Vistas de página en total

domingo, 15 de diciembre de 2019

Antes de la noche




El cielo estaba en la hora mágica cuando salí esta tarde del trabajo, y no había esquina que no terminara en incendio. La puerta de la Ciudadela, con el Salvo de fondo iluminado en las alturas, parecían esperar por alguien que registrara el diálogo de la tarde y los perfiles, la quietud de los edificios y las siluetas apuradas de las personas.
Los oficinistas de Ciudad Vieja, como de costumbre, estábamos más allá de la luz y de la magia. La mayoría mirábamos las pantallas de los teléfonos o tratábamos de encender un cigarro luchando contra el viento. Siempre es lo mismo a las seis. Dejamos nuestras celdas como abejas desbandadas, con una sola misión reflejada en la mirada: llegar. Llegar lo antes posible a alguna parte.
En lo que a mí respecta, hace cuatro años que comparto apuros y misiones cotidianas. Mi casa queda lejos y el viaje es largo: no hay tiempo para atardeceres. Al acercarme a la peatonal la masa de gente era hoy tan compacta que debí reducir la velocidad y caminar a paso normal, esquivando siluetas. En cierto momento, a la entrada del estacionamiento, levanté los ojos porque una figura me llamó la atención. Era un hombre que caminaba unos pasos adelante, del cual solo veía la espalda. Medianamente alto, de lentes, con canas y cabello corto. Ni gordo ni flaco, cabezón. Era Santiago.
Cada vez que veo a Santiago es repetición de la anterior: levanto la cabeza y él va caminando. Le veo la nuca, el cuello, las orejas. Hace años que Santiago camina en mi dirección, es lo único que parece hacer. Siempre de espaldas, adelante.
Si lo veo solo por lo general me apuro para pasarlo, aunque también se da a veces lo contrario, como una vez a la salida del cine, hace unos tres años. Yo estaba con una amiga; veníamos de ver un documental sobre estalactitas. La sala estaba llena y la salida se hizo  lenta. Una masa ondulante de seres humanos murmurando caminaba despacio hacia la puerta, como en una suerte de procesión. Esa noche, más tarde, yo iba a viajar al interior, y como no me daba el tiempo de volver hasta casa llevaba conmigo una mochila azul enorme. Siempre me cargo de más cuando viajo. Pensé comentarle algo a mi amiga sobre las imágenes de la película, pero quedé sin aliento al levantar la cabeza y ver que allí iba él, adelante. Llevaba un buzo rojo como los que usaba antes, iba con la campera en una mano y un manojo de llaves en la otra, caminando en silencio detrás de la mujer de cabello corto que yo había visto en sus fotos de las redes. 
Estábamos a medio metro. 
Sentí (creí sentir) su perfume.
Seguí caminando sin dejar de mirarlo. 
Él se llevó una mano a la nuca. 
En ese momento alcanzamos la salida y la gente comenzó a caminar con más libertad; algunos nos cruzaron por delante y otros se fueron interponiendo, hasta que terminé por perder su espalda en un mar de siluetas parecidas.
Muchas veces he encontrado a Santiago, muchas.
Ninguna cambió nada.
Una vez me habló de sus hijos. Fue un sábado por la tarde, años antes de lo del cine. Yo venía de regreso a casa, pensando hacer mandados para la merienda. Dos metros antes de entrar al supermercado él apareció caminando delante de mí, quizás también rumbo a las compras de la tarde. Aún no usaba lentes por entonces. Lo seguí un par de metros sorprendida, porque esa misma mañana había despertado sabiendo que lo encontraría allí a esa hora. A veces me pasan estas cosas, aunque ya aprendí que nada significan. Algo de magia, intuición... Conexión inútil.
Esa tarde hablamos un rato, me contó de dos hijos, morí un poco por dentro. Volví a casa sin las compras y cuando muchas horas después por fin volvió el hambre llamé al bar de la otra cuadra para pedir una pizza. Vino con poco queso, fría, con gusto a quemado.
Santiago iba solo cuando hoy por la tarde lo empecé a seguir sin darme cuenta. Acababa de salir del estacionamiento; aún llevaba las llaves del auto en una mano. El traje oscuro lo hacía lucir respetable. No me gusta cuando viste de abogado, pero como solo lo cruzo una vez cada tres o cuatro años todavía no se lo he comentado. Los lentes le quedan bien, y ha bajado un par de kilos (debe estar yendo al gimnasio). Caminé detrás de su silueta, copiándole el ritmo de los pasos y la manera distendida de dejar los brazos sueltos como si siguiera teniendo veinte años. Raro que no esté fumando, pensé, pero luego recordé que lo había abandonado. Apagué lo que quedaba de mi cigarrillo contra una columna de la plaza, lo tiré en el tacho de basura y seguí caminando. Cuando pasamos la peatonal había ya menos gente en la vereda. La hora mágica dura pocos minutos, y estaba por terminar.
Un poco antes del Solís íbamos a menos de un metro de distancia. Por fin terminé de decidirme y extendí la mano hacia hombro, pero antes de tocarlo mi brazo se detuvo en el aire. Me vi despeinada y sin maquillaje, con ropa olvidable, orejas sin caravanas y dedos sin anillos. Me acordé de las canas, las arrugas. No era más que una oficinista saliendo del trabajo a las seis, como todos. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta mientras las sombras de la tarde se me iban colando una a una entre los ojos. Reduje la velocidad y vi cómo Santiago se alejaba: un metro, dos, media cuadra. Para cuando llegué a mi parada su traje ya no se veía en la vereda.
El 103 vino enseguida, con un asiento libre en la ventanilla. Me gusta ver pasar la vida cuando estoy triste: todos parecen correr hacia algún lado. 
Cuando llegue a casa ya va a ser de noche. 
En mi barrio hay poca gente, y por más que levante los ojos no habrá nadie en el camino.  
El viaje es largo.  
La hora mágica acaba de terminar.


domingo, 1 de diciembre de 2019

Diciembre 2019



_ Tengo que hacerte un pedido extraño- escribió mi amiga desde la otra punta del mundo.- ¿Me traés gomitas? Las de acá son una mierda.
Unas horas antes de irme, a las apuradas, como de costumbre, marché hace un rato a buscar las gomitas.
La feria de Tristán estaba tranquila y caminable. Las lluvias de ayer, el aire fresco de hoy y la locura del consumo en las shoppings la habían vuelto despejada y de ritmo lento, como feria de pueblo. Recorrí varias cuadras, saqué fotos, salteé los libros y las comidas, y terminé comprando 23 gomitas en tres puestos diferentes. Eran casi todas blancas y negras, como habían sido pedidas, pero yo no estaba segura, porque mi amiga quería UN tipo especial de gomitas.
_ De estas- rezaba el pie de foto de un objeto atrapapelo igual a todos los de su especie- no las de goma o esas finitas de elástico súper duro que te revientan el pelo.
Miré las que había encontrado hasta ahora: eran parecidas, pero no iguales. Ninguna terminaba de convencerme, así que terminé a la vuelta de la feria, en un quiosco de esos que tienen de todo, pidiendo nuevos suministros.
El vendedor, un flaco veinteañero de remera negra y gorrito con la visera para atrás, me miró un segundo más de lo habitual, hasta que su cara pareció iluminarse.
_ Yo a usted la conozco.
Lo miré de nuevo: tenía una sonrisa limpia, transparente.
_ Yo a vos también te conozco, ¿de qué liceo eras?
_ Del 30. Soy Sebastián.
Hace diez años que me fui del 30, y mi memoria borra las caras y los nombres a una velocidad pasmosa, pero de este gurí sí que me acordaba.
_ Escribías muy bien.
_ Gracias, profe. Me acuerdo de un trabajo en especial que usted nos mandó...
_ El de la autobiografía- dijimos los dos a la vez.
_ Ese.Ese trabajo me cambió la vida.
Yo suspiré en silencio. No me acuerdo exactamente qué había escrito Sebastián, pero sí tengo memoria de dos hojas escritas de ambos lados, con tinta negra y letra gótica, llenas de odio y de deseos de muerte. Era uno de los primeros trabajos con ese tercero, yo casi no los conocía pero quería moverlos hacia la escritura creativa, y la premisa era hablar de uno mismo, de la forma que cada cual quisiera. El chiquilín resultaba bastante inaccesible a esa altura del año, y después de leer la carta terminamos trabajando en conjunto la psicóloga, la adscripta, la directora y yo. No me acuerdo qué hicimos, pero nos acercamos, hablamos, escuchamos.
_ Medio dark, la autobiografía...
_ Sí, profe. Fue una época complicada, pero ya salimos. Fue justo ahí que empezamos a salir.
_ ¡Me alegro!
_ Te quiero agradecer, profe. Me salvaste la vida. En serio, gracias. Fuiste la primera que me escuchó de verdad.
Tragué saliva y por un un momento quedé muda. No era ninguna heroína; solo había estado atenta, sin saber el alcance de las consecuencias. Sebastián me alcanzó las gomitas, le pagué y no pregunté más, porque el quiosco ya se estaba llenando de personas apuradas en busca de cigarrillos o de 5 de oros. Nos dimos un abrazo, le agradecí el inesperado regalo de Navidad y salí a la calle medio moqueando bajo el gris de las nubes.
Ahora tengo la cartera rebosante de gomitas. Creo que ninguna es de las que mi amiga quiere, pero no se sabe. Nunca se sabe.





¿Viste cuando fumigás tu casa, se va el fumigador y empiezan a salir cucarachas moribundas de todos los tamaños, a las que tenés que matar de un pisotón para que no sigan sufriendo? Viste cuando el asco y la lástima compiten con el alivio de liberarte de la plaga? Viste cuando tu gata porfía para entrar pero no la dejás porque se puede intoxicar olfateando cucarachas fumigadas sobre el piso de la cocina?
Bueno, así.
Feliz jueves.

(Entrando en paranoia en 3...2... )




La madre es rubia y flaquita; debe tener 18. Su hijo no llora: berrea como si lo estuvieran carneando. Ya van diez minutos de viaje, y la chica no logra calmarlo.
_ Ta, ta, Germán. Dale, Germán, dale. Taaa. Dale, Germán... Calmate.
Nadie dice una palabra en el 402 calcinante. El niño llora, se retuerce, agota sus pulmones, y nada.
Ella tiene extensiones, sandalias peludas y tatuajes en todo un brazo. Para mí tendría que estar empezando una carrera. Va cargada de bolsos; de uno de ellos asoma un osito marrón. De vez en cuando nos mira, como con culpa.Después se da por vencida, deja al niño gritando en el asiento de al lado y se dedica a navegar en el celular, aunque de vez en cuando todavía tira un:
_ Ya bajamos, dale.

Han pasado casi diez minutos más, y la tormenta no amaina en absoluto, hasta que por fin la chica se para para bajarse, y ahí Germán, si no se calla, ingresa al menos a un nivel de llanto que podríamos llamar standard.
Pobre gurí. Pobre madre. Su viaje juntos durará bastante más de veinte minutos, y por ahora la comunicación no está resultando.

Me pregunto si habré sido Germancito en algún viaje. Me pregunto.




Eran las dos y media de la tarde cuando una voz por cinco años olvidada afloró de pronto de entre las telarañas espesas de mi subconsciente. No era una voz amiga, ni siquiera conocida. Eran las palabras de un policía, que en la puerta de la oficina del pasaporte me había dicho:
_ Usted tiene que venir con la cédula impecable, ¿eh? Si tiene el más mínimo borde despegado ya para esto no le va a servir.
Miré mi cédula: cada esquina tenía un leve efecto de despegue. ¿Y si por esa nimiedad no me daban el pasaporte la semana que viene? ¿Arriesgar, o renovar?

Tres y media estaba yo en la oficina del pasaporte, preguntando.
_ Ehhh... Está más o menos- dijo la chica- Quizás no le hagan problema, pero le conviene renovarla.

A las cuatro ya estaba esperando turno para la cédula de urgencia mientras miraba la vieja, la de 2014, y pensaba que esta vez difícilmente podría salir peor en la foto. A mi alrededor muchos inmigrantes de nombres vistosos y acentos musicales.

Al fin me llamaron, y pasé ante un escritorio.
_ Ponga su pulgar derecho aquí... Ahora el índice...- fue guiando mi accionar la de las huellas dactilares. Mi yo del siglo XX se asombró de que ya no se estilara enchastrar los dedos, pero mi yo de 2019 no dijo nada.
_ Bien. Mire la cámara. ¡Ay, no! Me piden verificación completa.- Páseme de nuevo la mano derecha, por favor.
Me fue tomando la impresión, ahora de cada uno de los diez dedos, previo mojado con una toallita húmeda. Comencé a paranoiquear. ¿Por qué me tocaba verificación de huellas? ¿Es que era sospechosa de algo?¿No me iban a dar la cédula, luego no renovaría el pasaporte y mis vacaciones se quedarían en la nada? ¿Por qué yo, por qué, por qué???
_ De repente tengo restos de pintura en las manos- arriesgué, y la chica me dijo que no, pero que la piel estaba muy seca.
_ Capaz que por el aguarrás...
_ Puede ser. Listo, ahora sí, mire la cámara.

Cinco menos diez ya iba saliendo con mi nueva cédula, comprobando que lo que parecía imposible se había concretado. Había salido peor aún que en la de 2014.

_ Hola, ¿me das un capuchino?- pregunté en el carrito de Mapfre, y terminé cediendo a la promoción de capuchino y scones. Con la cédula ya en mi poder mi cuerpo se había aflojado notablemente, y necesitaba un chutazo de azúcar. Claro que a la media cuadra la espuma del borde del vaso se voló con el viento y se incrustó de lleno en mi remera negra, pero no importaba, ya nada importaba. Era una mujer de vacaciones, con cédula nueva en la cartera y cafeína en las venas; ¿qué más se le puede pedir a la tarde de un viernes 13?

Sean felices, y (en todo lo que concierne a asuntos legales) no sean como yo.



Voy llegando al supermercado y escucho los maullidos. El barcino estaba gordo y lustroso; reclamaba atención de tal manera que pensé que andaba perdido, pero no. Tenía un collar con su nombre, un teléfono y un lugar: Barra de Valizas.
_ El gato tiene dueño, ¿no?- pregunté por las dudas al chico de la caja.
_ Sí, es de ahí enfrente. Lo que pasa es que es muy sociable y le encanta meterse en los autos que paran aquí. Le dejas un vidrio bajo y él se te mete. La gente sale con las compras y de repente ya va lejos, por la comisaría, y recién ahí ven que él va en el auto; por eso los dueños le pusieron el collar con el teléfono, por si alguien lo tiene que devolver.

Salí a la calle: el gordo estaba sentadito en la vereda, sin importarle nada de los muchos y enormes perros que andaban en la vuelta. Poderoso.




Hoy en la playa me crucé con toda clase de bichos. Garzas blancas, gaviotas, patos en la zona del arroyo. Muchos peces diminutos. Un cangrejo enorme. Un lobito jugueteando entre las olas de la orilla; cuando le dije “hola” me respondió “Ruf”, y se fue chapoteando. Despegué de la arena mojada a un alguacil, una abeja y dos abejorros, les sacudí la arena con un palo y los dejé entre las plantas de los médanos. Una víbora pequeña y verde, inmóvil pero con la cabeza levantada, en la bajada principal, cerca del agua (le saqué fotos de lejos, para no estresarla, ejem...). Perros de toda clase y color, incluyendo a un negrito efusivo que quería jugar a las carreras. Seres humanos locales y visitantes, con los que al pasar cruzamos un saludo fugaz pero amistoso.
Hoy en la playa me crucé con toda clase de bichos, y todos andaban en paz, o al menos eso parecía.
Saludos desde el mediodía caliente de Valizas, donde uno de los bichos humanos se dispone a leer algo mientras pasa la hora del sol fuerte. Leer algo, hacer una siestita... Lo que tenga que ser, que sea.




Panorama de sábado a mediodía

El mar está verde y no hay cianobacterias a la vista. Crecido, bastante crecido. Más gente que en noviembre, pero apenas. Un bus largó a unas veinte personas, que toman sol a la peor hora, amontonadas en la bajada de la calle principal.
En el hostel, la fusión variopinta de costumbre. Gentes de varios países. Un equipo de filmación que va a hacer un programa sobre Valizas. Hay un chico con guitarra y hay dos flaquitas que almuerzan unos refuerzos con tanto pan que me dan ganas de decirles que no se confíen en los 45 kilos, que se van volando, pero me callo. Un petiso rubio medio nórdico dice que la playa aquí no es fría, pero cuenta que en Londres se bañó a menos 20 grados, y ahí una entiende todo. Viaja sin fecha de regreso, como casi todos los europeos que se dedican a la aventura latina. La gata Milu hoy se quedó sola con su último gatito, y anda por entre las plantas llamando a la penúltima, que hace un rato se fue con familia humana, prendida a una nena.
Del pueblo no vi mucho. Ya abrió Doña Bella, así que la temporada puede considerarse iniciada. El Tío Pato hizo unos coquitos deliciosos. Todo el mundo trabaja para mejorar ranchos y edificar restaurantes, pero el ritmo es tranquilo, como siempre.
En un rato arrancamos el reacondicionamiento anual de la plaza. Ya verán fotos (del gatito, digo).





Saludos desde la noche de los descuentos de Mdeo Shopping. Vuelvo contenta con mi compra, efectiva, útil y necesaria: un blister de Novemina. Me ahorré como nueve pesos.
Mariela: inteligencia (y un leve indicio de fobia social).

¿Viste cuando estás a dos semanas de irte de viaje, te das cuenta de que tu visa está vencida, llamás a mil teléfonos sin lograr hablar con un ser humano, transpirás, tenés palpitaciones y respirás con dificultad, estás por las dudas iniciando nueva solicitud y en ese trámite volvés a mirar y ves que te equivocaste, que en realidad la visa dura cinco años más pero lo que tenés vencido es el pasaporte, en busca de cuya renovación salís volando de tu casa a Ciudad Vieja, porque no estás segura de estar a tiempo pero capaz que?
Bueno, así.

#NoSeanComoYoPlis




Ya aminorados los nervios de la mañana, estaba haciendo cola en el buffet de todos los días que trabajo en Ciudad Vieja. Al mediodía siempre hay mucha gente, y hoy no era la excepción. Varios de nosotros hacíamos la cola al sol, en la vereda.
Delante de mí, dos chicas jóvenes y lindas, charlando animadamente.
Un muchacho que salía ya con su bandeja de comida le tocó el hombro a una de ellas, que estaba concentrada en la charla con su amiga.
_ Ah, hola.- murmuró la muchacha sin muchas ganas.
Ambos cruzaron unas frases de cortesía, hasta que en determinado momento ella se entusiasmó al contarle algo;
_ ¡Boludo, no sabés! ¡Me voy a hacer los brackets, como vos!
La miré con disimulo; sus dientes eran de lo más parejos. El chico se alegró de tener algo para seguir charlando con ella.
_ ¿Ah, sí? Yo ya llevo dos años, y tengo para un poco más...
_ A ver, mostrame cómo te quedaron.
_ No, no, me da vergüenza.
_ ¡Dale, mostrame!- insistió la chica, sonriendo, pero él adujo que había comido algo hacía un ratito, y no abrió la boca.
Ya desde adentro, ella se estaba despidiendo mientras él seguía charlándole afuera, al rayo del sol.
_ El sábado es la marcha, ¿vas a ir?- preguntó ella.
_ No, no puedo, estoy preparando examen... No hay chance.
_ ¡Pero no has ido ni siquiera a una actividad solidaria!
_ Bueno... No sé. ¿A qué hora es?
_ A las cuatro.
_ Capaz que voy.
Y ahí la joven dio por terminada la charla con él, y volvió a concentrarse en su amiga, mientras yo iba eligiendo ensaladas y pensando que el amor capaz que es un sentimiento en vías de extinción, pero cuando se da es poderoso, y no hay pero ni examen que valga. Por suerte.




Saludos desde la noche de los descuentos de Mdeo Shopping. Vuelvo contenta con mi compra, efectiva, útil y necesaria: un blister de Novemina. Me ahorré como nueve pesos.
Mariela: inteligencia (y un leve indicio de fobia social). 



Una sale a la calle aromada de jabón y perfume. La gorda del barrio, viejita y todo, escucha nuestro paso aunque sean las seis de la mañana y vayamos con los championes más silenciosos del mundo. Una se detiene unos segundos a saludar y sigue el viaje con las manos aromadas de Eau de canine y el alma felizmente perfumada.



Carpe diem. Nadie sabe si va a seguir acá en cinco años, y el tiempo es demasiado valioso para gastarlo rumiando ofensas y deseando males. Una cosa es el humor y otra el encare del presente. “Es preciso cultivar nuestro jardín”, concluía Cándido tras comprobar que este no era el mejor de los mundos posibles. No lo es, ni lo sería gane quien gane. Yo estoy viva ahora, este es mi tiempo, no cierro los ojos ni entro en un período de latencia hasta que vote otra vez. Lo único realmente urgente es hacer todo lo posible para salvar a este planeta. El resto es chiquitaje.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Movimiento





Mi canción es dispersa y accidentada. Tiene maullidos de gatos por las mañanas y reclamos de madre día por medio. Como sonido de fondo, el ronroneo bajito de la computadora. Mi canción cambia todo el tiempo; no tiene continuidad de entonaciones. Me cuesta seguirla, es difícil, pero si dejo de oírla siento que pierdo el ritmo y me silencio, resbalo hacia un pozo oscuro sin orillas, muy abajo y muy negro. En algún momento aparece una nota conocida. Me aferro a ella, vuelvo a subir y me relajo. En mi canción a veces hay palabras de amor, casi nunca llantos. Verso por medio los acordes estallan y tienen ganas de gritar hasta el límite del tiempo y más allá. Hay puños cerrados y ojos heridos, las palabras enrojecen, se agrandan, se estampan en el cielo y en la tierra, se hacen pared, libro, huella. Otros días, en cambio, voy por la vida tarareando al compás del romper de las olas por la mañana y de la crepitación de la leña por las noches. Son los días felices, los de entre tormentas, los de pájaros y abejas, los del café recién hecho y las hojas de los libros sin apuro. Mi canción también tiene lugar para las voces. Roncas, agudas, estridentes. Algunas no se escuchan, pero están. Otras suenan fuerte, aunque nadie las entienda. Los motivos van y vienen, pero nada se repite, nunca. Mi canción es bocina, guitarra, viento, sangre, latido. En un momento signo de exclamación y al segundo puntos suspensivos. Un acorde ondulante, indefinido, que me lleva al silencio final, agazapado.