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jueves, 21 de noviembre de 2019

Movimiento





Mi canción es dispersa y accidentada. Tiene maullidos de gatos por las mañanas y reclamos de madre día por medio. Como sonido de fondo, el ronroneo bajito de la computadora. Mi canción cambia todo el tiempo; no tiene continuidad de entonaciones. Me cuesta seguirla, es difícil, pero si dejo de oírla siento que pierdo el ritmo y me silencio, resbalo hacia un pozo oscuro sin orillas, muy abajo y muy negro. En algún momento aparece una nota conocida. Me aferro a ella, vuelvo a subir y me relajo. En mi canción a veces hay palabras de amor, casi nunca llantos. Verso por medio los acordes estallan y tienen ganas de gritar hasta el límite del tiempo y más allá. Hay puños cerrados y ojos heridos, las palabras enrojecen, se agrandan, se estampan en el cielo y en la tierra, se hacen pared, libro, huella. Otros días, en cambio, voy por la vida tarareando al compás del romper de las olas por la mañana y de la crepitación de la leña por las noches. Son los días felices, los de entre tormentas, los de pájaros y abejas, los del café recién hecho y las hojas de los libros sin apuro. Mi canción también tiene lugar para las voces. Roncas, agudas, estridentes. Algunas no se escuchan, pero están. Otras suenan fuerte, aunque nadie las entienda. Los motivos van y vienen, pero nada se repite, nunca. Mi canción es bocina, guitarra, viento, sangre, latido. En un momento signo de exclamación y al segundo puntos suspensivos. Un acorde ondulante, indefinido, que me lleva al silencio final, agazapado.

jueves, 7 de noviembre de 2019

La función de las cinco



Había empezado a hacer mucho calor en la sala del cine; la película llevaba recién media hora de empezada cuando me encontré transpirando inquieta en la butaca. Miré hacia la derecha: Eduardo estaba tan concentrado en la trama que ni notó cuando le solté la mano y me separé de su cuerpo, buscando aire fresco. 
En la pantalla, una historia de amor adolescente. Los dos jóvenes se conocen en un tren por la Toscana, charlan interminablemente y se enamoran sin importar tiempo ni espacio. Él es norteamericano, ella francesa. Ambos rubios, bellos, de ojos claros. 
Mientras la historia avanza sin escollos hacia el amor infinito yo sigo moviéndome con incomodidad. Pienso que es noviembre, casi verano, y que quizás no fue buena idea la de venir al cine a la función de las cinco, como dos viejitos.
El muchacho yanqui, una vez abandonado el tren, le dice a la francesa que lo espere un momento en la vereda y se mete en el bar más antiguo del pueblo. Va a intentar que el anciano de ojos resecos  detrás de la barra le regale una botella de vino y un par de copas de cristal para celebrar sus primeros cuarenta minutos de amor. En este preciso momento yo necesito un vaso de agua, que no tengo. La chica en la pantalla se ve fresca, hermosa y descansada tras una larga noche en el tren. Miro de reojo a mi costado y veo cómo Eduardo se pasa un pañuelo de papel por la cara y el cuello para secarse la transpiración. Siento los muslos pegados a la butaca y la espalda empapada. La tarde de sábado se va poco a poco instalando en el casillero de las olvidables, y con ella la historia de los jóvenes ilusionados cuando, de pronto, algo por completo ajeno a la película cobra forma ante mis ojos. Algo absurdo, inverosímil. Valizas. 
Mi rancho de Valizas aparece sin aviso y se instala en mi presente. Dejo de ver el parque y el muchacho que corre hacia su enamorada con las copas y el vino. Ya no siento calor, ni tengo a Eduardo a mi costado. La sala de cine se desvanece, y en su lugar aparecen la mesada rústica, los bancos de madera con el logo de Ikea, los caracoles de mar amontonados en las repisas y la escalera despintada que lleva al dormitorio. ¿Qué quiere ahora Valizas? ¿Por qué de repente me disuelve a Linklater, al lindo Ethan Hawke y la rubia Julie Delpy?
Muevo la cabeza para ver si puedo volver al brindis nocturno de los amantes en el parque, pero Valizas se niega a irse. Desconcertada, camino unos pasos por el piso de abajo. Observo los estantes, tanteo las puertas y cierro las ventanas. Abro la puerta delantera. El viento de la playa me golpea, haciéndome enderezar la espalda y mirar de frente al mar. Un olor fuerte a salitre se abre paso. El sonido de las olas me envuelve, me arropa como una suave manta de cuna, y ya no quiero moverme ni volver. 
Quiero estar ahí. 
Quiero estar ahí. 
Empiezo a llorar sin emitir sonido, y una vez que las primeras lágrimas se abren paso el dique entero se desmadra, avanza y desborda un mar de llanto. Lloro, lloro, lloro inmóvil y en silencio, mientras mi cuerpo de Valizas se despide y mi cuerpo de Montevideo se hace pequeñito, pretendiendo no ser visto ni escuchado. 
Cuando termina de pasar la tormenta, Valizas se va. Vuelvo a estar en el cine y miro alrededor por si tengo que dar explicaciones, pero nadie (ni siquiera Eduardo) se ha dado cuenta de nada. 
A la salida mi novio me toma de la mano y propone ir hasta el bar que nos gusta, cosa que acepto.
_ ¿Compartimos un vino, como en la película?
_ No, muy temprano. Mejor un café, o un capucchino. De repente me vinieron unas ganas enormes de comer algo dulce. 
_ Tenés los ojos enrojecidos... ¿Pasa algo?
_ No, no, nada. Nada.  
La tarde es soleada y tranquila, como siempre. Me lavo la cara en el baño, y trato de componerme. Estas cosas llevan su tiempo. Aún van a pasar varias horas hasta que suene el teléfono de línea, y cuando escuche la voz de mi amigo Marcelo desde el único teléfono de Valizas contándome de la tormenta, de las crecientes de la luna llena, de las olas de quince metros y del rancho sucumbiendo ante el mar con un crujido, la noticia no me va a tomar desprevenida. 
Hasta es probable que muchos años después, cuando cuente esta vieja historia para nuevos oídos, les diga que por un momento fui feliz mientras paseaba por mi rancho de Valizas, antes de que se fuera a vivir para siempre entre las olas. 

domingo, 3 de noviembre de 2019

Noviembre 2019




Fueron 440 nombres.
440 mujeres víctimas de femicidios desde 2006 hasta hoy.
Alguien al micrófono mencionaba un nombre y un departamento; el resto lo repetíamos como en una suerte de ceremonia, como un eco en el aire, una memoria.
Nos llevó casi una hora el rescate de las 440 mujeres del olvido.
440 historias, sueños, proyectos, familias.
440 nombres de los cuales de vez en cuando nos sonaba alguno. Micaela Onrrubio, Brisa, Lola Chumnalez.
Estos son días de emociones amontonadas en el alma, y vestirse de negro esta noche no es más que una pequeña metáfora de la oscuridad que todavía nos rodea. Miles de mujeres agotadas por la elección de ayer, de hace pocas horas, marchando hoy por los derechos de todas. Ojalá que nunca se nos borren de la memoria el dolor y la impotencia con que asistimos (todavía) a la soberbia impune del patriarcado. Ojalá que ninguna persona de las que hoy nos acompañó se vuelva amnésica cuando se trate de defender y profundizar la agenda de derechos que con tanto trabajo hemos conquistado en este país donde somos tan pocos que casi casi que todos nos conocemos. Ojalá que nadie se limite a figurar frente a las cámaras, porque estos no son tiempos para los tibios y los estrategas de lo chiquito. Son tiempos para la memoria, la dignidad y el compromiso. Al resto, que se lo lleve el viento del olvido.

Ni una menos.




Eran las diez de la mañana. El barrio se despertaba tranquilo y sin mucho movimiento. Andaba caminando en busca de un comité para retirar listas, cuando vi unas banderas a media cuadra de Camino Maldonado, y allá fui. Dos veteranos, una chica con aire angelical entregando las listas, y un par de personas pidiendo, como yo.
_ Te voy a dar un beso porque vos fuiste mi profesora de Literatura- dijo la muchacha, que resultó ser una ex alumna de dos colegios, de la que recuerdo sus escritos interminables y perfectos, con una letra preciosa y envidiable.
El veterano aprovechó para decirme:
_ Ah, usted es profesora de Literatura. Y, dígame, ¿quién gana hoy?
Nos reímos y charlamos un rato, mientras yo le sacaba fotos a una figura humana embanderada que habían instalado en el frente de su casa. Los dos viejos eran de la 90. El hombre, de ojos claros y mirada inteligente, nos contó (a Natalia, la ex alumna ahora Psicóloga, y a mí) que había escrito un libro y estaba por presentarlo a una editorial.
_ Yo lo que hice fue contar muchas cosas que la gente de ahora no conoce. Del tren que pasaba acá cerquita, que llevaba al Hipódromo, ¿usted sabía? Le decían "el tren de los patos" porque todos se gastaban la plata en las carreras y volvían patos, sin un peso. Los gurises los perseguían gritándoles "¡patos, patos!" y ellos les tiraban moneditas. Pero también pasaron cosas muy feas, cosas que hoy la gente ni se acuerda, como una vez que en el 58´ los colorados estaban empapelando paredes antes de una elección y una señora salió a decirles que no pegaran en su casa, que después le costaba sacarlo. La agarraron entre varios, le sacaron los pechos para afuera, le pasaron engrudo y le pegaron un papel ahí. Pero la gente se olvida de estas cosas, y hay que saberlas. Por eso escribí el libro.

La mañana seguía avanzando y la gente continuaba pasando a solicitar su lista o a que le dijeran dónde votar. Ya era hora de ir enfilando hacia mi circuito.

En la parada, casi cuarenta minutos sin que parara ningún ómnibus. Los 103 pasaban a Luis A. de Herrera, y aún así seguían de largo. La gente se iba acumulando.

_ Yo ya voté, por lo menos.- me dijo una señora de avanzada edad.- Me tocó ahí, en Areguatí, en la iglesia de los mormones.
_ ¿No será en la de los Testigos de Jehová?- pregunté, a lo que me dijo que no, que ella reconoce a las iglesias mormonas por el formato alto y de líneas geométricas.
_ Si vieras, m´hija... ¡Un lujo esa iglesia!- comentó, al tiempo que yo ya le hacía señas a un Copsa, para salir de la situación de intranquilidad de no poder tomar un bus para ir a votar.

En otras zonas el tema del transporte estaba funcionando lo más bien. A la altura del estadio, lo único, un trancazo de quince minutos.

Después, todo normal. Me llegaron audios, y me angustié mucho, pero lo que yo vi (salvo el tema del transporte en mi barrio) fue una jornada tranquila.

Y aquí estamos, a minutos de que se empiecen a saber resultados, escribiendo para no pensar, mientras se enfría el té de tilo.

¡Viva la democracia!
Carajo.



Esta imagen que acabo de ver, más allá de la intención metafórica, me trajo un recuerdo del jueves pasado. Iba hacia el IAVA por Eduardo Acevedo, cuando en un tarro de basura junto a la vereda vi una jaula de pájaro intacta, con sus tres potecitos de cerámica para comidas y agua. La imagen me sacudió las entrañas, porque las jaulas de pájaro me llevan a un universo muy oscuro. Estuve a punto de llevármela, no porque la quisiera de adorno (que bastante angustiante me parecería tener en mi casa una cárcel), sino para que nadie más la pudiera usar para el encierro. Al final la dejé; iba a andar fuera de casa todo el día, y la jaula era incómoda para cargar por liceos y oficinas. Creo que estuve mal.

No soporto la imagen de los pájaros encerrados. No entiendo cómo alguien puede pensarlo siquiera.

Hernán Casciari, que es de Mercedes (Argentina), cuenta que cuando él era niño, en los setenta, una vez el presidente de su país, otro mercedino, fue a visitar su escuela. Era un tal Videla. Todos los niños fueron formados para recibirlo, y antes de irse el presidente les dejó un regalo para poner en medio del patio: una pajarera.

La realidad tiene sus propios sistemas de metáforas.

Cuando yo era chica mi vieja tuvo en dos ocasiones unos cardenales enjaulados: la Colona y el Arisco. Los había visto merodeando en la quinta, y como sabía quiénes los iban a atrapar si llegaban antes, ella les puso un trampero y los cazó primero, solo para soltarlos a la primera oportunidad en que nos fuéramos a pasear al medio del campo. Éramos gente pobre, no salíamos mucho. La Colona estuvo con nosotros como un año, y el Arisco un poco menos. Cuando mi vieja le abrió la jaulita a la Colona la cardenala al principio salió tímida, como incrédula, con pasitos temerosos. Después echó a volar, y se perdió entre los árboles. Estábamos en una estancia de Treinta y Tres que era de un conocido de mi viejo que nos permitía quedarnos en el monte, y por el resto de nuestra estadía la Colona vino a saludar a mi madre una vez cada mañana, hasta que nos fuimos. Se paraba cerca del campamento, cantaba un ratito para nosotros, y se iba.

No sé por qué se me vinieron hoy a la mente estos recuerdos. Será que hace dos días que se me están removiendo las tripas con esto de la libertad y los derechos. Estoy dividida entre la alegría de la democracia y el nudo en la garganta de saber que acá nomás, entre nosotros, hay una red de cazadores buscando cortar alas y encerrar almas. Estamos rodeados de luces y sombras, y hay que elegir.

Que sea un buen día de votación, mis amigos, y que viva la libertad, siempre, para todos.






Sábado preelectoral a puro jardín en Arbolito. Igual que en octubre; la ansiedad se canaliza hacia lo vegetal. En este caso, el reino animal estuvo representado por Matilda trepándose todo el tiempo a la palmera y por una mariposa visitante que dio un par de aletazos y se quedó dormida entre las ramas del romero. Hubo recorte de pastos y setos, hubo reubicación de caracoles (por no decir que fueron tirados lejos, al pasto de la vereda) y hubo cosecha de pitangas escondidas entre el follaje. Al final, como acto simbólico, terminé plantando la margarita que me dieron en la marcha de esta semana por los desaparecidos. La planta originaria no va a prender, pero su flor fertilizará la tierra para las plantitas que vienen.
Es necesario cultivar nuestro jardín, decía el muchacho Cándido.
Y en eso estamos.




Hay días en que el concepto de individualidad se vuelve relativo. Después de un infinito viaje en un 103 calentado a fuego por el sol de este noviembre inclemente ya no estoy en condiciones de afirmarme como ser autónomo y desgajado del universo. Soy una mancha de energía en el asiento de la ventanilla, la huella de un pensamiento, el caldo de lo que alguna vez fueron neuronas frescas y razonantes.
Ya tomé agua, ya me vine de musculosa, sandalias y minifalda, ya respiré y cerré los ojos ante el ardor del reflejo de sol, y sin embargo: nada. Sigo volviéndome un humano desecado, suspirando por sombra y viento fresco.
Sumida en estos pensamientos trato de sobrevivir, cuando de repente miro por la ventanilla y la veo. Una chica rubia, con casco de bici en la mano. Dos remeras: una calada, encima otra (de manga larga), y camperita de jogging sobre las dos. Calzas. Medias. Guantes.

Y ya no puedo seguir escribiendo, aunque el viaje es largo y para que el pastel esté listo todavía falta, quizás, una media horita de horno.


Fabio Zerpa tiene razón: hay marcianos entre la gente. 




De repente te encontrás con que un número te persigue, le sacás una foto a la coincidencia y te olvidás del tema, hasta que horas después lo buscás en el inconsciente colectivo (vulgo Google) y te enterás de que ese número en el I Ching es la revolución, y se asocia al cambio. Ahí te empieza a gustar el 49, más allá del juego inicial del azar y de la foto.

2020 será año de cambios, en lo personal y en lo colectivo (pase lo que pase el domingo que viene), y habrá que aprontar tu corazón (que ya viene un nuevo sol🎵).




Imagínense un boliche en Montevideo, un miércoles por la noche. Afuera, el calor más pesado del casi verano. Ómnibus llenos. Aire caliente. Personas en la calle con rostros agobiados, ánimos caldeados y espíritus nerviosos por la elección de gobierno en cuatro días.
Mientras tanto, en un sótano fresco y a media luz, un grupo de personas bebe, conversa, escucha y comparte palabras. La premisa del taller literario tiene que ver esta semana con una canción que haya marcado tu vida. Alguien llevó un parlante, y cada lectura tuvo banda sonora; arrancamos con Wish you are here y terminamos con Marta Sánchez (vayan llevando).
Todos los textos fueron breves, y nadie dejó de escribir. La hora del final del taller resultó alegremente ignorada, mientras el sótano se fue haciendo útero, refugio, iglesia, cueva. Salí cantando por las calles calientes de la noche. soñé con música, desperté sonriendo y se me ocurrió compartir lo que había escrito.



Quiere que juegue con ella 24/7.
Se convierte en una fiera cuando aparece la gata del vecino, a la que tiene aterrorizada.
Duerme arriba de toda la ropa que dejo en la cama, especialmente si es de color negro.
Solo quiere atún del bueno.
Rompe las macetas pequeñas del marco de la ventana, tirándolas al piso.
Se afila las uñas en el cuero del respaldo de una silla y lo deja todo agujereado.
Juega con todo lo que encuentra, por ejemplo con el billete de 200 pesos que ayer encontré debajo de la heladera.
Tiene buenos pulmones.


Olas. Olas. Olas.
Jazz.
Voces suaves de personas conversando frente al mar.
Olas.
Gritos desde el interior: “¡No no no!”, “Aaaay!”, “¡Penal, penal!”.
Jazz.
Olas y olas.
“¡Noooo, mirá lo que hizo!”
Jazz.
Olas.
Y así.
Domingo de clásico en La Proa.




Eran las nueve de la mañana. Volvía de mi caminata previa al desayuno de domingo cuando al pasar por la plaza saludé al único ser vivo que caminaba por la principal. Era un cubano cincuentón, que cargaba una enorme mochila, un bolso de mano y una bolsa de mandados con agua y comida. Lentes espejados. Rastas. Canoso.
_ Disculpe.- me dijo- ¿Me dice cómo hago para llegar a los barquitos?
_ Sí, es fácil: salís a la playa y están a unas cuadras, a la derecha.
_ Ah, bien. ¿Y cómo llego a Cabo Polonio?
Lo miré como calibrando si debía advertirle de lo bravo que estaba el sol. El cubano era morochote, pero igual se iba a achicharrar por el camino, sin contar con que iba cargado como para sucumbir antes de La Ensenada.
_Mirá, podés ir bordeando el mar o cruzar por las dunas, pero si es tu primera vez te conviene ir por la playa. Son al menos dos horas, el sol está fuerte y el camino va subiendo y bajando.- le dije.
Él no pareció amilanarse, y me siguió preguntando cosas sobre el trayecto. Charlamos unos minutos. Indagó si ya había hecho ese camino, por qué no lo hacía más y si era de Valizas.
_ No, yo soy de Montevideo.
_ ¿Sí? Yo también- respondió sonriendo.
_ Tú eres cubano.
_ Sí, pero ahora vivo en Montevideo. Trabajo en Montevideo, pago BPS... Solo me falta encontrar una novia que viva en Montevideo.
Rápido, el cubano. Puso cara de desilusión cuando le dije que vivía en la otra punta de la ciudad, pero volvió a sonreír cuando agregué que trabajo en la Ciudad Vieja, donde él vive.
_ Bueno, capaz que nos veremos por ahí, entonces.
Miró hacia la playa, se acomodó la mochila y se fue por la principal, cargando con todos sus petates bajo el sol ya caliente de la mañana.



Valizas se despereza lentamente a mediados de noviembre.

Batalla de colores en el cielo del atardecer.

Flores, flores de todo tipo y color. Patos, gaviotas y garzas. Perros gordos y mansos. Hormigas voladoras pegadas a la arena mojada de la orilla. Golondrinas. Sapos que recorren a los saltos casas y patios. Arañitas. Humanos. Mosquitos.

Una amiga que vive en Valizas, rescata perras castigadas, vive de hacer correcciones de estilo y hace las tortas más deliciosas de chocolate y frutilla.

Españoles, brasileros, franceses, catalanes, argentinos. “Hay pila de gente”, dicen los locales, y una ve solo treinta personas deambulando por la playa.

Un cangrejo que pretende hacerme frente y se va cangrejeando de costadito hasta perderse entre la espuma.

Un candombre que se mezcla con la cumbia, la electrónica y el arrullo de las olas.

Todas las estrellas.

Plantas que con solo tocarlas te dejan las manos con olor a marihuana.

Un amigo de otros tiempos arreglando el techo de su rancho.

Artesanos.

Personas que dicen conocerte pero vos no tenés ni idea.

Una zona entre Valizas y Aguas Dulces donde una vez tuviste el rancho más lindo del mundo.

Un presente en paz con el mar y con la arena. Todas las heridas se cierran con el tiempo, decís, mirando tu rodilla lastimada por caerte bobamente ayer, yendo desde el baño a tu habitación privada con seis camas, todas para vos. Valizas te reinicia, siempre. Quedarte viendo la puesta de sol en lo alto de una duna relativiza todos los temas humanos, los importantes y los otros, los pensamientos rumiantes pequeñitos de cada día. Felicidad en colores y sonidos de mar, pese a la cumbia de enfrente. El mar siempre puede más, si una se entrega al aquí y ahora.

Valizas, aquí y ahora.




Mediodía de paz en el hostel de Valizas. La gata Milu deambula por el patio, algunas ratoneras rezongan o avisan a otras aves de la presencia de la gata, mientras en el cielo compiten nubes y sol, sin viento y en silencio. Yo ya había tomado mi café con torta de zanahorias made in Tío Pato (que el año pasado amenazó con irse pero acá sigue) y andaba tratando de hincarle el diente a un libro de mindfulness que lleva casi cien páginas sin decirme nada, cuando una cumbia a todo volumen irrumpió en la plácida calma de Valizas, desparramando por muchas cuadras a la redonda sus notas discordantes y sus letras sin letras.
La Pelusa está de fiesta, y cuando la Pelusa está de fiesta no hay quien no se entere. Puso un cartel en la puerta de su boliche que anuncia que solo le quedan tres sábados, así que (digo yo) arranca temprano para sacarle el jugo a lo que falta.
Dejé el libro a un costado, indecisa. ¿Encerrrarme en la habitación (donde igual se escucha todo)? ¿Exiliarme en La Proa, caipirinha de por medio? ¿Huir a un barcito nuevo que está a dos cuadras y promociona café y trufa por $80?
Cualquier cosa es mejor que la tortura de la cumbia, nada puede ser peor, pensé, y ahí mismo confirmé que sí, que siempre puede haber algo peor. El karaoke de la Pelusa, por ejemplo. Porque a la Pelusa (o a una hija,no tengo claros los personajes del boliche) les encanta cantar, y si las escucha todo el pueblo, mejor. Cantan lo que sea, pero siempre en ritmo de cumbia. De manera que hasta ahora han pasado versiones tropicales de Volver a empezar, Garganta con arena y lo que te puedas imaginar. Hace un rato me vine al frente, donde el chico de la recepción está a full con la electro (que me gusta), así que tengo un oído en cada ritmo. Cuando (por azar cósmico) ambas músicas coinciden en el silencio, se vuelven a escuchar los pajaritos y allá lejos, como siempre, el sonido hipnótico de las olas.

¿Mindfulness, decías? 





La primera vez que fui a Chile fue hace unos veinte años. Había ido con Aldo, que era mi novio por entonces, recorriendo pueblitos costeros y paisajes desérticos sin planes y sin plazos.
Una noche nos impresionó lo bello y armonioso de una fiesta popular de música y comida casera; creo que era en Chañaral. Estaba todo el mundo, niños, viejos, parejas, bailando y coreando las canciones que diversos grupos entonaban desde el escenario. Unos minutos pasada la medianoche hubo un revuelo en la organización, y de pronto los músicos enmudecieron. Al parecer la fiesta tenía permiso solo hasta las doce, y varios carabineros se apostaron alrededor del escenario para impedir su continuación. Los dos uruguayos nos miramos: ¿se iría a armar un lío? No. En Montevideo habría habido silbidos, golpear de manos, insultos, pero no en este pueblo. Aquí todo el mundo hizo silencio, los músicos bajaron del escenario y en pocos segundos la fiesta popular se había transformado en un desfile tranquilo y silencioso de las gentes caminando en grupos pequeños hacia sus vidas sin festejos. Sentimos el miedo. Sentimos en miedo en lo más profundo de las entrañas. Aquello no nos afectaba en lo personal, pero el miedo a los carabineros se respiraba en cada rostro cabizbajo y sometido.

Unos días después, en Calama, también, sentí el poder de los uniformados, aunque solo fuera por la forma en que nos miraron con soberbia antes de captar que éramos turistas inofensivos, o en los modos con que increparon al chofer de una excursión por no sé qué carencia del vehículo (mientras yo llevaba en la mochila piedras del Salar de Atacama y temblaba por si se les ocurría revisarla...).

El año pasado fui al Sur de Chile, y cuando cruzamos en bus la cordillera quedó más que claro que en la aduana chilena el trámite es estricto y con reminiscencias dictatoriales. Se bajó TODO del bus, hasta las almohadas de viaje. Las maletas se apilaron sobre unas mesas afuera y las mochilas y bolsos de mano en unos bancos de madera dentro de las instalaciones, para proceder a su meticulosa revisación. Un carabinero nos explicó con tono autoritario que no podíamos pasar ni media galletita, que teníamos que hacer silencio, y que la multa si encontraban algo orgánico en nuestras cosas era de 200 dólares. Allí entró el primer perro, un labrador beige, el que busca drogas. Media excursión dijo algo así como “aaaaw”, y acto seguido el carabinero nos fulminó con la mirada.
_ ¿En qué quedamos, señores? ¡Ni una palabra más!
Nos miramos en silencio. El pequeño Pinochet parecía orgulloso de su rol de mando. A continuación vino el segundo labrador, el negro Zeus, el que olfatea en busca de frutas, quesos y fiambres. Zeus se paró al lado de una cartera y la señaló con la patita. El carabinero le dio una recompensa. La dueña de la cartera fue llamada a revisación y a declarar con el superior de turno, pero no tenía nada. Había quedado el olor de una manzana, y se ve que el olor no se puede multar, por ahora.

Nada, reminiscencias de viernes preocupado por Chile y por Bolivia y por nosotros e ainda mais. Mi paso por el país flaquito siempre fue fugaz y de turista, pero ya desde hace décadas me parece que los chilenos son tan queribles como lo son de detestables sus autoridades.
Nada ha empezado este año; este es un despertar de siglos de cabezas bajas y voluntades sojuzgadas. Los patricios (o los que creen serlo) no van a dejar de tener el poder así como así. Y ya no hablo de Chile.





Momento paranoico
Instagram me sugiere páginas basándose (como siempre) en mis “intereses”. Gatos, fósiles y Evo son temas de los que he visto bastante en estos días, aunque de amatistas en la red no he buscado ni colgado nada... pero esta mañana, mientras pasaba junto a los artesanos que las venden frente a Tres Cruces, pensé que me encantan esas piedras.
Las primeras sugerencias, la mitad de la pantalla, no coincide con algoritmo alguno, excepto el de mi vida interior.
Pienso, luego me es sugerido.
Miedo. O me leen la mente o creo que lo hacen, y en ambos casos estoy en el horno. Mi-e-do.

O capaz que estoy a solo un día de empezar las vacaciones, ya no tengo nada para corregir ni estudiar y me entretengo con cualquier cosa, la la la!

Lo siento, amores. Este era un post baboso encubierto. Sean felices. 




Puta madre. Vengo concentrada con los escritos de quinto y ni cuenta me doy de que la CITA se enlentece hasta casi quedar detenida en medio de la carretera. Escucho un “Ah!!” de un señor en el asiento de atrás, y sin pensar miro por la ventanilla. Hay un accidente, una moto caída y a su lado una mujer sostiene a un hombre ensangrentado. Pego un grito, que solo por un segundo despierta a la chica del asiento de al lado, la CITA acelera, y seguimos el viaje. Hay varios autos detenidos, deben estar esperando la ambulancia.

Todos seguimos el viaje, mis amores. Espero que el pobre hombre no esté herido de gravedad, pero la sangre tiene esas cosas. Nos enfrenta a la finitud propia y la continuación de la vida. Es un golpe en el medio del pecho que te dice que no pierdas de vista lo importante.




“El Renacimiento fue una época en donde la literatura es un arte en el cual se desprende más, donde se refleja el arte, se expresa y consigue un cambio de perspectiva, de vida, ya que situaba al hombre como el centro, esta fue una etapa en la que se pasaron muchas cosas, dado a que lo que se estaba viviendo no era lo mismo a lo que en ese siglo paso, sino que fue el comienzo donde la literatura es “expoltada” de manera productiva. En el siglo XVII situamos el Barroco, donde este es una continua evolución de lo que fue el renacimiento, donde la literatura es el centro de expresión, manifestación, representación, demostración de lo que estaba sucediendo”.

Bienvenidos a mi mundo.
(Novemina, tienen?)




_ No. La Mancha no es una ciudad de España, es una re-gión.
Me doy cuenta de que estoy hablando sola y me silencio de inmediato, pero nadie se ha dado cuenta, al parecer. Las personas en el bar están metidas cada una una sus asuntos, y las del resto de la terminal caminan siempre apuradas, mirando sus pantallas y arrastrando valijas con rueditas. De vez en cuando se oye la voz de una señora llamando al embarque de diversos omnibuses. Hay viejitos que caminan lento, trancando el ritmo normal hacia los andenes. En la mesa más cercana, frente a mis ojos, un hombre y una mujer están tomando café. Se ríen mucho y de cualquier pavada, a él le suena el teléfono pero no lo atiende. Se deben estar conociendo. Han pedido la cuenta ya hace rato, pero no se deciden a irse. Vuelvo a corregir mis últimos escritos del año, y de nuevo me escucho murmurando cosas.
_ ¿Cómo que la Mancha no tiene relieve? Yo lo que dije es que era una llanura.
_ Aquí le dejo la cuentita. - dice el mozo, a quien llamé hace un minuto.
Se queda mirando los escritos y dice:
_ Esto me recuerda al liceo.
_ Son de liceo.
_ Ah, ¿sí?
_ Sí, del IAVA. ¿Vos dónde estudiaste?
_ Yo vengo del interior, pero me quedaron tres materias de sexto... A una la cursé en el IAVA, justo; a las otras dos las tengo que hacer algún día.
Lo miro. Es alto y hermoso, tiene unos cuarenta años y su voz es grave y agradable. Ya se imaginan qué pasó a continuación entre él y yo, ¿verdad?
Le hablé de Uruguay Estudia y le di para adelante con terminar bachillerato, queridos. Eso no se pregunta. Una anda por la vida con un chip docente inevitable, y estos no son tiempos para dejar las cosas a medias. El hombre me agradeció, porque no sabía de estas oportunidades.
Cuando miro para adelante la pseudo pareja acaba de irse. Aún falta media hora para que salga mi CITA. Y me vuelvo a la Mancha, una ciudad sin relieve donde parece que vivía un anciano de 52 años, ay, dios...




Hoy me puse nostálgica, y en el primer bus de la mañana vine mirando los recuerdos del muro. La clase con los gurises sirios. El museo del IAVA hecho teatro por la noche. Amanecer color esperanza en una carretera. Un trabajo parcial inolvidable con película, entrada y avant premier en el liceo. Y la noche mágica de Roger Waters.

Ahora voy en el segundo bus rumbo al IAVA, pero hay una voz que no puedo sacar de mi cabeza (por suerte).

Recuérdame
mi mejor vez,
Recuérdame.
La espina no,
la flor, la flor,
Si es que hubo flor.

Resistan, estimados, resistan.
Y siembren flores.



_ Profe, te quiero decir que me gustó mucho tu propuesta de dejarnos elegir a través de qué arte expresarnos en la segunda prueba. Te quiero agradecer, porque nos diste toda la libertad, y tu materia ni siquiera es específica.- dijo un estudiante de Artístico esta mañana, y una compañera que lo escuchó al pasar agregó:
_ No es especifica pero tendría que ser.

Listo. Entendieron todo. Curso cerrado.



¿Se acuerdan de aquella canción que solo decía “Jhonny, la gente está muy loca”? Tenía toda la razón, y lo acabo de comprobar ao vivo.
Vine sentada veinte minutos al lado de la Shirley (imposible quitarle el artículo), la rubia platinada de perfume dulzón que mencioné en el post anterior. La Shirley se pasó la mitad del tiempo mandando audios de cuatro o cinco minutos, y la otra mitad escuchando los audios que acababa de enviar. Nadie le contestó nunca ni medio mensaje, pero eso no pareció importarle. Audio (consejo, pseudo chiste, autoelogio, consejo, risita, pseudo chiste), poner enviar, escuchar el propio audio (consejo, pseudo chiste, autoelogio, consejo, risita, pseudo chiste). Y así cinco o seis veces, hasta que pasamos Mendoza, quedaron asientos libres y me mudé para el fondo. Voy con una pendex que escucha música pop y adelante viene un niño quejoso y movedizo, pero todo es mejor que Lady Audios. Todo.
¡Pobre de quien viva con la Shirley! Capaz de triturar un cerebro en tiempo récord. Insuperable.



Me lo crucé a la altura de las vías, y no fue hasta una cuadra más tarde que me pude dar cuenta de que había sido adoptada. Yo ni lo había mirado, deben creerme, no alenté en su psiquis canina ni la menor posibilidad de un “hola”, pero eso no pareció ser obstáculo para el gordo. Caminamos juntos muchas cuadras. Cruzamos semáforos y cebras. Pasamos plazas y avenidas. Y él siempre a mi alrededor, olfateando, esperándome si yo iba más lento. Al llegar a mi parada pareció comprender que lo nuestro tenía los minutos contados y se buscó un nuevo amigo, uno marroncito y blanco, petiso y compadre. Con él se fueron correteando hasta la esquina, y pronto dejé de verlos.
Mi CITA vino puntual en el último día de clases en Florida. Ahora solo me queda descansar después de un año hermoso pero interminable, esperar que el gordo de verdad tenga un hogar en Florida y rogar para que el perfume pesado y dulzón de la rubia platinada con la que voy como compañera de asiento no me haga caer desmayada en mitad del trayecto hacia mi hogar. Hogar sin perro y (al menos por un par de días) también sin despertador.(Jhonny, la gente está muy loca 🎵)