibrando en mis oídos antes de decirme que ya me ve del todo bien, que estoy alineada, que la energía fluye sin problemas. Y es verdad. Esta es una mañana feliz. Voy hacia el trabajo de la tarde y en el camino del 148 elijo una casa de Bello y Reborati que está a la venta, para cuando saque el cinco de oro. Al bajar paso por una calle donde alguien ha pegado poemas de Idea, Onetti y Benedetti. Un señor en la Plaza Independencia me quiere vender un gorro de piel de corderito, pero me da impresión. Como tengo una hora libre voy a una cafetería y me instalo en un sillón con un moka caliente, mientras afuera la Ciudad Vieja se encamina al último almuerzo de los días laborables. El cielo sigue gris, pero a nadie parece importarle. La gente camina con ritmo tranquilo y casi todos llevan tapabocas (a mí me parece que un poco es por el frío). Montevideo se va armando en imágenes y palabras. Esta es una mañana feliz.





El domingo pasado en la feria estuve recorriendo libros. Miles miles, miles. Nuevos y usados, uruguayos o de afuera, de ahora, de siempre, y ninguno me llamó. Volví a casa con una bolsa llena de miel, nueces y quesos.
Quizás no andaba en un día lector.
O quizás no me crucé con la obra de ninguno de esos escritores que tengo que leer o leer.
¿Qué autor te conmueve hasta tal punto que no podés dejarlo pasar, nunca? Yo tengo muchos, y muy variados. Levrero, Pedro Juan, Mankell, Bradbury, Chandler. Borges, Cortázar, Cervantes. Y Blanco.
Sergio Blanco es dios. No hay obra suya que no vaya a ver, no hay libro que no busque o conferencia que me pierda, desde el Ricardo III que dirigió a los 18 en el castillito del Parque Rodó hasta Cuando pases sobre mi tumba, que vi el año pasado (el texto que escribió con sangre, fuera de toda metáfora). Me queda por leer Autoficción, que no pude encontrar en Montevideo.
Ya saben qué regalarme para mi próximo cumpleaños. Faltan 10 meses, pero, en fin. Ustedes vean.



Cómo sobreviví al tornado de 2018 sobre Montevideo (crónica de un viento anunciado)

A la tardecita salimos para despedir a una amiga de Ceci y su hijo que se van de paseo al Gran Cañón, y ya de camino nos enteramos de la alerta de tornado par varias zonas, entre ellas el condado de Anoka, que es el nuestro. Fuimos a un restaurante sobre el Forest Lake 1, que es un lago en el que la gente se baña en verano y sobre el cual los autos transitan en invierno. Parece que acá se dan cuenta de cuándo es prudente manejar sobre el lago congelado, pero no siempre le aciertan, porque hace poco se quebró la superficie y se fue un auto al agua.
El cielo estaba bastante despejado, lo que no tiene nada que ver, porque el tornado se arma de golpe, no da mucho tiempo para refugiarse. De manera que no alargamos gran cosa la despedida. La alerta estaba en nivel "warning", que es onda "ojo". Cuando llega a nivel "watch" es porque el tornado ya ha sido visto en alguna parte. La recomendación en caso de que te encuentre en la carretera es buscar refugio en una casa (si hay) o bien meter el auto atravesado sobre la banquina (que tiene un desnivel) y meterse debajo del vehículo. Claro que en algunos lugares si bajás del auto te podés encontrar con un oso; en fin, vos ves.
Ya en la casa, la tele nos estuvo mostrando unas imágenes bastante impresionantes de granizo con piedras del tamaño de una pelota de béisbol que cayeron cerca de Montevideo. 🙂
La noche pintaba complicada. No daba para pensar en el futuro. Abrimos un Baileys y terminé un paquete de galletitas de chocolate mientras la gata dormía a pata suelta, ignorante de los sucesos del mundo exterior. Al rato nosotras también nos dormimos, porque al otro día había que madrugar para llevar a los amigos al aeropuerto.
Si el tornado venía veríamos qué hacer, pero no vino, solo pasó cerca y destruyó una casa a unas cuadras de la nuestra. Detalles.
A la mañana siguiente fuimos a hacer nuevos amigos a una granja de animales en Wisconsin, pronto nos olvidamos del viento y la tormenta, y así terminó el segundo domingo de las vacaciones de julio en verano.



El domingo a mediodía, aprovechando que el invierno no estaba tan cruel como otros días, volví a reencontrarme con la feria de Tristán Narvaja, abandonada desde el principio de la pandemia. Supongo que las veredas no están ahora habilitadas, porque en la mayor parte de las cuadras no hay puestos, pero el resto sigue más o menos como siempre: multitudes, libros, músicos, comidas exóticas, cachivaches.
Lo que no está como siempre es la calle misma, porque hay varias obras en curso: zonas inundadas que le complican la vida a los puestos de las transversales, esquinas de circulación limitada por vallados y tejidos y pozos profundos. No son pozos en el sentido de baches, sino excavaciones. Uno se asoma al alambrado y ve las entrañas de la esquina, con los viejos sistemas de desagüe a la vista, como arterias de tierra y de ladrillo. Son caños enormes, de un metro de diámetro, apoyados por un techo de bovedilla (o algo así, no soy experta en el tema pero se ven los ladrillos formando la curvatura del espacio), que van por el medio de la calle a un metro bajo el pavimento y se cruzan en las esquinas. Me quedé un rato mirando la estructura, tomando conciencia de que caminamos todos los días por encima de una ciudad subterránea de la que no tenemos ni noticias.
¿Qué hay en este momento bajo nuestros pies? ¿Cañerías de desagüe, un arroyo entubado, restos de una construcción ya demolida, el esqueleto de un muerto en batalla, el fósil de un gliptodonte, qué hay?
Una vez vi en TV Ciudad la entrevista a un señor de Piedras Blancas que estaba haciendo un pozo en el patio de su casa y se encontró con que bajo su propiedad había una habitación enorme, quizás una bodega de la época de la colonia. Montevideo no llegaba hasta tan lejos ni mucho menos, pero estancias sí, había. “¿Encontró algo ahí dentro?”, le preguntó el periodista y el hombre contó que sí, que había un montón de sables y otras porquerías viejas; que él había metido todo en el contenedor y ahora estaba muy contento con su taller subterráneo que no tuvo que edificar.
Ya saben que me encantan las historias de sótanos y descubrimientos imprevistos. Montevideo es una ciudad nueva en una zona de civilizaciones poco desarrolladas, dicen, pero… ¿y si debajo de nuestros pies habita la maravilla y no nos estamos enterando?
Nada, era eso. Duda de martes, estimados. Estoy empezando a meterme con Bécquer en las clases por zoom y de repente me agarró el romanticismo del misterio y lo imprevisto. No voy a romper el piso de mi casa ni a excavar nada en los cuatros metros cuadrados de mi jardín. Pero qué lindo sería.





Viven encerrados en sus casas. No caminan por la calle, no charlan con los vecinos en la vereda, no tienen pequeños barcitos para sentarse a tomar un cortado y esperar que vengan sus amigos, los habitués, los de siempre. Todo queda lejos. Sus comercios son gigantescos y sin ventanas. No te miran al cruzarte. No se besan al saludarse. No se tocan. Los empleados de las tiendas te tratan con una amabilidad aprendida de memoria. Cambian de ropa y de muebles todo el tiempo, y cuando dejan de usar algo lo llevan a una casa de beneficencia o lo dejan tirado en la vereda, para que alguien se lo lleve. Compran todo hiper empaquetado, generan tanto plástico y cartón que después al menos lo separan por categorías, para acallar la conciencia. Cumplen con todas las reglas, están llenos de reglas. Dicen amar a los animales pero obligan a los inquilinos a extirparle las uñas a los gatos, y enseñan a sus perros a no dejar la casa poniéndoles sensores que les dan una descarga cada vez que se acercan a los límites invisibles de sus hogares. Viven en un eterno gran hermano. Si ve algo, diga algo. Muestre su identificación, abra la mochila. Camino privado, no pase, no estacione. Váyase.
Una vez que entrás en sus casas o te presenta un amigo entonces sí, son encantadores, simpáticos y cálidos. No conocí a uno solo que me cayera mal, y sin embargo en su conjunto son prejuiciosos e indiferentes. Se dicen americanos y nos dejan afuera a los demás, que somos la mitad del mundo. Es muy raro ese país. Es el que más he visitado, sacando a nuestros vecinos, y aunque he ido a lugares absolutamente diferentes hay un sello común que se siente en todas partes: No existís, nadie existe, salvo los suyos.
Qué suerte tengo de vivir en el tercer mundo, pienso, mientras me preparo el segundo café de la mañana y evalúo si ir a Tristán Narvaja a ver libros, gente y antigüedades. Acá tenemos mil problemas pero sabemos quiénes somos. Todos nos conocemos. Votamos mal a veces, es verdad, pero nos conocemos, y sabemos quién es quién.
Y con este post de intuiciones y subjetividades sin el menor asidero científico, doy por terminada la catharsis matutina. Que tengan un buen domingo.




Acababa de despertar y no sabía por qué: a las seis de la mañana algo me sacó de entre los brazos de un sueño profundo. El invierno se está poniendo duro a principios de julio, y a esa hora es plena noche. Me quedé un ratito con los ojos cerrados, rescatando imágenes de la memoria antes que la luz del día las disolviera.

Venía de un sueño extraño en un sitio abandonado, tal vez era un galpón enorme o una fábrica vacía. Debo estar mirando demasiadas series. En el lugar, mucha cosa amontonada: máquinas, muebles antiguos. Al levantar los ojos encontré un gato muerto colgando del techo, enredado en un amasijo de cuerdas y de hilos. Me detuve a mirarlo y me llené de tristeza; era pequeño y bello, gris y sedoso. Probablemente había muerto agotado tratando de desenredarse de aquellos hilos. Si hubiera llegado antes lo habría podido salvar, pensé, qué lastima. En ese preciso momento él hizo un mínimo movimiento: abrió y cerró un ojo. Estaba vivo. Lo bajé de inmediato; aún respiraba, y lo dejé descansar y recuperar fuerzas sobre el piso, pero cuando apareció otro gato gris a disputarle el territorio el recién rescatado se fue corriendo hacia la calle. Entre las veredas lo estaba buscando cuando desperté; pensaba llevarlo a mi casa, aunque era consciente de que ya tenía un par de gatos y aquello iba a ser una locura.

Cuando abrí los ojos alguien se quejaba a mi costado: era Matilda, que quizás soñaba con haber encontrado a una humana abandonada y fantaseaba con la posibilidad de traerla para la casa.

Prendí la computadora, encontré y respondí mensajes, comenté cosas y guardé fotos para compartir en el día, cuando todos estuviéramos vivos. Volví a cerrar los ojos, y ya no estuve segura de haber realmente despertado. ¿Dónde está el límite entre lo real y lo aparente? El inconsciente no sabe de distancias, puede ser tan real un sueño como el juego de las palabras en el ahora o el revoloteo de las imágenes en la memoria.

Apenas me vio abrir los ojos Matilda fue a ocupar su lugar a mi costado exigiendo mimos. Mientras le tocaba la cabeza, por un instante de iluminación, el universo entero estuvo entre mis dedos, y entendí que el amor es uno solo, no importa hacia quién, cuándo o en dónde. Somos un átomo de dios, una minúscula porción de la energía que crea y fluye, que cambia y permanece. Somos un pequeño átomo que ha olvidado su condición divina y se cree fugaz y olvidable, pero no. Quedan las huellas, queda la energía, queda la memoria de la vida, siempre, dispuestos a abrir de repente un ojo que en medio de un apocalipsis de sombras nos mira y dice “aquí estoy”.

La segunda parte del 2020 comienza con un miércoles frío, ventoso, inclemente. Las noticias se meten en el alma y la llenan de agujeros. No hace falta recordarlas, todos las hemos escuchado, como nos llegan a cada rato las señales de los pasos hacia atrás que estamos dando en derechos, humanidad, empatía. Cada día es algo nuevo, cada día el horror y la incomprensión son renovados.
En medio de este escenario vuelvo a estar frente a un grupo de personas en el IAVA. Los que durante meses habían sido rectángulos negros en la pantalla de la computadora resulta que vuelven a tener ojos, sonrisas, voces. Otros son completamente nuevos para mis oídos, que solo los habían visto un par de veces antes de que el mundo dejara de ser lo que había sido.
No es una vuelta heroica, ni mucho menos. En la primera hora arranco lenta, tal vez por la falta de costumbre de hablarle a ojos con tapabocas. Me olvido de llevar al salón el frasco de alcohol en gel, no paso la asistencia a la tablilla y le digo a una persona el nombre que tenía antes. Torpe, torpe, grita mi cerebro, mientras para el mundo exterior el rostro sonriente continúa hablando de Idea y la generación del 45’. Después me voy aflojando, reencontrando la voz de la presencia.
Les pregunto qué hicieron en este tiempo y me cuentan de series, de libros, de clases por zoom de francés, de lengua de señas, de ballet. Hablamos de Idea Vilariño, les leo poemas, charlamos del valor del arte como camino para la liberación de la angustia y discutimos cuánto tiempo tiene uno que darle a un libro (o a una serie) antes de decidir que no es para nosotros, al menos por ahora. Están helados; todos están helados. Me sale el maternalismo que no tengo y aconsejo que se abriguen, que se cuiden, que se dejen de mediecitas de verano, aunque demasiado sé que no van a darme bola, porque yo también me helé como estudiante en este liceo, y antes muerta que fuera de onda. Les cuento que Idea dio clases en el IAVA, y que miren qué bueno sería si en el futuro hay una profesora de Literatura que les lee a sus alumnos, en ese mismo salón, un poema escrito por alguno de ellos.
Cuando salimos hay un chico que me espera para pedirme que por favor lo llame por el segundo nombre, que el primero no le gusta. Ahí recién empiezo a sentir que poco a poco, a paso de caracol y con la agilidad de una oruga, vamos volviendo a la normalidad. Quién sabe cuánto demore en aparecer la mariposa, pero sus colores están ahí, esperando a ser lucidos.
Y en eso estamos.