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jueves, 7 de noviembre de 2019

La función de las cinco



Había empezado a hacer mucho calor en la sala del cine; la película llevaba recién media hora de empezada cuando me encontré transpirando inquieta en la butaca. Miré hacia la derecha: Eduardo estaba tan concentrado en la trama que ni notó cuando le solté la mano y me separé de su cuerpo, buscando aire fresco. 
En la pantalla, una historia de amor adolescente. Los dos jóvenes se conocen en un tren por la Toscana, charlan interminablemente y se enamoran sin importar tiempo ni espacio. Él es norteamericano, ella francesa. Ambos rubios, bellos, de ojos claros. 
Mientras la historia avanza sin escollos hacia el amor infinito yo sigo moviéndome con incomodidad. Pienso que es noviembre, casi verano, y que quizás no fue buena idea la de venir al cine a la función de las cinco, como dos viejitos.
El muchacho yanqui, una vez abandonado el tren, le dice a la francesa que lo espere un momento en la vereda y se mete en el bar más antiguo del pueblo. Va a intentar que el anciano de ojos resecos  detrás de la barra le regale una botella de vino y un par de copas de cristal para celebrar sus primeros cuarenta minutos de amor. En este preciso momento yo necesito un vaso de agua, que no tengo. La chica en la pantalla se ve fresca, hermosa y descansada tras una larga noche en el tren. Miro de reojo a mi costado y veo cómo Eduardo se pasa un pañuelo de papel por la cara y el cuello para secarse la transpiración. Siento los muslos pegados a la butaca y la espalda empapada. La tarde de sábado se va poco a poco instalando en el casillero de las olvidables, y con ella la historia de los jóvenes ilusionados cuando, de pronto, algo por completo ajeno a la película cobra forma ante mis ojos. Algo absurdo, inverosímil. Valizas. 
Mi rancho de Valizas aparece sin aviso y se instala en mi presente. Dejo de ver el parque y el muchacho que corre hacia su enamorada con las copas y el vino. Ya no siento calor, ni tengo a Eduardo a mi costado. La sala de cine se desvanece, y en su lugar aparecen la mesada rústica, los bancos de madera con el logo de Ikea, los caracoles de mar amontonados en las repisas y la escalera despintada que lleva al dormitorio. ¿Qué quiere ahora Valizas? ¿Por qué de repente me disuelve a Linklater, al lindo Ethan Hawke y la rubia Julie Delpy?
Muevo la cabeza para ver si puedo volver al brindis nocturno de los amantes en el parque, pero Valizas se niega a irse. Desconcertada, camino unos pasos por el piso de abajo. Observo los estantes, tanteo las puertas y cierro las ventanas. Abro la puerta delantera. El viento de la playa me golpea, haciéndome enderezar la espalda y mirar de frente al mar. Un olor fuerte a salitre se abre paso. El sonido de las olas me envuelve, me arropa como una suave manta de cuna, y ya no quiero moverme ni volver. 
Quiero estar ahí. 
Quiero estar ahí. 
Empiezo a llorar sin emitir sonido, y una vez que las primeras lágrimas se abren paso el dique entero se desmadra, avanza y desborda un mar de llanto. Lloro, lloro, lloro inmóvil y en silencio, mientras mi cuerpo de Valizas se despide y mi cuerpo de Montevideo se hace pequeñito, pretendiendo no ser visto ni escuchado. 
Cuando termina de pasar la tormenta, Valizas se va. Vuelvo a estar en el cine y miro alrededor por si tengo que dar explicaciones, pero nadie (ni siquiera Eduardo) se ha dado cuenta de nada. 
A la salida mi novio me toma de la mano y propone ir hasta el bar que nos gusta, cosa que acepto.
_ ¿Compartimos un vino, como en la película?
_ No, muy temprano. Mejor un café, o un capucchino. De repente me vinieron unas ganas enormes de comer algo dulce. 
_ Tenés los ojos enrojecidos... ¿Pasa algo?
_ No, no, nada. Nada.  
La tarde es soleada y tranquila, como siempre. Me lavo la cara en el baño, y trato de componerme. Estas cosas llevan su tiempo. Aún van a pasar varias horas hasta que suene el teléfono de línea, y cuando escuche la voz de mi amigo Marcelo desde el único teléfono de Valizas contándome de la tormenta, de las crecientes de la luna llena, de las olas de quince metros y del rancho sucumbiendo ante el mar con un crujido, la noticia no me va a tomar desprevenida. 
Hasta es probable que muchos años después, cuando cuente esta vieja historia para nuevos oídos, les diga que por un momento fui feliz mientras paseaba por mi rancho de Valizas, antes de que se fuera a vivir para siempre entre las olas. 

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