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miércoles, 1 de agosto de 2012

EL CUADRO




_ Bueno, chiquilinas, con esto damos por terminado el parcial. ¿Quieren un café?
Nos miramos apenas medio segundo antes de decidir que sí, que nada nos gustaba más que la idea de quedarnos un ratito más compartiendo la tarde con Graciela en su enorme casa de tres pisos de Bello y Reborati, donde casi no había pared sin libros ni estante sin recuerdo de algún viaje.
Nosotras éramos cinco veinteañeras sobrellevando como mejor podíamos cierta extraña sensación derivada del hecho de estar desoyendo olímpicamente el mandato gremial; se supone que la huelga de ese año abarcaba todos los aspectos de la actividad estudiantil, pero sabíamos que los parciales eran harina de otro costal y que entregarlos o no entraba en una zona nebulosa donde la culpa o la inocencia eran por lo menos muy discutibles. Ella era nuestra profesora de Literatura Uruguaya e Iberoamericana, una veterana cuarentona flaca y de pelo inaplacable, eternamente disfónica e inimaginable para nosotros sin un pucho entre los dedos.
Para la merienda pasamos a otra parte de la casa. En una de las paredes del costado un enorme cuadro llamó mi atención, no tanto por la elegante figura masculina que lo motivaba sino por un detalle no menor que se podía apreciar a simple vista: aunque la pintura se hallaba en excelente estado de conservación en lo que a nitidez y estado de la tela se refiere, faltaban unos treinta centímetros de la parte inferior. El cuadro estaba como cortado, no de un modo parejo sino a diferentes alturas, como si le hubieran ido sacando pedacito por pedacito…
_Es uno de mis tíos lejanos_ nos aclaró Graciela mirándolo con tristeza_ Cuando se vino de Europa estuvo varios años viviendo en el Perú, donde fundó una familia, tuvo mujer e hijos y vivió de una manera convencional, como el hombre respetable que era. Pasado el tiempo parece que se aburrió, o de repente las vueltas de la vida lo fueron trayendo para este lado, porque sin decir nada a nadie un buen día abandonó todo y se vino al Uruguay, donde conoció a la que era hija de uno de mis tíos abuelos, se enamoró perdidamente de ella y le propuso matrimonio.
_ ¡Pah! ¿Y la otra que hizo?
_ Nada, porque no había contacto entre ellos. Al menos la familia de acá nunca lo supo.
_ ¿Y tu pariente, la mujer, se enteró alguna vez de la otra familia?
Graciela hizo un silencio y se quedó mirando el severo rostro del cuadro antes de contestar.
            _ En realidad nunca lo supo… hasta la muerte de él. Sus hijos peruanos, enterados quién sabe cómo de la noticia, aparecieron un día por Montevideo a reclamar su parte de la herencia y ahí ella conoció la verdad. No podía creerlo. Había vivido con una mentira. No sabía con quién estuvo casada por tantos años, y ya no tenía tiempo de recriminaciones, pero nunca se lo perdonó. Desde ese momento hasta el día de su muerte se ocupó cada noche de cortarle un cuadradito al cuadro del traidor. No mucho, un centímetro o dos por vez, lo suficiente como para sentir que lo estaba borrando del mundo, de su mundo, pero no tanto como para sacarlo por completo. Ella sabía que no le iba a dar el tiempo. Él fue más fuerte. Algún día voy a hacer un cuento con este tema, porque es una preciosa historia y no me gustaría que se perdiera.
           
            Eso nos contó Graciela entre cafés y bizcochos, pero la verdad es que a esa  historia no llegó a escribirla. No sé por qué hoy, de pronto, veinte años después, se me vino de golpe a la memoria la imagen del cuadro, de nosotras, de nuestra vieja profesora, que tenía entonces la edad que tengo ahora. 
            Será que también yo ando a veces por el mundo cortando pedacitos de viejas imágenes y propiciando nuevos olvidos. O tal vez sea exactamente al revés y mi misión consista en el rescate de las voces queridas que el tiempo se empeña en desdibujar como si nunca hubieran sido.
            Solo sé que si bien lo más probable es que esa historia sí se pierda en el tiempo no será porque yo la haya olvidado. Ni a ella, ni a Graciela.
           
Salud, compañera, allá donde estés.
Y gracias.

2 comentarios:

  1. ¡Gran historia, Mariela; de esas que funcionan como disparaderos creativos!

    Al leerte me pregunto cuántas historias parecidas se han perdido. De cuántas se conoce sólo la mitad, porque la otra parte jamás llegó a alegar nada.

    Me ha gustado mucho, sin duda.

    Un abrazo,

    P.D. Esto de tener las estaciones cambiadas no ayuda a la lectura y comentario metódicos. Te debo algunos de entradas anteriores que he leído pero no llegué a comentar. Cumpliré, no se cuando, pero algo dejaré dicho.

    Otro abrazo,

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  2. Ah,qué belleza!!!! .......
    Me emociona recordarnos así tan jóvenes,inexpertas, en proceso de crecer y aprender : me conmueve lo que trajiste al presente y te lo agradezco.
    Sí, es seguro que,entre otras misiones la tuya es la de recordar aquéllas palabras y vivencias que el tiempo se empeña en opacar, apilando hechos segundo a segundo, amordazados por el momentáneo engranaje.
    Tomamos café de filtro, que Graciela calentó en un jarrito esmaltado blanco, y conocimos a su hijo, que nos miró con extrañeza en aquél momento,y con visible agradecimiento bastantes años después,cuando éramos vos y yo las que la despedíamos...
    Graciela nos enseñó "la cocina" de la literatura, el valor del compañerismo, los textos farragosos y los que eran "oro en polvo".
    Inolvidable.

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