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jueves, 22 de noviembre de 2018

Un pasado imaginario



El mediodía amenazaba con seguir lloviendo. Un calor pegajoso impregnaba las pieles y las ropas y no había manera de no sentirse sucio. 
Una sola figura en la escalera del liceo, tomándose el tiempo del mundo para ponerse un impermeable amarillo: era Alejandro. 
_ Profe... Me llevé Literatura este año- creyó su deber comunicarme, con un si es no es de culpa en la mirada. 
_ ¡No me digas! ¿Qué te pasó? -pregunté, recordando que (más allá de la letra endiablada) Alejandro era un estudiante de nivel aceptable, incluso bueno.
_ Y... Viste cómo es... Quise estudiar de memoria para el último parcial y no me salió. 
_ Uh... La memoria. No se puede confiar en ella, porque te traiciona cuando más la necesitás. Yo siempre tuve pésima memoria.
_ Sí, es una joda, pero ta, no pasa nada, profe, yo sé que fue mi culpa por boludearme. ¡Nos vemos!
_ Dale, nos vemos. -contesté, ya medio perdida en mis pensamientos, al tiempo que bajaba con cuidado la escalera, que cuando llueve se pone resbalosa y es la trampa perfecta para mis zapatitos livianos y sin agarre. 
Se confían en la memoria, arranqué a monologar para mis adentros. Una les da clase para que razonen y ellos estudian como autómatas, como si con la memoria alcanzara. Y no, no alcanza. 
En eso andaba cuando levanté la vista y lo vi. Era un hombre alto, canoso y de ojos verdes, parado en la vereda de José Enrique Rodó, que me había estado mirando desde que empezara a bajar la escalera. Un señor más o menos de mi edad. 
Ojalá que no sea el padre de un alumno con ganas de quejarse de algo, pensé, aunque eso hubiera resultado extraño porque el hombre no venía del liceo sino de la otra cuadra. Por un momento pareció seguir su camino, pero veinte metros más adelante lo pensó mejor, se dio vuelta y se detuvo, evidentemente esperando a que yo llegara a su lado. 
Por favor, que no sea un veterano baboso. 
Antes de que le pasara por al lado me dirigió la palabra.
_ Hola. Disculpá, ¿vos cómo te llamás?
Ah, bueno. Directo y sin vueltas. 
_ ¿Por?
_ Porque... ¿Puede ser que nosotros nos conozcamos de algún lado? 
Lo miré.
_ No. 
Y seguí caminando. Toda la simpatía y la paciencia la dejo en el liceo, empecé a recriminarme, ¿qué me costaba ser un poco más amable con el pobre hombre confundido? Pero el pobre hombre confundido no se daba fácilmente por vencido, y se me puso a la par.
_ Sí, yo te conozco. Lo que pasa es que no me acuerdo de tu nombre. 
_ Mariela. 
_ ¡Sí, Mariela, claro!
_ ¿Y de dónde me ubicás?
_ No sé.
Lo volví a mirar, sin detener la marcha. ¿Sería una nueva clase de levante, propia de los cincuentones, o de verdad me ubicaba de algún lado? Pero no, porque yo tengo buena memoria y sé con total seguridad que nunca lo había visto antes. Capaz que era una persona con algún trastorno psiquiátrico que lo llevaba a abordar desconocidos y a tratar de construir con ellos un pasado imaginario. 
_ Tengo que saber quién sos- iba diciendo mientras los dos caminábamos juntos hacia 18 de Julio. - Si no te saco me voy a pasar toda la tarde preguntándome quién eras. 
_ Bueno, a ver: decime cosas de vos y te digo si me suenan. - dije, ya a la altura de la esquina de Guayabos.
_ Me llamo Eduardo Ramos. 
_ No.
_ Pero me dicen Lolo. 
_ No conozco a ningún Lolo.
_ Vivo en Solymar, soy carpintero y luthier. Hice Bellas Artes. 
_ No conozco a nadie de Solymar ni a ningún luthier. ¿Cuándo empezaste la Escuela?
_ En el 87. 
_ Ah, no. Yo fui en los 90. 
_ Entonces no es de ahí.
_ No. Para mí que me confundís. Capaz que nos vimos alguna vez, pero estoy segura de que nunca hablamos. Yo me acordaría.
La luz del semáforo de 18 se puso en rojo antes de que llegáramos a cruzar. Mientras esperábamos el hombre me seguía mirando, empecinado. Tanta insistencia empezaba a resultarme molesta. ¿Qué estaba murmurando ahora? Había bajado el volumen de la voz, tuve que esforzarme para escuchar lo que decía.
_ A mí me sonás de la época de Amarillo. 
Amarillo. 
La palabra abrió una etapa olvidada, y de repente todo tuvo sentido. El boliche Amarillo, cerca del Palacio. Eduardo Ramos, alias Lolo. Verano del 92 en La Paloma. Él vendía panes caseros en la feria artesanal y hacía muy buenos masajes. En Montevideo compartía casa con un montón de chicas y un muchacho, una casa donde el que llegaba primero ganaba el dormitorio principal, el único que tenía puerta. Yo me quedé a dormir un par de veces, aunque esa cosa hippie noventosa no me iba del todo y además me molestaba que el amigo cada vez que llegaba se asomaba a ver a quién le había tocado el cuarto esa noche. 
Era muy dulce, el Lolo. Inteligente, lindos ojos, risa contagiosa. 
La penúltima vez que nos vimos me invitó a ver a Gilberto Gil y después resultó que tenía entradas falsificadas. No encaré dar media vuelta e irme: pasé el recital entero sintiéndome culpable y encima sentada en la falda de él, porque en el Plaza solo había un asiento libre. Una semana después fuimos a un boliche y terminé pagando los tragos, cuando él dijo que se había olvidado la billetera en la otra mochila. El Lolo. Con varios kilos de más y con unos pelos blancos y grises que antes eran negros, pero en esencia era el mismo.
Cruzamos la calle en medio de una multitud, y miré hacia mi parada. Algo se iba acercando.
_ Nunca estuve en Amarillo, ¿qué era eso, un cine? No. Debe ser un falso recuerdo -le aseguré, haciéndole señas al 103- De verdad, nunca nos vimos, o me acordaría; tengo muy buena memoria. Nos vemos.
Y subí al ómnibus, sin darle tiempo a reaccionar. Él se quedó en la vereda, dudando si contestar o no a mi mano levantada en señal de adiós desde la primera ventanilla del lado de la calle. 
Yo seguí rumbo a mi casa, pensando que a la vuelta iba a parar en la panadería del barrio, que siempre tiene cosas ricas. 
De golpe me habían venido unas ganas incontenibles de comer pan casero. 

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