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miércoles, 28 de noviembre de 2018

La vas a ver enseguida





Cuando en la adolescencia empecé a ir a bailar y me preguntaban dónde vivía yo solía declarar cosas diferentes, pero siempre verdaderas. A dos cuadras de 8 de Octubre, por ejemplo, porque una vez había leído que el nombre de la avenida se extendía sobre lo que antes era Camino Maldonado. O que mi casa quedaba cerca de Hipólito Irigoyen, sugiriendo cierta proximidad con Malvín y pasando por alto el hecho de que a la altura de mi barrio hace rato ya que don Irigoyen se había convertido en Veracierto. Lo que no contaba mucho es que mi casa formaba parte de una cooperativa de ayuda mutua, ni que los sábados de mañana vendía ropa de niños en la feria de Smidel, o que por la tarde animaba fiestas infantiles con mi amiga Diana. Para qué darle información a la gente. Tiempo perdido. 
Un día tuve treinta años y me pareció que el barrio de siempre se ponía más improvisado y menos lindo. Las casas remendadas con lo que fuera, los perros sarnosos esperando en la puerta de las carnicerías, los ríos de aguas de colores orillando los cordones de las veredas a la salida de las múltiples curtiembres, las filas de camiones esperando ante las laminadoras de hierro, los cruces sin semáforos, los rostros sin sueños, las plantas tapadas de polvo y los gatos asustados. Todo estaba mal, fuera de lugar o de tiempo. Incluso yo. 
A los cuarenta me mudé para el Puertito del Buceo, y pasé a volver a la Curva solo los sábados por la tarde, a visitar a mi madre e ir con ella hasta lo de la abuela. Fue una época de ver el peligro en cada par de ojos y la desconfianza en cada sonido de pisadas. Los viejos olían a sucio, los niños eran insolentes y en las caras de los jóvenes había una promesa de insulto o arrebato. Cómo podía haber vivido en ese infierno mugriento y sin futuro, cómo podía. 
Hoy hace casi diez años que volví a la vieja casa. Despierto con el canto de los pájaros y camino oliendo los tilos de las veredas. Cada tarde se me incendia de rojos y naranjas la ventana del fondo. A veces tengo suerte, al anochecer pasan por mi casa los tambores de la Roma y salgo a la calle, porque el cuerpo se niega a quedarse quieto y en silencio. Los viejos me paran en la cooperativa para mostrarme fotos de otros tiempos, de cuando eran jóvenes y todos estaban vivos. Un ex alumno me enseña que del árbol de la esquina se pueden comer moras que no son rojas sino blancas, que no hace falta lavarlas y que se te deshacen en la boca. En esta época los niños empiezan a pedir moneditas para sus peluches, las señoras gordas comen bizcochos sentadas en las sillas plegables al atardecer y los muchachos se sientan en los bancos de la placita hasta las diez, en que el sereno les dice que se cierran las rejas y empieza el tiempo del silencio. 
Son pocos los amigos que se animan a venir a mi casa, todos están convencidos de que vivo en una zona rural, me piden mapas detallados y preguntan al disimulo si está bien que caigan después de ponerse el sol, o si pueden dejar tranquilos el auto en la calle. Yo los dejo asustarse. Después de todo, cada uno se arma las aventuras que puede. 
Vivo en la Curva de Maroñas, en la cooperativa, sobre la calle Arbolito. A mi casa la vas a ver enseguida: es la que tiene el gato gris y blanco en la puerta, ronroneando. El timbre no funciona, pero vos golpeá que yo escucho. Siempre escucho.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Un pasado imaginario



El mediodía amenazaba con seguir lloviendo. Un calor pegajoso impregnaba las pieles y las ropas y no había manera de no sentirse sucio. 
Una sola figura en la escalera del liceo, tomándose el tiempo del mundo para ponerse un impermeable amarillo: era Alejandro. 
_ Profe... Me llevé Literatura este año- creyó su deber comunicarme, con un si es no es de culpa en la mirada. 
_ ¡No me digas! ¿Qué te pasó? -pregunté, recordando que (más allá de la letra endiablada) Alejandro era un estudiante de nivel aceptable, incluso bueno.
_ Y... Viste cómo es... Quise estudiar de memoria para el último parcial y no me salió. 
_ Uh... La memoria. No se puede confiar en ella, porque te traiciona cuando más la necesitás. Yo siempre tuve pésima memoria.
_ Sí, es una joda, pero ta, no pasa nada, profe, yo sé que fue mi culpa por boludearme. ¡Nos vemos!
_ Dale, nos vemos. -contesté, ya medio perdida en mis pensamientos, al tiempo que bajaba con cuidado la escalera, que cuando llueve se pone resbalosa y es la trampa perfecta para mis zapatitos livianos y sin agarre. 
Se confían en la memoria, arranqué a monologar para mis adentros. Una les da clase para que razonen y ellos estudian como autómatas, como si con la memoria alcanzara. Y no, no alcanza. 
En eso andaba cuando levanté la vista y lo vi. Era un hombre alto, canoso y de ojos verdes, parado en la vereda de José Enrique Rodó, que me había estado mirando desde que empezara a bajar la escalera. Un señor más o menos de mi edad. 
Ojalá que no sea el padre de un alumno con ganas de quejarse de algo, pensé, aunque eso hubiera resultado extraño porque el hombre no venía del liceo sino de la otra cuadra. Por un momento pareció seguir su camino, pero veinte metros más adelante lo pensó mejor, se dio vuelta y se detuvo, evidentemente esperando a que yo llegara a su lado. 
Por favor, que no sea un veterano baboso. 
Antes de que le pasara por al lado me dirigió la palabra.
_ Hola. Disculpá, ¿vos cómo te llamás?
Ah, bueno. Directo y sin vueltas. 
_ ¿Por?
_ Porque... ¿Puede ser que nosotros nos conozcamos de algún lado? 
Lo miré.
_ No. 
Y seguí caminando. Toda la simpatía y la paciencia la dejo en el liceo, empecé a recriminarme, ¿qué me costaba ser un poco más amable con el pobre hombre confundido? Pero el pobre hombre confundido no se daba fácilmente por vencido, y se me puso a la par.
_ Sí, yo te conozco. Lo que pasa es que no me acuerdo de tu nombre. 
_ Mariela. 
_ ¡Sí, Mariela, claro!
_ ¿Y de dónde me ubicás?
_ No sé.
Lo volví a mirar, sin detener la marcha. ¿Sería una nueva clase de levante, propia de los cincuentones, o de verdad me ubicaba de algún lado? Pero no, porque yo tengo buena memoria y sé con total seguridad que nunca lo había visto antes. Capaz que era una persona con algún trastorno psiquiátrico que lo llevaba a abordar desconocidos y a tratar de construir con ellos un pasado imaginario. 
_ Tengo que saber quién sos- iba diciendo mientras los dos caminábamos juntos hacia 18 de Julio. - Si no te saco me voy a pasar toda la tarde preguntándome quién eras. 
_ Bueno, a ver: decime cosas de vos y te digo si me suenan. - dije, ya a la altura de la esquina de Guayabos.
_ Me llamo Eduardo Ramos. 
_ No.
_ Pero me dicen Lolo. 
_ No conozco a ningún Lolo.
_ Vivo en Solymar, soy carpintero y luthier. Hice Bellas Artes. 
_ No conozco a nadie de Solymar ni a ningún luthier. ¿Cuándo empezaste la Escuela?
_ En el 87. 
_ Ah, no. Yo fui en los 90. 
_ Entonces no es de ahí.
_ No. Para mí que me confundís. Capaz que nos vimos alguna vez, pero estoy segura de que nunca hablamos. Yo me acordaría.
La luz del semáforo de 18 se puso en rojo antes de que llegáramos a cruzar. Mientras esperábamos el hombre me seguía mirando, empecinado. Tanta insistencia empezaba a resultarme molesta. ¿Qué estaba murmurando ahora? Había bajado el volumen de la voz, tuve que esforzarme para escuchar lo que decía.
_ A mí me sonás de la época de Amarillo. 
Amarillo. 
La palabra abrió una etapa olvidada, y de repente todo tuvo sentido. El boliche Amarillo, cerca del Palacio. Eduardo Ramos, alias Lolo. Verano del 92 en La Paloma. Él vendía panes caseros en la feria artesanal y hacía muy buenos masajes. En Montevideo compartía casa con un montón de chicas y un muchacho, una casa donde el que llegaba primero ganaba el dormitorio principal, el único que tenía puerta. Yo me quedé a dormir un par de veces, aunque esa cosa hippie noventosa no me iba del todo y además me molestaba que el amigo cada vez que llegaba se asomaba a ver a quién le había tocado el cuarto esa noche. 
Era muy dulce, el Lolo. Inteligente, lindos ojos, risa contagiosa. 
La penúltima vez que nos vimos me invitó a ver a Gilberto Gil y después resultó que tenía entradas falsificadas. No encaré dar media vuelta e irme: pasé el recital entero sintiéndome culpable y encima sentada en la falda de él, porque en el Plaza solo había un asiento libre. Una semana después fuimos a un boliche y terminé pagando los tragos, cuando él dijo que se había olvidado la billetera en la otra mochila. El Lolo. Con varios kilos de más y con unos pelos blancos y grises que antes eran negros, pero en esencia era el mismo.
Cruzamos la calle en medio de una multitud, y miré hacia mi parada. Algo se iba acercando.
_ Nunca estuve en Amarillo, ¿qué era eso, un cine? No. Debe ser un falso recuerdo -le aseguré, haciéndole señas al 103- De verdad, nunca nos vimos, o me acordaría; tengo muy buena memoria. Nos vemos.
Y subí al ómnibus, sin darle tiempo a reaccionar. Él se quedó en la vereda, dudando si contestar o no a mi mano levantada en señal de adiós desde la primera ventanilla del lado de la calle. 
Yo seguí rumbo a mi casa, pensando que a la vuelta iba a parar en la panadería del barrio, que siempre tiene cosas ricas. 
De golpe me habían venido unas ganas incontenibles de comer pan casero. 

martes, 20 de noviembre de 2018

Esta va por vos


La noche estaba demasiado linda como para encerrarse en un bar, pero en la vereda de Las Flores solo había mesas para dos o para cuatro personas. Nos miramos con los compañeros del taller: éramos demasiados, aunque quizás moviendo un par de mesas y agregando otra se podría llegar a una solución. No necesitábamos mucho espacio, solo queríamos tomar algo y compartir un par de pizzas.
_ Disculpá- le dije al mozo, un veterano de uniforme negro que estaba parado inmóvil y con rostro inexpresivo al lado de la caja registradora- Somos nueve. ¿Nos podemos quedar afuera?
_ No. -respondió, cortante, antes de dar media vuelta y empezar a secar un par de vasos sobre el mostrador. 
Nos miramos, sorprendidos. No había habido explicación, propuesta alternativa ni mirada de disculpa. Solo un rechazo claro y contundente: acabábamos de ser devueltos a la calle.
_ ¿Por qué todos los mozos de los bares que están buenos tienen que ser tan fucking garcas? - preguntó uno de los nuestros ya comenzando a caminar, a ver si encontrábamos otro lugar con sillas en la vereda. 
_ ¡Es verdad! Todos. Sobre todo los veteranos. -respondió otro. 
_ Y lo peor es que uno sigue yendo. Yo no sé si es porque el bar está bueno o porque nos gusta que nos traten así. 
_ ¿Así cómo? -preguntó alguien, pero ya no escuché la respuesta. Me había quedado atrás en la modesta caravana que avanzaba ahora por Pablo de María; la vereda era angosta y no admitía más de dos personas a la vez. Algo de la escena me había quedado dando vueltas en la cabeza, había como una reminiscencia que subía desde lo más profundo de la memoria, pero demoré un par de minutos en lograr enfocarme y recordar, hasta que lo vi.
Era Julio.
Hubo una época larga de mi vida en que pasé todas las noches de lunes a jueves y de marzo a noviembre en el Periplo, un viejo bar que era un bar de viejos en la esquina de Martí y Benito Blanco. El Periplo era el punto obligado de peregrinación para quince o veinte fieles que lo visitábamos a la salida de Bellas Artes, a las diez, y nos quedábamos hasta alrededor de medianoche, según a qué hora saliera el último ómnibus de cada uno. Ocho mesas adentro y ocho afuera, barra de madera, botellas polvorientas en los estantes, el Periplo no precisaba de fotos autografiadas ni de cuadros de Gardel en sus paredes. Tampoco había música ni tragos elaborados. Solo bebidas, pizzetas y a lo sumo un pote con manicitos, si Julio quería.
Eternamente de camisa blanca manga corta y moñito azul, Julio era un veterano regordete, de bigote y pelo teñidos de negro, que andaría por los cincuenta y tantos, o quizás sesenta. Era el único mozo del Periplo, atendía a todo el adentro y el afuera. Durante el día el bar tenía pocos habitués, hombres todos ellos, probablemente viejos del barrio. No eran más de seis o siete; se pasaban las horas sentados con una grapa en la vereda, viendo cómo caía la tarde sobre la playa y cómo se iba yendo la luz, con el ruido infernal de los omnibuses y los autos de Benito Blanco como sonido de fondo. Con ellos Julio era amable y considerado, tal vez porque no complicaban su accionar y dejaban buenas propinas. Por la noche, en cambio, los estudiantes de la Escuela caíamos en masa, prontos a armar cada vez un mapa diferente de amistades, cambiando la disposición de las mesas y dificultando el paso entre las sillas. Consumíamos poco, gritábamos mucho, andábamos siempre con la plata justa. Queríamos solucionar el mundo, y el Periplo era nuestra sala de sesiones.
_ ¿Ya vienen por acá? ¿Ustedes no faltan nunca? ¡Qué cruz, dijo Fierro!- solía ser la bienvenida por parte del mozo.
_ ¡Hola, Julio! Tres grappamieles sin hielo, una cerveza y manicitos, si podés…
_ Manicitos, manicitos… ¡Esta, les voy a dar! -decía con cara de pocos amigos, resoplando y dando media vuelta, antes de ir hacia la caja donde Artigas, el encargado, se ocupaba de administrar las bebidas y los tickets. 
_ Ahí tienen. -tiraba los vasos y el pincho con la cuenta sobre la mesa. -No pidan más. Hoy no hay maní. ¿Por qué tengo que aguantarlos todos los días, no tienen otro bar adonde ir? 
_ Dale, Julio, no rezongues… ¡Si vos nos querés! - le decíamos.
_ ¡Qué los voy a querer! Rezo cada día para que no vuelvan, pero ustedes… ¡Ay, dios, pero qué cruz! – y se iba, con la bandeja plateada en una mano y el trapo blanco sobre el hombro, como si alguna vez limpiara las mesas.
Una noche le tuve miedo. Era un secreto a voces que cada vez que servía un whisky en nuestra mesa Julio volcaba una medida a escondidas para él, en un vaso extra que dejaba entreverado con los otros, por si se daba la ocasión. Artigas estaba enfrascado en los asuntos de la caja y nunca se daba cuenta, o al menos no decía nada. Julio lo iba tomando con disimulo, de a traguito, y parecía ponerse más cascarrabias, pero solo parecía. Los ojos se le empezaban a achinar y hasta se mandaba algún chiste, sin que se le fuera el rictus de malhumor constante de la cara. La noche en que me asusté fue cuando sin querer le di un codazo a su vaso y lo volqué: el whisky fue a parar por partes iguales a la mesa y al piso. Al escuchar el ruido Julio se dio vuelta y me miró como si estuviera a punto de entrar en ebullición. Vino hasta nosotros, apoyó las manos en la mesa y los ojos se le pusieron saltones, con unos hilos de sangre partiendo de cada esquina. No dijo una palabra; solo se quedó ahí, mirándome, en un silencio que duró una eternidad. Yo me fui haciendo chiquitita, chiquitita, hasta que pude tocarle la mano y con un hilo de voz pedirle que trajera otro whisky, que yo se lo pagaba. Ahí se le descongestionó la cara, puso el trapo blanco al hombro y con la voz de todos los días le gritó a Artigas que salía un whisky para la mesa de Bellas Artes, que ya le tenía las bolas llenas. 
_ El otro día lo encontré en el Umbral de la Noche, después de la hora en que cierra el Periplo- contó una vez Alejandra, una de las compañeras de la Escuela. -Estaba medio en pedo, no conseguía que ningún pendejo le diera bola y se puso a charlar conmigo. Dice que en realidad nos adora, que se divierte peleando pero le caemos bien. 
“Yo sabía que en el fondo nos querías, viejo loco”, iba pensando una noche, tiempo después, mientras volvía a casa en el 405. El final del último año en la Escuela había coincidido con la muerte de Julio y el cierre del Periplo, con un par de meses de diferencia. No sé cuál fue primero. Al pasar por la esquina de Benito Blanco y Martí me golpeó el vacío de la vereda sin mesas y las cortinas de metal cerradas y en silencio. “Julio, la última va por vos!” había grafiteado alguien sobre la puerta, y yo me puse a llorar como una idiota en el medio del ómnibus, hasta que la chica del asiento de al lado me ofreció un pañuelito descartable para que me secara los ojos. 

Desde entonces han pasado años, bares y mozos, y no, ahora no estoy llorando, o al menos no como para que me ofrezcan pañuelitos. Levanto la cabeza; los compañeros del taller acaban de encontrar un bar que parece dispuesto a aceptarnos en la vereda. Sacudo las imágenes del pasado y la memoria: es tiempo de pedir algo para tomar y para poder empezar a solucionar el mundo, otra vez. 

domingo, 4 de noviembre de 2018

Noviembre 2018





Abro los ojos y miro de reojo: hay un tipo durmiendo a mi costado. No recuerdo haberlo visto antes, pero ahí está. No lo veo muy bien, la noche está oscura. Creo que es regordete y de pelo negro. Por suerte no ronca. Pestañeo, y aparece una mujer rubia. Al rato, un vacío, y después una chica morocha de rulitos. Evidentemente, me tocó viajar en un asiento de alta rotatividad, pienso, antes de ser tocada en el brazo por el guarda. Abro los ojos a una mañana de otoño neblinosa: ya estamos en Río Branco. Apenas seis horas después de subirme al Núñez amanezco en otro mundo, otra estación y otras reglas. Habrá que ir despertando. Un poco. Lo que se pueda. 
_ ¡Agencia!

Acá vamos.




Safari fotográfico con María por la ruta de las arroceras. 
Vimos: pavos, cigüeñas, cotorras, tordos, ñandúes, mazaricos, garzas, churrinches, benteveos, teros, patos, caranchos, perdices, cardenales, dorados y un largo etc de bichos innominados. 

Fotografié: manchitas, siluetas difusas, cosas invisibles y algún que otro bicho reconocible.




El viaje a Montevideo lleva apenas una hora y cuarto, y ya estoy deseando que termine. Mucha vaca negra, muchos caminos de agua (“taipas”, me enteré hoy que se llaman) en las arroceras, mucho pájaro.

Vergara es un pueblito recostado a la ruta 18. Hay gatos durmiendo en las cornisas, casas modestas, personas sin apuro. Antes de llegar, kilómetros de monte salpicado por cientos de ceibos cargados de flores. Una casa con tres cruces pintadas en la pared. Un comercio con pizarrón que dice que tienen hielo en cubitos. Una pasajera joven se me sienta al lado y respira como si estuviera punto de llorar, hasta que poco a poco se va serenando.


El Núñez tiene wifi. El día que también tenga cargador para el teléfono voy a ser feliz, o casi. Por ahora, oscilo entre el derroche y el ahorro. Ci vediamo. Cinco o seis o diez mil horas más tarde, no lo sé. Algún día. O dentro de un rato (si me aburro, y mientras tenga vid... eh... batería).




Río Branco - Vergara: mujer que masticaba chicle con la boca abierta. 
Vergara - Treinta y Tres: muchacha que parecía a punto de llorar.
Treinta y Tres a no sé dónde pero espero que acá nomás: chica que suspira y respira agitada. 
¡Por un asiento doble no compartido e irrestricto ya!!


#NeurosisDeViajeLargo . Ya va a pasar. Espero.




No alcanzo a ver al señor del asiento 10, pero sí escucho su voz cansada, con tono de abuelito. Hace un rato le dijo a la del 9 si se animaba a despertarlo al llegar a no sé cuál pueblo, porque él no puede evitarlo: siempre se duerme. Desde el asiento 16 no llego a ver más que la espalda de la del 10, pero se ve que es rubia, joven y flaca. Ella accede a despertarlo sin problemas, cruzan muy amablemente un par de frases, la conversación no decae y a partir de ahí señor del 9 se despierta del todo y empieza a hacerle a la rubia un cuento atrás del otro. Ella apenas contesta con algún monosílabo ocasional, pero no parece molesta. Él saca temas y temas,, ya no sueña con dormirse, dos por tres se ríe y su voz parece haber rejuvenecido en unos veinte años, década más, década menos. 
Cosa linda el amor. 
La atracción. 

Algo.





El río de libertad fue mi primera manifestación, y lo que más recuerdo es la sensación de irrealidad, más allá de lo político: nunca antes hubiera creído que este país tuviera adentro tanta gente. Desde casa al Obelisco mis amigas, la madre de ellas y yo viajamos en uno de los camiones del Ratón, el dueño de la mueblería de usados del barrio. Íbamos con decenas de personas, todos desconocidos hasta ese momento y compañeros de lucha a partir de ahí. Mi padre recordó su pasado como metalúrgico, se juntó con mi tío Valmar y los dos terminaron también formando parte de ese río humano que crecía, crecía y crecía a cada momento, desbordando los cauces previstos y arrasando con miedos y prevenciones de las personas hacía tanto tiempo enmudecidas. Cuando la voz de Candeau empezó a hacerse oír en medio de la muchedumbre al principio no significó gran cosa para mis amigas y yo, las tres adolescentes, desconocedoras de tiempos mejores. Lo que sí nos impresionó fue el silencio con el que se lo empezó a escuchar: la actitud reverente y de reencuentro (por fin) con la posibilidad de decir algo se había apoderado de todos los adultos a nuestro alrededor. Esa voz grave, segura, potente, se nos metió en el corazón y en la memoria de manera indeleble, y todavía podemos escucharla. 

Tenemos que seguir defendiendo nuestros ríos de libertad, y hay que decirlo bien alto, para que los sordos que no quieren oír no digan que no lo escucharon. Que la desmemoria no nos gane. No hay tiempo más oscuro que el que vivimos sin voz.





Un montón de personas se agolpan para subir al 60 que viene moderadamente lleno en 18 y Ejido. Entre ellas, desde mi asiento con ventanilla (propio de quien sube en la primera parada) diviso la silueta inconfundible del Morocho Rapero. 
_ Buenas... ¿Se puede cantar?- pregunta, y se ve que la respuesta se demora un segundo porque mira hacia alguien que camina a su lado, lo reconoce y lo integra a su pedido: 
_ Soy amigo del Colorado. 
El Colorado lo mira, sonríe y sigue su camino a paso lento. El Morocho obtiene el aval de la guarda, sube al 60, y de inmediato miro para abajo y echo mano al celular liberador.
_Hola, señoras y señores. Voy a dejarles un mensaje muy profundo de un artista que no es muy conocido. Ese artista soy yo. Mirándome a mí: ¡bien! Mirándome a mí: vos podés. ¡Bien! ¡Así!
Recorre así todo el 60, antes de empezar con su tema “de mensaje muy profundo”. El supuesto hip hop (que cuenta con la misma letra desde hace unos ocho años) va tirando perlitas al estilo de: 
“Que solo encuentran consuelo en un alfajor Portezuelo”
“Viven en una fantasía de Brad Pitt porque quieren ser parte del círculo beat”. 
Y así. Al final se baja, y algo parecido al silencio vuelve a restablecerse en el bus, pero solo parecido. Hace calor, somos muchos y algunos vienen fastidiosos.


#Lunes




Ya había cerrado la puerta de calle cuando vi los ojos de Matilda asomando debajo del portón del jardín. Los jardineros andaban cortando el pasto y ella estaba aterrada por el ruido de las bordeadoras, así que le abrí y, tras un segundo de vacilación, terminó de animarse y se metió corriendo a la zona segura. Seguí mi camino tratando de no enojarme, porque los muy destructivos estaban arrasando con todo, incluyendo los brotes de un arbolito que estaban asomando por los costados del tronco cortado por ellos mismos hace unos meses. 
Detesto a los jardineros, iba pensando. No a los artesanales, los que cuidan y siembran, sino a estos tercerizados que ni contacto con la tierra tienen, solo cortan y podan con sus máquinas ruidosas. 
En el camino vi un gato negro corrido por un perro; pensé intervenir pero vi que el perseguido se trepaba a un árbol con toda facilidad y además no parecía muy asustado, así que esperé a que se bajara sin riesgos y seguí mi camino. 
Dos cuadras después, ya cercana a Camino Maldonado, paré a arrancar unas flores de tilo para llevarle a mi madre, que siempre me pide. En eso estaba cuando vi una viejita de la esquina que venía mirándome. Uh. Será que está mal arrancar el tilo de otras zonas que la de una, pensé, pero no. 
_ ¿Querés que te traiga un banquito?- me dijo, antes de recomendarme que tuviera cuidado con las abejas y que solo cortara las flores abiertas, que son las que sirven. 
_ Los jardineros talan los tilos muy alto- comentó. -Tengo que andar cuidando que no se manden una macana, porque ellos solo saben hacer destrozos. Dejan los troncos pelados, al nogal aquel lo cortaron tanto que este año no dio ni una nuez. ¿Y viste aquel ceibo? Lo plantamos con mi hija, y lo tienen horrible, pobre. Ellos no saben lo que era esto, y cómo con mi marido fuimos rellenando con tierra y plantando árboles. No saben. Tené cuidado con las abejas, m’hija. ¿No querés una bolsita?
Le dije que no se preocupara, que ya tenía, y que iba a arrancar donde no hubiera abejas, así no las andaba jorobando. Nos quedamos unos minutos charlando y seguí mi camino a la parada del ómnibus, pensando que la viejita, Matilda, el gato negro, los árboles de la cooperativa, las abejas y yo, estamos en el mismo bando. Ellos tienen bordeadoras, lentes de plástico, uniformes azules y grandes camionetas, pero nosotros somos más, y vamos a ganarles. Siempre somos más. 
Ahora, con su permiso, los dejo, que voy a hacerme un cafecito. El tilo era para mi madre, recuerden; la mañana pide vicio. #BuenaPeroAdicta. 
Buen comienzo de semana, y si pasan cerca de un tilo, háganme caso: respiren.







Retazos de feria

_ ¡Si en un cumpleañitos infantil nos gastamos casi 40.000 pesos!
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_ Se fumó un tabaco que era así de grande y después se tomó un litro de ron, que para mejor estaba lleno de ají putaparió.
_ Quedó curado por dentro y por fuera.
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_ ¿Todo tranqui? 
_ Bien de bien. Hoy me dormí.
(Veinteañero, a las 11.17, armando el puesto)
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_ Son 30 pesitos que gano con cada cosa que vendo, ¿cómo me va a sacar mi ganancia? 
(Señora que vendía ropa usada, abrazando la bermuda de jean que le regateaban dos muchachos)
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_ ¡Si dijera que iba a ganar algo! Me pidió rebaja, pero con ese precio no consigue ni de plástico. 
_ ¿Y la llevó? 
_ ¡Sí; no vino pero la mandó buscar!
(Un veterano que vendía cosas antiguas)
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Lo lavás y te vas pal baile con ellos.
(Vendedor de championes usados)
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_ ¡Vo, le hice escuchar el canto de Bob Marley y el loco escucha cumbia!
(Una chica a su amiga)
..........
_ Te lo puedo dejar a menos porque quiero sacarme el lugar de la mesa.
(Vendedor ofreciendo algo)
........
Y paa variar lo cocoroto.

(Un caribeño, a su amigo)




Hacía como dos meses que no leía el horóscopo en el diario, pero las vacaciones...

Cáncer: (...) Busque a Géminis que le dará energía.
Libra (...) Géminis y Acuario lo ayudarán hoy.
Escorpio: (...) Lo mejor es hablar poco y bien y no discutir con Géminis.
Acuario: (...) Géminis lo alienta.
Piscis: (...) Evite a Virgo, Sagitario y Géminis.


Bueh. Parece que doña Susana Garbuyo hoy está pesada con Géminis, ya no sabe cómo hacer para meterlo en cada signo. Pero me dio envidia, lo admito. Yo quiero dedicarme a hacer dos líneas de predicciones para cada signo por día, a mandarle indirectas a todo el mundo y que me paguen por eso. ¿Alguien sabe cómo se hace? Pásenme el dato, si fuera posible. Aries se los agradecerá.




El sótano de Kalima mientras estamos en el taller es como un inconsciente colectivo húmedo y lleno de sillas. Ahí podemos sacar y convertir en palabra cualquier cosa que se conecte (o no del todo) con la literatura. Con alcohol o café, con o sin scones, previa de otro boliche o antesala del descanso. A la salida emergemos a la superficie, y cada vez encontramos un mundo diferente. O es una banda de rock de quinceañeros con apoyo familiar, o personas que leen con voz impostada textos un tanto sobreescritos, o niños que celebran cumpleaños o un señor canoso dando una entusiasta conferencia sobre la humedad y los mejores tipos de pintura para exteriores. Nunca se sabe. 

Algún día de diciembre el espectáculo va a quedar en nuestras manos, y ahí veremos cómo se siente leer al nivel de la planta baja, ante oídos en parte desconocidos. Aún no sé si voy a hacer algo, solo que estaría bueno que fuese breve. Ya les contaré, o colgaré fotos, no sé, pero acepto sugerencias de títulos o temas, porque funciono mejor con una idea inicial. 





Venía sumergida desde hacía más de media hora en una intriga de crímenes y engaños que llevaba unas 200 páginas y ya había pasado por dos continentes y tres países. Cuando levanté los ojos y vi que estaba cerca de mi parada cerré el libro de Mankell y decidí cambiar la violencia de la ficción por la pacífica modorra de la realidad de mi barrio a la hora de la siesta. El 405 venía moderadamente lleno, con unas diez personas de pie. Me paré para bajar por la puerta delantera y unos metros antes de que el bus frenase vi una camioneta gris que lo adelantó a toda velocidad, le tocó bocina e hizo señas para que frenara. El bus se detuvo a un par de metros, en la parada. Un muchacho de unos veintipico bajó en seguida de la camioneta. “Tanto lío para que un flaco llegue a tomarse el 405”, pensé, pero ahí miré la cara desencajada y el palo en la mano del muchacho, y me di cuenta de que la cosa no venía por ese lado. Otros dos se bajaron, y corrieron hacia el 405, dejando la camioneta vacía, con las puertas abiertas, al tiempo que otro vehículo gris se orillaba en Camino Maldonado y descendía otro hombre, dirigiéndose también a mi ex bus de hacía un segundo. Todos estaban vestidos de negro, con remeras del mismo boliche (que me suena que decía “Nocti Bar”, pero no estoy segura).
_ ¡Abrime atrás, abrime atrás! – gritó uno de ellos ubicándose junto a la puerta trasera, mientras otros tres se metían al 405 por la de adelante. 
No sé si ustedes me conocen: soy lo menos chusma del mundo, y detesto tanto la violencia como el peligro. Me dispuse a cruzar Camino Maldonado e ingresar al territorio seguro de la cooperativa, cuando no pude evitar ser testigo de una escena confusa, que implicaba un hombre joven bajando a toda velocidad por atrás del ómnibus, un patrullero con la sirena abierta que hacía su aparición a media cuadra y todos los del bar que perseguían al fugitivo corriendo por la vereda. El 405 reinició su marcha como si nada hubiera sucedido, en tanto la carrera de cazadores y presa proseguía ahora en medio del vértigo del peligro, porque todos cruzaron Camino Maldonado a lo loco, esquivando por milímetros a los autos, ómnibus y motos que se desplazaban en sentido contrario. Un par de policías abandonaron el patrullero y se sumaron a la persecución, hasta que lograron atrapar al fugitivo y lo tiraron al suelo.

Para ese momento ya se estaba congregando una pequeña multitud de curiosos en la vereda. Yo dejé de mirar, acomodé una bolsa de mandados en cada mano y comencé a caminar hacia Arbolito. Desde la cartera colgando de mi hombro derecho el viejo Mankell me guiñaba un ojo, como diciendo que las apariencias engañan, que la paz y la convivencia armoniosa siguen siendo espejitos de colores, y que nadie está a salvo.




Desembarco en Valizas
Día 1
“La espero en el aire”, dijo el señor de la estación de servicio a una de mis amigas antes de regalarnos un paquete de waffles a cada una, y ahí empezamos el viaje. Cayó el sol y el cielo, contrariando todo pronóstico, se llenó de estrellas. Íbamos comentando qué cerca estaba el aeropuerto de El Jaguel y cómo se notaba la cercanía de Punta del Este por el buen estado de la ruta cuando nos dimos cuenta de que hacía largo rato que de la 9 no teníamos ni noticias, y tuvimos que hacer un largo rodeo por la 12 hasta volver a encontrarla. 
Ya en Valizas, tomamos posesión en calidad de estrenadoras de nuestras habitaciones del frente con terraza propia. La Dársena ya estaba con la música a todo volumen, pasando con toda naturalidad de Soda a Olimareños o Gilda. Era noche de estreno del caño que le habían llevado los muchachos del hostel, pero no llegamos a verlo, por ahora.

Joaquina, la perrita tímida del mes pasado, seguía desde entonces acostada en los sillones del frente. Pregunté por su aventura de perderse, porque cuando nos fuimos en octubre andaba medio mundo buscándola, y nos contaron que no fue nada. Parece que esa noche la Joaquina se había quedado hasta las 5 de la mañana en el boliche de enfrente y cuando terminó el baile nadie podía encontrarla. Pusieron fotos en cuanto grupo valicero había, dieron vuelta el pueblo, pero nada. 30 horas más tarde la dueña del lugar subió al entrepiso, vio un movimiento en el acolchado de la cama y ahí estaba la Joaquina, desde el día anterior, acostada en la cama y escondida entre las cobijas.

La noche valicera tiene por ahora más ruido que gente, pero en El León dio para un Bayleis (porque una es hippie pero no toma caña, vio) y para un vasito de cortesía del famoso Jägermeister. Además había un fogón al aire libre, música, pool y tragos, ¿qué más se podía pedir? Igual no duramos tanto como la Joaquina en el boliche, porque a las dos ya estábamos cruzando la calle para ir a dormir, con la música de Dársena como fondo sonoro obligatorio.

Día 2

Cardenales en el hostel, en la vereda, mansos y pedigüeños. Acá la gente les tira miguitas y se autoproclama dueño: “ahí viene, ese de ahí es el mío”. 
El ternero del hostel es lametón, y se llama Aníbal. “Es divino, dijo miau cuando me vio”, afirmó una de mis amigas. 
La playa está ventosa pero llena de tentaciones. Casi cero humanos. Una perra tímida que se me acerca, camina cada vez más lento y termina arrastrándose por la arena para saludar. Gaviotas a la pesca. Un símil pato negro posado en la orilla. Algún rayito de sol de vez en cuando. Mucho mucho mucho mucho viento.

Tarta de verduras con Vale en Noctiluca. Rica, con masa integral, crocantita. Trufas de naranja y coco con dulce de banana. Té con menta y cardenales y perra Joaquina a nuestros pies, mientras se arma la tormenta y vemos pasar a medio pueblo por la principal. Vale se va a dormir lo que la música del Boliche le impidió esta noche. Busco algo para leer en el hostel y me vuelvo a Noctiluca con Juan Cunha de la mano. Charlas con Ana (la que atiende) sobre narrativa, puntos de vista, trancazos, rutinas a la hora de escribir. Suenan truenos. Joaquina entra a la cocina de Noctiluca y se refugia en un rincón. Ana me da a probar un licor de butiá añejado y extremadamente delicioso. Se larga la lluvia pero nadie corre. Paró el viento. La hora de la siesta cae a plomo y agua sobre el pueblo. Vuelvo a mi habitación, trepo con cierta dificultad a la cucheta de arriba y me pongo a escribir, lo que siempre resulta ser una de las formas de la felicidad. Otra.





Ya había salido de casa, iba caminando por el pastito rumbo a la calle cuando decidí volver. Abrí las dos cerraduras y le hice un mimo en la cabeza a cada gato. Ellos me miraron sin entender el inesperado regreso. Matilda me maulló desde su sitial arriba de una valija en el living y el viejito bostezó, que es lo que siempre hace cuando me ve entrar. Mientras tanto, yo me dedicaba a buscar un libro para pasar la mañana. La jornada del miércoles en el IAVA suele ser larga y movidita, pero hoy es el último día y apenas si irá alguien a preguntar un promedio, así que se impone ir bien pertrechada para pasar la mañana sin desesperar. 
Estaba revisando distraída un estante de la biblioteca cuando de repente vi entre varios libros viejos uno que me llamó la atención, un Mankell absolutamente nuevo para mí: “El cerebro de Kennedy”, era el título. ¿Y esto?, pensé. Yo nunca compré este libro, ¿de dónde habría salido? ¿Será que tengo un stalker que tiene la llave de casa y se entretiene sembrando cositas para que yo me desestabilice? ¿Será que ya arranqué con los genes del lado complicado de mis raíces? ¿O será que es mejor no preguntar?
Volví a salir de la casa, con el nuevo y viejo Mankell en la mochila; los dos gatos me miraron marchar sin sorprenderse, como siempre. 
Ya en el omnibus, me vino el recuerdo de una charla que tuve ayer al salir del liceo, una charla con alguien que porfiaba conocerme pero a quien yo nunca nunca nunca ni por casualidad había visto en la vida. Él no terminaba de ubicarme, pero insistía en que nos conocíamos. Yo no recordaba su nombre, su apodo, su historia, sus ojos ni su mirada, hasta que una palabra, una palabra totalmente intrascendente (la palabra “amarillo”) abrió un cajón clausurado, y los recuerdos estallaron frente a mis ojos. En un instante reconstruí toda la historia, recuperé imágenes, diálogos, sensaciones, con tanta nitidez como si nunca los hubiera borrado de mi memoria. 
¿Pasará igual con los enfermos de Alzheimer? ¿Estarán sus memorias en algún rinconcito susceptible de ser activado de alguna manera, química, física o terapéutica?
No lo sé. Solo sé que no sé nada, que está bueno el patio al solcito y que por ahora no he hecho llorar a ningún estudiante, lo cual para ser el último día de clases resulta más que suficiente. 
Buenos días, estimados. Y no se olviden de decirme sus nombres la próxima vez que nos crucemos en la calle. Buenos días.





Cinco coches chocados uno atrás del otro en Bulevar. Un COPSA atravesado en 8 de Octubre, con patrullero al lado. Bocinazos, finitos, adelantos y maniobras de todo tipo y color. Mis compañeros que iban a Florida de tarde trancados en la terminal por un paro sorpresivo, justo el día de la elección obligatoria hasta las seis so pena de $5400 de multa. El país entero horneado a fuego lento, y unas nubes negras que se nos vienen. 
#EsViernesYTuEstrésLoSabe
Salvo para Matilda, que pide comida como si el mundo no estuviera ardiendo, chocando y emitiendo quejas. Lo de ella es inmutable. 
_ Atún, humana. ¡Ahora!




Ese momento en que tenés que ir a votar a Florida, sacás pasaje sin preguntar si es el directo, te das cuenta de que la CITA dice “x Ruta 48” y el chofer te aclara que el viaje va a duras 3 horas y algo, quizás 3, si hay suerte y la ruta no está muy complicada. 

Este va a ser un largo viaje, pensás, y echás mano al celular. Este va a ser un largo viaje.




Llora, llora, llora con los mil y un tonos de que es capaz frente a mi puerta, llora media hora o más, hasta que me levanto. Ahí sale corriendo delante de mí, baja la escalera y se pone a comer LO QUE YA TENÍA en su platito. Al rato se instala en la cocina junto a mi silla y reinicia los lamentos, hasta que allá a las cansadas me pongo de pie y la miro. Cuando me ve levantarme corre y se pone a comer la comida, que está a no más de un metro de mi lugar inicial.


¿Qué diablos pasa por la cabeza de un gato?






Dante y Edad Media:

* La Edad Media fue una época de oscurocentrismo.
* Beatriz fue el amor prohibido de Dante. Luego de su muerte Dante decide petrificarla en su obra. 
* Dante ingresó al vestuario del Infierno. 
* La puerta del Infierno no tiene ningún screpulos.
* El Limbo era el lugar donde se encontraban todas aquellas almas que nacieron justo antes de la credibilidad del dios.

Shakespeare y Teatro Isabelino:

* Las brujas se vestían con ropa muy sucia y descuartizada.
* El escenario estaba a 1 m de distancia del suelo.
* Las obras eran representadas en los páramos.
* El teatro consta de dos unidades aristocráticas.
* Variaciones de la expresión "Ingenios universitarios": ingenieros, ingenuos, entes universitarios.
* Cuando Isabel fallece el sucesor es Jacobo I y (el teatro) pasó a llamarse teatro jacobino. 

* El vestuario era precoz.




Todo mal, Roger, todo mal. 
1. Me acabás de arruinar todo concierto futuro de acá a la eternidad. Nada va a ser nunca parecido a esto.
2. Me quitaste toda posibilidad de crónica. No hay palabras. 
3. Algún día capaz que te nos vas, y yo no puedo vivir en un mundo sin vos. No lo hagas, Roger. Pensalo. 
4. Ahora cómo diablos sigo con mi vida. 
5. ¿Cuándo volvés?
6. Wish you were here.
7. Stay human.
8. Fuck the pigs.
9. Resist.




¿Hunos y romanos? ¿Griegos y persas? ¿Hobbits y trasgos?
No, queridos. Más allá de la Historia y la Literatura, la verdadera épica está entre Humana Con Pulgar Que Aún Duele tratando de ponerle un collar a Gata Con Pulgas. Ahí te quiero ver.


(Con el gato aún no me animo)




Hace pila que no recuerdo lo que sueño, pero recién (horas después de despertarme) me ha venido una imagen a la memoria: era una pesadilla, soñé que una ola me mojaba la mochila, con el Iphone adentro. Creo que mi inconsciente se me está volviendo un poco materialista.