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martes, 5 de octubre de 2021

Octubre de 2021




El hecho: parece que he estado publicando cosas que no debía. Mi post: la foto de un gato mirando el brazo de una persona con un arañazo de diez cm. y la frase (en inglés) "hemos aprendido algo?". La interpretación: debo estar promoviendo el suicidio. La consecuencia: borraron la publicación (de hace varios meses). La posdata: "Si estás pasando por un momento difícil, queremos que sepas que existen formas de buscar ayuda". ¿1984, dijo? 😳 El Ministerio de la Verdad viene bravo. Cada vez más poderoso.




Qué hacer… Aquel perfume de amores pasados. Qué hacer. 🎵 Para los que no son de mi barrio, les presento al Intercambiador Belloni. Un lugar limpio, practico y funcional donde esperar tu ómnibus a reparo del sol o de la lluvia oyendo (a veces) buena música. Abril, otoño, atardecer, Café en el Micho a las seis… 🎵 Las golondrinas están de fiesta y sobrevuelan a los humanos frustrando todos sus intentos de inmortalizarlas en una foto donde sean algo más que una mancha a la distancia. A veces sueño con tus ojos El lado oscuro de este mar… 🎵 Pasan los buses, pasan los temas, el tiempo y la vida. Todo pasa, salvo el 402. A veces marzo trae resacas. Hoy no puedo despertar. Quiero que vayas a votar Bien lejos Dónde nadie nadie Tenga fácil llegaaar. 🎵 Bueno, ta, me aburro. Sepan disculpar y (si son docentes) voten bien. Buenos días.




Ah, sí, sí: mucho siglo XXI, mucha deconstrucción del amor romántico pero nada como una buena historia para volvernos de golpe a las raíces (a veces medio escondidas y pretendidamente olvidadas) de lo que somos. Imaginen a dos personas que se conocieron apenas y por un breve lapso de tiempo hace ya muchos, muchos años. El destino hizo que no volvieran a juntarse y cada uno piensa que el otro ha olvidado, o que al menos el encuentro solo quedó en su memoria como huella lejana de los tiempos alocados y emocionales de la juventud. ¿Se acordará de mí? ¿Nos volveremos a cruzar alguna vez? ¿Sabremos quiénes somos? Y de repente el destino, el mismo azar que los separó en aquel momento, vuelve a cruzarlos. Él se da cuenta, ella todavía no. Él llama a un programa de radio porque no sabe qué hacer. Lo demás... es increíble. Acabo de pasar dos horas pegada a la radio (bah, a la computadora, porque lo vi por youtube) y terminé llorando, como todos los que estuvimos en vilo por esta historia que (valga el lugar común) superó a la ficción. Si quieren seguir por la vida caminando con seguridad al margen de sus emociones olviden esta recomendación. Si encaran escuchar (o ver) esta historia (que comparto en comentarios) tengan un pañuelo desechable o un vaso de alcohol cerca, lo que mejor les venga. Capaz que sienten un chirridito leve para sus adentros, si es que algunas puertas de la memoria o del alma se les empiezan a abrir de repente, pero no teman. O sí. Después de todo, solo se trata de vivir, dice Baglietto. Y dice bien.


Voy derritiéndome el alma, los ojos y la piel en un 111 que avanza por las calles de lava de la Montevideo de octubre devenida en horno prendido desde hace ya varios días, o quizá una eternidad. El sonido del acordeón me saca del teléfono mientras de la mano del músico de turno suena un tango muy bien interpretado y pienso que es una lástima que siempre me olvide de traer el monedero para contribuir a su suerte (iba a poner “a su arte” pero el teléfono escribió “suerte” y ahí se queda). En eso voy, pensando que esta vez no le daré nada pero la próxima sí, cuando el muchacho termina con el tango y arranca con el vals Desde el alma. Y en dos compases deja de ser el músico de turno y es mi abuelo en la cocina de la casona familiar, después de la pizza fría y antes de la torta, rodeado por un montón de mujeres y tocando con los ojos casi cerrados los cinco o seis temas de siempre en el acordeón Paolo Soprani de sus amores (que para él era femenina: la acordeona). Qué cosa la memoria, che. Tan pronta a caernos encima a la vuelta de cualquier esquina, al comienzo de algunas canciones o casi al final de cualquier viaje en el ómnibus nuestro de cada día. Llegó mi parada y tuve que bajarme, con el tiempo justo para aplaudir la música con la que nos había acompañado. Al final le di al muchacho un billete. No era cuestión de andar poniéndole precio a los recuerdos.





 Faltan dos minutos para que toque el timbre del recreo largo en el liceo. Mientras recorro los bancos a ver cómo llevan la tarea grupal que les planteé ando con tres o cuatro boletos en la mano para no olvidarme de depositarlos en el lugar en que se dejan en el patio. 
_Profe, ¿estás juntando boletos, puedo darte algunos? - Suena una voz, y al segundo otras: 
-¡Ah, Yo también tengo!
Un minuto más tarde soy la Vieja de los Boletos. 
En fin.





_ Tu gato, el del ojito, estuvo en mi ventana este fin de semana en el que no estuviste. - me cuenta mi vecina. 
Lo malo: que en el barrio le digan “el del ojito”, haciendo hincapié en su falta de simetría facial. 😊
Lo bueno: que se animara a acercarse a otro ser humano, él, que es de lo más arisco y desconfiado.
(Yo le había dejado comida en el fondo, pero no sé si se la comió él)
Y ahí anda el del ojito, apareciendo un par de veces por día solo para comer y volverse enseguida a sus tierras, que supongo que serán las del depósito de hierros a media cuadra de mi casa. Ahora si la gente me pregunta si tengo gatos les digo que no, que alimento a  tres pero no vivo con ninguno y así pienso seguir hasta el invierno que viene, por lo menos. 
Todo para llenar de palabras este post y no decir que extraño mucho a mi gata Matilda. 
(Golpe bajo de mi parte, estimados, lo sé, lo sé, pero así es la vida)


Terminó la última clase de la mañana: acabamos de decapitar a Macbeth y de retornar el poder a los hijos del rey Duncan cuando el timbre nos saca de Escocía y sus tormentas para darnos la bienvenida al caluroso mediodía de finales de octubre en Montevideo. Las chicas del grupo de Artistico se van yendo poco a poco del salón, mientras yo junto libros y fotocopias, lapiceras y marcadores de pizarra y voy embutiendo todo en la mochila, donde ya he guardado el saco abrigado de primeras horas de la mañana. Medio de reojo veo un movimiento a mi costado. Una figura menudita se demora en la puerta del salón sin terminar de decidir si irse o si quedarse. Al final toma coraje, se acerca a mi mesa y dice algo que a duras penas puedo entender a través del tapabocas: _ Fue un gusto compartir este curso con usted, profe. La miro y le sonrío, medio desconcertada. _ ¡Muchas gracias! Aunque aún nos quedan unas semanas de clase… _ Sí, lo sé, pero para mí hoy es la última, porque me voy. Nos tenemos que volver a mi país por un tema de papeles. Vuelvo a mirarla. Las cinco horas de sueño post viaje a Salto y las siete horas de clase de la mañana me han dejado lenta para reaccionar. _¿Cómo que te vas? ¿Cuándo? _Hoy, profe. Esta noche tenemos el vuelo. No sé qué decir. La gurisa se va en unas horas y ha pasado la mañana entera metida en el liceo. _Pero… ¿vos querés irte? Capaz que en un tiempo pueden volver… Me mira con expresión abatida. No, no quiere irse. Sí, va a tratar de volver algún día (aunque no cree que pueda). No, no le dijo a la adscripta. ¿Podría mandarme el trabajo de la prueba por mail? Lástima que esta no es época de abrazos. Bueno, pero igual nos podemos saludar. Fue un gusto conocerla, repite. Buen viaje, seguimos en contacto, le digo, y ella sonríe durante medio segundo. Después se calza la mochila al hombro y se pierde entre la multitud de los gurises de la mañana que salen y los de la tarde que entran. Me quedo con los marcadores en la mano, sin atinar a seguir guardando cosas en la mochila. Sus compañeras son personas muy sensibles pero ni una sola se ha parado a despedirla: yo creo que no le contó a nadie salvo a mí. Quizás por un tema de afecto, o (quizás) porque fui la última profesora de la última hora de su último día de clases en Uruguay antes del vuelo del regreso a su tierra. Término de cerrar mi mochila y salgo también del salón. Alrededor se escuchan las risas y charlas de decenas de voces alegres, pero yo voy en medio de una nube gris, pesada y de tormenta. Como si acabara de terminar una tragedia y estuviera a punto de comenzar otra. Como si solo hubiera dormido cinco horas después de un largo viaje. Como si tratara de sacarme del pecho una opresión grande como dos países, pero no pudiera.




Ayer llegamos a Salto bajo lluvia. La visita a la represa, por ejemplo, fue durante un aguacero que hizo que pocos pasajeros encaráramos bajar del bus en el mirador para escuchar a la guía contándonos con un megáfono y un pilot amarillo parte de la historia y cuestiones técnicas de Salto Grande. Antes de detenernos se aclaró que no era conveniente que las personas con marcapasos bajaran, porque los cables de alta tensión tienen una carga tan fuerte que podrían afectar el funcionamiento del dispositivo. Yo fui de los que se acercó al mirador; era la única que tenía paraguas. Pensé sacar algunas fotos aunque fuera con la cortina lluviosa como fondo, pero estaba acercándome al agua cuando me pasó algo extraño: el paraguas empezó a zumbar. De verdad: empezó a emitir un zumbido, y no solo eso: cuando lo miré vi que las varillas estaban echando chispas, e incluso me dio una pequeña descarga. Moraleja: si vas a la represa no te bajes en el mirador salvo que no tengas marcapasos o paraguas. Y no, no tengo fotos del momento (ni falta que hacen).




 Mucho cartel de “cruce de carpinchos” pero no vimos ninguno, ni tampoco las garzas y los yacarés que se supone qué hay en la laguna artificial de la represa. 
“_ La empresa se hizo entre 1974 y 1983. Esta pared que tengo detrás tiene ocho metros de ancho y está soportando toda al agua del lago de la represa. Cada compuerta soporta unas 2000 toneladas de agua” 
La guía de Salto Grande sí que sabe potenciar mis fobias. 😱
Después de la represa cruzamos el puente: Argentina está llena de eucaliptos y de flores silvestres amarillas. Habría sido lindo mirar más, pero enseguida dimos la vuelta y enfilamos hacia la zona de las termas (a las que iremos por la tarde).



Hace días (quizás desde el comienzo de la primavera) que las redes sociales me están bombardeando cada vez con mayor frecuencia con propuestas como estas: superate, sé perfecto, levantá el nivel de tus fotos o videos… Más allá de que lo físico no debería definir el grado de aceptación propia o ajena, me parece sumamente peligroso que necesitemos el retoque digital antes de subir una selfie o un video con nuestra imagen. ¿Cómo queda la autoestima de alguien que se ha acostumbrado a mostrarse sin defectos cuando debe interactuar personalmente? ¿Y cómo se puede sentir un/a adolescente que se pasa la mitad de su tiempo mirando los rostros y cuerpos hegemónicos de los otros cuando se enfrenta al propio espejo que -por ahora- no viene con aplicaciones de filtros ni mejoras? Ya sé que el maquillaje y las tintas del cabello son una especie de Photoshop primitivo, pero ahí quien decide arreglarse puede (con más o menos tiempo de trabajo) andar por el mundo “real”, conversar, conocer gente. En este otro caso capaz que el miedo a la cara de decepción del interlocutor termine encerrando a unos cuantos en un mundo gris y silencioso donde nadie les pueda echar en cara que no se parecen a su versión digital de ellos mismos. No sé, me preocupa. Más por los gurises que por los adultos, pero me preocupa.





Iba volviendo hoy a casa a primeras horas de la tarde cuando una viejita petisa y temblorosa salió de una de las casas de la cooperativa y me llamó.
_ Disculpá… ¿Vos sos la hija de Celestino?
Raro que alguien del barrio sepa el nombre de mi viejo (pensé) porque los veteranos son más de los apellidos, pero no dije nada. Nunca había visto a la señora, que tenía el pelo negro muy corto y los ojos azules muy lindos, o quizás fue solo mi mala memoria que me impidió ubicarla (por aquello de que cada vez reconozco a menos gente, tema del cual no hablaremos en este post ni quizás en lo que resta del año –o los que vienen).
_ Sí, es mi viejo, ¿por?
_Aaaah… -dijo la viejita- Porque tengo algo para darte. Ahora no, porque voy al almacén, pero encontré una foto del casamiento de tus padres y te la quiero dar.
Hablamos un par de frases más y se alejó con su paso inestable rumbo a quién sabe qué mandados. Hace un rato encaró la media cuadra del repecho hasta mi casa y me alcanzó el cartoncito de la foto, que era de esas con bordes blancos dentados y venía prolijamente guardada en un sobrecito de papel azul.
_ Esa de ahí es mi hermana la Tocha. –me dijo señalando a la figura vestida de oscuro- Ella se murió hace un par de años y yo en estos días revisando unos papeles encontré esta foto y pensé que a ti te gustaría tenerla. La otra del costado es una de tus tías...
_ Sí, sí, ubico.-dije sin mentir, porque a las personas de las fotos las reconozco más que a las que se mueven y hablan, y además yo a esa imagen ya la tenía vista (o tal vez es que todas las del casamiento de mis viejos son la misma foto con distintos invitados).
La vecina se volvió a su casa. Yo me distraje un rato limpiando el jardín del frente y explicándole a un par de nenitas del barrio por qué le estaba sacando las hojas secas a la palmera y cómo era que los caracoles depredadores de mis plantas se escondían para dormir entre sus hojas. Cuando me acordé de la foto que había dejado en la escalera fui a buscar el sobre azul y la miré con detenimiento: ellos en el sillón, pequeñitos, veinteañeros, mi madre con sus 39 kilos, sin alhajas, con el cabello corto, el vestido sin escote y la coronita de novia, mi viejo con la nariz de los Rodríguez y el look levemente gardeliano que correspondía a la seriedad de la época y de la situación. Ella parece radiante de felicidad, él luce serio, como cuadra a un hombre casado y futuro padre de familia. Hace 58 años.
¿Qué tanto puede quedar de lo que era uno hace 58 años? ¿Qué puede perdurar de la memoria si hasta las fotos se van arqueando y borroneando por más que las conservemos en el más prolijo de los sobrecitos azules? ¿Qué huella dejamos, qué legado, qué recuerdo de nuestro paso por las tierras propias y ajenas de la memoria, a no ser las palabras que perduran, quizás, por un tiempo algo mayor que nuestro tiempo?
(Bueno, ta, la simpática crónica de la vecina y la foto inesperada se me acaba de desbarrancar en un pantano de preguntas sin respuesta… Los misterios de la mente, que nos lleva por donde quiere y no por donde queremos. Y así estamos)





Siete y poco de la mañana: voy hacia el liceo en el primer bus que se dignó parar en mi cooperativa, un 7A veloz y confortable que me dejará 5 cuadras más lejos del liceo. Aprovecho el tiempo para navegar por las redes, donde veo algunas fotos de la magnífica luna anaranjada y gigante de ayer al anochecer. ¿Y yo, por qué no subí fotos?, me pregunto. Y después me acuerdo.











Esto es así: publico algo, un amigo lo comenta en chiste, un desconocido no entiende nada y lo insulta, yo le digo que no estuvo bien, él me insulta, yo lo bloqueo. La vida misma. Había puesto una captura de pantalla pero la eliminé porque capaz que no aporta tanto. No sé. Harta de gente que no entiende y se mete, harta de la agresividad ajena, harta de quienes se creen dueños de la verdad y no apuestan al diálogo.




 ¿Qué tienen en común San Marino, Groenlandia, Omán y Qatar?
No tienen árboles. 
Síganme por más datos impactantes a las siete y media de la mañana.



La funcionaria: _ Profe, ¿te compraste café afuera? ¿No sabías que ya tenemos máquina? 
Yo: _ ¿Tenemos máquina de café??? 
(Y me voy flotando por los pasillos con mi último vaso foráneo, mientras suena una música de esas de las películas cuando aparece la magia y la luz se enfoca en el objeto maravilloso, que en este caso es una caja de metal con varias opciones y un cartel de $20)




Ah, una es TAN importante que solicitan su aporte académico desde Bielorrusia, mire! 
Estaba borrando los mails no deseados de la última semana (cosa que hago porque si no no puedo ubicar nada que me interese, entre tanta cosa inútil) cuando encontré uno que básicamente decía que la persona que lo enviaba estaba realizando una investigación, mi perfil la había impresionado y deseaba discutir un proyecto conmigo. "It is a noble and profitable project", acotaba, por si yo hubiera sospechado lo contrario.
Listo: me siento una abuelita de 80 años. Ya soy objeto de estafadores internacionales (como mi vieja, a la que han llamado varias veces de un número -que no atendió- que está denunciado por ser parte de una estafa). 
Esto se suma a las numerosas solicitudes de amistad de gente desconocida que me han llegado en estos días: algunos son perfiles auténticos, que supongo que me cayeron como consecuencia de la viralización de un post de la semana pasada, pero otros vienen de "gente" con solo 4 amigos, o que no ha posteado nunca una foto, o que viene de la Cochinchina, o que incluso me ofrece drogas varias desde el otro lado del mundo. 
Vivimos en la era de la incomunicación, de la desconexión y de la desinformación, pese a que la jaula de oro que intenta continuamente apresarnos se esfuerce por convencernos de lo contrario. "Que en este mundo traidor/ nada es verdad ni mentira/ todo es según el color/ del cristal con que se mira". En fin. Capaz que volver a confiar en las intuiciones y las corazonadas es (sigue siendo) el mejor camino. 
Cuídense. Y feliz domingo.




12/10/18
El muchacho alto que viaja a mi lado en el 300 viene mirando un partido de fútbol en el celular. Debe ser interesante porque otros dos (que van parados) miran de reojo la pantalla y comentan algo, aunque yo solo diviso unas figuras blancas y rojas que se deslizan sobre fondo verde. 
¿Aprenderá uno a jugar al fútbol mirando partidos?, me pregunto, y pienso en los hinchas que dicen saberlo todo aunque nunca pisan una cancha. La pregunta me lleva a mi viejo: ¿jugaba al fútbol mi padre cuando era joven? ¡Sí! Me llega del fondo de la memoria la imagen del Cele volviendo a casa feliz cada domingo después de jugar con “los muchachos”. Los muchachos eran los del barrio y capaz que algún amigo del Club Primavera, que armaban partidos amistosos en las canchas al fondo de la curtiembre que había frente a mi casa. Una especie de campo enorme (gigante para mis ojos de ocho años), que terminaba en un bosque, el mismo bosque donde una mañana se me fue a morir el Viruta después de que lo atropelló un auto frente a mis ojos impotentes. 
El Cele en el fútbol parece que era bueno o al menos muy querido, porque sus amigos lo aclamaban cuando llegaba. Una vez se lastimó en una caída, se hizo una herida tan profunda que tardó como un mes en cicatrizar, y cada noche le decía veinte veces a mi vieja: “¡la rodilla, Inés!”, porque ella era de dormir inquieto y al moverse la rozaba. 
El dueño de la curtiembre tenía mucha plata pero se llevaba bien con los vecinos y su hijo dos por tres a la hora de la siesta cruzaba hasta la casilla donde yo vivía a pedir un inflador para la bici. Era flaco, alto y de voz grave. Al llegar la adolescencia los dos íbamos al liceo en el mismo ómnibus (él a un privado, yo al 30), y en general se nos pegaba al Cele y a mí en las dos cuadras de camino a la parada. Siempre me daba charla, y parecía simpático, pero yo a los doce años era un bichito arisco que solo quería que ese pesado se callara un poco y que se comprara de una vez el inflador, así se dejaba de interrumpir mis lecturas de la hora de la siesta. 
Un par de años después los dueños de la curtiembre dejaron el barrio y se mudaron a Carrasco. Las malas lenguas especularon con que los padres tuvieron miedo de que el nene se enganchara con la hija del dueño de la parrillada que lo perseguía tenazmente desde hacía años, pero no sé. Las morochitas querendonas probablemente eran un tema, pero no el principal. Mirando a la distancia, capaz que solo quisieron juntarse con gente de su nivel social y alejarse de los partidos de fútbol del domingo con los obreros, de las sirenas de las fábricas y del olor a podrido de las curtiembres en la calle Barros Arana. 
Levanto los ojos: me acabo de pasar una parada. 
El muchacho del fútbol en el celular se bajó hace rato y es tiempo de imitarlo. Vuelvo a la realidad lloviznosa, lejos de las curtiembres, las rodillas lastimadas y los gatos imprudentes. 
Era lindo el Viruta. Era muy lindo.




¿Nunca tuvieron una crisis de lectura? A mí me pasa de vez en cuando que empiezo uno tras otro seis o siete libros y a todos los dejo por el camino, sea a las diez, veinte o cincuenta páginas. Unos por soberbios, otros por farragosos, algunos por puro aburrimiento. Eso me pasó en estos días: ni uruguayos ni extranjeros, ni viejos ni contemporáneos, nada me estaba gustando. Ayer empecé uno tras otro tres libros, incluyendo uno de Kerouac, otro de Kureishi y un tercero que prometía ser divertido pero no lo cumplía, y a todos los terminé tirando al piso con decepción, casi con bronca. ¿Es que a partir de ahora no me iba a gustar nada salvo Claudel, Mankell y un par más? Ahí me encontré con un libro de los que había comprado en la feria del liceo el día del patrimonio. El nombre de la escritora me sonaba vagamente y ni la tapa ni el título me decían gran cosa, pero empecé y no pude largarlo, pese a que las horas iban avanzando y yo los martes tengo que estar a las ocho menos veinte de la mañana en el liceo. No era un texto literario sino una autobiografía contada con pasión y sin pretensiones. Una historia que te pasea por los horrores de la guerra, por la condición de la mujer y de la medicina a mediados del siglo pasado, por las múltiples formas de encarar o no encarar la muerte, por la vida más allá del último suspiro, si es que hay vida más allá del último suspiro. Nada: quería compartirles eso. Que a veces buscamos el deslumbramiento de lo literario y de repente la intensidad se cuela en un texto totalmente diferente que se prende de nuestra atención y no nos deja soltarlo. ¿Esto quiere decir que a todo el mundo le va a pasar lo mismo con la Kübler Ross? No, ni ahí. Pero qué alivio saber que sigue existiendo el amor a primera vista, sea ante una persona, un paisaje o un libro. "¿Eso? ¡Mágica eso!", decía Espínola. Se aceptan recomendaciones mágicas. Nunca se tienen bastantes.




La una de la tarde del lunes feriado. Frente al shopping solo cinco o seis personas esperando algún bus y tratando de no dejarse alcanzar por las múltiples goteras que llueven unos chorros finitos de agua desde el techo de metal de la parada. Ni bien llego ya diviso la silueta de un 405 que viene a una cuadra y se detiene por unos segundos ante la luz roja del semáforo.
Una señora cincuentona baja de la vereda y se instala en la mitad la calle a esperar que llegue el ómnibus. La lluvia le cae de lleno en la cabeza pero a ella no parece afectarle demasiado: solo está pendiente de que no se le vaya a ir la presa. _ Se va a escapar por atrás de este.- dice al aire, señalando un ómnibus que está parado, vacío y en silencio a media cuadra de nosotros. Nadie le responde una palabra. Segundo intento: _ ¡También, esta porquería: justo se le ocurre romperse ahí! Silencio. Nadie la mira. Tercer intento: _ Ellos siempre que pueden se escapan y se van sin parar. Cero respuesta. La señora da por terminado el intento de encontrar seguidores y se apresta a subir antes que nadie al inocente 405 que viene medio vacío y silencioso, como corresponde al mediodía de un lunes feriado y lluvioso de algo que quizás, en una de esas y con un poco de imaginación, podríamos llamar “primavera”. Y en eso estamos.




Tengo un amigo internado hace dos días (nada grave). 
_¿Querés que te lleve algo para leer?
_ Bueno. 
Agarré el primer libro que tenía a mano de un autor que le gusta, y le llevé "La salud de los enfermos", de Echavarren. 
Siempre ubicada, nunca indesubicada.




“Te quiero tanto, 
te quiero tanto
que si tú a mí no me quieres
vivo llorando “ 🎵
La cumbia resuena en el 103 de la siete y media de la mañana, que como siempre a esta hora llega a mi parada repleto y con solo tres o cuatro lugares para subir. Me paro del lado del guarda y por unos minutos soy su ayudante honoraria pasándole las tarjetas y devolviendo boletos a los que quedan muy lejos, en labor que todos agradecen pero nadie discute: quien queda al lado del guarda, colabora; es una ley ancestral. 
_A ver un asiento para una señora embarazada.-dice el guarda, un señor cincuentón de pelo corto adelante y un poco larguito en la nuca, y de inmediato una chica deja libre el asiento junto a él y todos nos hacemos finitos para facilitarle el paso a la embarazada hasta el asiento.
La chica (que no tendría veinte años) se instala, completando una tríada de embarazadas: una de treinta y pico, otra de veinte y pico y ella, de diecipico. Siempre hay un montón de mujeres embarazadas en los buses de mi barrio, aunque sean las siete y media de la mañana. 
_ A ver si pasan hacia el fondo que queda gente por subir.- dice el guarda entre otras frases que apenas escuchamos. Yo creo que sí en vez de eso nos pidiera que batiétamos una clara de huevo o nos cortáramos el pelo nadie sè sorprendería; solo seguiríamos mirando distraídos la vereda y los árboles que pasan veloces frente a nuestros ojos.
Los pasajeros son de todas las edades. Todos viajamos callados, la mayoría metidos en nuestros teléfonos o con los auriculares enchufados en las orejas. Una masa de gente de ropas oscuras y tapabocas descartables. Casi todas las mujeres llevan el cabello atado y hay un par de hombres que aún dentro del ómnibus se dejan puestos los lentes de sol. Por suerte no hace frío y por eso avanzamos con las ventanillas abiertas.
A la altura de Propios terminan de bajar los últimos liceales de uniformes y solo quedan paradas unas pocas personas en el fondo. Yo voy contenta porque desde donde estoy ya no se distinguen las letras de las cumbias que siguen sonando en el frente, y porque como llego con tiempo cuando pase por la panadería de la esquina me va a dar el tiempo para comprarme un capuchino. 
Me doy cuenta de que he abandonado las crónicas de bus desde que arrancó la pandemia, pero nada ha cambiado en este mundo. Nada cambia en los asientos y pasillos del 103, nunca. 
Mientras tanto el viaje ha pasado y ya va siendo hora de bajarme. 
Con su permiso.





_ ¿A ustedes les gusta la primavera?
_ No profe, ni ahí: a mí los bananeros ya me tienen harta.
_ ¿Eh?
_ Los bananeros, los árboles esos de las pelusas...
_ ¿Vos decís los plátanos?
_ Esos.




_ Y voy a llevar unos bizcochitos- dice la señora que está delante de mí en la panadería, a las siete y media de la mañana- Pero pocos, porque no quiero comer mucho, que ya se viene el verano…
_Bien. ¿De cuáles le doy?- pregunta la panadera.
_ Dame… A ver… Dame cuatro de los de queso, cuatro galletas dulces, cuatro de dulce de membrillo y cuatro de las margaritas. Ah, y dos cañoncitos. No son todos para ahora- aclara mirándome, como si quisiera justificarse- Es que así ya me quedan para la tarde, y para el desayuno de mañana…
Sí, sí, pienso: van a durar hasta mañana y todo, claro… Cuando llega mi turno pido la ficha para el capuchino así, pelado, sin harinas a las que mirar de reojo y frente a las cuales terminar sucumbiendo al primer recreo largo de la mañana. La señora no dice nada y se va con su paquete de bizcochos, en tanto yo me dirijo al liceo con el capuchino en una mano y la mochila donde guardo las galletitas en la otra.
Ups.





El 4 de octubre nacieron mi abuelo y San Francisco de Asís. Del viejo no me acuerdo mucho, porque murió un febrero de hace muchos años, cuando yo tenía 12. Para mi era una figura encorvada y eternamente rezongando, sentada en un banco de madera en el porche de su casa. Del otro, del santo, tampoco sé mucho, porque lo único que me importa de la religión son las iglesias. Hace cinco años estuve en la de San Francisco, en algún pueblito de la Toscana: allí los bichos tenían permitida la entrada, y los gatos, pájaros y perros deambulaban a su antojo por entre los altares y los bancos. Me cae bien, ese San Francisco, por lo menos en eso. Hoy arranqué el día alimentando a un ex gato de la calle que ahora yo creo que es mío y echando a su rival (uno negro, enorme, de ojos verdes) cuando tuvo la osadía de subirse a mi ventana para robarles la comida a las dos gatas del barrio que desayunan en mi casa. Listo: soy Eleanor. Ustedes disimulen y hagan como que no se dieron cuenta.





Desayunás. Hacés tiempo. Ves videos, alimentás gatos, chateás con gente, respondés publicaciones, tomás sol, subís una foto, mirás por la ventana. A las nueve y media decidís que ya es tiempo de ponerte a trabajar (porque hay cosas pendientes, como siempre) y lo primero que hacés (como buena analógica) es tener a mano una lapicera para organizarte. Buscando la Bic encontrás en el bolsillo de la mochila una torta de chocolate que le compraste ayer a las chicas del liceo que hacen las veces de cantina ante la ausencia de. 
La torta tiene que comerse con un cafecito. 
El trabajo puede esperar. 
Y así estamos.