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viernes, 24 de agosto de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 8)




El primer lunes de Turismo estábamos mi madre y yo en el rancho, cuyo techo seguía sin ser arreglado. El Correcaminos apenas lo había apuntalado un poco, el agujero era cada día más grande y los palos que soportaban el alero le daban tal aire de vulnerabilidad que resultaba patético.

Una tarde andábamos subidas a los bancos en plena operación de inyectar Pentilo a los palos para matar bichos de la madera, mientras cantábamos junto a los Cadillacs que sonaban por Onda Marina: “¡Matador… matador!”, cuando alguien asomó su cabeza por una de las ventanas y casi nos caemos de los banquitos. Era un hombre que quería ver cómo era el rancho por dentro, lo cual sucedía con frecuencia.

Por la noche fue muy interesante ver la luna llena a través del agujero del techo, y debía ser muy tarde cuando, ya dormidas, fuimos de pronto alertadas por unos ruidos en el exterior. Alguien estaba dando una vuelta alrededor del rancho; sus cautelosos pasos resonaban sobre la paja caída de la quincha. Mi vieja enseguida se asomó a una ventana a ver qué pasaba, pero estaba nublado y no se veía nada. Dormimos con la intriga, alertas ante el menor crujido de las maderas. A la mañana siguiente descubrimos el motivo al ver las huellas de una vaca alrededor del rancho. Comenzábamos a comprobar que por suerte no todos los miedos son fundados por estas latitudes.

Microcuento:
Mi madre iba todos los días apenas amanecía a juntar caracoles, antes de que yo me despertara. Ella es aún más lenta que yo, capaz de pasar una hora en media cuadra revisando meticulosamente cada cosa en la arena. Una mañana cuando volvía se cruzó con dos muchachos que le dijeron:
_ Díganos, señora, sólo por curiosidad, ¿cuántos días hace que salió caminando de Aguas Dulces?


Una noche hubo reunión social en La Balconada, aunque en verdad de social no tuvo nada, sino que el motivo fue estrictamente defensivo: nos convocamos los malvinenses de Valizas para discutir qué hacer con respecto a los robos. Muchas propuestas, pocas viables. Se contó que también había habido destrozos, e incluso a la de La Balconada le dejaron una carta que decía: “Somos los mismos de la otra vez. Gracias por reponer lo que nos llevamos. Vamos a volver.”


Tras horas de deliberación y chismeríos varios, decidimos pagarle a un veterano del pueblo que se daría una vuelta todos los días por la playa para avisar en caso de ver algo roto (incluso si el destrozo era producto del clima o el mar), pero quedó claro que no podíamos pedirle que oficiara de policía. Era una especie de liga de reducción de daños, que a la postre no tuvo mucho andamiento, porque el vecino cobraba carísimo, no había seguridad de que cumpliera con su labor y además había que adelantarle la plata o llevársela todos los meses, porque nadie se lo imaginaba yendo al banco de Castillos a retirar su paga. Era muy engorroso y pronto lo abandonamos. Las Malvinas quedaron nuevamente libradas a la voluntad de quien quisiera pasar, y servirse.


Dicho y hecho. En las vacaciones de julio alguien nos avisó que el rancho estaba abierto y allá fuimos, a reparar los daños que hubiera y a dejarlo en condiciones. Mi vieja y yo logramos arrastrar a mi padre, que es hombre de campo y no de mar, para que nos ayudara en las tareas de arreglar y fortificar aberturas. Al llegar vimos que no faltaba nada; solo habían roto una ventana, probablemente para ingresar y pasar la noche. Nos quedamos solo un par de días; fue una excursión relámpago. Yo había pedido prestada la casa de unos compañeros de la Escuela por si no aguantábamos el frío del rancho con el viento helado colándose por todos lados, con el pase libre de la lluvia y la humedad de las frazadas, cosa que en realidad no hizo falta. La casa de ellos es preciosa, en el centro del pueblo, pero nosotros preferimos quedarnos en el 832, con mejor vista a toda hora. Eso sí: nos llevamos de la casa de mis compañeros tres o cuatro de sus frazadas, esenciales en la helada noche que pasamos.


Al otro día nos conmovió la belleza de la duna blanca en invierno y la soledad en general del pueblo fuera de temporada. No vimos ni un alma en todo el día, la playa estaba totalmente desierta. Lástima la llovizna que se largó a la tarde, justo cuando nos preparábamos para ir a devolver las frazadas. Yo no tenía ni un mísero nylon con qué taparlas, así que no sabíamos si era preferible devolverlas medio humedecidas por el camino o dejarlas en mi rancho a merced de los potenciales intrusos. Por suerte hubo una brecha en la llovizna y allá fuimos, a toda velocidad, hasta cumplir con la devolución en buenas condiciones.
Un tiempo después se dio algo digno de ser incluido en el capítulo Cosas Raras de Valizas. Preocupada por el estado del techo y en plena onda control mental, ya en Montevideo, visualicé una mañana el problema solucionado y ese mismo día pasaron dos cosas: la madre del Correcaminos llamó para avisarme que el agujero estaba reparado y de noche, en Bellas Artes, un compañero me dijo que al pasar por el rancho en el jeep había visto que el techo estaba arreglado. Dos fuentes de información por si una fallaba.



El invierno por suerte se fue. Con él poco a poco se fueron diluyendo mis obligaciones laborales hasta que me encontré con una semana entera de diciembre libre y allá arranqué de nuevo, esta vez con una nueva amiga de la Escuela: la Pacha. Fuimos por pocos días, dispuestas a hacer una intensa pretemporada, y ya nuestro arribo al rancho estuvo lleno de sorpresas. En primer lugar el 832 tenía un nuevo look que se veía de lejos, con el alero del techo recortado como un cerquillo, con gran parte del techo de estreno, porque el Correcaminos entendió que el peso sería excesivo siempre y corrigió el diseño de Alfredo para que no se repitiera lo de la primavera pasada.


En segundo lugar la puerta del fondo estaba abierta, y en pocos minutos comprobamos que nos faltaban algunas frazadas y la garrafa de súper gas con la que cocinábamos. Era medio previsible que hubiera entrado alguien en esos meses, casi una certeza, así que no desesperamos, aunque tuvimos que tragarnos un café frío como único desayuno. Al rato conseguimos una garrafa prestada con el Correcaminos y no pensamos más en el asunto, porque el día estaba espléndido.

Al mediodía escuchamos un llamado de Lea, la dueña del rancho de al lado. La Pajarera es un palafito que en alguna época quiso convertirse en cabaña con entrepiso pero quedó para siempre con su estructura a medio terminar.
_ Hola, Mariela, ¿cómo andás? Oíme, ¿vos sabés quién está metido en mi rancho?
_ Sí, hay una muchacha jovencita, ¿no es amiga tuya?
_ No, qué va a ser. Se supone que en La Pajarera no había nadie, llego y me encuentro con un candado nuevo, o sea que no pude entrar.
_ ¿Qué?
Aquello iba tomando ribetes extraños.
_ Como lo oís: me cerraron el rancho. Vení a ver. ¿Tenés algo para que yo pueda romper ese candado? Yo no tengo nada.
Le prestamos las pocas herramientas que nos iban quedando, con una de las cuales logró forzar el candado. Cuando entró, sorpresa, sorpresa: estaba todo ordenado, limpio, con la ropa y las cosas de la muchachita guardadas en la repisa. Todo lo de Lea descansaba apilado prolijamente en un rincón. Pero no sólo eso. ¿A qué no adivinan qué más había? Sí: mi garrafa, las frazadas y hasta unos colchones del rancho de un vecino. La niña se había armado un hogar con todo lo que rejuntó de los ranchos de la vuelta. ¡Criaturita!


Pocos días después volvió la intrusa. Cuando Lea la increpó por ocupar La Pajarera ella abrió sus grandes ojos claros de par en par y respondió que no, no era así, sino que alguien le había dicho que ese rancho estaba vacío.
_ ¿Y las cosas de las otras casas? ¿Por qué te las robaste?
_ No, no, yo no robé nada. Los ranchos ya estaban abiertos cuando llegué. Debe haber sido otra persona.
Más tarde averiguamos algo más de Sarah Kay, como la llamamos por su aire de inocencia angelical. Se había agregado por una temporada en las casas de los artesanos, en “el barrio del Chino”, cerca de mi rancho, con tanta persistencia que para sacarla de ahí tuvieron que darle plata. Sigo viéndola en Valizas cada vez que voy, e incluso hace poco me paró en un almacén preguntándome si me acordaba de ella, como si hubiésemos sido viejas amigas. Se ve que mi memoria es mejor que la suya, porque no creo que tuviera presente este episodio de su adolescencia.


La primera noche que pasamos en el rancho fue preciosa. La Pacha y yo salimos a contemplar el mar desde la playa, bajo un cielo increíble, y más tarde decidimos explorar el nivel de agite decembrino en el pueblo. La playa estaba oscurísima, sin luna. Íbamos de gran charla por la orilla cuando en cierto momento creímos oír algo diferente al acostumbrado rumor del mar... y fuimos esquivadas apenas por un carro con caballos que iba a toda velocidad. ¡Qué susto! Nosotras caminábamos sin linternas en la playa porque así nos sentíamos más valiceras. El carro nos pasó a un metro.


Fuimos a tomar algo al único lugar abierto tan temprano en la temporada: la parrillada La Barra, donde conocimos a unos muchachos muy interesantes que la atendían ese verano y nos invitaron con caipirinha casera. En cinco minutos nos hicimos fans del boliche por el resto de la temporada.


Al otro día, de caminata por las playas que hay pasando las dunas, la Pacha confesó haberse reconciliado con el paisaje de Uruguay después de pasar meses comparando todo lo que veía con la belleza de su adorada Cuba, donde había vivido catorce años. Con lo que no se reconcilió del todo fue con el sol. Se había llevado un bronceador casero que al parecer le daba muy buenos resultados en el Caribe pero que fue inútil para este sur con ozono agujereado. Conclusión: a los tres días de sol valicero ya la pobre parecía un lobo de mar abandonado en la playa; estaba hinchada y de color violáceo. A partir de ahí se cuidó un poco más, pero igual se peló horrible, porque el daño ya estaba hecho.


Otro que sufrió las consecuencias del sol fue Jaime, un compañero de la Escuela que pasaba música en un boliche de La Paloma y había prometido ir por Valizas, pero al no tener la dirección de mi rancho no supo para dónde agarrar, aunque no se hizo demasiado problema. Era temprano, la arena invitaba a una dulce siesta matinal junto al mar, así que se tiró a dormir cerca de la entrada principal. Allí lo encontramos cuando íbamos a almorzar, a eso de las dos, y nos costó reconocerlo; ya no era Jaime, sino un rojo camarón con una botella vacía de cerveza al lado. Fue un triunfo llevarlo hasta Doña Bella, hubo que ir mojándole la cabeza en cada canilla del camino (o sea: dos), e incluso medio se nos desmayó un rato después, hasta que terminamos poniéndole un vaso con agua en la cabeza, por consejo de la gente del lugar.

Pronto nos hicimos habitués de la parrillada. Como éramos casi las únicas mujeres de Valizas en esos días estábamos como reinas; nos preparaban la caipirinha, venían todo el tiempo a charlar, e incluso uno de ellos me mostró un álbum de fotos de Valizas... ¡en el que estaba mi rancho! Es que el 832 es el más lindo del pueblo, no hay vuelta.

Volvimos a Montevideo a dedo, en la parte de atrás de una camioneta, tapadas con pareos por el sol y con cremas en la cara; nuestro aspecto en general debía de ser patético pero estábamos felices y sabíamos que, no bien pasara Navidad, volveríamos a Valizas.

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