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martes, 20 de noviembre de 2018

Esta va por vos


La noche estaba demasiado linda como para encerrarse en un bar, pero en la vereda de Las Flores solo había mesas para dos o para cuatro personas. Nos miramos con los compañeros del taller: éramos demasiados, aunque quizás moviendo un par de mesas y agregando otra se podría llegar a una solución. No necesitábamos mucho espacio, solo queríamos tomar algo y compartir un par de pizzas.
_ Disculpá- le dije al mozo, un veterano de uniforme negro que estaba parado inmóvil y con rostro inexpresivo al lado de la caja registradora- Somos nueve. ¿Nos podemos quedar afuera?
_ No. -respondió, cortante, antes de dar media vuelta y empezar a secar un par de vasos sobre el mostrador. 
Nos miramos, sorprendidos. No había habido explicación, propuesta alternativa ni mirada de disculpa. Solo un rechazo claro y contundente: acabábamos de ser devueltos a la calle.
_ ¿Por qué todos los mozos de los bares que están buenos tienen que ser tan fucking garcas? - preguntó uno de los nuestros ya comenzando a caminar, a ver si encontrábamos otro lugar con sillas en la vereda. 
_ ¡Es verdad! Todos. Sobre todo los veteranos. -respondió otro. 
_ Y lo peor es que uno sigue yendo. Yo no sé si es porque el bar está bueno o porque nos gusta que nos traten así. 
_ ¿Así cómo? -preguntó alguien, pero ya no escuché la respuesta. Me había quedado atrás en la modesta caravana que avanzaba ahora por Pablo de María; la vereda era angosta y no admitía más de dos personas a la vez. Algo de la escena me había quedado dando vueltas en la cabeza, había como una reminiscencia que subía desde lo más profundo de la memoria, pero demoré un par de minutos en lograr enfocarme y recordar, hasta que lo vi.
Era Julio.
Hubo una época larga de mi vida en que pasé todas las noches de lunes a jueves y de marzo a noviembre en el Periplo, un viejo bar que era un bar de viejos en la esquina de Martí y Benito Blanco. El Periplo era el punto obligado de peregrinación para quince o veinte fieles que lo visitábamos a la salida de Bellas Artes, a las diez, y nos quedábamos hasta alrededor de medianoche, según a qué hora saliera el último ómnibus de cada uno. Ocho mesas adentro y ocho afuera, barra de madera, botellas polvorientas en los estantes, el Periplo no precisaba de fotos autografiadas ni de cuadros de Gardel en sus paredes. Tampoco había música ni tragos elaborados. Solo bebidas, pizzetas y a lo sumo un pote con manicitos, si Julio quería.
Eternamente de camisa blanca manga corta y moñito azul, Julio era un veterano regordete, de bigote y pelo teñidos de negro, que andaría por los cincuenta y tantos, o quizás sesenta. Era el único mozo del Periplo, atendía a todo el adentro y el afuera. Durante el día el bar tenía pocos habitués, hombres todos ellos, probablemente viejos del barrio. No eran más de seis o siete; se pasaban las horas sentados con una grapa en la vereda, viendo cómo caía la tarde sobre la playa y cómo se iba yendo la luz, con el ruido infernal de los omnibuses y los autos de Benito Blanco como sonido de fondo. Con ellos Julio era amable y considerado, tal vez porque no complicaban su accionar y dejaban buenas propinas. Por la noche, en cambio, los estudiantes de la Escuela caíamos en masa, prontos a armar cada vez un mapa diferente de amistades, cambiando la disposición de las mesas y dificultando el paso entre las sillas. Consumíamos poco, gritábamos mucho, andábamos siempre con la plata justa. Queríamos solucionar el mundo, y el Periplo era nuestra sala de sesiones.
_ ¿Ya vienen por acá? ¿Ustedes no faltan nunca? ¡Qué cruz, dijo Fierro!- solía ser la bienvenida por parte del mozo.
_ ¡Hola, Julio! Tres grappamieles sin hielo, una cerveza y manicitos, si podés…
_ Manicitos, manicitos… ¡Esta, les voy a dar! -decía con cara de pocos amigos, resoplando y dando media vuelta, antes de ir hacia la caja donde Artigas, el encargado, se ocupaba de administrar las bebidas y los tickets. 
_ Ahí tienen. -tiraba los vasos y el pincho con la cuenta sobre la mesa. -No pidan más. Hoy no hay maní. ¿Por qué tengo que aguantarlos todos los días, no tienen otro bar adonde ir? 
_ Dale, Julio, no rezongues… ¡Si vos nos querés! - le decíamos.
_ ¡Qué los voy a querer! Rezo cada día para que no vuelvan, pero ustedes… ¡Ay, dios, pero qué cruz! – y se iba, con la bandeja plateada en una mano y el trapo blanco sobre el hombro, como si alguna vez limpiara las mesas.
Una noche le tuve miedo. Era un secreto a voces que cada vez que servía un whisky en nuestra mesa Julio volcaba una medida a escondidas para él, en un vaso extra que dejaba entreverado con los otros, por si se daba la ocasión. Artigas estaba enfrascado en los asuntos de la caja y nunca se daba cuenta, o al menos no decía nada. Julio lo iba tomando con disimulo, de a traguito, y parecía ponerse más cascarrabias, pero solo parecía. Los ojos se le empezaban a achinar y hasta se mandaba algún chiste, sin que se le fuera el rictus de malhumor constante de la cara. La noche en que me asusté fue cuando sin querer le di un codazo a su vaso y lo volqué: el whisky fue a parar por partes iguales a la mesa y al piso. Al escuchar el ruido Julio se dio vuelta y me miró como si estuviera a punto de entrar en ebullición. Vino hasta nosotros, apoyó las manos en la mesa y los ojos se le pusieron saltones, con unos hilos de sangre partiendo de cada esquina. No dijo una palabra; solo se quedó ahí, mirándome, en un silencio que duró una eternidad. Yo me fui haciendo chiquitita, chiquitita, hasta que pude tocarle la mano y con un hilo de voz pedirle que trajera otro whisky, que yo se lo pagaba. Ahí se le descongestionó la cara, puso el trapo blanco al hombro y con la voz de todos los días le gritó a Artigas que salía un whisky para la mesa de Bellas Artes, que ya le tenía las bolas llenas. 
_ El otro día lo encontré en el Umbral de la Noche, después de la hora en que cierra el Periplo- contó una vez Alejandra, una de las compañeras de la Escuela. -Estaba medio en pedo, no conseguía que ningún pendejo le diera bola y se puso a charlar conmigo. Dice que en realidad nos adora, que se divierte peleando pero le caemos bien. 
“Yo sabía que en el fondo nos querías, viejo loco”, iba pensando una noche, tiempo después, mientras volvía a casa en el 405. El final del último año en la Escuela había coincidido con la muerte de Julio y el cierre del Periplo, con un par de meses de diferencia. No sé cuál fue primero. Al pasar por la esquina de Benito Blanco y Martí me golpeó el vacío de la vereda sin mesas y las cortinas de metal cerradas y en silencio. “Julio, la última va por vos!” había grafiteado alguien sobre la puerta, y yo me puse a llorar como una idiota en el medio del ómnibus, hasta que la chica del asiento de al lado me ofreció un pañuelito descartable para que me secara los ojos. 

Desde entonces han pasado años, bares y mozos, y no, ahora no estoy llorando, o al menos no como para que me ofrezcan pañuelitos. Levanto la cabeza; los compañeros del taller acaban de encontrar un bar que parece dispuesto a aceptarnos en la vereda. Sacudo las imágenes del pasado y la memoria: es tiempo de pedir algo para tomar y para poder empezar a solucionar el mundo, otra vez. 

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