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viernes, 24 de agosto de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 8)




El primer lunes de Turismo estábamos mi madre y yo en el rancho, cuyo techo seguía sin ser arreglado. El Correcaminos apenas lo había apuntalado un poco, el agujero era cada día más grande y los palos que soportaban el alero le daban tal aire de vulnerabilidad que resultaba patético.

Una tarde andábamos subidas a los bancos en plena operación de inyectar Pentilo a los palos para matar bichos de la madera, mientras cantábamos junto a los Cadillacs que sonaban por Onda Marina: “¡Matador… matador!”, cuando alguien asomó su cabeza por una de las ventanas y casi nos caemos de los banquitos. Era un hombre que quería ver cómo era el rancho por dentro, lo cual sucedía con frecuencia.

Por la noche fue muy interesante ver la luna llena a través del agujero del techo, y debía ser muy tarde cuando, ya dormidas, fuimos de pronto alertadas por unos ruidos en el exterior. Alguien estaba dando una vuelta alrededor del rancho; sus cautelosos pasos resonaban sobre la paja caída de la quincha. Mi vieja enseguida se asomó a una ventana a ver qué pasaba, pero estaba nublado y no se veía nada. Dormimos con la intriga, alertas ante el menor crujido de las maderas. A la mañana siguiente descubrimos el motivo al ver las huellas de una vaca alrededor del rancho. Comenzábamos a comprobar que por suerte no todos los miedos son fundados por estas latitudes.

Microcuento:
Mi madre iba todos los días apenas amanecía a juntar caracoles, antes de que yo me despertara. Ella es aún más lenta que yo, capaz de pasar una hora en media cuadra revisando meticulosamente cada cosa en la arena. Una mañana cuando volvía se cruzó con dos muchachos que le dijeron:
_ Díganos, señora, sólo por curiosidad, ¿cuántos días hace que salió caminando de Aguas Dulces?


Una noche hubo reunión social en La Balconada, aunque en verdad de social no tuvo nada, sino que el motivo fue estrictamente defensivo: nos convocamos los malvinenses de Valizas para discutir qué hacer con respecto a los robos. Muchas propuestas, pocas viables. Se contó que también había habido destrozos, e incluso a la de La Balconada le dejaron una carta que decía: “Somos los mismos de la otra vez. Gracias por reponer lo que nos llevamos. Vamos a volver.”


Tras horas de deliberación y chismeríos varios, decidimos pagarle a un veterano del pueblo que se daría una vuelta todos los días por la playa para avisar en caso de ver algo roto (incluso si el destrozo era producto del clima o el mar), pero quedó claro que no podíamos pedirle que oficiara de policía. Era una especie de liga de reducción de daños, que a la postre no tuvo mucho andamiento, porque el vecino cobraba carísimo, no había seguridad de que cumpliera con su labor y además había que adelantarle la plata o llevársela todos los meses, porque nadie se lo imaginaba yendo al banco de Castillos a retirar su paga. Era muy engorroso y pronto lo abandonamos. Las Malvinas quedaron nuevamente libradas a la voluntad de quien quisiera pasar, y servirse.


Dicho y hecho. En las vacaciones de julio alguien nos avisó que el rancho estaba abierto y allá fuimos, a reparar los daños que hubiera y a dejarlo en condiciones. Mi vieja y yo logramos arrastrar a mi padre, que es hombre de campo y no de mar, para que nos ayudara en las tareas de arreglar y fortificar aberturas. Al llegar vimos que no faltaba nada; solo habían roto una ventana, probablemente para ingresar y pasar la noche. Nos quedamos solo un par de días; fue una excursión relámpago. Yo había pedido prestada la casa de unos compañeros de la Escuela por si no aguantábamos el frío del rancho con el viento helado colándose por todos lados, con el pase libre de la lluvia y la humedad de las frazadas, cosa que en realidad no hizo falta. La casa de ellos es preciosa, en el centro del pueblo, pero nosotros preferimos quedarnos en el 832, con mejor vista a toda hora. Eso sí: nos llevamos de la casa de mis compañeros tres o cuatro de sus frazadas, esenciales en la helada noche que pasamos.


Al otro día nos conmovió la belleza de la duna blanca en invierno y la soledad en general del pueblo fuera de temporada. No vimos ni un alma en todo el día, la playa estaba totalmente desierta. Lástima la llovizna que se largó a la tarde, justo cuando nos preparábamos para ir a devolver las frazadas. Yo no tenía ni un mísero nylon con qué taparlas, así que no sabíamos si era preferible devolverlas medio humedecidas por el camino o dejarlas en mi rancho a merced de los potenciales intrusos. Por suerte hubo una brecha en la llovizna y allá fuimos, a toda velocidad, hasta cumplir con la devolución en buenas condiciones.
Un tiempo después se dio algo digno de ser incluido en el capítulo Cosas Raras de Valizas. Preocupada por el estado del techo y en plena onda control mental, ya en Montevideo, visualicé una mañana el problema solucionado y ese mismo día pasaron dos cosas: la madre del Correcaminos llamó para avisarme que el agujero estaba reparado y de noche, en Bellas Artes, un compañero me dijo que al pasar por el rancho en el jeep había visto que el techo estaba arreglado. Dos fuentes de información por si una fallaba.



El invierno por suerte se fue. Con él poco a poco se fueron diluyendo mis obligaciones laborales hasta que me encontré con una semana entera de diciembre libre y allá arranqué de nuevo, esta vez con una nueva amiga de la Escuela: la Pacha. Fuimos por pocos días, dispuestas a hacer una intensa pretemporada, y ya nuestro arribo al rancho estuvo lleno de sorpresas. En primer lugar el 832 tenía un nuevo look que se veía de lejos, con el alero del techo recortado como un cerquillo, con gran parte del techo de estreno, porque el Correcaminos entendió que el peso sería excesivo siempre y corrigió el diseño de Alfredo para que no se repitiera lo de la primavera pasada.


En segundo lugar la puerta del fondo estaba abierta, y en pocos minutos comprobamos que nos faltaban algunas frazadas y la garrafa de súper gas con la que cocinábamos. Era medio previsible que hubiera entrado alguien en esos meses, casi una certeza, así que no desesperamos, aunque tuvimos que tragarnos un café frío como único desayuno. Al rato conseguimos una garrafa prestada con el Correcaminos y no pensamos más en el asunto, porque el día estaba espléndido.

Al mediodía escuchamos un llamado de Lea, la dueña del rancho de al lado. La Pajarera es un palafito que en alguna época quiso convertirse en cabaña con entrepiso pero quedó para siempre con su estructura a medio terminar.
_ Hola, Mariela, ¿cómo andás? Oíme, ¿vos sabés quién está metido en mi rancho?
_ Sí, hay una muchacha jovencita, ¿no es amiga tuya?
_ No, qué va a ser. Se supone que en La Pajarera no había nadie, llego y me encuentro con un candado nuevo, o sea que no pude entrar.
_ ¿Qué?
Aquello iba tomando ribetes extraños.
_ Como lo oís: me cerraron el rancho. Vení a ver. ¿Tenés algo para que yo pueda romper ese candado? Yo no tengo nada.
Le prestamos las pocas herramientas que nos iban quedando, con una de las cuales logró forzar el candado. Cuando entró, sorpresa, sorpresa: estaba todo ordenado, limpio, con la ropa y las cosas de la muchachita guardadas en la repisa. Todo lo de Lea descansaba apilado prolijamente en un rincón. Pero no sólo eso. ¿A qué no adivinan qué más había? Sí: mi garrafa, las frazadas y hasta unos colchones del rancho de un vecino. La niña se había armado un hogar con todo lo que rejuntó de los ranchos de la vuelta. ¡Criaturita!


Pocos días después volvió la intrusa. Cuando Lea la increpó por ocupar La Pajarera ella abrió sus grandes ojos claros de par en par y respondió que no, no era así, sino que alguien le había dicho que ese rancho estaba vacío.
_ ¿Y las cosas de las otras casas? ¿Por qué te las robaste?
_ No, no, yo no robé nada. Los ranchos ya estaban abiertos cuando llegué. Debe haber sido otra persona.
Más tarde averiguamos algo más de Sarah Kay, como la llamamos por su aire de inocencia angelical. Se había agregado por una temporada en las casas de los artesanos, en “el barrio del Chino”, cerca de mi rancho, con tanta persistencia que para sacarla de ahí tuvieron que darle plata. Sigo viéndola en Valizas cada vez que voy, e incluso hace poco me paró en un almacén preguntándome si me acordaba de ella, como si hubiésemos sido viejas amigas. Se ve que mi memoria es mejor que la suya, porque no creo que tuviera presente este episodio de su adolescencia.


La primera noche que pasamos en el rancho fue preciosa. La Pacha y yo salimos a contemplar el mar desde la playa, bajo un cielo increíble, y más tarde decidimos explorar el nivel de agite decembrino en el pueblo. La playa estaba oscurísima, sin luna. Íbamos de gran charla por la orilla cuando en cierto momento creímos oír algo diferente al acostumbrado rumor del mar... y fuimos esquivadas apenas por un carro con caballos que iba a toda velocidad. ¡Qué susto! Nosotras caminábamos sin linternas en la playa porque así nos sentíamos más valiceras. El carro nos pasó a un metro.


Fuimos a tomar algo al único lugar abierto tan temprano en la temporada: la parrillada La Barra, donde conocimos a unos muchachos muy interesantes que la atendían ese verano y nos invitaron con caipirinha casera. En cinco minutos nos hicimos fans del boliche por el resto de la temporada.


Al otro día, de caminata por las playas que hay pasando las dunas, la Pacha confesó haberse reconciliado con el paisaje de Uruguay después de pasar meses comparando todo lo que veía con la belleza de su adorada Cuba, donde había vivido catorce años. Con lo que no se reconcilió del todo fue con el sol. Se había llevado un bronceador casero que al parecer le daba muy buenos resultados en el Caribe pero que fue inútil para este sur con ozono agujereado. Conclusión: a los tres días de sol valicero ya la pobre parecía un lobo de mar abandonado en la playa; estaba hinchada y de color violáceo. A partir de ahí se cuidó un poco más, pero igual se peló horrible, porque el daño ya estaba hecho.


Otro que sufrió las consecuencias del sol fue Jaime, un compañero de la Escuela que pasaba música en un boliche de La Paloma y había prometido ir por Valizas, pero al no tener la dirección de mi rancho no supo para dónde agarrar, aunque no se hizo demasiado problema. Era temprano, la arena invitaba a una dulce siesta matinal junto al mar, así que se tiró a dormir cerca de la entrada principal. Allí lo encontramos cuando íbamos a almorzar, a eso de las dos, y nos costó reconocerlo; ya no era Jaime, sino un rojo camarón con una botella vacía de cerveza al lado. Fue un triunfo llevarlo hasta Doña Bella, hubo que ir mojándole la cabeza en cada canilla del camino (o sea: dos), e incluso medio se nos desmayó un rato después, hasta que terminamos poniéndole un vaso con agua en la cabeza, por consejo de la gente del lugar.

Pronto nos hicimos habitués de la parrillada. Como éramos casi las únicas mujeres de Valizas en esos días estábamos como reinas; nos preparaban la caipirinha, venían todo el tiempo a charlar, e incluso uno de ellos me mostró un álbum de fotos de Valizas... ¡en el que estaba mi rancho! Es que el 832 es el más lindo del pueblo, no hay vuelta.

Volvimos a Montevideo a dedo, en la parte de atrás de una camioneta, tapadas con pareos por el sol y con cremas en la cara; nuestro aspecto en general debía de ser patético pero estábamos felices y sabíamos que, no bien pasara Navidad, volveríamos a Valizas.

viernes, 17 de agosto de 2012

Encuentro en el piso 8




         Antes de salir de casa me puse un poco de perfume y me lavé los dientes, no fuera a ser que acudiese desprolija a la cita que tenía hoy de tarde en el centro. Ya en el ómnibus traté de calmar mis nervios, pero fue inútil. Siempre salía de su apartamento sintiendo que no quería ir más, que me hacía sufrir, por más que sus intenciones fueran otras. Pero era mi destino, y había que enfrentarlo. Ya hacía dos años de la última vez. Al llegar al edificio el portero, viejo conocido, me miró con cara de “era obvio que algún día ibas a volver”, y yo bajé la cabeza y lo saludé apenas al pasar. Me miré en el espejo del ascensor. No me había pintado los labios porque desde el primer día supe que eso no le gustaba. Más rápido de lo que hubiera deseado llegué al octavo piso y toqué el timbre. Demoró unos segundos que para mí fueron una eternidad, hasta que apareció Mercedes, sonriendo mientras decía:
         _ Pasá, Mariela, adelante. La dentista ya te está esperando.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Se ruega apagar los teléfonos celulares...





Algo raro pasaba ese día.
Había ido con mi hermano a la matiné del Rex, donde por una entrada podías ver tres películas más los dibujitos del principio, pero ese domingo el cine estaba casi vacío. Solo algunas señoras grandes, una nena con trenzas, el loco Heriberto y nosotros dos, pese a que iban a dar la nueva de Cantinflas.
Sobre el final de la segunda empezamos a oír los ruidos. Gritos, bocinazos, explosiones como de fin de año. Valmar estaba un poco asustado cuando lo agarré de la mano y salimos a la calle Sarandí, antes que empezara la película nueva.
No entendimos nada; todo Melo estaba en la calle y la gente se abrazaba, lloraba o se reía a carcajadas. Parecían locos.
_ ¡Señor, señor! ¿Qué pasa?
_ ¡Que ganamos el mundial, botija! ¡Que les ganamos a los brasileros, eso pasa!
Valmar y yo nos miramos. Con la ilusión de la película nos habíamos olvidado del partido. Qué par de nabos.
A los dos segundos nos cayó la ficha.
Y empezamos a gritar como locos.


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Cuando era chico iba al cine tres veces por año: en Turismo, en julio y primavera. El viejo Broadway de 8 de Octubre, a dos cuadras de casa, era el destino de esas salidas de mi viejo y yo. Ahí las opciones eran películas de cowboys, de indios o de los dos.
Ya en el liceo conocí las tardes maratónicas del Flores Palace, tres películas por el precio de una, donde Sandrini se juntaba con Dean Martin y Sofía Loren, aunque nunca dejé  de mirar de reojo al Intermezzo, rey de la misteriosa “Franja verde”.
Luego fue la época del Plaza y el deslumbramiento con The Wall, vista y re vista mil veces. Las tardes en la Cinemateca de Carnelli tratando de entender Solaris. Las charlas en el bar de la esquina. La novia. Los amigos.
Hoy mis hijos van al cine en los Shoppings, y en el Broadway hace años que hay una Iglesia. Siempre que paso por ahí escucho una voz conocida:
_ En este pueblo no hay lugar para dos, Joe…
Pero no hay nadie. Nadie.
Debe ser que me estoy volviendo viejo.



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Reparto de volantes en la puerta de la escuela, preparativos, media cuadra de cola, carrera de obstáculos hasta el mejor asiento, chiclets, risas, comentarios, un Ploc brasilero en el asiento de mi hermana, oscuridad, gritos, tirón de pelo de mi madre para que me siente de una vez, títulos, primeros minutos tranquilos, peligro, nervios, abucheos al malo, silbidos admirativos ante la rubia buena y aplausos para el muchachito, pelea final, beso casto, the end, abrigo, bufanda, guantes. 
Mamá, ¿cuándo vamos a volver?



domingo, 12 de agosto de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 7)





Empezó febrero. Un domingo por la tarde, en el bar “El submarino Peral”, con unas Coca Colas y muzzarellas de por medio, la hermana de Alfredo me bajó quinientos dólares del precio del 832, y cerramos el trato. Habemus rancho.
La transacción se hizo verbalmente, confiando en la honorabilidad de las partes, porque ni hablar de papeles en un pueblo construido totalmente sobre terrenos fiscales. Me quedaba una deuda con mis padres y la urgencia de reparar el rancho como fuera. Ya veríamos cómo.


El primer sábado de Carnaval volví, esta vez con Sandra, mi eterna compañera de salidas en Montevideo. Irse a Rocha en esos cuatro días es un clásico; el ambiente se pone un poco más denso que de costumbre pero la mezcla de fiesta, calor, playa y agite vale la pena.
Llegamos a mediodía, con lo cual la caminata fue un suplicio. Lo peor es la bajada a la playa sobre la calle principal, que es larga y de arena suelta; ya en la orilla la cosa se hace más llevadera.
Desde lejos vimos a mi rancho. Qué lindo sonaba eso. 



Al llegar la situación era desoladora; el techo estaba más caído, se desflecaba por todos lados, las golondrinas entraban y salían como si nada. El Correcaminos no se decidía a arreglarlo y nadie más quería (o podía) meterse con ese extraño quinchado hexagonal del 832, aunque Sandra y yo pronto olvidamos estos “detalles” para pasar un día precioso.


A la noche ella cayó en cama como una piedra y yo me quedé leyendo, gastándome los ojos con una semipenumbra movediza mientras el viento agitaba el fuego de las velas, siempre a un tris de apagarse. Las horas fueron pasando en silencio y mi amiga parecía haberse despedido del mundo hasta la mañana siguiente. Terminé por aburrirme de tanta quietud, y decidí que había que salir. Ya había hecho la caminata sola por la noche en enero, sabía que me daba un poco de miedo pero no demasiado, así que me arreglé, pregunté a mi amiga si quería salir y ante su somnolienta negativa me fui. En el pueblo encontré mucha gente conocida, pero todos se fueron a dormir temprano, sin ver que a nuestro alrededor la cosa iba entrando en ebullición. Volver al rancho resultaría muy frustrante, así que me fui a bailar sola. ¿Quién se iba a dar cuenta de que lo estaba si afuera era una boca de lobo y adentro igual, pero con música? De hecho nadie lo notó. Me divertí, encontré conocidos, hice otros nuevos, volví al rancho con las luces del amanecer y me encontré a Sandra despierta, lamentando no haber ido.
Igual, por las dudas, no volví a ir sola al Gaucho. Capaz que fue suerte de principiante el haber salido indemne, porque ese verano la cosa no pasó de dos o tres peleas por noche pero al siguiente hubo un apuñalado y todo.


Ese fue un viaje relámpago; pronto estábamos volviendo a nuestros hogares montevideanos, aunque, contrariamente a lo que algunos afirmaban por ahí, el verano aún no había terminado.



Había oído muchas veces de los lugareños aquello de que la mejor época para ir a Valizas es marzo, pero hasta ese año no había tenido oportunidad de comprobarlo. Comenzado el mes seguía sin elegir horas en Secundaria y coincidió que mi amiga Laura estaba de licencia, así que estuve un par de días porfiándole para convencerla de ir al rancho, hasta que accedió.
Llegamos en una hermosa mañana de sol y enseguida notamos encantadas el silencio y la paz del lugar. Casi nadie caminaba por las calles, la playa estaba desierta y seguía siendo verano; aquello era perfecto.
Algunas cosas extrañas, sin embargo, llamaron nuestra atención. Al llegar al rancho vimos que alguien había hecho fuego con las tablas que marcaban el camino hasta el pozo, por ejemplo, e incluso había una lata tiznada sobre los restos de maderas quemadas. Cosas mínimas que fueron pronto olvidadas para disfrutar de la playa. A la tarde salimos de caminata. En el rancho con la bandera de Jamaica pintada en las ventanas charlamos con una pareja que había llegado pocas horas antes que nosotras, quienes nos contaron que encontraron su rancho abierto, con evidentes señales de haber sido utilizado como dormitorio esa misma noche. Los intrusos hasta dejaron allí los restos de su desayuno, así que probablemente andarían cerca. Laura y yo nos miramos: primeras señales de miedo en nuestros rostros. Pero eso no era todo. Durante la noche alguien había incendiado un rancho que estaba un poco más hacia Aguas Dulces, del cual aún se veía el humito. Tal vez el fuego fue un accidente o tal vez no, porque después nos contaron que el dueño del rancho antes había denunciado a algún malandra habitual de la zona, así que la venganza existía también como hipótesis. No teníamos mucha pasta de detectives, pero fuimos hasta el lugar de los hechos. Aparte del humo nada quedaba del rancho, convertido en una mancha oscura sobre la arena como si se hubiera esfumado.


Ese anochecer, con las últimas luces, Laura se dio un baño con agua del pozo. Como estaba medio oscuro dejó la puerta entreabierta y desde ahí me gritó para que le alcanzara una toalla seca. En ese momento me llamó la atención un bichito de luz en la pared de La Balconada, el rancho de al lado, pero al mirar detenidamente vi que no se movía y su luminosidad no se apagaba. Me acerqué un poco hasta que comprobé que no había luciérnaga alguna sino un pequeño hilito de luz filtrado a través de un orificio en la pared de la casa. Había gente en La Balconada. No podía ser la dueña, porque hubiera venido a saludarnos, y además nadie llega a su rancho al atardecer para dejarlo cerrado sin ventilar. Ladrones. Tal vez piromaníacos, o una banda de malvivientes con intenciones de conquista...


Huelga decir que esa noche casi no pudimos dormir, aunque nuestros motivos fueron bien distintos: yo esperaba ver en cualquier momento la puerta del fondo volar en pedazos de una patada como en una película de acción, mientras Laura estaba aterrorizada por una tarántula que descubrió en el techo sobre su cama. Por si fuera poco, a eso de las doce, el perro que habíamos adoptado esa mañana se puso a ladrar con todas sus fuerzas en dirección al fondo. Ni se nos ocurrió ir a investigar, lo más que hicimos fue dejar una vela prendida sobre el piso (pese a lo peligroso del fuego en una cabaña de madera) y que fuera lo que fuera.


Ni bien amaneció saltamos de la cama e hicimos una inspección por los alrededores. Se veía un claro rastro de pisadas en el fondo que ayer no estaban. Cierta histeria montevideanensis me fue ganando, así que fui hasta el Súper Barrios a comprar té de tilo. ¡Para qué! Charlando con la gente de ahí me contaron que la mayor parte de los ranchos de las Malvinas estaban abiertos, muchos de ellos robados, y me llenaron de anécdotas referidas a la poca seguridad del pueblo, especialmente en lo que a la costa se refiere. Volví aún más asustada, y en el trayecto comprobé lo que me contaron: por todos lados se veían vidrios rotos, puertas apenas recostadas, cortinas al viento.


Es la típica situación de todos los años. Hay gente que incluso vacía sus ranchos cuando termina la temporada, deja sus cosas en depósito en el pueblo o se lleva todo a Montevideo, porque la costa es territorio de nadie. La policía no interviene, diciendo que no le compete, que es jurisdicción de la Prefectura, pero la sede más cercana de Prefectura estaba en La Paloma, a 50 kilómetros de Valizas. Así roba cualquiera. Por otro lado cada verano hay unos cuantos que se enamoran del paisaje y deciden quedarse a vivir ahí todo el año, sin la menor fuente de ingresos. Tal vez buscan trabajo, pero el invierno en el pueblo es duro; aparte de la pesca no hay mucho más que hacer, y se transforman en un castigo tanto para los turistas como (mucho más) para los pobladores permanentes.


Con uno de los pobladores permanentes justamente tenía yo que decidir ciertas cosas, de manera que allá fui. Encontré al Correcaminos arreglando el techo de un vecino, y le planteé la urgencia de que aceptara recuperar la quincha del mío, aunque omití por el momento contarle que lo había comprado, porque en enero él me había dicho, entre otras cosas:
_ Mira, si lo arreglo es porque es de Alfredo, al que le tengo mucho aprecio. Si fuera de otro ni me meto en ese baile. Además yo ayudé a levantarlo y no creo que nadie por acá se anime a entrarle al techo que tiene-
A él le sobraban trabajos para hacer, dada su proverbial fama de ser tan honesto como rápido y concienzudo. Tal vez por eso se siguió negando por unos días, hasta que una tarde vino de visita y se conmovió ante nuestra desesperación, o quizá le dimos lástima porque se nos había dado por decorar caracoles con óleos y estábamos creando unos adefesios espantosos. El caso es que por fin aceptó, muy a tiempo, ya sobre el final de nuestra corta estadía.


Volvimos a Montevideo, dejando al rancho librado a su suerte. Hasta julio o agosto no le entraron ladrones, así que no fue un mal invierno. Pero yo volví antes.

viernes, 10 de agosto de 2012

De los cuentos "relámpago" del taller literario (sin título):






Yo nunca pensé que eso pudiera ocurrir.
Habíamos ido al cine en el Shopping y a la salida nos demoramos frente a una mesa con pizza y refrescos. La película no había sido buena y pasamos como una hora criticando a los actores, tan bellos como poco creíbles.
A eso de las doce pagamos la cuenta, nos pusimos los abrigos y nos fuimos; éramos los últimos en salir. Quedábamos a esa hora unos pocos clientes en el Shopping además de algunos empleados del cine y del restaurante que se demoraban cerrando las cajas, ordenando, barriendo.
Fuimos como siempre a la puerta que está al costado pero, para nuestra desgracia, estaba cerrada. Probamos con la otra: cerrada también. Nos miramos. ¿Y ahora?
Media hora más tarde ya nos habíamos reunido todos con los empleados, y debatíamos respecto a qué camino tomar. Ya habíamos intentado comunicarnos con el 911 y con nuestras familias pero los celulares estaban bloqueados y sin internet.
El tiempo fue pasando y al final nos venció el sueño. Algunos dormimos sobre los sillones, otros en la plaza de comidas, sobre el piso, donde se pudo. Por suerte el aire acondicionado seguía funcionando así que frío no pasamos.
La luz del amanecer no pudo despertarnos, por lo que fuimos asomando al nuevo día a distintas horas, pero cuando dieron las diez de la mañana y el Shopping seguía cerrado empezamos a preocuparnos en serio.
Fue al mediodía que rompimos el vidrio de la hamburguesería para poder almorzar. A la noche le tocó a una tienda, que nos proporcionó sábanas, frazadas y almohadas.
Hoy cumplimos una semana de encierro, y no sabemos cuánto nos queda. Especulamos todo el día con respecto a qué estará pasando allá afuera que nadie viene a abrir, pero nada tiene base real.
Algunos ya dijeron que no quieren ser rescatados, porque les gusta la vida de Shopping. Yo no sé. A veces extraño a mi familia, a veces no.
Ahora, si me disculpan, me vino antojo de chocolate, y  ya vi que en la confitería hay una torta Diamanta esperando por mí.

viernes, 3 de agosto de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 6)


El verano siguió avanzando. Algunos llegaban, otros se iban, como siempre. Cuando le tocó el turno de irse a Marcelo, Mónica me pidió si les dejaba el rancho solo para ellos por una noche. Yo hubiera accedido, pero ya no me quedaban conocidos en el pueblo, aunque tampoco quería quedarme con ellos en la poca (nula) privacidad del 832. Tras varios intentos fallidos de conexiones neuronales, con quejas de mi cerebro porque no lo estaba usando desde hacía semanas, se me ocurrió una idea: lo que sí podía hacer para dejarlos un rato solos era instalarme en la pizzería de mi amigo Pepe, donde ya habíamos estado varias veces. Una noche con otra amiga incluso lo habíamos ayudado a cerrar el negocio, incluyendo la nada enojosa tarea de terminar los bizcochos que quedaban acompañándolos con un tarro de dulce de leche casero. Él no pondría reparos a que me quedara un buen rato, así que armada de un libro ocupé una mesa y me puse a leer a la luz de una vela, porción de pasta frola y refresco de por medio. Llegué con las últimas luces del atardecer y elegí una mesa pequeña en un rincón. La idea era que a eso de la medianoche Mónica y Marcelo vinieran a buscarme, para volver al rancho los tres juntos a la madrugada.


Ya se había corrido la voz de lo ricas que eran las pizzas de Pepe, y el local pronto se fue poblando de caras y de voces. Venían, se encontraban, charlaban, tomaban, unos se iban y otros llegaban. Una vez, otra. Ahí empecé a entender lo que es la soledad. No tenía un conocido ni por casualidad. El tiempo pasaba y yo seguía leyendo y leyendo. Horas más tarde empezó a darse el proceso inverso: las personas comenzaron a irse, la pizzería fue quedando vacía y los silencios se hicieron cada vez más largos.


Por entonces ya había leído todo el libro, que era de autoayuda pero no tenía un capítulo con indicaciones de “Cómo Superar El Abandono De Sus Amigos En Pepe Pizza”. Habían pasado cinco horas, y nada. Aquello era un bajón. Yo ya andaba medio depre por la partida de Diego, pero traté de minimizar la situación. Charlé un rato con Pepe, lo ayudé a cerrar el local y marché para mi rancho, pero al minuto me volví, porque la noche estaba tan negra que no me animé a encarar la caminata. Le pedí a mi amigo un hospitalario asilo diplomático a lo que él accedió, no sin antes aclararme que no era la única, porque en su rancho ya estaban durmiendo otras tres mujeres, todas ellas esposas de sus amigos.
_ Debo ser muy confiable. -fue su comentario, mientras se las ingeniaba para armarme una cama vacía en la oscuridad. Un solcito, Pepe. Yo lo quería mucho.


A la mañana, ya en el rancho, me enteré de lo sucedido. Mónica y Marcelo se habían quedado dormidos, pobres ángeles. Despertaron a eso de la medianoche y concluyeron que yo seguramente me las arreglaría de alguna manera, así que siguieron con su merecido descanso. ¿Preocuparse por mí, disculparse al día siguiente? En fin. Sin palabras.


Esa tarde fui hasta el único teléfono monedero del pueblo, a contarle todo a mi amiga Laura. Se ve que estuve tan patética que la convencí de venir a Valizas antes de lo previsto, en labor de rescate emocional, porque llegó con su hermana Analía alrededor del veinte de enero. Como era previsible, con su llegada comenzaron a darse algunos roces con Mónica, acostumbrada a acapararme, quien no se había dado ni cuenta del enfriamiento de mi actitud hacia ella a raíz del incidente Pepe Pizza.


El tiempo comenzó a descomponerse, y al primer día nublado la previsible reacción de mis amigas fue enfilar a dedo para el Chuy, donde pasamos la tarde. Era parte del sistema tradicional de salvataje anímico: sumergirse en el polvo, las ofertas y las interminables góndolas de los supermercados brasileros.
Con el consumismo del bagayo, que ese año estaba muy barato, se nos pasó la hora y perdimos el último ómnibus a Valizas. Cuando fuimos a preguntar sólo quedaba un Rutas del Sol que nos dejaba en Aguas Dulces y finalmente lo tomamos, pensando que algún medio de transporte local uniría dos balnearios tan cercanos. Pues, no, no había nada hasta la medianoche, para la que faltaban varias horas. La camioneta roja que llevaba pasajeros hasta el Cabo no viajaba de noche y en caso de hacerlo nos cobraría un dineral, así que, sin otra posibilidad, bajamos las tres a la playa y empezamos a caminar.

Los cinco kilómetros entre Aguas Dulces y Valizas se hicieron cortos para Laura y para mí, que fuimos como siempre trazando planes para el futuro y proyectando cambios de vida. No íbamos muy cargadas, apenas con una mochila cada una, porque la mayor parte de lo comprado lo traíamos puesto. Disfrutamos de la noche, incluso cuando empezó a caer una llovizna tranquila sobre nuestras cabezas. Éramos tres siluetas solitarias en la inmensidad de la playa, y estábamos encantadas. Pero el plural, justo es aclararlo, no incluía a Analía. Analía no hacía planes para el futuro ni elaboraba proyectos de vida, sino que iba sola detrás de nosotras. Venía llorando, como comprobamos cuando le preguntamos cómo andaba y no nos contestó. No me quedó claro si el llanto era por miedo a que la atacara alguna patota agazapada tras las dunas en medio de la oscuridad (mis amigas a veces superan mis neurosis) o si era porque los borceguíes nuevos que había adquirido en el Chuy le venían destrozando los pies. Supongo que las dos cosas pero no estoy segura, porque no quiso hablar ni con Laura ni conmigo, a quienes consideraba culpables de todos sus males.


(Analía no pertenece a este mundo. Quiere caminar por él con sus sandalias de plataforma y sus ropas de Montevideo y uno no puede menos de pensar qué hace en Valizas, cuando todo su ser clama por Punta del Este o por lo menos La Paloma. Verla sacar agua del pozo es un deleite, porque en vez de subir el balde se va alejando, de modo que para cuando aquel está arriba ella se encuentra a cinco o seis metros del pozo y empieza a pedir a gritos que alguien haga algo, mientras derrama en la arena la mitad del agua.)


Llorando o encantadas, el caso es que llegamos al hogar una hora después, y lo encontramos a medio inundar. Eterno problema de Valizas: no hay rancho impermeable. La lluvia solía colarse en el 832 por los marcos de las ventanas, imperfectamente ajustados a las paredes, pero en el verano del 94’ nuestro hogar contaba además con un hermoso agujero en el techo por el cual el agua se deslizaba a raudales. Se ve que Mónica, refugiada en el entrepiso y pensando en su amor allende el charco, no vio lo que estaba pasando abajo, de modo que al llegar encontramos un par de sábanas y varias prendas de vestir ensopadas, además del piso mojado.
_ ¿Me trajeron algo? _fue su primera pregunta luego de echar una mirada a nuestras manos sin bolsas de El Cairo.
Nos miramos con Laura y Analía. No solo no le habíamos llevado nada sino que ni siquiera habíamos pensado en ella en todo el día, pero Analía se compadeció y sacó una bombacha de su mochila.
_ Sí, te elegimos esto. Espero que te guste. Ah, y hay ticholos y bombones, servite.
Nos derrumbamos en la primera cama seca que encontramos, mientras Mónica daba cuenta de las golosinas que amaba pero era incapaz de comprar.


Al día siguiente a primera hora apareció Pancho a visitarnos. Venía muy molesto a presentarnos las quejas por el comportamiento de Mónica el día anterior. En medio de la tormenta él iba a ir al pueblo y se acercó hasta el rancho a preguntarle si quería que le hiciera algún mandado, pero resulta que nuestra “amiga” no sólo no quería nada, lo que no estaba mal, sino que se negó a abrirle la puerta, porque estaba sola. Nos costó un par de horas calmarlo, lo que logramos recién cuando le pedimos que nos contara historias de su vida en Suecia, mostrándonos interesadas en todos y cada uno de los detalles de sus cuentos.

Un par de días después volvió Pancho, esta vez con una porteña con la que estaba saliendo, quien quedó tan impactada con el 832 que me pidió el teléfono de la dueña para comprarlo. Cuando se fue, Laura me preguntó si me había tarado, porque yo tendría que comprar ese rancho que tanto me gustaba, no ofrecérselo a la primera que apareciera. Yo no la tomé en consideración; no tenía muchos ahorros, y el albañil que había consultado antes me había hablado tan mal del futuro de la cabaña que ya había asumido que eso sería tirar la plata, aunque de alguna manera la idea me quedó en el subconsciente. Respecto a la porteña, cuando llamó a Buenos Aires para pedirle plata a su papá le dio ocupado, al minuto se olvidó del tema y puso punto final a las intenciones de compra. Yo me vine a enterar de esta parte de la historia hace poco, leyendo un libro sobre el Francés en el que encontré relatada la situación. Quedé descolocada: nunca me había pasado eso de leer algo que formara parte de mi propia vida, hasta que me di cuenta de que el autor del libro, un tal Francisco, no era otro que nuestro Pancho.


Una tarde en que estaba haciendo una siesta en la hamaca fui despertada de pronto por Analía. En la puerta estaba un muchacho preguntando por la dueña del rancho y se ve que yo era por entonces, si no la dueña, al menos la persona más cercana a la misma, así que lo atendí. Quería pedirnos permiso para hacer un dibujo del exterior del 832, que con su techo caído era un motivo artístico muy tentador. Estuvo un rato en esa tarea, mientras las cuatro mujeres de adentro coincidíamos en que no tendríamos ningún problema para oficiarle de modelos si era necesario. Después vino a mostrarnos su obra, que fue sinceramente elogiada por todas, y se quedó un rato disfrutando de su condición de hombre lindo, aunque con evidente timidez. Estudiaba en el centro de Diseño, incluso era amigo de algunos de nuestros compañeros de la Escuela. Años más tarde nos volvimos a ver, en Bellas Artes, ocasión en que el dibujo del rancho sirvió de oportuna excusa para un encuentro montevideano. Pero esa es otra historia. Al dibujo aún lo tengo.

Poco a poco el tiempo volvió a arreglarse. Decidimos ir las cuatro al Cabo caminando, aunque andábamos un poco preocupadas por el talón de Analía, que se había lastimado tras la caminata desde Aguas Dulces. La ampolla se había abierto por un costado y estaba llena de la arena negra de Valizas (que según Pancho tiene ciertos mínimos niveles de radiactividad), con lo que el talón parecía tener un enorme lunar. Pero el problema no era la estética, sino el dolor. Analía no podía ni soñando ir así hasta el Cabo. Ella lo propuso, sin embargo, temerosa de ir sola en el jeep y desencontrarse con nosotras. Al final terminó esbozando un tímido:
_ Mónica, ¿no querés venir conmigo en jeep? Dale, yo te invito.
Ante la gratuidad del paseo la otra prestamente aceptó, sin ninguna sorpresa por nuestra parte. Cosa que era gratis, cosa a la que Mónica accedía. Se fueron al mismo tiempo que nosotras, a la tarde, pensando hacer algo de playa al llegar. Laura y yo hicimos la caminata sin prisas pero sin pararnos en cada caracolito (lo cual fue un mérito de mi parte), de modo que a la caída del sol estábamos entrando al Cabo. Fue grandioso. Era la noche de la luna llena, con todo el mundo en una punta o en la otra, optando por la puesta de sol o la salida de la luna, simultáneas e indescriptibles.


En el quiosco de Palito, como habíamos quedado, encontramos a Mónica y Analía, esta última temblando de frío y de muy mal humor. No había llevado ni un abrigo y al atardecer como siempre ya había refrescado; nos costó mucho convencerla de no pegar la vuelta ahí mismo. Al fin nos fuimos a los bolichitos de la playa, comimos buñuelos de algas y el mal humor fue remitiendo. Hicimos noche en la Taberna del Lobo, donde el agite era impresionante, con asado gratis, tambores y unas mujeres que danzaban frenéticamente. Era la Fiesta de la Luna Llena. Todo el mundo se había juntado en la Taberna, aquello estaba en ebullición... menos nosotras, que nos aburrimos, como siempre que vamos al Cabo, y hasta nos dormimos, sentadas a una mesa, a un costado de la acción. En cierto momento a Laura le vino un ataque de angustia y no le quedaba ni un cigarrillo, así que le pidió a Mónica, que había encontrado una caja llena un rato antes en la playa, pero ella se lo negó, diciendo que le quedaban pocos. Una joyita, la tal Mónica.


Al día siguiente mis amigas se volvieron en el primer jeep que salió, en tanto yo tuve que cargar caminando con la otra, que para peor se lastimó un dedo del pie y cuando vio una gota de sangre casi se desmaya. “¡Me herí, me herí!” gritaba mirando el cortecito de un milímetro, mientras se iba poniendo blanca como un papel. Estábamos en lo alto de una duna. Como pude, no solo contuve la risa sino que hasta le llevé un poco de agua de mar, mientras un grupo de vacas nos observaban sin hacer comentarios.


A nuestra llegada el panorama era tan desolador como cuando volvimos del Chuy, porque durante la noche había caído un diluvio en Valizas y todo estaba mojado. Enero no parecía ir mejorando, sino todo lo contrario. Casi empezaba a extrañar mi casa en Montevideo.

Los últimos días estuvieron nublados y frescos. Laura y Analía se habían vuelto a la ciudad y yo trataba de llevarme bien con Mónica. El día en que nos volvíamos salió el sol de nuevo, y ya estábamos en la agencia de ómnibus cuando nos dimos cuenta de que habíamos olvidado con el apuro un montón de comida sobre la mesa. Pensábamos dársela a Pancho, que se quedaba unos días más, pero si la dejábamos ahí se iba a descomponer. Eran las seis y cuarto; aún daba el tiempo si me apuraba. Fui a toda velocidad. Cuando entré al rancho encontré sobre la mesa, además de la comida, la billetera de Mónica con su pasaje, dinero y documentos. En el camino de regreso me di cuenta de que había perdido una pulserita que me había dado Diego antes de irse: era una lástima, pero no me daba el tiempo para volver a buscarla. Por suerte no hizo falta, porque justo cuando llegué a Rutas del Sol mi compañera de viaje la encontró tirada a sus pies, entre la arena. Yo le llevé su billetera, ella encontró mi pulsera, en una suerte de karma instantáneo. Pero aquella amistad tenía las horas contadas.

Querida Valizas: Mónica y yo te prometemos volver. Cada una por su lado.

miércoles, 1 de agosto de 2012

EL CUADRO




_ Bueno, chiquilinas, con esto damos por terminado el parcial. ¿Quieren un café?
Nos miramos apenas medio segundo antes de decidir que sí, que nada nos gustaba más que la idea de quedarnos un ratito más compartiendo la tarde con Graciela en su enorme casa de tres pisos de Bello y Reborati, donde casi no había pared sin libros ni estante sin recuerdo de algún viaje.
Nosotras éramos cinco veinteañeras sobrellevando como mejor podíamos cierta extraña sensación derivada del hecho de estar desoyendo olímpicamente el mandato gremial; se supone que la huelga de ese año abarcaba todos los aspectos de la actividad estudiantil, pero sabíamos que los parciales eran harina de otro costal y que entregarlos o no entraba en una zona nebulosa donde la culpa o la inocencia eran por lo menos muy discutibles. Ella era nuestra profesora de Literatura Uruguaya e Iberoamericana, una veterana cuarentona flaca y de pelo inaplacable, eternamente disfónica e inimaginable para nosotros sin un pucho entre los dedos.
Para la merienda pasamos a otra parte de la casa. En una de las paredes del costado un enorme cuadro llamó mi atención, no tanto por la elegante figura masculina que lo motivaba sino por un detalle no menor que se podía apreciar a simple vista: aunque la pintura se hallaba en excelente estado de conservación en lo que a nitidez y estado de la tela se refiere, faltaban unos treinta centímetros de la parte inferior. El cuadro estaba como cortado, no de un modo parejo sino a diferentes alturas, como si le hubieran ido sacando pedacito por pedacito…
_Es uno de mis tíos lejanos_ nos aclaró Graciela mirándolo con tristeza_ Cuando se vino de Europa estuvo varios años viviendo en el Perú, donde fundó una familia, tuvo mujer e hijos y vivió de una manera convencional, como el hombre respetable que era. Pasado el tiempo parece que se aburrió, o de repente las vueltas de la vida lo fueron trayendo para este lado, porque sin decir nada a nadie un buen día abandonó todo y se vino al Uruguay, donde conoció a la que era hija de uno de mis tíos abuelos, se enamoró perdidamente de ella y le propuso matrimonio.
_ ¡Pah! ¿Y la otra que hizo?
_ Nada, porque no había contacto entre ellos. Al menos la familia de acá nunca lo supo.
_ ¿Y tu pariente, la mujer, se enteró alguna vez de la otra familia?
Graciela hizo un silencio y se quedó mirando el severo rostro del cuadro antes de contestar.
            _ En realidad nunca lo supo… hasta la muerte de él. Sus hijos peruanos, enterados quién sabe cómo de la noticia, aparecieron un día por Montevideo a reclamar su parte de la herencia y ahí ella conoció la verdad. No podía creerlo. Había vivido con una mentira. No sabía con quién estuvo casada por tantos años, y ya no tenía tiempo de recriminaciones, pero nunca se lo perdonó. Desde ese momento hasta el día de su muerte se ocupó cada noche de cortarle un cuadradito al cuadro del traidor. No mucho, un centímetro o dos por vez, lo suficiente como para sentir que lo estaba borrando del mundo, de su mundo, pero no tanto como para sacarlo por completo. Ella sabía que no le iba a dar el tiempo. Él fue más fuerte. Algún día voy a hacer un cuento con este tema, porque es una preciosa historia y no me gustaría que se perdiera.
           
            Eso nos contó Graciela entre cafés y bizcochos, pero la verdad es que a esa  historia no llegó a escribirla. No sé por qué hoy, de pronto, veinte años después, se me vino de golpe a la memoria la imagen del cuadro, de nosotras, de nuestra vieja profesora, que tenía entonces la edad que tengo ahora. 
            Será que también yo ando a veces por el mundo cortando pedacitos de viejas imágenes y propiciando nuevos olvidos. O tal vez sea exactamente al revés y mi misión consista en el rescate de las voces queridas que el tiempo se empeña en desdibujar como si nunca hubieran sido.
            Solo sé que si bien lo más probable es que esa historia sí se pierda en el tiempo no será porque yo la haya olvidado. Ni a ella, ni a Graciela.
           
Salud, compañera, allá donde estés.
Y gracias.