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domingo, 29 de septiembre de 2019

Escenas de fin de semana



Viernes, siete de la tarde. 
La Plaza Independencia explota de colores, risas y alcohol. Hay cuatro filas de puestos ofreciendo cosas diversas para la venta, en tanto que a los costados varios grupos de gurises bailan y saltan al son de una música electro que viene no se sabe de dónde. Los camiones de la fiesta avanzan casi vacíos, con solo un par de figuras aburridas recostadas en la carrocería, mirando al resto desde la distancia, como quien ve un grupo de vacas pastando en el campo. Las travestis altísimas, flacas y hermosas, cruzan la calle en monopatín, caminan desabrigadas enfrentando al viento o desfilan orgullosas sobre sus tacos aguja de quince centímetros. Una chica finge que me va a dar un prendedor con los colores de la diversidad y ya me lo está poniendo en el saco, cuando pide una colaboración de cien pesos y desisto del regalo. 
_ ¡Qué lindo tu buzo!- me dice una señora, admirando las franjitas y los pompones de lana con los colores de la diversidad. 
_ No lo uso desde la marcha del año pasado- debí decirle, pero solo sonrío y sigo mi camino entre la masa de gente cada vez más compacta.
_ ¡Sacame una foto así, brillando!- pide un adolescente a otro que responde “ahre” y obedece. 
Encuentro a una amiga sacudiendo el borde de la enorme bandera a punto de desfilar por 18, la deja en otras manos y empezamos a recorrer los caminos de la plaza. 
_ No podemos perder esto- me dice. – Esta alegría, esta libertad, esta fiesta. Si ganan ellos se nos viene la noche. No podemos perder.- Y me regala un autoadhesivo blanco, rojo y azul para pegar en la ventana.
En ese momento explotan los fuegos artificiales: todos gritan y aplauden.
La marcha ha comenzado.



Viernes, nueve de la noche. 
Soy la última en llegar a la reunión familiar en el edificio de una tía. Me reciben con total oscuridad y gritos, cual si fuera una fiesta sorpresa, y al instante me doy cuenta de que a simple vista solo ubico a la mitad de las personas de la familia, aunque luego de un rato voy trazando líneas imaginarias entre los rostros, los nombres y las historias. 
_ ¡Qué lindo tu buzo!- dice una de mis primas evangélicas, y otra, Testigo de Jehová, agrega: - Estás con los mismos colores del Antel Arena. 
Miro por la ventana: estamos en un décimo piso y a lo lejos se ven las franjas coloridas del edificio, destacado en medio de las luces y siluetas oscuras de la ciudad. 
_ Es que vengo de una marcha…
_ Sí, ya sé- acota una de las jóvenes, y nadie hace más preguntas. 
Mientras transcurre la cena participo con una parte de mi cerebro, y con la otra voy observando los hilos que unen a esta familia. Venimos de una estirpe de costureras, así que la metáfora está muy bien empleada. 
Todos los hombres, excepto el asador, pasan la mayor parte del tiempo sentados, esperando a ser servidos. Nunca hablan de nada serio, y apenas tiran de vez en cuando algún que otro chiste previsible, sin moverse de sus lugares. Las mujeres (cada vez más rubias) llevan el ritmo de la charla, controlan a los niños, reparten el alimento, ordenan los juegos y deciden los tiempos. Siempre hemos sido mayoría, y lo sabemos. Los abuelos tuvieron cinco hijas, ellas seis nenas y un varón, y en la generación siguiente la proporción fue de diez a dos. Hay un montón de novios y maridos, pero el eje de esta familia es femenino.
Sigo escuchando el concierto de voces y risas, mientras circulan las botellas de refresco entre las mesas. Nadie toma alcohol en nuestras fiestas.
Todos, menos yo, son profundamente religiosos. 
Todos, menos yo, siguen casados en primeras nupcias desde tiempos inmemoriales. 
Todos con hijos, todos carnívoros, todos participando en el grupo de whatsapp.
Solo yo frenteamplista, profesional, viviendo sola, diversa. 
_ Prima, ¿te acordás de los cuentos de la casa de los abuelos? Parece que los que viven ahora también ven fantasmas.- acota de pronto Lourdes, ante lo cual la tía Esther de inmediato pone cara seria y la corrige:
_ No señor, no ven fantasmas. Solo escuchan voces. 
_ ¡Es lo mismo! ¿Y dónde las escuchan?
_ Donde antes estaba tu cuarto. Ahí ahora ellos hicieron un patio con parrillero.
_ ¡Pah! ¡Qué loco, siempre en el mismo lado! Yo vi a la mujer de blanco una vez, en ese lugar. ¿Nunca les conté? 
Las primas se pierden en historias de fantasmas reales e imaginarios. Mientras todos dan cuenta del asado y los chorizos, yo me voy comiendo uno a uno los bocaditos de brócoli que compré antes de venir en el supermercado de la esquina. Después me quedo un rato con la mirada perdida en los colores del Antel Arena, antes de integrarme de nuevo y por un rato a la marea de las charlas y las historias.





Sábado de tardecita. 
Rambla de Pocitos. Blancos con banderas. Parejas, niños y perros caminan o están tirados en el pasto, mientras se esconde el sol tras los edificios. 
Camino por la arena, que se va llenado de rocas, piedras y bolsas de leche infladas como almohadones de nylon a la orilla del agua ennegrecida por la bajante. Nadie limpia la playa, por ahora. Algunos restos del viejo hotel asoman a intervalos regulares: diez o doce tocones de madera, cuadrados, de unos treinta centímetros de altura, tapados de musgo y mejillones. 
Levanto la cabeza, veo a varias personas revisando entre las piedras en busca de algo, nadie sabe qué. 
_ ¡Mamá, encontré otra moneda de cincuenta centésimos!- grita una nena que corre por la orilla.
Me pongo yo también a buscar cosas, pero está cayendo la noche y no encuentro nada, o casi nada. Un viejo collar de tres vueltas con un par de hilos rotos que siembra de perlas blancas las rocas circundantes, y el pedazo de un plato antiguo fileteado en azul que me guardo en el bolsillo de la camisa. 
Las palmeras se relejan en el agua sin olas de la orilla. Se encienden las luces de la rambla. Ya es hora de cambiar la arena por la vereda, postergando los improbables hallazgos de la vieja Montevideo hasta la próxima tarde de bajante.




Domingo, once de la mañana. 
Un padre y su hijo van conversando en el asiento de atrás en el bus. Charlan sobre lo lindo que es salir de mañana cuando hay sol, del partido de ayer dirigido por Maradona y de lo que hizo el Gordo Fierro en el cumple de su hermana.
Una hermosa escena familiar, que me llega a través del sonido de sus voces. El hombre no vive con el chico pero disfruta de compartir con él sus intereses y de dejarle una enseñanza de vida a través de las palabras. El gurí mete de vez en cuando algún bocado, con tono admirativo. Debe tener unos diez o doce años a juzgar por la voz, que al principio creí que era la de una nena.
_ Ah, yo es lo que tengo- escucho al padre de pronto y tiemblo, porque nada bueno puede venir después de esa frase.
_ Yo puedo ser violento con cualquier hombre. -prosigue con orgullo- Yo me doy contra cualquiera, pero menos con un hijo. Ni contigo ni con el Lolo. Ni con tus amigos tampoco; con ustedes no podría. Pero con los demás, sí: puedo ser violento con cualquier hombre, si hace falta. Yo es lo que tengo.
Cuando llega mi parada, y bajo del ómnibus los miro de reojo: el padre ya cambió de tema, ahora le está mostrando al chico un par de fotos en el celular. La semilla de la violencia ha sido sembrada.






Domingo al mediodía.
Playa con sol y sin viento. Gentes adelantando el verano, perros, niños y cometas. Sombrillas. Camino descalza y con los pies en el agua, detrás de un hombre al que no le veo la cara. Lindo físico. Va de sombrero, camisa blanca desprendida y bermuda, con ojotas en la mano. Pelo entrecano. Barba. Buen caminar. Mientras lo sigo pienso qué tal vez tenga mi edad, que en una de esas no le gusta el reggetón y que si anda solo por la playa un domingo al mediodía debe ser que no tiene familia. Por unos minutos el desconocido de adelante es el hombre perfecto, hasta que se pone de perfil y veo que tiene más de sesenta años. 
Devenido en sexagenario, el antes hombre perfecto de pronto detiene su paso, se quita los lentes de sol y le habla a una chica de unos veintipico, de calza y musculosa roja, que estaba sentada en su pareo realizando ejercicios de estiramiento. No escucho el principio de su alocución, pero por su gestualidad intuyo algo del orden de “qué bueno es eso, hacer ejercicio, el aire libre, la playa”.
_ Sí. – responde ella sonriendo, antes de agregar con tono caribeño: _ Esto es muy bueno, io vengo aquí todos los días.
_ Lo sé, porque te he visto.- aclara el hombre, acercándose, a lo que la joven responde que sí, que ella también lo ha visto pasar otras veces. 
A esa altura los dialogantes de la arena van quedando lejos, a mi espalda, y pronto dejo de escucharlos. 
Sigo caminando con los pies en el agua. 
El hombre perfecto no existe, y yo no voy a volver a tener veintipico. 
Mierda. 

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