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domingo, 29 de septiembre de 2019

Escenas de fin de semana



Viernes, siete de la tarde. 
La Plaza Independencia explota de colores, risas y alcohol. Hay cuatro filas de puestos ofreciendo cosas diversas para la venta, en tanto que a los costados varios grupos de gurises bailan y saltan al son de una música electro que viene no se sabe de dónde. Los camiones de la fiesta avanzan casi vacíos, con solo un par de figuras aburridas recostadas en la carrocería, mirando al resto desde la distancia, como quien ve un grupo de vacas pastando en el campo. Las travestis altísimas, flacas y hermosas, cruzan la calle en monopatín, caminan desabrigadas enfrentando al viento o desfilan orgullosas sobre sus tacos aguja de quince centímetros. Una chica finge que me va a dar un prendedor con los colores de la diversidad y ya me lo está poniendo en el saco, cuando pide una colaboración de cien pesos y desisto del regalo. 
_ ¡Qué lindo tu buzo!- me dice una señora, admirando las franjitas y los pompones de lana con los colores de la diversidad. 
_ No lo uso desde la marcha del año pasado- debí decirle, pero solo sonrío y sigo mi camino entre la masa de gente cada vez más compacta.
_ ¡Sacame una foto así, brillando!- pide un adolescente a otro que responde “ahre” y obedece. 
Encuentro a una amiga sacudiendo el borde de la enorme bandera a punto de desfilar por 18, la deja en otras manos y empezamos a recorrer los caminos de la plaza. 
_ No podemos perder esto- me dice. – Esta alegría, esta libertad, esta fiesta. Si ganan ellos se nos viene la noche. No podemos perder.- Y me regala un autoadhesivo blanco, rojo y azul para pegar en la ventana.
En ese momento explotan los fuegos artificiales: todos gritan y aplauden.
La marcha ha comenzado.



Viernes, nueve de la noche. 
Soy la última en llegar a la reunión familiar en el edificio de una tía. Me reciben con total oscuridad y gritos, cual si fuera una fiesta sorpresa, y al instante me doy cuenta de que a simple vista solo ubico a la mitad de las personas de la familia, aunque luego de un rato voy trazando líneas imaginarias entre los rostros, los nombres y las historias. 
_ ¡Qué lindo tu buzo!- dice una de mis primas evangélicas, y otra, Testigo de Jehová, agrega: - Estás con los mismos colores del Antel Arena. 
Miro por la ventana: estamos en un décimo piso y a lo lejos se ven las franjas coloridas del edificio, destacado en medio de las luces y siluetas oscuras de la ciudad. 
_ Es que vengo de una marcha…
_ Sí, ya sé- acota una de las jóvenes, y nadie hace más preguntas. 
Mientras transcurre la cena participo con una parte de mi cerebro, y con la otra voy observando los hilos que unen a esta familia. Venimos de una estirpe de costureras, así que la metáfora está muy bien empleada. 
Todos los hombres, excepto el asador, pasan la mayor parte del tiempo sentados, esperando a ser servidos. Nunca hablan de nada serio, y apenas tiran de vez en cuando algún que otro chiste previsible, sin moverse de sus lugares. Las mujeres (cada vez más rubias) llevan el ritmo de la charla, controlan a los niños, reparten el alimento, ordenan los juegos y deciden los tiempos. Siempre hemos sido mayoría, y lo sabemos. Los abuelos tuvieron cinco hijas, ellas seis nenas y un varón, y en la generación siguiente la proporción fue de diez a dos. Hay un montón de novios y maridos, pero el eje de esta familia es femenino.
Sigo escuchando el concierto de voces y risas, mientras circulan las botellas de refresco entre las mesas. Nadie toma alcohol en nuestras fiestas.
Todos, menos yo, son profundamente religiosos. 
Todos, menos yo, siguen casados en primeras nupcias desde tiempos inmemoriales. 
Todos con hijos, todos carnívoros, todos participando en el grupo de whatsapp.
Solo yo frenteamplista, profesional, viviendo sola, diversa. 
_ Prima, ¿te acordás de los cuentos de la casa de los abuelos? Parece que los que viven ahora también ven fantasmas.- acota de pronto Lourdes, ante lo cual la tía Esther de inmediato pone cara seria y la corrige:
_ No señor, no ven fantasmas. Solo escuchan voces. 
_ ¡Es lo mismo! ¿Y dónde las escuchan?
_ Donde antes estaba tu cuarto. Ahí ahora ellos hicieron un patio con parrillero.
_ ¡Pah! ¡Qué loco, siempre en el mismo lado! Yo vi a la mujer de blanco una vez, en ese lugar. ¿Nunca les conté? 
Las primas se pierden en historias de fantasmas reales e imaginarios. Mientras todos dan cuenta del asado y los chorizos, yo me voy comiendo uno a uno los bocaditos de brócoli que compré antes de venir en el supermercado de la esquina. Después me quedo un rato con la mirada perdida en los colores del Antel Arena, antes de integrarme de nuevo y por un rato a la marea de las charlas y las historias.





Sábado de tardecita. 
Rambla de Pocitos. Blancos con banderas. Parejas, niños y perros caminan o están tirados en el pasto, mientras se esconde el sol tras los edificios. 
Camino por la arena, que se va llenado de rocas, piedras y bolsas de leche infladas como almohadones de nylon a la orilla del agua ennegrecida por la bajante. Nadie limpia la playa, por ahora. Algunos restos del viejo hotel asoman a intervalos regulares: diez o doce tocones de madera, cuadrados, de unos treinta centímetros de altura, tapados de musgo y mejillones. 
Levanto la cabeza, veo a varias personas revisando entre las piedras en busca de algo, nadie sabe qué. 
_ ¡Mamá, encontré otra moneda de cincuenta centésimos!- grita una nena que corre por la orilla.
Me pongo yo también a buscar cosas, pero está cayendo la noche y no encuentro nada, o casi nada. Un viejo collar de tres vueltas con un par de hilos rotos que siembra de perlas blancas las rocas circundantes, y el pedazo de un plato antiguo fileteado en azul que me guardo en el bolsillo de la camisa. 
Las palmeras se relejan en el agua sin olas de la orilla. Se encienden las luces de la rambla. Ya es hora de cambiar la arena por la vereda, postergando los improbables hallazgos de la vieja Montevideo hasta la próxima tarde de bajante.




Domingo, once de la mañana. 
Un padre y su hijo van conversando en el asiento de atrás en el bus. Charlan sobre lo lindo que es salir de mañana cuando hay sol, del partido de ayer dirigido por Maradona y de lo que hizo el Gordo Fierro en el cumple de su hermana.
Una hermosa escena familiar, que me llega a través del sonido de sus voces. El hombre no vive con el chico pero disfruta de compartir con él sus intereses y de dejarle una enseñanza de vida a través de las palabras. El gurí mete de vez en cuando algún bocado, con tono admirativo. Debe tener unos diez o doce años a juzgar por la voz, que al principio creí que era la de una nena.
_ Ah, yo es lo que tengo- escucho al padre de pronto y tiemblo, porque nada bueno puede venir después de esa frase.
_ Yo puedo ser violento con cualquier hombre. -prosigue con orgullo- Yo me doy contra cualquiera, pero menos con un hijo. Ni contigo ni con el Lolo. Ni con tus amigos tampoco; con ustedes no podría. Pero con los demás, sí: puedo ser violento con cualquier hombre, si hace falta. Yo es lo que tengo.
Cuando llega mi parada, y bajo del ómnibus los miro de reojo: el padre ya cambió de tema, ahora le está mostrando al chico un par de fotos en el celular. La semilla de la violencia ha sido sembrada.






Domingo al mediodía.
Playa con sol y sin viento. Gentes adelantando el verano, perros, niños y cometas. Sombrillas. Camino descalza y con los pies en el agua, detrás de un hombre al que no le veo la cara. Lindo físico. Va de sombrero, camisa blanca desprendida y bermuda, con ojotas en la mano. Pelo entrecano. Barba. Buen caminar. Mientras lo sigo pienso qué tal vez tenga mi edad, que en una de esas no le gusta el reggetón y que si anda solo por la playa un domingo al mediodía debe ser que no tiene familia. Por unos minutos el desconocido de adelante es el hombre perfecto, hasta que se pone de perfil y veo que tiene más de sesenta años. 
Devenido en sexagenario, el antes hombre perfecto de pronto detiene su paso, se quita los lentes de sol y le habla a una chica de unos veintipico, de calza y musculosa roja, que estaba sentada en su pareo realizando ejercicios de estiramiento. No escucho el principio de su alocución, pero por su gestualidad intuyo algo del orden de “qué bueno es eso, hacer ejercicio, el aire libre, la playa”.
_ Sí. – responde ella sonriendo, antes de agregar con tono caribeño: _ Esto es muy bueno, io vengo aquí todos los días.
_ Lo sé, porque te he visto.- aclara el hombre, acercándose, a lo que la joven responde que sí, que ella también lo ha visto pasar otras veces. 
A esa altura los dialogantes de la arena van quedando lejos, a mi espalda, y pronto dejo de escucharlos. 
Sigo caminando con los pies en el agua. 
El hombre perfecto no existe, y yo no voy a volver a tener veintipico. 
Mierda. 

sábado, 7 de septiembre de 2019

Setiembre 2019




El padre y su hijo van conversando en el asiento de atrás en el bus. Charlan sobre lo lindo que es salir de mañana cuando hay sol, del partido de ayer dirigido por Maradona y de lo que hizo el Gordo Fierro en el cumple de la Charo.
Una hermosa escena familiar, pienso. El hombre se ve que no vive con el chico, pero disfruta de compartir con él los intereses y de dejarle una enseñanza de vida a través de sus palabras. El gurí mete de vez en cuando algún bocado, con tono admirativo. Debe tener unos diez o doce años, a juzgar por la voz, que al principio incluso creí que era la de una chica.
_ Ah, yo es lo que tengo- escucho al hombre de pronto y tiemblo, porque nada puede salir bien después de esta frase.
_ Yo puedo ser violento con cualquier hombre. -prosigue con orgullo- Yo me doy contra cualquiera, pero menos con un hijo. Ni contigo ni con el Lolo, ni con tus amigos tampoco. Con ustedes no podría. Pero con los demás, sí: puedo ser violento con cualquier hombre, si hace falta.

En eso llega mi parada, y cuando bajo del ómnibus los miro de reojo: el padre ya cambió de tema, ahora le está mostrando al chico un par de fotos en el celular. Una hermosa escena familiar de transmisión de enseñanzas, donde la semillita de la violencia queda sembrada en tierra fértil, regada con la admiración hacia la figura paterna y calentada al influjo suave del sol de la mañana y el afecto compartido.

Contame qué educación o qué terapia le sacan al gurí este mandato de la cabeza. Y contame cuánto de cierto hay en este “pero menos con un hijo”.


Feliz domingo, mis amores. Saludos a todos, especialmente a los que ya se dieron cuenta de que la violencia no es el camino, bajo ninguna de sus formas. Ninguna de sus formas. Y ya saben a qué me refiero.




Háganme caso: No vayan a Brasil.
Y si van, no recorran puestos de comida.
Y si lo hacen, corran de la zona de dulces.
Y si van a la zona de dulces, no compren cocada cremosa.
Y si compran cocada cremosa, prepárense para iniciar una relación tóxica para el resto de sus vidas.
Y si caen en las garras de la cocada cremosa y van a Brasil avisen, que quiero un par de frascos.


Sábado por la mañana. Centro de Florianópolis. Los mercados de semillas, dulces y galletitas me estaban cercando de manera irreversible, y yo trataba de zafar de ellos perdiéndome en el mar de personas que realizaba las compras del fin de semana, cuando me llamó la atención una cosa blanquita, en el piso. Parecía una piedra pulida. Estaba semienterrada entre las piedras y la tierra de la calle, así que escarbé un par de segundos, y la saqué.
Era una muela.
Era una muela intacta y humana, con sus raíces enteras, relucientes. Por un momento no supe qué hacer con ella, e incluso no estaba segura de que su carácter humano, así que me la guardé en el bolsillo mientras decidía su destino entre mis manos.
Ya en el ómnibus jugué un ratito a decir que me llevaba conmigo el espíritu del muerto; el tipo de juegos que una hace cuando está rodeada de personas y son las dos de la tarde, pero en la siguiente parada opté por la lógica y la tiré a la basura.
La primera noche, ya en mi casa estaba frente a la computadora, distraída, cuando algo me hizo saltar de la silla.
Eran las nueve y media de la noche, mis dos gatos dormían y el barrio estaba tranquilo y silencioso. A mí se me había dado por pensar que aquello de la muela tenía que haber sido asunto de brujería, y ya andaba mirando para todos lados, cuando escuché una voz a mi costado. Y no era cualquier voz: era una voz conocida.
_ ¡Ciencia! ¡Ciencia! ¡Ciencia!- gritó, invisible, mi amiga Cecilia a mi costado.
Miré alrededor: aquello ni tenía pies ni cabeza. ¿Por qué Cecilia (que vive en Minnesota) se me iba a aparecer en forma de sonora e insólita invocación a la ciencia? ¿Es que la muela del muerto había despertado extrañas conexiones energéticas, y mi casa se convertía en un portal de absurdas sobrenaturalidades?
Dos segundos después el dispensador de comida de los gatos empezó a echar pastillitas sobre el plato, y todo volvió a tener sentido.
Algo había quedado trancado en el aparato en la semana que no estuve, y parece que los últimos días Matilda y León se habían quedado sin ración, hasta que revisé el mecanismo y lo volví a la normalidad. Es un buen dispensador, incluso viene con la posibilidad de grabar la voz del dueño llamando tres veces al animal antes de largar la comida. Se ve que cuando Cecilia me explicó su funcionamiento me dijo algo de que “esto no tiene ninguna ciencia”, su última palabra quedó grabada y la activé sin querer mientras destrancaba el aparato, ese mismo día, por la tarde.
Miré a mi alrededor: los dos gatos seguían durmiendo, y el señor de la muela al parecer había decidido no hacer reclamos, así que estábamos en paz, y ya podía volver a mi computadora.
Pero por un momento...



Autoficción de primavera

Yo nunca pensé hacer algo así, señor juez, se lo juro. ¿Cómo iba siquiera a imaginarme que era capaz de llegar a una cosa semejante? Siempre he sido una persona tranquila, que se lleva bien con los adolescentes.

Es verdad que cuando los de la agencia de viajes me dijeron que en el ómnibus a Brasil iban unos gurises temblé, por un momento, pero caí como un chorlito cuando me aseguraron que los de este colegio eran re tranquilos, de la planta.

De la planta de algún alcaloide, les faltó decir.

Cinco horas, señor juez, cinco horas llevaban los veinte promitentes egresados del Colegio Bethesda cantando con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones de 17 años. Todo el repertorio cumbioso y regetonero imaginable, señor juez. Con palmas, señor juez. Bailando por el pasillo, señor juez. Con sus dos profesores de veintipoco cantando como otro gurí más, señor juez. Cinco horas, cinco fucking eternas interminables infinitas horas de gritos, cantos, palmas y alaridos, señor juez.

Y todavía faltaban trece horas para llegar a Florianópolis, donde iban a quedarse en el mismo hotel que nosotros. Pared de por medio. Seis días y seis noches, antes de iniciar las dieciocho fucking eternas interminables infinitas horas del regreso, compartiendo otra vez el espacio y el tiempo.

Por eso lo hice, y lo volvería a hacer, señor juez. Sé que estuve mal, pero no pretendo disculparme. Que la justicia dé su veredicto, señor juez. Estoy en sus manos.




La zona del castillo del Parque Rodó era un desierto con puestos de comida cuando llegamos mis dos amigos y yo ayer, a la una y media de la tarde. El sol picaba lindo, y lo primero que pensé fue que el agua del lago estaba podrida y llena de cosas flotantes, aunque después de mirarla de cerca parece (parece) que una isla amarronada que flotaba en su superficie no era un rejunte de hojas secas sino de plantas acuáticas. Uno de mis amigos opinó que aquello eran camalotes, por decir algo que sonaba a genérico, pero no, no eran. De las profundidades del agua verde limo emergían dudosas burbujitas, que no terminamos de definir si eran señal de vida animal o gases producto de la descomposición de hojas y raíces. Y así comenzamos nuestro paseo.
La idea era ver un rato de llamadas al aire libre, y no fue hasta media hora después que googleamos el horario de inicio y vimos que nos habíamos equivocado y empezaban dos horas más tarde, así que comimos, remoloneamos y caminamos por la rambla como gente sin tiempo. Después hubo recorrida por el castillo, encuentro con conocidos y fotos del paisaje natural y humano, hasta que la cosa empezó a moverse, y nos instalamos en el cantero del medio de Herrera y Reissig a ver pasar las comparsas.
A nuestro lado había una familia numerosa, consistente en cuatro adultos y seis gurises que todo el tiempo pedían plata para ir a comprar tortas fritas. La viejita, en particular, era todo un personaje. Pequeña como un duende, de pelo blanco y arrugas milenarias, fumó un cigarro tras otro y se bailó todo, imitando incluso el paso hacia atrás de algunas bailarinas que se habían adelantado mucho en la coreografía y retrocedían al encuentro de sus tambores.
Las llamadas de primavera son distintas a las de carnaval, no solo por el número de integrantes de cada grupo sino por el vestuario, el maquillaje y la distribución de los roles. Hubo pocos bailarines (varones), casi nada de bastoneros, estrellas y lunas, aunque antes del desfile sí se pudo ver un cabezudo (uno solo), un pelado de ojos claros que recorría las veredas con los cuatro dedos de la mano levantados en señal de invitación para fines de octubre.
Casi eran las cinco de la tarde cuando comenzó el movimiento. Pasaron como 15 comparsas, de las que solo vimos las siete primeras. La Rodó era la que organizaba, abrió la marcha y desfiló impecable. Detrás venía Balele, que es una comparsa de ciegos e inclusiva que yo ya había visto en febrero. Algunas bailarinas venían acompañadas por sus guías, vestidas de negro, y entre los tambores había dos o tres ciegos y algún chico con síndrome de Down. Desfilaron con bastones, con muletas, con lentes negros, con alegría, con ganas, con gracia y entusiasmo. No tenían banderas, pero cuando los porta banderas de la Rodó terminaron de recorrer las dos cuadras del desfile volvieron sobre sus pasos y se pusieron al frente de Balele, a la que acompañaron desde la mitad hasta el final su recorrido. Después que terminaron de pasar demoré un rato en mirar a mis amigos, hasta que se me fueron las lágrimas de los ojos. Qué cosa la emoción, che. Una que es tan dura para llorar por lo propio y se desmorona así, de la nada, en mitad de la fiesta ante la grandeza ajena. No miré a los costados, pero no debo haber sido la única.
Las comparsas continuaron apareciendo, pasando, atronando, alejándose. La viejita de al lado siguió bailando y prendiendo un cigarrillo atrás de otro, mientras sus gurises comían tortas fritas. Yo me enamoré de la mitad de los tamborileros y salí encantada con las mujeres de todos los tamaños y de todas las edades que desfilaron orgullosas bajo el sol de la avenida.
Buena manera de comenzar las vacaciones.




Viernes previo a vacaciones de primavera en el CeRP. Mis alumnas de la tarde adelantaron el asueto y volaron en masa este mediodía hacia sus pueblos, aunque lo hicieron con previo aviso.
No hay casi nadie en la vuelta, pero mi trabajo implica cumplir el horario y marcar la salida a la hora del final de la última clase. Mis compañeras de departamento están de congreso en Montevideo, así que soy la dueña de la mesa, el aire acondicionado y todas las tazas de café.
Como quedan aún 50 minutos antes de marcar la salida, en cierto momento me tiro al sol en la soledad del banco del Paseo de Lectura, al fondo del edificio, a ver si por lo menos cazo un lagarto o un pajarito con la cámara pero no, nada. Solo escucho a los niños de jardinera de la escuela de al lado, en el recreo, que dicen cosas como:
_ Tu novia es la más fea.
_ ¡Qué va a ser, la tuya es fea, la mía es linda!
A mis espaldas escucho de vez en cuando algo como pasitos entre los pastos, pero no logro ver al bicho que los produce. Capaz que es una apereá. Algo hay. Me instalo en el banco del frente, por las dudas, y en eso veo que los gurises de la escuela están excitados, llamando a una maestra y agolpados contra el alambre que los separa del CeRP.
_ ¡Se mueve, mirá, se mueve!
_ ¡Está viva, aaaah!
_ ¡Maestraaaaa!
Paro la oreja y me concentro en ellos. Ahora están elaborando hipótesis:
_ Está re gorda, y es negra. ¡Debe ser una mamba negra!
_ ¡No es una mamba, tarado, es una boa!
_ ¡Maestra, la víbora se está moviendo!!
_ ¡Ahí se va, mirá, se está yendo para ese lado!
“Ese lado” era el CeRP, justo justo en el momento en que me acordé que tengo que poner al día la libreta electrónica, así que tuve que salir del patio y volver a la tranquilidad sin ofidios del departamento de Literatura.
Cosas que pasan.
En un rato salgo rumbo a la parada, mirando para abajo, por las dudas. La primavera viene brava por estos lados, pero no esperen fotos, porque mi celular no las saca bien si yo voy corriendo.
Buenas tardes. Que les sea leve el viernes 13 y (para aquellos a los que corresponda) felices vacaciones.




Qué crisis jodida la nuestra. No damos más. Miles de uruguayos huyen del país, la cola de afuera para subir al Colonia Express llega hasta la puerta del medio de Tres Cruces, y la de adentro otro tanto, e incluso pusieron un bus que está embarcando en la vereda de Goes. No se puede creer, a mí no me engañan. Esto es culpa del Frente.




Cuando pasé hoy de mañana por la vía y miré en busca de las amapolas solo vi un mar verde de tallos al viento, pero hace un rato fui por ahí otra vez y vi que no, no eran solo tallos: algunas flores sobrevivían. Pero, ¿por qué habían pasado del casi rojo al casi blanco?
Me metí a sacar fotos entre los yuyos y cuando volví a la vereda había un hombre parado mirando lo que hacía. Robusto, el hombre; una especie de versión levemente rejuvenecida del Colorado de Omar Gutiérrez.
_ Ya murieron todas las amapolas- me dijo, con cara de tristeza.
_ Sí, quedan pocas... - respondí. Lo que no entiendo es por qué se pusieron de este color, ¿qué habrá sido?
El Colorado me miró, volvió a mirar las amapolas y dijo:
_ Es por el mata yuyos.
Claro, eso explicaba las matas de yuyos quemados y ennegrecidos que había pisoteado para llegar a la foto.
_ Pah... Eso es terrible para los bichos... Los perros, los gatos...
_ Sí, es. Pero el vecino de ahí siempre tira mata yuyos y no hay quien lo haga entrar en razón.
_ Horrible. Ta luego.
_ Ta luego.
Y me fui a sacar las fotocopias que necesitaba. Cuando volvía vi que aún quedan dos o tres amapolas de anaranjado furioso, escapadas del matayuyero, en la vereda de enfrente.


Salgo de casa temprano, pero de día. Matilda se queda en la cama grande, ya por iniciar la primera de sus siestas matutinas post atún. Mientras cierro la puerta viene a saludar la gata Juancha, la vecina, desperezándose feliz bajo el sol de las siete. Media cuadra más adelante siento pasos y me doy vuelta: Tamara está cada día más gorda. Su piel se siente fría al tacto, consecuencia de su decisión de dormir en la vereda, porque cuando los vecinos le hicieron una cucha ella ni la miró y nunca quiso meterse. Voy un poco apurada pero acaricio su cabeza, le aseguro que ya va a volver el calorcito y sigo caminando. Ella se queda moviendo la cola. Cuando casi llego al Salón Comunal, sorpresa sorpresa: el gato León, mi viejito, instalado como dueño y señor en la vereda, a una cuadra de casa. Lo saludo como diciendo “¡mirá vos!; él me mira sin moverse, con sus ojos acuosos por la edad, pero digno. Sigo caminando: unos metros más adelante es momento de traicionar a Tamara con Isis, mi otra perra de pasada. Isis tiene los ojos claros y la sonrisa inquieta; corretea y salta a mi alrededor mientras le hago unas fiestas y retomo el rumbo. Ya cerca de la parada me persiguen unos maullidos y me detengo un instante: es la gata nueva, que todavía no sé cómo se llama, pero desde hace varios días me acompaña, saludando a mis piernas y maullando bajito. 
En el interín, me he cruzado con cinco o seis personas de la cooperativa, con algunas de las cuales intercambio un “hola” o un “buen día” distraído. Vivo en el barrio desde el siglo pasado, pero aún no los ubico.
Cada uno tiene sus prioridades.




Gurises uniformados de dos colores tomando vino de caja por la calle. Gurises uniformados de tres colores haciendo la guardia frente a su club. Adultos con uniformes camuflados apostados a las puertas de los bancos. 
Qué querés que te diga. Prefiero a mis gatos de dos colores tomando sol en el fondo.
#PorFuera




Plantas. Bolsas de comida para perros. Espejitos.

_ ¿A ver? ¡Aaaah!- dice una chica, y se zambulle en un libro que miro de reojo: “Manual práctico de normas laborales”.

Comida venezolana. “Brownis”. Quesos.

_ Este es el mejor regalo que le podés hacer a alguien: un libro.- dice un hombre a mi costado.

Música. Piedras. Un enmascarado bailando a la puerta de su tienda.

_ Y el Dani? 
_ ¡El Dani soy yo! 
_ No, yo digo el otro Dani.
_ Ah.

Juguetes. Revistas. Tamboriles.

_ Todo ha cambiado Antes una persona era flaca: “uh, qué horrible, está enferma!”. Y ahora...

Regalamos perritos. Todo a 100. Tiro los buzios.

_ Mi hijo más chico se compró una moto; ¿cómo le va a ir?

Fósiles sobre una mesita. $700 por seis placas unidas de gliptodonte, $500 por tres.


Y así.





Cafecito post almuerzo en el patio. Creo que la última vez que hice una comida al aire libre en mi casa tenía diez o doce años. ¿Será que me cuesta moverme de las rutinas? ¿Qué otras cosas no estaré haciendo, no porque no pueda sino por simple programación inconsciente? 🤔


(Sí, los adictos nos justificamos de múltiples maneras y el café se disfruta en cualquier parte, pero ese no es el tema) 🍮