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miércoles, 2 de diciembre de 2020

Diciembre 2020



El fantasma de las Navidades pasadas. Hace diez años que cada 25 de diciembre lo pasó en lugares diferentes, muchas veces con gente distinta, y cada vez lo disfruto más. Esta es la primera vez que encaro viaje sola (por unos días, porque ya mañana comienza a llegar mi gente de Montevideo), aunque sabiendo de antemano que Valizas es también mi lugar, y en el lugar de una  nunca faltan los amigos. 
Un abrazo desde la hora de la siesta. Que lo bueno se incremente y que lo otro se diluya. Salud! 




Navidad en el pueblo sin autos, sin helicóptero y casi sin luces. Sin fuegos artificiales. Sin  arbolito ni señores de rojo que pasen a dejar regalos casi por compromiso. Navidad con el sonido sordo del mar como fondo obligado para cada silencio. Con el cielo más estrellado y las mejores charlas. Navidad en Valizas: no hay palabras que puedan describirla del todo. 




Poco a poco se va armando el clima. Vine a Valizas sin saber bien quiénes iban a estar e hice bien, porque ya me encontré con medio mundo, incluyendo gente que me conoce y yo no ubico, es decir, lo habitual. En la puerta del supermercado la que me reconoció fue Joaquina, que es la perra de una amiga. A ella sí la  ubiqué enseguida. Suenan tambores en la zona de la feria artesanal, pero son pocos, y por ahora no hay helicópteros en la vuelta. El cielo ya se llenó de estrellas, hay música en el aire y la mezcla tradicional de aromas a flores, porros y salitre está hoy entreverada con el humo del fuego de los parrilleros. Alguien acaba de tomar una guitarra en el hostel y está ofreciendo un show privado en el patio: es hora de acercarme a los humanos, que por ahora son pocos. 
Que anden bien. Nos estamos viendo.





Viento, mar, arena. Pocas personas. Algunos perros. Una chica con su canasta repleta de bizcochos recién horneados. Cuatro muchachos desolados porque el vendaval no los va a dejar jugar al fútbol.  Algunos caracoles revolcados por las olas. Sol, Valizas, gaviotas y reencuentro con los amigos en la tarde de Nochebuena. Casi casi parece como que todo estuviera en su sitio (pero no).



_ Nosotros venimos a Valizas desde los tiempos en que no había luz.- me dice ella, y yo la miro. Su rostro no me es del todo familiar, pero ella y su marido dicen que me han visto por ahí, que les sueno de El Gaucho o de Asterix. Charlamos del pueblo, de sus cambios, de historias de entonces y de ahora. 
_ Donde se encuentran cosas indígenas es en el Cerro de la Buena Vista- dice él en un momento, y yo paro la oreja- Nosotros encontramos cantidad de flechas y piedras trabajadas por los indios, pero ya no tenemos nada. 
_¿Lo donaste? -Le pregunto, y ella responde por él:
_ ¡No! Lo llevamos todo para casa pero después lo trajimos de nuevo y volvimos a poner las cosas donde las habíamos encontrado.
_¿Qué? -pegunto, casi saltando de mi asiento- ¿Por que hicieron eso?
_Tuvimos que devolverlo. -explica la mujer. Habíamos dejado todo en una bolsa de nylon en el garaje y la verdad es que nos olvidamos, hasta el año siguiente. Ahí vimos la bolsa y la llevamos para la casa. Fue abrirla y de golpe se nos quemaron todas las bombitas. ¡En serio! Fue muy raro. Trajimos todo para Valizas la primera vez que volvimos y lo dejamos donde lo habíamos encontrado. 
_No sabemos  qué fue. -acota él- Pero capaz que tenían algo de radiactividad. Después que lo devolvimos no se nos quemaron más las luces. 
Tomo nota mental del suceso y aunque ya me aclararon que la cosa pasó hace pila de años me autoagendo una caminatita por el Cerro de la Buena Vista, a ver si el viento de estos días ha dejado al descubierto alguna punta de flecha o una piedra trabajada por los indios, que capaz que son radioactivas pero nunca se sabe.





¿Qué hace una cuando un señor desconocido al que ha aceptado en esta red desde hace un par de meses se descuelga de repente (sin interacción previa de ninguna clase) con un mensaje de “hola, qué hacés?” a la 1.20 de la mañana? Una no responde, elimina al desvelado de la lista de contactos y se queda con ganas de sacar una mano por la pantalla y estrangularlo onda Homero a Bart, al grito de “¿y a vos quién te conoce?” (no, una no suele ser muy educada a la 1.20 de la mañana, especialmente cuando aún no se ha acostado, ha puesto el despertador para las 6 y sabe que aún tiene por hacer veinte cosas antes de poder dormirse).
¿Qué hace una cuando las personas bienintencionadas empiezan a enviar mensajes navideños del tipo imagen o video reenviado a granel a todos sus contactos? Una no dice nada, pero tampoco responde (pensando con eso estar enviando una respuesta).
¿Qué hace una cuando alguien deduce de un like (o de la nada) que esto es una especie de aplicación de citas y de inmediato inicia maniobras de seducción más o menos sutiles? Una cree que su interés(o falta de) debería quedar claro en base a las respuestas obtenidas, y que el silencio o los monosílabos difícilmente deberían tomarse por un sí o como aliento para futuras interacciones. Una a veces se equivoca: hay personas para las que el “no” no queda claro hasta que se dice de frente y mano (¿con qué necesidad, dice una?... momento incómodo, si los hay).
Todo esto para decir que, al igual que en la otra vida (la que no es virtual, ¿se acuerdan?), por estos lados la capacidad de empatía es esencial si uno se quiere (de verdad) comunicar con un otro. Yo sé que “el otro” muchas veces (por suerte) no es tan rompehuevos como una, pero en este tiempo de distanciamientos sociales y burbujas varias me parece que este (el virtual) es un instrumento de comunicación de lo más interesante y sería una lástima que lo hiciéramos colapsar por usarlo a lo loco. El tiempo de los demás es tan precioso como el nuestro; ¿a quien le gusta pasarse la vida viendo los videos o los artículos que otros deciden por nosotros? Ya sé que la intención puede ser buena, pero un ratito sí, la vida no. En fin. 
Post pum para arriba en la Mañanabuena. Lo siento: tenía que hacer catarsis, así cuando en un rato llegue a Valizas* tengo la cabeza despejada y no ando con palabras atragantadas. Buenos días. 
* por supuesto que este era otro post de baboseo de vacaciones levemente disimulado; ¿acaso esperaban otra cosa? 




Al frente, el vaso de pitangas que termino de cosechar de mi jardín. En segundo plano, la caja con cosas navideñas que me acaba de llegar de regalo de mi cooperativa. ¿El motivo? Ah, una pavadita, mire: que terminamos de pagar la amortización y desde ahora solo nos quedan los gastos comunes, la la la! 🎵🎵🎵
Yo sé que este ha sido un año de porquería para casi todos, y para mí también. Lo arranqué con mi vieja quebrada y mi padre desvariando, lo seguí con el caos del inicio de la virtualidad, lo termino con la pérdida de mis horas en la oficina y veinte cosas más que no da para detallar, pero también ha habido cosas maravillosas, y esta es una de ellas. ¡Terminamos de pagar la cooperativa, terminamos, terminamos!!! 
Y ahora, los dejo. Me voy a festejar al bar del barrio con mi amigo cooperativista, té con limón* de por medio. Buenas tardes. 
*Sí, somos gente rara. ☕️**
**Y no hay emoji de té.


No hay un alma en la calle a la altura de la plaza (es la hora de los mandados, de las duchas y del inicio de las previas), pero la Pelu hace rato que canta micrófono en mano desde su balcón. Ella ama el karaoke: pone como base la música de un tema atrás de otro y los va entonando con mayor o menor afinación, regalando su voz a los vecinos de la zona, entre ellos nosotros. 
Valizas está llena de imágenes. 
Durante el día son los hechos de la playa: el caniche que me  ladró como si alguna vez pudiera asustar a alguien con sus magros dos kilos de pelo e histeria, el Bulldog inglés tironeando a su dueña porque le daba miedo al agua, las personas reencontrándose con la arena, los colores rojo fuego de los primeros achicharrados por el sol, el ritmo hipnótico de las olas, las gaviotas lejanas, los teros (por suerte) ausentes.  
En el pueblo encuentro gente y perros amigos. Pescadores morochos de ojos azules y compañeros de Bellas Artes rubios de ojos verdes. Una gata gris en el hostel. Gente que vende artesanías, panes, cerveza. La calle principal todavía oscura y sin decidirse a ser peatonal. El viento, siempre. Una torta de cumpleaños en la heladera del hostel. Yo refugiada en mi habitación por un ratito para escribir tirada en la cama, dueña absoluta del espacio hasta que caigan otras cinco personas en un par de días. Mis amigos durmiendo una siesta de cuatro horas. El sonido del mar a lo lejos. Valizas va entrando muy de a poco en clima de sábado a la noche. Paso a paso. Canción a canción.




Soy la única huésped del hostel despierta antes de las ocho de la mañana. Los empleados están desde hace rato limpiando las instalaciones y preparando la jornada. Cuando me ve instalarme a leer bajo los árboles una de las chicas me dice que el desayuno está listo y si quiero puedo servirme, aunque aún no es la hora.
_Está leyendo ese libro, qué bueno.-me dice la otra, la más joven. 
_¡Sí, está muy bueno! ¿Te gusta Mella?
_Sí, me encanta. “El hermano mayor” también está excelente.
_ A mí me gusta todo lo que escribe. Hay algunos que son difíciles... Los de la primera etapa. 
_ Ah, pero “Derretimiento” es una maravilla. 
Y así seguimos charlando unos minutos, mientras la gente del hostel aún continuaba sumergida en el dulce sueño de la mañana. Después ella vuelve a sus actividades y yo me  sumerjo de nuevo en el libro.





Selfie de hostel con vientito tolerable. El domingo estuvo oscilando entre grises y azules, pero apenas lloviznó unos minutos por la mañana. Ayer estuve de dueña de una habitación de ocho camas; hoy la comparto con un flaquito de lo más amoroso. Mis planes de cocinar han fracasado estrepitosamente ante la comida saludable y deliciosa que vende una amiga en el pueblo. La playa está pelada (aunque ya junté una bolsa enorme de cosas interesantes, incluyendo un pañuelo azul y una bandana violeta... shhh...). Domingo tranquilo y placentero. En paz. Maravilloso.




Diez de la mañana. Vuelvo de mi caminata habitual hasta las Malvinas con las sandalias en la mano y el morral livianito, porque la playa hoy está pelada y no ha dejado fósiles en mi camino. Un señor alto y grandote se pone de pie al verme y se acerca a la orilla como de casualidad. Lo miro. Me mira. Se produce una especie de sinapsis entre dos de mis neuronas de vacaciones y un nombre (o un sobrenombre) acude de repente a mi cerebro.
_¿Vos no sos el Oso?
_ Sí. -responde él, sorprendido.- No puedo creer que te acuerdes de mi nombre. ¿Cómo andâs?
_¿Sabés quién soy?
_Sí: sos la payasa.
Valizas, hace unos 15 años. Turismo. Una de las semanas de Turismo más divertidas de las que tengo memoria. Yo había ido con dos amigas y el novio de una de ellas, en tanto que mi (por entonces) marido pasaba la semana en una estancia, participando de un proyecto de filmación con sus compañeros de Comunicación. Valizas estaba divina. Estábamos frente a la playa pero cerca del pueblo, en un rancho alquilado, porque al mío ya hacía tiempo que se lo habían llevado las olas. 
El Oso era amigo de mis amigos; estaba recién separado y se pasó la mayor parte de la semana metido en nuestro rancho. Una tarde alguien comentó que yo había animado fiestas infantiles y él se llevó la mano a la cabeza y exclamó:
_¡La payasa! ¡Claro!  De ahí te conozco: vos le animaste el cumpleaños a una de mis hijas, hace como diez años. 
Obviamente que yo no lo recordaba: los padres de los cumpleaños siempre me resultaron invisibles. El Oso dijo que hacía días que me veía cara conocida pero no terminaba de ubicarme.
_Porque además yo me acordaba que cuando te había conocido vos no estabas con ropa común; en mi memoria tenías una especie de uniforme. Pensé que de repente te había visto disfrazada de enfermera en algún club, yo que sé... Por las dudas preferí no preguntar.
El Oso de entrada me había caído muy bien, tenía un sentido del humor que hacía imposible enojarse con él, y todos nos reímos de mi imagen de payasa devenida en bailarina y vestida de enfermera. En verdad nos pasamos la semana entera riendo de cualquier cosa, y eso que nadie fumaba en nuestro rancho. 
_Yo te veo siempre por acá-dijo el Oso de ahora, antes de agregar que estaba separado por segunda vez y  que estaba buscando la tercera, por aquello de que la tercera es la vencida. 
Aaah, es lo que tiene este balneario, vio: la gente de Valizas no pierde el tiempo (y tampoco la memoria).




Cae la noche sobre Valizas. El mar se empieza a picar de a poquito, no corre una gota de viento y somos varios los que estamos mirando la espuma de las olas y aprovechando lo que queda de luz en la playa. Suenan los tambores en el pueblo a nuestras espaldas. El cielo comienza a presumir de su limpieza estrellada, al menos hasta que salga la luna y nadie pueda competirle. Fin de año 2020 en Valizas, tan igual y tan distinto a otros de los que tengo memoria. Sobre todo tan distinto. Recién caminaba por la calle principal y me acordaba de personas, paisajes y voces de otros veranos: algunos perdidos para siempre, otros cerca o a punto de volver. Estos han sido días de mucho pensar. Quizás ya era tiempo. Abrazo a todos, y (más tarde o más temprano) nos estaremos viendo.



Marque la opción que no corresponda para este lunes 21 de diciembre:
*Es el solsticio de verano
*Se juntan Júpiter y Saturno
*Cumple años mi vieja
*Tomo el último examen del año en el liceo
* Voy en un 103 con dos asientos libres
*Me olvidé de traer café para afrontar la jornada
*El gato viejo apareció justo cuando iba a salir y me retrasó unos minutos
*Estoy contenta con mi gobierno porque nos protege y nos cuida, baja las tarifas en medio de la pandemia y demuestra más preocupación por la salud de la población que por el bolsillo de sus empresarios. 
(Bueno, bueno, es lunes y estoy yendo a trabajar a primera hora, ¿acaso esperaban un cierre pum para arriba? Y además acabo de decir que no me traje café. La dirección de este perfil retornará a sus carriles habituales en el correr de la tarde. Buenos días.)




Al frente, el vaso de pitangas que termino de cosechar de mi jardín. En segundo plano, la caja con cosas navideñas que me acaba de llegar de regalo de mi cooperativa. ¿El motivo? Ah, una pavadita, mire: que terminamos de pagar la amortización y desde ahora solo nos quedan los gastos comunes, la la la! 🎵🎵🎵
Yo sé que este ha sido un año de porquería para casi todos, y para mí también. Lo arranqué con mi vieja quebrada y mi padre desvariando, lo seguí con el caos del inicio de la virtualidad, lo termino con la pérdida de mis horas en la oficina y veinte cosas más que no da para detallar, pero también ha habido cosas maravillosas, y esta es una de ellas. ¡Terminamos de pagar la cooperativa, terminamos, terminamos!!! 
Y ahora, los dejo. Me voy a festejar al bar del barrio con mi amigo cooperativista, té con limón* de por medio. Buenas tardes. 
*Sí, somos gente rara. ☕️**
**Y no hay emoji de té.





El lado B del fin de semana: un montón de uniformados, algunos de Prefectura, otros de la Intendencia, otros de índole militar, deteniendo autos en la rambla de Punta del Este. Serían unos diez, con varias motos, patrulleros y camionetas. Las inspecciones tal vez sean puramente de rutina, aunque no se entiende por qué dos de ellos están sosteniendo armas largas en sus manos en evidente actitud intimidatoria (cosa que en la foto borrosa no se puede advertir). Solo nos pidieron libreta de conducir y registro de propiedad del vehículo; el inspector fue amable y correcto, pero el ambiente general era tenso, y tanto mi amiga como yo coincidimos en que es un espanto que ahora esta gente nos ponga nerviosas, como si fuéramos culpables de algo. Repito: dos militares con armas largas (perdonen la ignorancia, no sé qué eran) enfrentando al auto detenido para imponer “seguridad” en una inspección de rutina, ¿no será mucho? No sé, pero el episodio nos aguó la alegría de la tarde. Feo feo.




El capuchino es vegano, la música del lugar es muy buena, aún no sé quién es el asesino en mi novela y tengo un bichito amigo que quiere compartir la mesa y la lectura. Afuera sopla el viento,  pero qué importa. Al interior está todo bien. Domingo de paz.




Rescatando crónicas: 2016
Él es alto, de pelo negro, con unos ojos celestes que por años le quitaron el sueño a muchas conocidas de mi adolescencia. Tal vez por solidaridad con ellas o porque su hermana era mi mejor amiga en esa época lo cierto es que a mí en particular nunca me movió el piso por entonces. 
Pero el tiempo pasa, y para algunos pasa muy bien.
Hace como un año la hermana me había comentado que a él le sorprendía verme siempre igual que antes (y bien), dato interesante, aunque un tanto inútil. Casi nunca lo veo, hace mucho que vive en España y solo en las fiestas aparece por la cooperativa cuando viene a visitar a la familia.
Tal vez por eso cuando lo crucé hoy de mañana y él estaba jugando a la paleta en la calle con el hermano menor pensé que era una lástima saludarlo solo de pasada, pero, en fin, un hermano es un hermano, y yo seguí mi camino.
Hace un rato, recién comenzada la tarde, iba hacia la parada del ómnibus cuando lo vi caminando hacia mí. Nos miramos con una sonrisa onda "al fin podemos charlar sin hermanos de por medio" (o eso pensé yo, al menos, que ya saben que soy hija única y no le doy mucho corte a los hermanos ajenos). Yo iba impecable: rulos armados, minifalda cómplice, maquillaje discreto, cerebro descansado. Él venía iluminando la vereda con su mirada. Momento cinematográfico.
Momento cinematográfico que se interrumpe para dar paso a una secuencia en la que un par de viejos (que estaban charlando en la vereda) cruzan hacia él, lo toman de un brazo y se lo llevan bajo mis propias narices.
_¡Viajero! ¿Cómo andás, tanto tiempo? Vení a contarnos cómo van tus cosas.
Él me miró: ya sabemos que los viejos son insistentes y por lo tanto no había escapatoria. Cruzamos el segundo saludo fugaz de la jornada y yo seguí caminando hacia la parada, mientras pensaba que acababa de ser derrotada por dos veteranos, que encima son amigos de mi viejo.
Lpmqlp al cooperativismo y al barrio donde todos nos conocemos. 
Así no se puede.





Rompan todo. ¿La vieron? Voy por el capítulo 2 y hay partes que duelen (y duelen mucho), pero está muy buena. Una historia del rock latinoamericano. Centrada en Bs. As. y México, centrada en los hombres, centrada en lo que a Santaolalla se le ocurre, pero está buena igual. Los que saben le marcan las ausencias; yo me descubro más ignorante aún de lo que pensaba (y eso siempre vale la pena). Por si el fin de semana pinta tormentoso y quieren ver algo... son 6 capítulos. El 2 incursiona en el inicio de las dictaduras, va mezclando la historia con la música y no sé si me dan más ganas de llorar las cosas que ya pasaron o las que pueden llegar a pasar. En fin. Se ve que diciembre me pone sensible (y no sé si ya no era hora).



De conducta adictiva como soy, acabo de terminar la serie sobre el rock latinoamericano que empecé ayer. Dos momentos del último capítulo:
Texeira: "Cuando hay crisis siempre recurren a los artistas para salvar las papas; después los olvidan"
Andrea de Aterciopelados: "en ese festival estábamos con Cafeta, con Molotov, con Animal, con Enanitos Verdes... éramos 90 en total, con producción, 88 hombres y dos mujeres."
De Uruguay, poco y nada. Solo La Vela en vivo, unos reportajes cortitos a Rada, Musso, Texeira, Fatorusso y diez segundos de Peluffo. No aparecen NTVG (aunque son mencionados), Buitres, nada. No esistimos (sic). Pero igual estuvo bueno ese raconto de bandas y artistas, de toques y de hechos históricos relacionados o no directamente con el rock. Dolió Cromagnon, dolió Tlatelolco, y dolieron también otros momentos de los que nunca había oído hablar, como el Halconazo de 1971.
Viendo esta serie me di cuenta de por qué hace años que casi no bailo en ninguna fiesta. A mí me gusta el rock, qué le voy a hacer. Fue ver cada capítulo y asistir al despliegue paralelo de los recuerdos (en este caso sí, 100% uruguayos, o casi):
*La Cantilo desafinando en algún toque (creo que en Punta del Este).
*Los Abuelos en el Parque Rodó explicando que no iban a cantar Costumbres Argentinas porque Miguel estaba enfermo y no había venido al toque. No me acuerdo si fue mucho o poco antes de su muerte.
* Sumo en Montevideo Rock 1 y yo esperando que terminaran de una vez para que vinieran Los Tontos.
*Yo enterándome de que todos los NTVG habían sido mis alumnos en el 10.
*"Fuego gris", del flaco, en algún cine del centro de Buenos Aires.
*Los Redondos sonando cada noche en El Gaucho de Valizas.
*Nito y Charly cantando en el Centro, en los festejos por la vuelta a la democracia.
*Yo llorando (en 1981) porque mis viejos no me dejaron ir a ver a Sui Generis en el Franzini.
*El toque de Café Tacuba donde vi poguear por primera vez, en Zorba de Solymar.
*Un flaco que me gustaba explicándome la letra de La gran bestia pop mientras caminábamos por la playa.
*Peluffo cayéndose en la mitad del escenario en el velódromo, porque se resbaló con una cédula que alguien había tirado.
*Las manos de Filippi en el Cabo.
*Taddei, siempre. 
*La Epumer con su guitarrita, en algún boliche del Centro. 
Y así.





Trivia de viernes: ¿por qué tengo marcas de arañazos en la muñeca derecha? 
a. Porque me arañé con las ramas del pitanguero.
b. Porque estuve ordenando el galpón y había muchos alambres sueltos.
c. Porque apareció frente a casa un gatito que no sabe jugar sin uñas. 
Piénsenlo bien. El primero que acierte se lleva de premio un gatito que no sabe jugar sin uñas. Ups.




Rescatando crónicas: 2017
Historia mínima
El hombre había tenido doce hijos con su mujer, doce hijos y todos de a uno, pero la docena no fue suficiente o quizás la cosa le pasó sin pensar, de puro enamorado en tiempos de poco método anticonceptivo. Ya es muy tarde para saber los detalles. El caso es que tuvo un hijo con otra mujer, un muchacho al que algunas de las hermanas trataron y visitaron durante años hasta que le perdieron el rastro. 
La esposa, madre de los seis hombres y las seis mujeres validados por inscripción en la libreta matrimonial, era una señora pequeña y angelical, pura bondad y estoicismo. No sé bien cómo se llegó a enterar del affaire de su marido con la Tobinha, una morocha petisa y entrada en carnes, pero lo supo y no hizo escándalos. No eran tiempos de andar reclamando fidelidades. 
Cuentan las malas lenguas que a partir de ahí cada vez que iba a aprontar el mate de la tarde la señora, sin que se le moviera un músculo de la cara, le pedía a alguno de sus hijos que le sacara del fuego la caldera tiznada, deformada por los muchos años y los muchos mates, diciendo:
_ M’hijo, hágame el favor, ¿no me alcanza la Tobinha?



¡Ah la sacrificada vida de la gente recolectora! Una termina la cosecha diaria de pitangas, sale a barrer la vereda para que las que cayeron por la noche no manchen el piso y al volver a la cocina se encuentra una fiera peluda y de bigotes inspeccionando la mesada. Fiera que no se inmutó en lo más mínimo ante la presencia humana, cabe señalar. Más bien todo lo contrario.




Como pasa cada verano, al terminar las clases y pasar más tiempo en mi casa empiezo a ser testigo del devenir cotidiano de mi barrio. Ya les conté hace unos días del muchacho que pasa con los churros calientes. También hay una familia que vende huevos caseros y diversas personas que ofrecen trapos de piso, esponjas de cocina y un largo etc, sin contar con los que venden improbables bonos de colaboración con merenderos infantiles de dudosa existencia. 
Y están los que piden comida. O los que te quieren vender algo de ínfimo valor por el mínimo peso que puedas darles (como un flaco que vino con un ramito de jazmines, hoy de mañana), y si les decís que no tenés plata enseguida te piden algo de comer. No mucho: "tendrá un paquete abierto de fideos, alguna cosita que me pueda dar?". Hoy ya vinieron dos personas. Siempre pasa al menos una, a veces son tres o cuatro.
Vivo acá desde 1983: que la gente viniera todos los días a pedir comida era algo habitual por esos tiempos, pero después hubo unos años en que eso casi no sucedía. Salvo con la "Vieja Chiquita" (que es casi una cooperativista más) no estábamos viendo personas con hambre recorriendo las casas y pidiendo ser ayudadas. 
Hace unos días fui a merendar con tres amigas del liceo. Estábamos al aire libre, y varias personas pidieron que les diéramos algo. Algunos no pedían, pero miraban con hambre la porción de muzzarella que dos de ellas compartían. Al otro día, en un almuerzo, una nena pasó mesa por mesa a pedir una colaboración. No estaba sola: la madre la esperaba a cierta distancia, y ya sabemos todo lo que se puede decir al respecto, pero no me jodan; ¿cuánto hace que no veíamos niños pidiendo comida en la calle? 
Ni la pobreza es invento de este gobierno ni la vamos a poder solucionar mágicamente los que pensamos distinto cuando volvamos en cinco años, eso está claro. Pero abramos los ojos, que no todo lo que sucede a nuestro alrededor es efecto de la pandemia, salvo que cuando hablemos de "pandemia" entendamos que nos estamos refiriendo a otra enfermedad para la cual no hemos encontrado una vacuna definitiva, ni mucho menos. Falta de empatía, se llama. Insensibilidad social. Vivir en una torre de marfil y sálvese quién pueda, se llama. 
Hay que abrir los ojos. Y después recordar.




MIércoles de mañana, sol, pajaritos, silencio, tiempo libre. ¿Qué mejor oportunidad que esta para visitar el inefable sitio astrológico de nuestro diario de mayor circulación en su sección "eme" (porque lo de "M de mujer" se ve que fue desaconsejado por algún asesor, mas no así su contenido inalterablemente previsible, al mejor estilo 1980)?
Yo sé que a ustedes les gusta esto de las predicciones pero andan con poco tiempo: se las voy a resumir en una sola palabra. 
ARIES: malhumorados.
TAURO: indecisos.
GÉMINIS: raros.
CÁNCER: intolerantes.
LEO: lentos.
VIRGO: dependientes.
LIBRA: confusos.
(Viene brava la mano, ¿eh? Pero no se asusten, que a partir de acá el panorama cambia por completo)
ESCORPIO: firmes.
SAGITARIO: seguros.
CAPRICORNIO: avanzan.
ACUARIO: positivos.
PISCIS: carisma. 
Listo, estimado: su futuro depende de qué tan motivada esté la señora astróloga. Al comienzo se la nota negativa y molesta ante el embole de tener que escribir 12 "predicciones", pero a medida que se acerca al final ya va dando rienda suelta a una saludable y aliviada alegría. Como debe ser. 
Y ahora los dejo, a ver si encauzo mi malhumor ariano hacia situaciones más productivas. Ni me hablen, salvo que hayan nacido entre Escorpio y Piscis. Buenos días.





Lo diré de una vez y sin vueltas: no puedo vivir sin vos. 
No puedo cantar si no estás cerca. 
Necesito que estés conmigo mientras desayuno, mientras me asomo a ver el sol de la mañana, mientras planifico el devenir de este y de todos mis días. 
No te vayas. Volvé. 
Sé que te has caído otras veces, y siempre lográs recuperarte. 
Volvé, Youtube, volvé. 
El silencio es lindo pero vos lo llenás de contenido. 
Volvé.



Salgo al fondo de mi casa temprano en la mañana. Planto un par de ramas de suculenta que encontré ayer caídas en la casa de una amiga, paso la albahaca a una zona de sombra para que no se queme, enderezo la maceta con el ciboulette que algún gato había tirado de costado, las riego a todas y dejo amablemente pasar al patio la tarántula marrón que deambula cerca de la puerta. 
¡Soy tan buena gente!  
O tal vez soy una cagona que se queda encerrada en su casa porque le da miedo ir a leer a la sombra en el patio y que la tarántula se le suba por la pierna. Quién sabe. 
Saludos desde la cocina.




Imaginen una casa en el barrio de Balvanera, en Buenos Aires. Una casa a una cuadra del Congreso, caracterizada por una enorme palmera  que hasta hoy existe en su frente. 
Comprada por una familia pudiente, tras la muerte de los padres pasó a ser habitada por los cinco hijos varones (todos deportistas y con título profesional), por la única mujer, Elisa, que trabajaba como taquígrafa en el Senado y era muy devota, y por algunas empleadas domésticas que tenían sus habitaciones en la parte baja de la casa. 
A Elisa, que se ocupaba del mantenimiento de toda la propiedad, no le gustaba que sus hermanos no solo no fueran a misa sino que llevaran al domicilio familiar a una sucesión de mujeres que para la época eran vistas como de "dudosa reputación". Ninguno de ellos trabajaba, porque la familia tenía una buena pensión heredada de los padres. 
A la muerte de su madre su dormitorio había sido clausurado y nadie volvió a entrar en él, como homenaje a su memoria. Lo mismo ocurrió cuando uno de los hermanos falleció súbitamente de un infarto durante un partido de tenis: su dormitorio fue cerrado para siempre. Meses después murió el segundo al caerse ebrio al agua mientras navegaba con una amiga en su velero y un año más tarde otro, en un accidente de auto. La dinámica familiar siguió siendo la misma: muerto alguien, se clausuraba su cuarto, en una casa que empezaba a tener más ambientes cerrados que habitables. El cuarto hermano murió acuchillado al salir de una tanguería y el restante falleció en la propia casa, en la habitación de una de las mucamas, con quien mantenía un romance. Al parecer habían dejado el brasero prendido y la puerta cerrada, por lo que ambos murieron. 
La propia Elisa fue al otro día a la policía para comunicar el suceso. Las muertes del hermano y la empleada habían tenido lugar en la misma noche en que él (que era médico, igual que el padre) había acusado a Elisa de estar relacionada con la muerte de sus hermanos y le había dicho que era una persona resentida, que siempre iba a estar sola. Estos entretelones de intimidad familiar se conocieron porque las otras empleadas contaron a la policía la discusión a los gritos de la que habían sido testigos. 
La policía no encontró pruebas suficientes para incriminarla, aunque resultaba extraño pensar que el médico se hubiera dormido con el brasero encendido y a puerta cerrada. Elisa despidió a todas las empleadas y se quedó viviendo sola en la enorme casa llena de habitaciones clausuradas. Trabajaba, hacía las compras, y fuera de eso solo salía de la casa para ir a la misa. 
Cuarenta años después de la muerte del último de los hermanos, cuando la gente de la iglesia fue a buscarla, preocupada porque Elisa no asistía a la misa ni respondía el teléfono, entraron a una casa oscura y sin luces donde el polvo y las telarañas de la escalera indicaban a las claras que nadie había subido a las habitaciones del piso superior desde hacía largos años. Elisa yacía muerta en el suelo del sótano, que había acondicionado como su habitación con su cama, su mesa de luz, su rosario, su Biblia, su espejo y mesa y un pupitre para arrodillarse y rezar. Algunos dicen que había tomado el mismo veneno que utilizó para con sus hermanos, per nadie puede asegurarlo. Por descontado que las historias de fantasmas abundan en relación a la casa, y hay quienes dicen que Cortázar se inspiró en esta historia para escribir "Casa tomada", aunque sus allegados desmienten que sea cierto. Los vecinos hablan de puertas que se cierran solas y de un malestar que ataca a los hombres que visitan el lugar.
Una bella historia de domingo. 
Que duerman bien esta noche. 
De nada.



Ayer Sergio Blanco decía al comienzo de "Memento mori" que a esta altura de la vida del ser humano en la Tierra se calcula que han pasado por ella unos 108.000 millones de personas.
108.000 millones de personas. ¿Te das cuenta?
No: imposible darse cuenta.
108.000 millones es un número demasiado número, no hay manera de que llegue a hacerse carne, idea, imagen, realidad. El número se queda flotando por ahí en el techo del teatro y las personas sentadas a dos metros una de otra no queremos pensarlo demasiado, mientras Sergio Blanco continúa golpeándonos con su texto seguro, exquisito, implacable. Asistimos a una misa oficiada desde la palabra y el gesto. Imposible describirla. Pasamos por el arte, la fe, la literatura y el amor, fuimos arrastrados por todos ellos y alternamos entre fusionarnos con las butacas y volar libremente frente al escenario.

Memento mori: recuerda que morirás.

Y eso es todo.





Los consejos de la Tía Mariela 
Hoy: cosechando pitangas en tu jardín
1. Trata de cortar solo las frutas que están de un color morado oscuro; son las más fáciles de sacar, las más grandes y dulces. 
2. MIra bien, pues las frutas suelen estar escondidas entre las hojas del árbol.
3. Ten cuidado de no sacudir las ramas, o las frutas caerán sobre el gato que te acompaña hecho un bollo a los pies del pitanguero, y ser bombardeado por los humanos es algo que a los gatos históricamente no les ha gustado.
4. Invita a probar las frutas a todos los vecinos que pasen y pregunten en qué andas. Verás que las opiniones se dividen entre: "mmmmh", "me recuerdan a mi infancia" y "no me gustan porque manchan todo el piso".
5. Si vas a subir a un banquito para ir a por las más altas, ten cuidado (especialmente si intentas apoyarlo al borde de un escalón de la vereda).
6. Sería deseable encarar la cosecha usando lentes (el pitanguero no tiene espinas pero hay ramas muy finas que se te pueden meter en los ojos) y con ropa de entre casa (por si las manchas).
7. Barre la vereda luego de haber terminado, porque los viejos del barrio son susceptibles y si la ven toda manchada de morado van a reflotar aquello de que en los jardines de la cooperativa no se puede tener plantas que sobrepasen el metro y medio de alto (no vaya a ser que la palmera y el romero terminen ligándola por tu descuido con el pitanguero).
8. Aclárale a toda la gente que te aconseja usar las pitangas para la caña que no solo la caña no te gusta sino que dada la cantidad de frutas necesitarías tres o cuatro barriles de Velho Barreiro, y no estaría dando ni para el desembolso ni para la posterior ingesta del susodicho líquido elemento.
Queridos: si un día pasan por mi casa y yo no estoy están invitados a llevarse todas las pitangas que puedan (o que quieran), siempre que las arranquen maduras y que no molesten a mis gatos. Comuníquese, archívese, etc.





11 de diciembre de 2012. Mi madre estaba internada por tiempo indefinido en el inefable hospital de Melo, esperando que la trajeran a Montevideo para ponerle un tornillo en la rodilla luego de que se cayera de un banquito en el galpón (un banquito igual a los que uso para subirme cada vez que quiero sacarle una foto a la flor del cactus, que está alta y es más linda desde arriba, por ejemplo). 
En la enorme sala del hospital solo había dos personas: mi vieja, imposibilitada de moverse, y una chica muy obesa que se había caído de una moto y tampoco podía salir de la cama. El Cele no bien llegué se fue a la Laguna a pagar unas cuentas y traer ropa limpia para mi madre, y yo me quedé a cuidarla. Todo bien. Tanto ella como la de al lado estaban tranquilas y a lo sumo mi labor sería la de mandadera o intermediaria entre ellas y alguna enfermera, nada complicado. 
Hacía muchísimo calor esa tarde en Melo. No había pasado cinco minutos en mi nueva condición de Jefa de Sala cuando fui a abrir una ventana para que entrara un poco de aire y lo siguiente que recuerdo es que estaba abriendo los ojos al nivel del suelo, mientras las dos pacientes gritaban llamando a alguna improbable enfermera para que viniera a ayudarme porque me había desmayado. 
No sé qué pasó; todos mis desmayos son así: abro los ojos y hay alguien abanicándome o preguntando si ahora puedo escuchar, si estoy bien, si ya volví. No es algo que me haya sucedido muchas veces; quizás las puedo contar con los dedos de una mano (o mejor de las dos). La mayor parte de los desmayos (creo que todos, menos este) tienen que ver con la visión de la sangre. Una gota que vea, propia o ajena, y desconecto. No es miedo ni dolor ni asco; no sé qué es. Una especie de reflejo atávico e inoperante que me saca del mundo por algunos segundos, sin mayores consecuencias. Es lo mismo que me pasa cuando veo una persona que tiene un orzuelo en el ojo y de inmediato me pongo a llorar: no tiene la menor lógica, pero no lo sé evitar.
¿Y qué pasó ese día? Nada terrible. Terminé mi primera experiencia como cuidadora en el hospital de Melo conociendo la Emergencia, con suero, tres puntos en la cabeza y cinco días de antibióticos.
Todo esto para decirles que cuando precisen una cuidadora de enfermos sería bueno buscar otras opciones, pero si lo que quieren es un espectáculo de desmadejamiento humano ipso facto no duden en llamarme, que ahí estaré (aunque no puedo asegurar por cuánto tiempo).




De vez en cuando en el programa de la Negra Vernaci aparece un invitado que viene a dar clase sobre una materia cada vez más necesaria: la foristología. Comportamiento y caracterización de quienes acostumbran participar en foros, sea cual sea el medio o la red que los sostiene.
Las reglas de la foristología son variadas y fácilmente comprobables, por ejemplo: 
Cuando una celebridad tropieza, el forista intentará que no vuelva a levantarse jamás.
El forista odia el éxito ajeno.
El troll es un forista sicario porque percibe un sueldo para atacar, en cambio el forista sincero odia ad honorem.
El forista ideológico defiende a quienes comulgan con sus ideas y ataca a quien piensa distinto.
Tiene mentalidad de niño y odio de adulto.
Cuando se ensaña con alguien no lo suelta nunca más en la vida.
Más allá del humor de estas columnas, a nadie se le escapa que meterse a leer los comentarios prácticamente de cualquier publicación puede ser a la vez un baño de realidad ("estas personas de verdad existen!!") y una pérdida de tiempo ("estas personas no pueden existir!"). Por eso me sorprendió hoy ponerme (no sé por qué) a leer los comentarios de un video que estaba escuchando en youtube y ver que me metía en un mundo inusual, lleno de gente inteligente, ocurrente y sin odio: era un streaming de Dolina, qué querés. La mosca blanca. 
Nada, eso, que qué lindo que siga habiendo espacios libres de odio. Una simpleza (como en el programa de Bimbo y la Pichot de hace unos días, en que la consigna era "¡Basta de malos ya!").  
Ps: no todos eran mensajes de amor y de paz en el streaming del Negro (que se filmó desde su casa); este me hizo reír: "Noooooo Dolina mostrando su casa, a Miceli se le debe caer un lagrimón."





Era el primer martes de vacaciones; yo había terminado segundo de liceo y comenzaba a disfrutar de los tres meses eternos de libros, amigas y playa que básicamente resumían la idea de la felicidad por esos días. MI tía Kathy me había invitado a ir a la playa con un par de primas: la Malvín aún no iba a estar llena de gente y daba para disfrutar del sol y el agua sn amontonamientos. Hacía calor, pero no demasiado: aquella iba a ser una mañana de playa perfecta para no pensar en nada. Pero no lo fue, porque tanto Katy como la prima más grande, Marita, se pasaron hablando de la tristeza de algo que había pasado la noche anterior, donde en otra parte del mundo una persona había matado a alguien que parecía ser muy importante, tanto que la radio y la tele se pasaban las horas hablando de lo mismo.
Yo no sabía nada de los Beatles. Para mí solo eran la banda antecesora de los Bee Gees, de los cuales nos pasábamos los recreos de la escuela hablando con mi amiga Norma. Yo porfiaba que los Gibbs eran lo más grande del mundo y Norma se reía de mi ignorancia y decía que al lado de los Beatles los Bee Gees no tenían ni para comprarse un café con leche. Yo no sabía nada de los Beatles y en mi casa mis padres no escuchaban música en inglés, pero recuerdo que me chocó la tristeza ajena, las caras abatidas y los ojos húmedos, aún en medio de la playa y del verano.
No hace falta ser fan de alguien para reconocer que fue importante para muchos, que fue popular y extraordinario -digo, mezclando un poco las cosas, porque en estos días el tema de la muerte, los símbolos y las reacciones de los que no lo sienten han sido un punto crucial y doloroso para muchos de nosotros en esta parte del mundo, tan al Sur y tan lejos de todo. Pero acá estamos, y vamos a seguir estando.

Instant karma's gonna get you
Gonna knock you right on the head
You better get yourself together
Pretty soon you're gonna be dead
What in the world you thinking of
Laughing in the face of love
What on earth you tryin' to do
It's up to you, yeah you



Por un lado están las pifiadas evidentes, las directas, como la nota de El Observador sobre la muerte de Tabaré por la cual un rato después de colgarla se arrepintieron y pidieron disculpas. Después los comentarios rastreros de algunas personas en las redes (pero pocas, debo decir con orgullo). Por último, la labor soterrada de descrédito de la militancia frenteamplista que realizan algunos "periodistas" como el muchacho de canal 4 (ignoro su nombre) que iba relatando el inicio del cortejo fúnebre y todo el tiempo estaba centrado en el peligro por "la posibilidad de que la muchedumbre se desbordara e impidiera el paso del vehículo". Mentira. No le importaba nada lo que pudiera hacer una muchedumbre ordenada y de tapabocas que lloraba y aplaudía mientras cantaba "y ya lo ve, y ya lo ve, el Presidente es Tabaré". Estuve ahí, estuve en primera fila frente a la entrada misma de la Intendencia y las personas nos mantuvimos respetuosamente sobre el cordón de la vereda (o de la mitad de la calle, que para ese momento había sido cortada). Qué ganas de sembrar la duda, de generar la discordia, de no respetar el dolor de la gente y pretender mostrarnos como una turba indisciplinada y sin límites. Me da asco ese afán de generar una noticia sensacionalista en medio del dolor ajeno y ya de paso tirarnos mierda, como siempre hacen. Qué lástima que la gente sea tan pobre (de alma, en este caso).





Hubo logros memorables, hubo una vida entera dedicada al bien común, pero yo me quedo con el médico que enfrentó a las tabacaleras y defendió a capa y espada el derecho de todos a respirar aire limpio. Nunca me sentí tan representada por un político como cuando Tabaré prohibió fumar en espacios públicos: al fin alguien se acordaba de defender un derecho tan enorme como el aire. En mi familia nadie fumó nunca pero en los boliches, en los salones del IPA o Bellas Artes, en los bailes, en las oficinas, en la mayoría de los lugares compartidos era sabido que todos íbamos a respirar los cigarros ajenos, y a nadie se le ocurría algo tan básico como salir a la puerta. Los que no fumábamos habíamos nacido en un mundo lleno de humo y no imaginábamos que podía haber otra forma de convivir, aunque eso parezca algo lejano e incomprensible desde este extraño 2020 que nos sigue dejando solos. Cada vez más solos.




El niño de los dibujos. Los iba haciendo en el momento, en hojas de cuaderno: había algunos con animales, otros con personas o figuras indefinidas. A los que estaban terminados los tenía en exposición en la vereda frente al puesto de su madre, en una de las muchas ferias nocturnas de esta época en el Parque Rodó. Las personas se detenían a mirarlos, elegían uno, él se los daba y los ojos le brillaban al pegarle el grito a su mamá:
_¡Ma, regalé otro!
_¡Qué bueno! -respondía ella, y también le brillaban los ojos.
Estábamos de charla mientras mi amiga se probaba enteritos y vestidos cuando el nene se acercó con gesto triste y le extendió un billete de veinte pesos a la madre:
_Tomá... me dieron esto. -y se volvió cabizbajo a su puesto de dibujos.
_No le gusta que le den plata -me dijo ella en voz baja- A el solo le gusta regalarlos.
_¡Regalé otro! - sonó entonces su voz desde el borde de la vereda. Los ojos le brillaban de alegría cuando acomodó en el lugar vacío el último dibujo que acababa de terminar: una cucaracha amarilla con varias y cortas patas.
_¿Otro más? ¡Que bueno!
La cara del niño había vuelto a brillar, y su sonrisa se derramaba más allá de los dibujos. La feria entera estaba llena de colores mientras el artista se encontraba con su público.
Por un momento todos fuimos felices. 





Ayer colgué la historia de un Tablón secuestrado en el liceo 30 (lo había apuesto con minúscula pero acabo de corregir, porque Tablón no me perdonaría que lo cosificara) y entre las repercusiones de la publicación resultó que me volví a reencontrar con varios ex alumnos de hace más de diez años. Uno me contó que dos por tres me ve por la calle pero no se anima a saludarme y ya le dije que lo haga pero con previa autoidentificación, porque yo a ese señor alto y de barba no lo reconocería jamás como al petisito sonriente de 14 años que tenía en tercero 9. 
Hoy estuve charlando con una amiga de estas redes y le tuve que pedir que me explicara de nuevo algo que ya me había dicho hace un par de meses, porque me lo había olvidado. Terminamos concluyendo que tendría que ir a una homeopatía y ver si el ginko bilova puede ser beneficioso, porque estas desmemorias son pequeñas y comprensibles (los alumnos crecen, lo que ella me había contado fue hace mucho tiempo), pero igual.
Me quedo pensando si serán los genes, si me estaré alimentando bien o si será que me deslizo por la vida mirando el presente y no fijando las informaciones para un hipotético mañana, hasta que me acuerdo de la charla de ayer en la peluquería. La otra clienta y yo conversamos un buen rato de Zona de Tinta a Zona de Brushing, y el tema principal era de dónde diablos -por no decir de dónde mierda, que sería mejor pero hay gente a la que todavía le producen rechazo las malas palabras-, de dónde diablos nos conocíamos. A mí me sonaba su voz, su cara, sus ojos: esa mujer era alguien a quien he visto decenas de veces, y a ella le pasaba lo mismo. Nunca llegamos a determinar de dónde éramos, y en el devenir de la charla resultó que las dos somos docentes, tenemos la misma edad y nos llamamos Mariela. 
Listo: encontré a mi alma gemela. 
Hubiera querido que mi alma gemela fuera un señor alto, de voz grave y cabello entrecano pero en fin, es lo que hay. 
Me voy a la feria a ver si compro unas nueces, que dicen que son buenas para la memoria. 
Feliz fin de semana.





Tablón: entre el amor y los secuestradores
No recuerdo bien cuándo fue que los estudiantes de 3º9 me presentaron a Tablón, pero fue al mismo tiempo que le adjudicaron un lugar en la clase y pretendieron darle un número de lista. Era un compañero tranquilo, al que nunca hubo que rezongar por nada. Medio durito, eso sí. Incapaz de reaccionar ante ninguna situación. Siempre inmóvil y de ojos abiertos, como escuchando.
El problema comenzó a desarrollarse una tarde en que al ingresar al salón los estudiantes se encontraron con que su compañero de madera había desaparecido. Lo buscaron, revolvieron cielo y tierra, y nada: Tablón se había esfumado. Pero la gente de 3º9 no se daba fácilmente por vencida: de inmediato hicieron, fotocopiaron y pegaron por todo el liceo unos carteles con su retrato que decían: “Se busca. Responde al nombre de Tablón. Mide 37 centímetros. Quien lo encuentre que lo lleve a 3º9, salón 10. Hay recompensa”.
Unos días después, un helado sábado de agosto, hubo alguien que descubrió a Tablón descansando en uno de los estantes de Morales, el encargado de mantenimiento, quien tal vez lo habría guardado con vistas a arreglar algún banco roto en caso de necesitar una tabla lisa y resistente.
Habría sido sencillo devolverlo a sus amigos, pero en la cara se le notaba a Tablón que no le vendrían mal unas aventuras. de modo que al día siguiente su foto apareció en el Facebook del liceo, esta vez ataviado con gorrito y bufanda, cigarrillo en mano (o en madera), en el momento mismo de estar siendo amenazado por una mano y acompañado por un texto que rezaba: “Tenemos a Tablón. No intenten rescatarlo y no avisen a las autoridades. Repito, autoridades”.
Fuentes de la máxima confianza hicieron correr la voz de que los raptores tenían siniestras intenciones con respecto a Tablón, que pensaron enviarlo al desierto del Sahara o a una cárcel sin nombre, aunque también se rumoreaba que hubo quien quería hacerlo bailar en el caño o posar en una foto con la selección uruguaya… 
Lo cierto es que el susodicho distaba mucho de estar secuestrado. Pronto sus compañeros del grupo supieron (por una carta suya) que en verdad se había fugado para casarse con su novia Tablona e irse de luna de miel a las Termas, evento del cual dejaron una foto como prueba. Tablona se veía allí rubia y con boquita prominente, adornada de collar y caravanas de delicada factura. Alguna estudiante manifestó sus dudas al ver el mapa de Uruguay que aparecía como fondo para la supuesta foto de la boda. Quizás Tablón sí estaba secuestrado después de todo, y las fotos no eran más que un engaño para impedirles actuar con celeridad y distraerlos.
El lunes a mitad de la tarde varios alumnos irrumpieron con una cámara a la sala de profesores y empezaron frenéticamente a tomar fotografías de manos, buscando identificar a aquella de dedos blancos y finos que en la primera foto había amenazado al secuestrado. Las pruebas no fueron muy contundentes; lograron deducir que se trataba de una mano de hombre, pero las versiones que crearon (indicando que se trataría del profesor Mazzei o del Subdirector) no tuvieron fundamento y el caso comenzó a empantanarse.
Pidieron informes a través del facebook del liceo, ofrecieron recompensa, interrogaron a Morales. Y nada.
Con el correr de los días algunas voces se dejaron oír, reclamando poca seriedad de parte del secuestrado: “Tablón apareció y resultó ser un traidor que abandonó a todos sus amigos por la primera tabla que se le cruzó, y si se fijan bien, se nota que la muchacha ya ha pasado por unas cuantas carpinterías. Y ahora que empezó a sufrir los inevitables problemas de convivencia matrimonial pretende volver al hogar (3º 9) como si nada… Merece que lo reciban con un asadito, pero invitado como leña.”, afirmó una voz anónima desde el Facebook del liceo.
Ante esto, 3º9 se ocupó durante la mayor parte del jueves y el viernes en una tarea ni ecológica ni relacionada al estudio: dibujaron 111 carteles reclamando “Queremos a Tablón”, y los pegaron por todas las paredes del liceo. Todos reclamaron alguna medida por parte de las autoridades cambiando su foto de perfil por una en que se exigía la devolución de Tablón, foto que hasta algunos docentes compartieron en sus muros.
Por suerte un día llegó la última hora y algo se quebró en el corazón de los que retenían a Tablón, haciendo que tanto él como su flamante esposa se sentaran en un banco a la salida del salón, rodeados por los carteles que los habían reclamado y ataviados con la ropa de su boda. Tablón lucía un smoking negro sobre camisa blanca con moñito y gorro de visera azul, en tanto Tablona llevaba un tocado de encaje sobre los platinados cabellos y un impecable vestido blanco sin breteles.
El reencuentro fue sencillo y emotivo. Una vez que tocó el timbre los primeros que salieron y los vieron se zambulleron de vuelta al salón para dar a sus compañeros la noticia del regreso del alumno 12. Los novios fueron depositados para un mejor descanso de tantos ajetreos en el sillón pequeño de la Sala de Profesores, donde pasaron el fin de semana.
Quién sabe si pasarán muchos días antes de que se encienda en el alma de Tablón el deseo de vivir nuevas aventuras. Desde aquí no podemos más que felicitarlo por la boda y el regreso al hogar, a la vez que deseamos sinceramente que nos mantenga al tanto de sus futuras andanzas.





A las 11 de la mañana, puntual como nunca en el año, la chica del cabello rojizo apareció por el patio. Venia a hacer la prueba final de Literatura, una prueba que no habría tenido que realizar si no hubiera faltado casi todo el curso, una prueba que iba a hacer el último viernes de clases y en mi mañana libre, pero, en fin. 
Nos fuimos a la biblioteca, hizo su escrito (que corregiré en un rato) y salimos. Ella se fue, y yo ya iba rumbo al baño antes de salir del liceo cuando escuché un gritito a mis espaldas:
_ ¡Profe, profe! 
Dos estudiantes de otro grupo, que habían hecho la prueba el martes y (pese a que les conté el resultado por mail) aún no sabían cómo les había ido, me venían siguiendo con expresión entre expectante y asustada. 
_¿Cómo me fue?- preguntó la que llegó primero, una chica a la que vi muy salteado, más salteado aún de lo que vi a su grupo, lo que ya es mucho decir. La miré, pensando si darle la respuesta breve o la versión extensa, pero los ojos ansiosos me hicieron decantar por la primera:
_ Apenas aceptable, Belén. Escaso, con errores, pero también con aciertos. El curso está aprobado con seis. 
_¡Aaaaaay, gracias, profe! - me pegó el grito, casi al borde de la lágrimas, antes de darme un abrazo emocionado y totalmente ilegal en estos tiempos (pero la emoción no sabe de virus ni de protocolos), en tanto la compañera me miraba en silencio con los ojos enormes, las manos en la cara y sin animarse a preguntar. 
_ Y vos también, Lucía, lo mismo. Aceptable pero ahí ahí. Ustedes podrían haberlo hecho mucho mejor...
_ ¡Ay, sí, profe, pero es que este año fue horrible!- dijeron las dos al unísono, y no me dio para seguirlas rezongando. 
_ Es cierto: fue un año horrible. ¿Qué orientación van a seguir en quinto?
_ Yo Artístico y ella Humanístico.- dijo la del abrazo. 
_ Bueno: las dos van a estar conmigo en 2021... - empece a decir, pensando iniciar un microsermón previo, al estilo de “el año que viene van a tener que trabajar mucho más y bla bla bla”, cuando ellas dieron un grito de alegría, empezaron a saltar y se abrazaron. 
_ ¡Bieeen! ¡Vamos a estar contigo! 
Capaz que me estaban dorando la píldora para  el año que viene; en todo caso por las dudas charlé un poco más con ellas y las dejé, porque no era tiempo de andar rompiendo protocolos, por más que en ciertas situaciones la emoción manda y una se olvida de las distancias. 
Y acá estoy, en la peluquería, tapándome las canas para iniciar en buena forma las vacaciones del año lectivo más extraño en el que he trabajado (por ahora). 
Este no es del todo un post de autobombo (por más que debo decir que tiene toda la pinta): soy consciente de que si las dos chicas se hubieran ido a examen me querrían bastante menos, como siempre pasa, pero en fin: este es un año imprevisible y no da para andar imaginando los peores escenarios, que de eso ya se encarga la realidad, cada vez con mejor éxito.




Todo transcurría plácidamente en la elección de horas de Literatura. Charlando con una amiga no escuchamos que nos estaban llamando y casi perdemos el turno (pero una profe atenta nos pegó el grito), una funcionaria nerviosa nos mandaba a callar cada tres minutos pese a que al pasillo del primer piso solo ingresábamos de a cuatro profesores por tandas; lo habitual. En el patio de abajo los compañeros que aguardaban ser llamados conversaban bajo el sol y la sombra, entre las palmeras del Ipes. Todo era calma y armonía, cuando se repente un movimiento se empezó a perfilar más allá de las ventanas abiertas: ¡abejas! Cientos de abejas revoloteaban a toda velocidad buscando un sitio para anidar, para hacer un panal o para salvar el mundo, que es lo que hacen las abejas. Cientos.  Empezamos a cerrar frenéticamente las ventanas, hasta que ellas vieron que no iban a participar de la elección de horas y se fueron zumbando bajito. Los del patio ni se enteraron. 
En ese momento alguien dijo mi nombre y me fui hasta la computadora, que esperándome estaba. 
Y esa fue la elección de horas de diciembre 2020.



¡Día de elección de horas! 
¿Llevo la cédula?
¿Imprimí el formulario correcto?
¿Va a aparecer alguien que esté antes que yo interesado en tomar mis horas?
¿Y si no hay lo que quiero, que hago?
¿Y si me saluda alguien por mi nombre y yo no tengo la menor idea de quién es? 
¿Y si hay mucho sol en el patio en el que vamos a esperar por esto de la pandemia y me siento mal y me desmayo y me llevan al Casmu y no puedo elegir?
¿Y si pasa algo y se suspende la elección?
¿Eh?




Diluvia sobre Montevideo desde hace media hora. La última vez que me asomé a la puerta (a ver si había aparecido el gato viejo) resulta que había una tormenta de viento que no se podía creer, frente a la cual resistían heroicamente los árboles y (espero) los cables de la electricidad. 
Matilda hace cinco minutos pidió para salir y se fue al patio.
Quién entiende a estos bichos.





Todo transcurría plácidamente en la elección de horas de Literatura. Charlando con una amiga no escuchamos que nos estaban llamando y casi perdemos el turno (pero una profe atenta nos pegó el grito), una funcionaria nerviosa nos mandaba a callar cada tres minutos pese a que al pasillo del primer piso solo ingresábamos de a cuatro profesores por tandas; lo habitual. En el patio de abajo los compañeros que aguardaban ser llamados conversaban bajo el sol y la sombra, entre las palmeras del Ipes. Todo era calma y armonía, cuando se repente un movimiento se empezó a perfilar más allá de las ventanas abiertas: ¡abejas! Cientos de abejas revoloteaban a toda velocidad buscando un sitio para anidar, para hacer un panal o para salvar el mundo, que es lo que hacen las abejas. Cientos.  Empezamos a cerrar frenéticamente las ventanas, hasta que ellas vieron que no iban a participar de la elección de horas y se fueron zumbando bajito. Los del patio ni se enteraron. 
En ese momento alguien dijo mi nombre y me fui hasta la computadora, que esperándome estaba. 
Y esa fue la elección de horas de diciembre 2020.




¿Ustedes también sienten debilidad por las fotos antiguas? ¿Piensan que quizás son el último recuerdo que quede del paso de un ser humano por esta tierra, y que de dejarla tirada la lluvia y el sol y finalmente un barrendero terminarán por destruir esa huella? ¿Se sienten interpelados por la mirada de unos ojos de otro tiempo que ya nunca serán identificados, a los que podemos adjudicarles un nombre, una historia, una forma de reír, un humor particular, una nobleza? ¿O será que yo no puedo con mi tendencia acumuladora y busco justificarla rastreando compañeros de ruta y de locura? ¿Eh?






lunes, 2 de noviembre de 2020

Noviembre 2020


Ya era casi el mediodía cuando marqué la salida en el reloj de la oficina y me fui a esperar el primer ómnibus disponible para ir al liceo, a dar mi única hora de clase de los lunes. Último lunes del año lectivo, cabe señalar (y ya era tiempo).
“Tenía que haber pedido boleto céntrico”, pensé cuando casi estaba por bajarme. Había pagado unos pesos de más, poca cosa. Pero a la vuelta, cuando desandaba el camino para ir a cumplir las horas de la tarde en la oficina, el boleto común todavía seguía vigente y terminé gastando menos que si hubiera sacado los dos céntricos. Mira vos: lo que parecía un error terminó siendo algo bueno.
Cuantas veces pasará que lo que a simple vista semeja un problema termina siendo algo positivo... Como cuando se cierra una puerta pero a partir de ahí se abren otras. No todos los finales son para lamentarse.
¿Es este acaso un post enigmático en el que estoy aludiendo a un amor que se termina pero con su final abre el camino para nuevas conquistas? No, estimados, ni ahí.
Es este un post agridulce en el que les cuento que el recorte multicolor terminó por alcanzarme, y no voy a tener en 2021 las horas en Comunicación Social que venía trabajando desde 2014. Cosas que pasan. Ya me dijeron que no tiene que ver con mi desempeño. Muy previsible todo.
¿Qué puerta estaré abriendo al comienzo del próximo año lectivo? ¡No se pierda el próximo capítulo de esta fascinante historia de recortes, como siempre, a cualquier hora, por este mismo canal! Ya les contaré cómo siguen “los mejores cinco años de mi vida”. En fin.




El ritual de la feria del domingo ha ido cambiando con el paso del tiempo. Cambia Tristán y cambiamos nosotros. Yo casi sin darme cuenta fui poco a poco dejando de ir exclusiva y obsesivamente a la cuadra de los libros y desde hace unos años disfruto de las transversales, las calles cortadas y los puestos raros. Compro productos de almacén (todos peligrosamente cercanos al mundo de la cafeína y de los dulces) y es raro que me vuelva sin una planta nueva que se quede a vivir en Arbolito. La feria tiene cada vez más voces, olores y sabores pero nunca pierde el espíritu caótico que la caracteriza. Hay puestos con carteles para mí Inescrutables (como el de “Productos hinodes”), otros con frases del estilo de “La vida es amarilla: amar y ya”, músicos increíbles apostados en las esquinas (aprovechando que Tristán está desde hace meses en obras de saneamiento), un grupo de jóvenes improvisando coros y el señor de la máscara de Anonimus bailando como muñequito de resorte en la puerta de su local. Dos chicas que vienen caminando a mis espaldas comentan algo del mate y dicen que el tereré se hace con agua fría pero ellas prefieren ponerle jugo Tang. Caras nuevas y desconocidas, acentos de todos lados, ofertas, saludos, pregones. 
Yo también fui parte del otro lado de esta feria, pienso al pasar por el lugar donde teníamos el puesto con mi vieja. Vendíamos ropa de niños junto a la familia de la disquería, que tenía miles y miles de vinilos. En esa época (yo estaría en primero o segundo de liceo) estaban de moda los conjuntos de pantalón y campera de la misma tela, preferentemente los de jean de colores. A mí me gustaba el hijo del de la disquería, un muchacho flaquito con el pelo lacio por los hombros, que ya tenía como 18 años y no iba a andar mirando péndex, por más ropa a la moda que llevaran. Mi vieja me había hecho dos conjuntos: uno verde seco y otro beige; yo los iba alternando una semana uno y la otra el otro, y me sentía la Reina de la Chatarra en versión Tristán Narvaja. 
 Al otro lado, como siempre en esa época, la esquina estaba ocupada por un puesto de venta de animales. En eso la feria ha mejorado: ahora solo se venden pececitos, y ellos también me dan lástima. Las plantas no, porque siempre son libres, pero los bichos... Por suerte ya no se puede vender a los conejos, las gallinas y todo el resto, especialmente los pajaritos. Especialmente los pajaritos. 
Vuelvo a mi casa mucho antes de que comience el desarme de los puestos, porque me gusta dejar la fiesta en el momento de más brillo. Llevo conmigo (además de capuchinos, confituras de naranja y un libro con obras de teatro uruguayo) dos plantitas: una suculenta que parece un peluche y una de las que con mi tía Esther cuando yo era chica llamábamos "palmeritas". 
Estoy pensando seriamente dedicarme a esto de las plantas en cuanto deje de dar clases, quizás, algún día. Será otra faceta de las "Hojas de Arbolito". Una faceta literal. 
Son las dos de la tarde: es tiempo de pensar en el almuerzo.
Que tengan un buen domingo.





A 37 años del río de libertad me detengo a mirar un par de fotos del entonces y el ahora: ¿vieron que los árboles conservan el mismo formato? Sigue sobresaliendo el que sobresalía, siguen teniendo las mismas proporciones y espacios entre ellos. Hace un par de días alguien (no recuerdo quién) compartía por estos lados un artículo sobre cómo las plantas tratan de comunicarse con nosotros, pero no las escuchamos. Yo creo que estos árboles nos están diciendo que el tiempo no existe, que nos dejemos de cosas, que tratemos de ser felices y que recordemos que ellos van a estar siempre mirando lo que hacemos pero sin decir nada (o nada que podamos entender, por lo menos).





Cuando el semáforo se puso en verde y las varias personas que esperábamos iniciamos el cruce levanté la vista y vi que el tiempo máximo para hacerlo era de 17 segundos. 8 de Octubre es a la altura del Intercambiador una avenida amplia pero no tanto, así que me sorprendió ver, cuando estábamos todos llegando de modo más o menos parejo a la acera opuesta, que solo nos quedaban tres segundos para hacerlo. 
_No hay chance que demoráramos 17 segundos en cruzar 8 de Octubre, boluda, no hay chance. -le decía en ese momento un muchacho a la novia, que se ve que andaba distraída y solo salió con un "¿eh?" desganado.
_ Que no puede ser. -continuó él, mientras ambos comenzaban a caminar a mis espaldas por la vereda del Intercambiador.- Que ese semáforo debe estar roto. ¿Vos sabés todo lo que se puede hacer en 17 segundos? Mirá: en solo 10.6 segundos el Diego se cruzó de un arco al otro y le hizo el gol a los ingleses, en 10.6 segundos, ¿me entendés?
Otro dolido, pienso. Otro que aprovecha la menor oportunidad para arrimarle unas flores a su héroe, que no es el mío. Es muy complejo esto de la construcción de mitos, mucho más complejo que simplemente decir que el hombre representaba esto o aquello, lo mejor o lo peor de su tiempo o de su mundo. Yo también me encontré hoy moqueando al mediodía cuando corrieron rumores de la muerte de Tabaré, y eso que no hubo interna en la que no votara por otros candidatos. Los símbolos a veces superan a las personas de carne y hueso, y una no sabe cómo va a reaccionar ante una situación, hasta que pasa. 
"Solo por breve tiempo estamos aquí, como prestados los unos a los otros", decía un poeta nahuatl que no estoy segura de si era Nezahualcoyotl. Otros dicen otras cosas: si pueden leer "Bajo el árbol de los toraya", de Claudel, no dejen de hacerlo. 
Acá en mi barrio el cielo  hace rato que se puso gris, pero los pájaros no se dieron por enterados. Es sábado, estamos vivos y tenemos tiempo. Todavía nos queda el tiempo. Carpe diem.




Una vez invité a un amigo a ver "Historias mínimas", de Carlos Sorín: él se aburrió tanto que a los 15 minutos me pidió que pusiéramos otra película. Yo no podía entenderlo: ya la había visto tres veces y la vería muchas más, para mí la historia del viejito que recorre media provincia a escondidas para encontrar a su perro (una de las varias historias mínimas que conforman la trama) era la poesía en su estado más puro, pero a él aquello no le tocaba el corazón y había que entenderlo. A veces queremos compartir algo que para nosotros es valioso ("oro en polvo", me parece escuchar la voz de Graciela, mi profesora de Uruguaya e Ibero en el IPA) pero para la otra persona solo se trata de algo menor, poco seductor, olvidable. 
Y acá estoy, escribiendo sobre "Historias mínimas" mientras trato de reponerme de "El cuaderno de Tomy", la segunda película de Sorín que veo, la segunda película de Sorín que me conmueve de pies a cabeza. No es para todo el mundo, de verdad, es muy triste. Hay un canto a la vida en medio de la muerte, pero no es para todo el mundo ni es para cualquier momento. Ustedes vean. 
La otra sí. "Historias mínimas" es una verdad universal (salvo para mi amigo, al que no lo volví a invitar a ver ninguna de mis películas favoritas). No está en Netflix, no está en youtube, pero si la ven por ahí denle una chance, y después me cuentan.




Yo tenía 16 años y estaba en quinto de liceo. Nunca había ido a una manifestación. En esa época no había marchas por el día de la mujer, por la diversidad ni –mucho menos- por los desaparecidos. Estábamos en plena dictadura y aunque la cosa se perfilaba como para terminar al año siguiente nadie tenía nada claro y los jóvenes recién empezábamos a saber que la gente se podía juntar a decir cosas.
Dos de mis amigas me invitaron a ir con ellas y con su mamá, aprovechando unos camiones que no sé qué comercio del barrio había puesto para el que se quisiera sumar al Obelisco. Pedí permiso en casa y me dijeron que sí, pero que me cuidara. Fue la única vez que vi a mi viejo ir a una manifestación: vivíamos en la cooperativa desde ese verano y también de ahí iban a salir camiones cargados a tope con personas que hacía años que no sabían lo que era decir lo que pensaban.
Nos bajamos en 8 de Octubre y Garibaldi: era imposible pasar de ese punto, y entre el río de gente y de carteles fuimos derivando hacia la zona del Estadio. Nos llamó la atención ver que muchos llevaban un alfiler vacío prendido en la solapa, y solo mucho después supimos que eran del Frente Amplio, proscripto pero visible.
Las olas nos fueron llevando de un lado al otro con suavidad. Ondulábamos por la calle y el parque, alternando períodos de movimiento con otros de quietud y observación. Cuando Candeau empezó a leer la proclama hubo un silencio atento, que se derramó en grito al momento de la célebre frase del final que nadie de los que estábamos ahí podrá olvidar nunca:  “Compatriotas, proclamemos bien alto y todos juntos, para que nuestro grito rasgue el firmamento y resuene de un confín a otro del terruño, de modo que ningún sordo de esos que no quieren oír no diga que no lo escuchó: ¡Viva la patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la república! ¡Viva la democracia!”.
Lo recuerdo tan bien que acabo de buscarlo en internet para no tener que escribirlo y termino corrigiendo al que lo publicó, porque cuando Candeau dijo eso de “de modo que ningún sordo de esos que no quieren oír no diga que no lo escuchó” yo pensé que ahí había un “no” de más y que una de las negaciones anulaba a la otra… Sí, ya era una rompehuevos desde entonces.
Sobre el final del acto, una nota de color. La madre de mis amigas de pronto dijo algo del orden de “vámonos, porque me revienta estar acá” y arrancó a caminar hacia 8 de Octubre, ante lo cual las tres adolescentes la seguimos sin entender qué bicho le había picado hasta que nos explicó que justo ahí, a un par de metros, acababa de ver al novio, que se había dicho divorciado pero estaba con la esposa. El acto, de todos modos, iba ya terminando. No recuerdo si cantamos el himno, no sé si las palabras de Candeau fueron el cierre del todo, solo sé que ese río de libertad fue el inicio de otros muchos, y que a partir de ese momento la gente empezó a hablar más de frente, con más poder y menos miedo. El año siguiente terminé de decidir que iba a ser frenteamplista (aunque no llegué a votar, por unos meses), y desde ahí hasta ahora he navegado numerosos ríos, mares y océanos, pero ninguno como ese. Yo ni siquiera sabía quién era Candeau hasta ese día, pero el recuerdo de su voz no se va a ir jamás de mis oídos.
27/11/83
“Lindo haberlo vivido pa´poderlo contar.”




Salgo de casa y en el camino a la parada voy elaborando sombríos pensamientos apocalípticos. Nunca se vio un noviembre tan caliente ni un sol que lastime tanto los ojos, nos queda poco, vamos a morir, ya no hay vuelta atrás, pobre planeta y todo eso.
Subo al 103 y entre las decenas de personas que viajan paradas y sentadas con barbijo pero sin distancia (porque sabido es que la pandemia se desactiva en los ómnibus, igual que en los shoppings y en la reuniones políticas multicolores), entre las personas del 103, decía, veo tres mujeres y dos hombres que viajan de manga larga, con sacos de lana o campera de jean encima de remeras o camisas abrigadas.
Sigo mi camino un poco más tranquila. Al planeta puede ser que no le quede mucho, pero en todo caso no es toda la humanidad la que siente qué hay un fuego malsano que se derrama en nuestras cabezas y nos derrite toda posible sinapsis. Debo ser yo, que a esta altura ya tendría que tener vacaciones completas y no estas semanas de extensión de cursos desconocedoras de la etapa de las clases virtuales del principio de la cosa. Es eso, o es el agujero de la capa de ozono que se nos fue al carajo. Ojalá que sea yo.


Historia de lunes
Primero una va a la cocina del trabajo a lavar el vaso del café y la ve ahí, en la pileta. Es una araña patona, de unos cinco cm de diámetro con todo y patas. Evidentemente ha caído en una trampa, porque la superficie pulida del metal no le permite escalar posiciones hasta la seguridad de la pared o las canillas, así que una (que se debate entre el miedo y el deseo de salvarla) le construye una escalera de ascenso con las dos esponjas y el palito del moka de Starbucks que se acaba de consumir (una es un tanto adicta, cabe señalar). Pero ella no entiende el concepto, cree que le hemos edificado una cueva donde poder protegerse de los otros humanos y se guarece agradecida detrás de la torre de las esponjas. 
Una vuelve a la oficina y convence a una compañera de volver a la cocina e intentar sacar al bicho de la pileta, única acción viable ante la posibilidad de que alguien no avisado de cualquier otra oficina intente tomar una de las esponjas y se encuentre con Miss Ocho Patas agazapada. La compañera tiene un poco más de miedo que una pero accede a ir al lugar de los hechos, en tanto una tercera nos mira con cara de "en serio, no la van a matar???", por lo que consideramos conveniente no invitarla a la expedición. 
Llegamos a la cocina, deshacemos la escalera de las esponjas y el palito de Starbucks y a partir de ese momento paso un largo rato intentando que la araña se deje arrastrar por un cuaderno con el que intento sacarla de la pileta, pero todo es en vano. Cuando no se quiere no se quiere, y a este bicho el miedo lo pone terco y resistente. Cuando mi compañera (que me acompañó pero se quedó subida a una silla, por las dudas) vio a la patona se erizó y lanzó un grito: "¡A mí me dijeron que esa era de las malas!". Nos miramos. Yo no sé de arañas inocuas o venenosas, pero no me daba para seguir con la Odisea de la Pileta, que por otra parte amenazaba con extenderse por los siglos de los siglos amén o hasta que me llegara la hora de ir al liceo, siglo más, siglo menos. 
Y acá estamos. A treinta metros de la cocina, dudando si hemos hecho lo correcto y esperando oír en cualquier momento una exclamación desde la Zona de Peligro, que esperamos no venga seguida de un golpe y un suspiro de alivio, por lo menos.

(Aviso media hora más tarde: Miss Patas ya fue salvada gracias a la oportuna acción de otra compañera, que en dos segundos la sacó de la pileta para depositarla suavemente en los escalones que dan al subsuelo, donde esperamos no tener que internarnos en lo que queda del año (y del siglo). Comuníquese, archives, etc.)



Esto es así: salís para ir a caminar a la rambla pero como vivís lejos tenés que esperar un 405 que demora tanto que te terminás yendo a caminar por tu barrio, donde en una cuadra hallás cien pesos y en la otra una señora que vende libros a cien pesos, así que te volvés a tu casa con Miss Tacuarembó y un marcador de cuero de regalo hecho por la misma señora*. Win win. Y el que perdió los cien pesos... ni se va a dar cuenta de que le faltan. Esto se llama lógica de domingo. 
*”Al Lucero le gusta la claridad y al agua del arroyo la libertad “, dice el marcador que me da la señora. 
_¿Querés revisar y elegir otro?- me pregunta, pero le digo que no, que este está perfecto y combina bien con el libro. Paso por la panadería, compro dos polvorones para acompañar la lectura de la tarde y me vuelvo a Arbolito, donde extrañamente no hay ningún gato gris exigiendo comida.




Yo iba rumbo a la veterinaria a comprar comida para mis gatos. Ella andaba por ahí, paseando y buscando adoradores. Me miró y empezó a emitir sus habituales maulliditos amistosos, hasta que me senté en el cordón de la vereda y nos quedamos casi diez minutos conversando. Hubo un par de perros que pasaron (con o sin correa, con o sin humano) pero no parecieron interesados en su presencia. Yo sé que sos de alguien porque estás linda y con buen pelo, le dije al oído, y además te parecés mucho a Matilda, pero no sos. Ella se frotó contra mis piernas y las dos nos hicimos compañía, hasta que recordé que los otros estaban en mi casa casi sin reservas y que la veterinaria iba a cerrar a alguna hora del mediodía, así que le dije que nos veríamos otro día y retomé la caminata bajo el sol de noviembre, con un gorro en la cabeza y el tapabocas en el bolsillo. 
Mariela: inteligencia. Siempre me acuerdo del tapabocas: cada vez que salgo de mi casa después de volver porque no llevaba el tapabocas me lo pongo en el bolsillo de la pollera y rehago el camino tranquila, como quien tiene todas sus neuronas en orden y no anda por ahí olvidándose de las cosas.





Último día de clases regulares para mí en el IAVA. Pocos estudiantes en la vuelta. 
Uno me muestra su nuevo tatuaje de tres triángulos entrelazados, me explica que se lo hizo por una serie de complicadas coincidencias de 3 y 9s en su vida y remata (en el patio, en un recreo) con un sonoro: “ ¡y porque 3 fueron los períodos del mejor gobierno que tuvo este país en toda su historia!” 
Otro, que no hizo nada en el año y se pasó faltando, resulta ser un experto en mitología griega y me cuenta que tiene una novela terminada pero no sabe qué hacer con ella.
Una chica me pregunta por la prueba, le digo que ya aprobó el curso pero igual se queda en clase a hacer un trabajo que no es obligatorio. 
Otra, que pasó con buena nota, me pide si puede seguir viniendo en las semanas de repechaje, de onda. 
Son raros los gurises del IAVA, pienso. De los treinta y pico que tuve en cada uno de los cinco grupos terminaron abandonando en total 13 chiquilines, y hay unos 20 que se van al repechaje. Fue un año fácil en lo académico pero complejo (muy complejo) en lo anímico, en la organización, en la continuidad de las clases. Personalmente termino agotada. Bah, casi termino: aún me faltan dos horas con el grupo de la tarde. Me vendría bien un poco de sol y de arena con sonido de olas... Pero por ahora en mi mundo hay asfalto, papeles, autos, personas con tapabocas y alguien que estornuda sospechosamente frente a un té con limón ante la mesa de un bar. Shhh... no digan nada. Es parte del cansancio, ya se me va a pasar. Nos estamos viendo.



7.45. 7.45 de la mañana y se sube al 103 un señor que empieza a hacer una suerte de stand up desmayado y sin la menor gracia. “¿A qué le tiene miedo Batman? A que le Robin”, empieza, y agradezcan que no les sigo transcribiendo los “chistes”, porque a continuación nos bombardea con ocho o diez al hilo, todos igualmente malos y todos contados con el tono más soporífero que se puedan imaginar. 
Terminado el show nos regala un número musical que consiste en una canción religiosa que repite y desafina constantemente, algo del orden de “hay gozo en el río de Dios” (Dios que, nota al margen,  acabo de poner con minúscula pero el teléfono me corrige una y otra vez). De vez en cuando intercala sin la menor emoción unas exclamaciones del tipo: “vamos, vamos todos, cantemos todos”, mientras el público cautivo y en medio de un silencio glacial revisa celulares o mira distraído por la ventanilla. No hay aplausos al final, y no sé si alguien le dio algo, porque voy sentada en la primera fila. Al final se baja y se va a buscar otros públicos, quizás más afines a su humor o a su religion. 
¿Insensibles, nosotros, poco solidarios? Sí, sí... ustedes porque no lo escucharon. Increíble, pobre. Lo peor  (por lejos) que he oído en un ómnibus. 
Digno broche de oro de los cursos regulares de 2020, porque voy rumbo al último día de clases previo al improvisado repechaje de las próximas dos semanas. Y en eso estamos. Con la carpeta cargada de pruebas ya corregidas y con el almanaque que se comienza a organizar para el verano. Ta, eso último no tiene nada que ver, era para dar envidia nomás. 😎
Feliz jueves. Para mí lo será ni bien me logre sacar de la cabeza la voz sin gracia del muchacho machacando lo del gozo en el río de Dios... ay, diosssss... Creo que se me pegó. 




Queridos: si les mando un mensaje preguntándoles “Fulano, ¿eres tú?” mejor no lo abran, porque es un virus. Si les mando uno de “invitame a tomar un café que estoy harta de corregir pruebas” capaz que es mío pero igual no me respondan, y si les pido que vengan por casa y traigan un par de latas de atún, menos, que debe ser cosa de mis gatos y yo no tengo nada que ver. Están avisados.




Ta, yo le pongo onda a la corrección de los escritos, pero el barrio no me colabora. Primero fue un señor haciendo una colecta para no sé qué Asociación de Ciegos (que me pareció un chucu, pero en fin), después el nene de al lado golpeando con intención musical el portón de su casa con un estruendo digno de convocar a un helicóptero (pero por suerte no), y al final golpeó la puerta la señora que dos por tres viene a pedir comida, una que es una especie de gnomo de edad indefinida pero pasados los 70, a la que ya desde los tiempos en que mis viejos vivían en esta casa le decíamos "la Vieja Chiquita". Debe pesar 30 kilos, es una plumita y no mide más de metro y medio. Le di un par de cosas que aún me quedaban de la época de la colecta para los libros y cuando se las alcanzaba se me acercó y me dijo en voz baja: 
_ Gracias, m´hija. ¿A que no sabés que me pasó hoy?
_ No...
_ Me vino. 
_¿Eh?
_Sí, como lo oís: ¡me bajó!- dijo, indicando con un gesto que hablaba de la menstruación.
_ Bueno, qué sorpresa... cuidate.-le dije, pensando si sería consecuencia de la desnutrición o de la edad avanzada, qué sé yo, pero ella entendió lo de cuidarse en otro sentido, me sonrió pícara y dijo:
_ Sí, ahora que me vino me voy a tener que empezar a cuidar... 
Y se fue empujando el carrito de bebé en el que llevaba las cosas que los vecinos le habíamos dado, mientras yo volvía a las pruebas de la mañana de las que apenas he visto dos y me faltan unas 5476, o capaz que unas cincuenta, prueba más, prueba menos.




Último día de pruebas en el liceo (ya sé que había paro, pero esto era hoy sí o sí). Les reparto hojas de escrito firmadas, porque hace un par de días en otro grupo me hicieron un cambiazo y quedé un poco paranoica, y de repente los veo discutiendo muy animados, antes de que les diera la propuesta con las preguntas. 
_¿De qué hablan?-pregunté sorprendida, pero ni bola me dieron. Siguieron en lo suyo: 
_Para mí es una palomita.-decía uno. 
_Nooo... es un caracol.- porfiaba otra.
_¿Cómo va a ser un caracol?
_Mirá: esto de acá es la pata de la paloma...
Ahí entendí: estaban deliberando sobre qué diablos les había dibujado en la esquina del escrito. 
_¿Me están criticando mi maravillosa firma abreviada?
_Nooo... ¿Eso es una firma, profe?
_Eeeh... Bueno. 
Y ahí empezamos con la prueba. Escribieron bastante, tengo para entretenerme. 
(Dejando de procastinar y enfrentando la última maratón de correcciones en 3...2... Un capuchino y empiezo. Creo.)



Ta, yo le pongo onda a la corrección de los escritos, pero el barrio no me colabora. Primero fue un señor haciendo una colecta para no sé qué Asociación de Ciegos (que me pareció un chucu, pero en fin), después el nene de al lado golpeando con intención musical el portón de su casa con un estruendo digno de convocar a un helicóptero (pero por suerte no), y al final golpeó la puerta la señora que dos por tres viene a pedir comida, una que es una especie de gnomo de edad indefinida pero pasados los 70, a la que ya desde los tiempos en que mis viejos vivían en esta casa le decíamos "la Vieja Chiquita". Debe pesar 30 kilos, es una plumita y no mide más de metro y medio. Le di un par de cosas que aún me quedaban de la época de la colecta para los libros y cuando se las alcanzaba se me acercó y me dijo en voz baja: 
_ Gracias, m´hija. ¿A que no sabés que me pasó hoy?
_ No...
_ Me vino. 
_¿Eh?
_Sí, como lo oís: ¡me bajó!- dijo, indicando con un gesto que hablaba de la menstruación.
_ Bueno, qué sorpresa... cuidate.-le dije, pensando si sería consecuencia de la desnutrición o de la edad avanzada, qué sé yo, pero ella entendió lo de cuidarse en otro sentido, me sonrió pícara y dijo:
_ Sí, ahora que me vino me voy a tener que empezar a cuidar... 
Y se fue empujando el carrito de bebé en el que llevaba las cosas que los vecinos le habíamos dado, mientras yo volvía a las pruebas de la mañana de las que apenas he visto dos y me faltan unas 5476, o capaz que unas cincuenta, prueba más, prueba menos.





Es como cuando te avisan que no te vayas a enamorar de esa persona, que ese camino no puede terminar bien, y vos vas y te metes de pies y cabeza, porque total siempre están tus amigos para pasarte los años (o la vida) llorando sobre sus hombros. 
Con Philippe Claudel me pasa exactamente lo mismo, solo que es mi propia voz la que me dice que no me meta con un libro suyo, que no lo voy a poder soltar, que esta es época de pruebas, promedios y cierre de cursos, pero igual. 
Saludos desde un 103 en el que voy llegando tarde a mi trabajo. No, no al liceo: a la oficina, donde con salir más tarde y compensar el tiempo ya está bien y no hay problemas. 
“La investigación”. Algo de Kafka, algo de Levrero, algo de Claudel. Parece light al principio, pero después no te suelta. Voy a tener que leer algo en el medio antes de encarar el otro Claudel que me compré ayer, que por otra parte ya presté, porque los fanáticos del señor somos obsesivos y nos gusta compartir adicciones.
Feliz lunes.





El domingo cae suavemente sobre mi casa con aroma a canela y a puro Philippe Claudel. Pink Floyd acompaña a volumen amable y el cerebro se divide entre la lectura, el perfume del incienso y los sonidos, hasta que termina Wish you were here y en el segundo de silencio antes de que empiece el siguiente tema escucho los tambores de mi barrio sonando furiosamente. Los pibes de la Curva se resisten a callar y suenan y suenan, como sonaron por acá cerca toda la tarde las murgas y las voces afinadas celebrando el cumpleaños de algún vecino. 
Suenan y sueñan, había escrito mi celular, y era una linda imagen. 
El domingo se hace noche, y no importa si la resistencia tiene gusto a literatura, a candombe o Roger Waters. El arte puede más que sus helicópteros y sus disfraces de guapos y caza fantasmas. Y no nos van a silenciar.





Una me acosa desde la cocina, otra (que no es mía) vigila desde el frente, en tanto el amarillo de ojos celestes que estuvo unos días en mi casa hace dos semanas que se fue sin dejar dicho adónde iba y el viejito ya captó que si se borra durante las horas diurnas se evita el paseo en pet carrier hasta la veterinaria. 
Gatos: inteligencia. 
Humana: experta en postear cualquier cosa con tal de patear para adelante la corrección de unos veinte mil escritos de cuarto año, o quizas algunos menos. Ufff... Semanas complejas. Quiero ser gato y solo preocuparme por presionar a alguien para que me obedezca: “corríjame estos escritos, quiere?” Pero no. Debo seguir con trabajos sobre algo que parece que se llama “La vida del Lazarillo de Tormes, de sus facturas y adversidades”. 
Buenas tardes.



La mañana semi gris comenzaba a rodar sobre Montevideo. El 103 vino enseguida, lleno casi hasta la puerta, como es habitual a la siete y media de la mañana. Ya estaba buscando el teléfono para empezar a ver fotos y palabras cuando escucho la voz del chofer planteándonos una pregunta no tradicional:
_¿Alguien puede sacar a ese  perro que se coló? 
Todos salimos de los celulares y miramos hacia el piso, donde una criatura negra y blanca se paseaba de lo más contenta por entre el bosque de piernas y zapatos del pasillo. 
Como nadie atinaba a hacerse cargo lo llamé desde la puerta y lo encamine a la salida, por donde bajó sin mayores dificultades. 
Pero esa historia aún no había terminado.
_¡Se metió otra vez! -exclamó el chofer. 
Parece que el bicho quería sí o sí  viajar con nosotros. Como ya me había hecho cargo de él la primera vez ahora todos los rostros del ómnibus se volvieron a mirarme. El perro no había subido en mi parada, pero no importaba: ya era mi responsabilidad en tanto no saliera del 103. 
_¡Vamos, vení! - lo fui acercando a la puerta, pero él esta vez no iba a permitir el desalojo con facilidad. Sin el menor atisbo de miedo o confusión se fue derecho hasta el chofer y se acostó junto a sus pies, desde donde se puso a mirarme moviendo la cola, divertido. Tuve que dejar la mochila en piso y tomarlo con las dos manos (era un perro pequeño) hasta conducirlo a la escalera y darle impulso para que bajara a la vereda. Ahí seguramente hubiera intentado subir de nuevo, pero el chofer le ganó de mano y cerró la puerta antes de permitirle el tercer intento. 
El perrito se quedó en la parada, acompañado por las sonrisas de los que esperaban otro bus, quizás sabedores de que esa historia estaba destinada a repetirse. Yo seguí mi viaje, anotando mentalmente que podría darme una vuelta a la tardecita y llevarle un poco de comida, si es que seguía en la zona.  Y aquí voy, sentada ya (porque el 103 se vació en pocas paradas), aguantándome las ganas de sacarle unas foto a la chica de enfrente, que lleva un tapabocas de seda amarillo bordado con perlas blancas. Para que vean que no siempre soy buena gente, digo, pese a los que algunas de estas crónicas puedan sugerir. 
Buenos días.





"¿Cómo vestirse en las microcelebraciones de la nueva normalidad?"
Como siempre, la prensa se ocupa de mantenernos al día con los temas importantes, pienso, mientras veo que en la nota de Mdeo Portal tres diseñadoras "se unieron para mostrar alternativas útiles y looks posibles para novias y madrinas del 2020." Los novios y padrinos que se ocupen de encontrar vacunas y salvar al mundo: las mujeres parece que tenemos otras prioridades.
En eso me viene a la mente que hace años que no entro a El País, y con sorpresa veo que el 2020 se llevó puesta la sección "Con M de mujer" dejándonos una escueta "eme" que da consejos sobre jardinería y sobre cómo remover las manchas del tapizado del auto, entre otras cosas. El mismo perro con distinto collar, en fin. 
Como siempre, termino en el horóscopo de Susana Garbuyo (léase con tono cheto), quien me dice que los Aries hoy tenemos "un día para estar en paz con amigos de Libra Acuario y Geminis. Búsquenlos". Sí, la coma y el tilde te los debo, pero ese no es el problema. El problema es que a los de Libra les plantea que "siguen con la Luna en su signo y eso les dará el poder de hacer lo que ustedes quieran, solo Aries los podrá contrariar hoy. Actúen con audacia". ¡Susana Garbuyo nos está metiendo en líos! O quizás tiene una amiga de Aries que desea enemistar con alguien de Libra, hummm... 
Gracias, El País, por sacarnos de la realidad y meternos por un ratito en una mala novela decimonónica donde todo parece tranquilo pero en verdad está bordado de pequeñas intrigas. Y ustedes, Librianos, ojito conmigo, que hoy los voy a estar buscando para contrariarlos. Están avisados.



Mi amigo de la cooperativa es profe, como yo, y hay días en que el tiempo entre mi turno vespertino y sus clases en el nocturno nos dejan una horita para merendar y ponernos al día en el bar del barrio.
Hoy estábamos de gran charla sobre las pruebas finales, sobre los entrenamientos intensivos de los últimos días y sobre el récord de casos en Cerro Largo cuando un nene de unos siete años se asomó a la puerta y le pidió algo de comida a uno de los deliverys. Nosotros tomábamos un té y estábamos liquidando una porción de torta dulce, no había chance de compartirle nada. Igual le hubiéramos pagado algo si el bar se lo negaba, pero a los pocos minutos le dieron un paquetito. Él se fue contento sin abrirlo, por lo que supusimos que estaría yendo a su casa con las pizzas o lo que fuera que le habían dado. A la media hora apareció otro niño, esta vez con un perrito negro, y también a él le dieron un paquete de algo para que llevara a su familia.
_ ¿Esto está pasando seguido? –preguntamos a la moza, que es una de nuestras amigas.
_ Siempre; cada vez más. Y cuando cerramos, a la una, esto se llena. Vienen niños, gente grande, a veces caminando o a veces en carro. Acá no se va nadie sin algo de comida. A veces se les prepara leche caliente, se hace lo que se puede. No saben lo que es esto cuando estamos por cerrar. Lleno...
Cuando salíamos mi amigo y yo el nene del perrito negro se estaba despidiendo del delivery más joven, que le preguntaba si no se animaba a esperar un ratito a que salieran unas pizzas, así le daban algo más.
_No, no me puedo quedar, porque si no mi mamá se preocupa. –respondió el niño, antes de comenzar a caminar con su mascota, que tenía pinta de ser tan chiquita como él.
La noche ya estaba cayendo. Mi amigo se fue a sus clases y yo volví a mi casa.
No me importa de qué partido es el color del que gobierne, ni si es consecuencia de la pandemia: yo a esta tristeza de ver niños pidiendo por la calle ya la vi. La vi en los años setenta, la vi en la crisis del 82´, la vi en el 2002. ¿Cómo hace la gente que va por la vida sin ver? Y los otros, los que ven pero se lavan las manos diciendo “yo no los voté”, ¿tampoco tienen ojos?
Hagamos algo. Cada uno desde su trinchera, desde sus posibilidades o desde su lugar en el mundo, pero hagamos algo.
Mientras tanto, un aplauso para los del bar de mi barrio. Si antes ya los quería, ahora más (y no me digan que la caridad no ayuda y bla: con hambre no se puede pensar, dice la canción, y es una verdad grande como una casa, o un bar, una ciudad… o un mundo).
2020 sigue avanzando cual Atila imparable, pero tiene que haber una forma de volver a sembrar sobre sus pasos. Que no pueda con nosotros. Hagamos algo.




El grupo de entrenamiento: bitácora de un cansancio anunciado
_ Bueno, vamos a empezar con una entrada en calor trotando hasta el muro. _dijo el profe, y aunque los tres cincuentones evitamos mirarnos sabíamos que estábamos pensando lo mismo: los veinteañeros con pinta de futbolistas que se unieron hoy a nuestro grupo nos iban a cambiar la tónica amable y medio dolce fer niente del entrenamiento de las ocho de la mañana. Divinos, los gurises. Uno con short de Nacional y otro vestido de Peñarol. El de Peñarol era medio petisón y tenía piernas de futbolista: los dos hacían cada ejercicio unas doscientas veces mejor que cualquiera de nosotros y seguro que después no les quedó ni el menor recuerdo de la clase a nivel de cansancio o de dolor, en tanto que una anduvo toda la tarde sintiendo que las pantorrillas emitían mensajes de auxilio y clamaban a gritos por una silla.
_ Ahora galopas. Levantando rodillas. Talones a la espalda. Laterales. 
Diego extrajo de su acervo gimnástico todas las formas posibles de tortura y nos armó circuitos interminables, incluyendo una especie de tablita ovalada que se apoya sobre un cilindro y pretende que los seres humanos logren hacer equilibrio apoyándose en ella, que no se deja seducir y es la imagen misma de la perversión hecha tabla. 
De todos modos defendimos con gallardía nuestro nivel de rendimiento (o eso intentamos fingir, por lo menos). Cuando terminó la clase nos despedimos con una sonrisa y partimos hacia nuestras casas a paso rápido, como si no estuviéramos destruidos. Por la tarde vi a uno de los gurises saliendo de otra sesión de ejercicios con Diego, que estaba rodeado de veteranas (léase sexagenarias, para marcar la diferencia con una, que está en otro nivel). No me quedó claro si le estaban pidiendo una clase para ellas o si lo habían agarrado de hijo.
Todo esto para explicar que una por la tarde no estaba en condiciones de cargar con el gato viejo en el pet carrier hasta la veterinaria, aunque justo es decir que la criatura colaboró con la salud de su humana desapareciendo la mayor parte de la jornada (lo que no deja de ser una buena señal). Por eso me fui sin él, pedí un antibiótico para darle mezclado con la comida (“aunque no es lo mismo”, me rezongó veladamente la doctora) y se lo administré molido y disimulado entre la carne picada, con todo éxito.
Después me tiré en la cama a escuchar a la Pichot y quedé profundamente dormida, tanto que cuando abrí los ojos y vi que por la ventana entraba la luz del día mi primer pensamiento fue: “puta madre, ya es de mañana, me dormí y falté al liceo… ¿Hoy tenía prueba? ¿Qué hora es?” Ahí activé la computadora y vi que eran las siete y cuarto de la tarde. 
Moraleja: no entrenes con veinteañeros. Y menos con futbolistas. 
(Ay!)



Lunes. 
Cielo gris. 
Siete horas de oficina y una de clase.
Parada técnica a la vuelta para comprar carne picada en Tienda Inglesa (porque yo soy vegetariana pero mis gatos no, y aunque ellos eran vagabundos la carne del Disco no te la comen).
Llegada a casa. Dejo la mochila. Voy al baño. Bajo. Tomo al gato viejo por sorpresa. Salgo con él encerrado en el pet carrier y una vez más miserablemente engañado 
Apenas cruzo la calle veo a mi amigo taxista. Me llevás? Sí. Bueno. 
Dos doctoras nuevas. Le dan antibiótico. 
El gato se hizo pichí. Ni siquiera lo sacamos del todo de su cajita. 
Vuelvo caminando a toda velocidad para que el bicho no se estrese más tiempo del mínimo necesario.  
Llego a casa. Abro el pet carrier. Todo cagado. 
Media hora después el universo entero (menos el gato) huele a Agua Jane, incluyéndome. 
Le mando mensaje a mi amigo para ir a bar pero no contesta. 
La gata Matilda, que  ha comido como un chanchito, sigue acosándome con la mirada. 
El viejo me da la espalda. 
Lunes.
Cielo gris.
Y en eso estamos.




El viejito León duerme feliz sobre su sillón, mientras la humana espera el momento adecuado para agarrarlo por sorpresa y meterlo en el pet carrier. Tengo que llevarlo a la veterinaria TODOS los días para inyectarle un antibiótico, porque está en la lona. Suerte que las fotos no vienen con olor, porque créanme: no se aguanta. Tiene todas las enfermedades posibles, y yo no encaraba llevarlo al doc porque él (el gato) es muy arisco y no lo quería enloquecer, pero no hubo más remedio. Al final se portó bien, y el nuevo veterinario es un amor. El mío adorado se fue del país hace un par de años, dejándole el consultorio a un veterano que no me inspira confianza. Ayer llamé a ver si se lo podía llevar pero le erré al número y di con otra clínica, a una 8 cuadras de casa, así que lo tomé como una señal y allá fui. Pensaba que me lo iban a querer eutanasear (será como sea que se diga) y ya iba preparada para defenderlo, pero no: el muchacho está dispuesto a luchar para que el viejito salga adelante. 
En un cuarto de hora voy otra vez a la veterinaria, con el pet carrier tapado (para que el gato no vea para afuera y no se estrese), y si me cruzo un taxi mejor, pero a veces no aparecen...
(Gato enfermo + pruebas finales del liceo para corregir = aaaaaaaaaaay!)




Vichando los recuerdos de otros años en esta red me acabo de dar cuenta de que en 2020 no va a haber foto de fin de año con el grupo, salvo que sea en el patio -con todos separados- o que se llene de rostros con ojos pero sin sonrisas. Tampoco me dio para hacer el parcial artístico que habitualmente evalúa esta segunda parte del año... Y ni siquiera termino de conocerlos. ¿Cuánta gente valiosa me pasó por el jopo sin que yo me enterara? ¿Cuántas clases creativas, cuánto arte quedó por desarrollar si nos hubiéramos visto? 

Nadie sabe qué va a pasar el año que viene, pero una cosa tengo clara: si nos seguimos viendo poco, si seguimos con la distancia y el tapabocas, voy a apostar -aún más- a mover a los escritores, dibujantes, actores y todo tipo de artistas que encuentre entre mis grupos. No sé si el arte nos salva, pero es el mejor camino. Y en eso estamos.




Vaya una a saber por qué suenan las notas del himno patrio en el bar al que vine a tomar un té con empanada (si, una sola, aunque el corrector me tire un plural de incredulidad y sí, con té -sin limón y sin azúcar, en este caso). En la tele (a varias mesas de distancia) pasan la noticia de un asesinato, y frente al Mides hay una manifestación de empleados que no cobran su sueldo desde hace meses. La gente va por la calle con tapabocas aunque camine sola bajo el sol de noviembre a mediodía. En mis clases de estos días ya casi que voy despidiendo a mis alumnos, a algunos de los cuales todavía no les aprendo los nombres, porque los veo poco y una semana por medio. 
2020 sigue raro, especialmente por estos lados: todo está entreverado y va perdiendo el sentido. Quién soy, dónde estoy, por qué no le aclaré al mozo que mi empanada era al horno. Dudas existenciales, estimados. 
Para compensar, los dejo con el menú de Las Palmas (o con algunos de sus adornos, por lo menos)
Ps: Raro el corrector del celular: en vez de adornos me escribió primero afórenos y después adorémoos. Rarito. Muy 2020.



Aquí y ahora. Se escucha el mar murmurando inquieto detrás de las dunas. El pueblo poco a poco va entrando en modo sábado a la noche aunque sea domingo y pandemia y 2020. La noche se tiñó de anaranjado a la salida de la luna y los barcos se quedaron dormitando sobre la arena como gatos caseros que juegan a estirar el tiempo en los sillones del living. Hay un concierto de aromas y sabores y risas y voces que se expande por las calles de tierra, se fusiona con el vaivén de las olas y propicia el olvido de toda otra cosa que no sea aquí y ahora. Y en eso estamos.