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domingo, 8 de diciembre de 2013

Querido Papá Noel:








Hace unos años que no me visitás, ¿será que no te enteraste de mi nueva dirección? Ya es tiempo de que regularices tu actuación o me veré obligada a quejarme a las autoridades pertinentes. Tengo pruebas; no intentes disimular tu imperdonable ausencia de mi domicilio o acá arde Troya. Bueno, ya sé que no vivís en Troya, pero poner que arde el Polo Norte suena cuando menos un poco torpe, ¿captás? Y haceme el favor de no distraerte con pequeñeces, que esto va en serio.
Mirá, en primer lugar quiero avisarte que en mi nueva casa no tengo chimenea, pero no hay problema si decidís tocar el timbre. Ya sabés que no soy muy tradicionalista. No, arbolito no tengo, nunca tuve, pero si te sirve hay cuatro plantas en macetas. ¿Pesebre? ¿Qué es eso? Ah, antes que me olvide, ojo con tus renos que el sereno de la cooperativa es muy estricto y no permite el paso de animales por la calle; dejalos en la esquina, al lado de la parrillada El Cholo, y capaz que todavía están para cuando vuelvas.
Pero dejémonos de prolegómenos y vamos a lo nuestro.
Mi conducta en este año ha sido todo lo buena que pudo ser, y no digo más; vos te encargarás de averiguar el resto. Ojo con los testigos que interrogues, ¿eh? Mirá que hay un par que se las traen; cualquier cosa yo te paso nombres por mensaje privado y lo conversamos.
En cuanto a lo que te pido, es muy sencillo y no te va a costar ningún trabajo conseguirlo. Tres kilos menos, un rancho en Valizas y que me revoques la pared del dormitorio, ahí donde estaba el ropero que desarmamos, porque mi viejo la había picado para meter el mueble y quedan feos los bloques a la vista con agujeros. Sí, ya sé que son deseos de distinta entidad, pero qué querés, por más que pienso y repienso no se me ocurre nada más, ¿viste? Y no esperes que diga la paz del mundo o el reparto equitativo de la riqueza, viejo, que por acá no somos políticos de los sesenta.
Nos vemos el 24 a la medianoche. Mirá que confío en vos y voy a dejar a mano el vaquero ese que no me entra para reestrenarlo en Navidad.

Mariela

Ps: qué cabeza la mía, me olvidaba: por Roldana y Tania no te compliques, que con unas latas de atún Leather Price del Disco las conformás.
Ps 2: ah, y tratá de que el rancho no sea muy cerca del agua esta vez, ¿ta?


Abrazo, viejo, que andes bien. Nos vemos.

martes, 26 de noviembre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 4: La vieja Presolpina.

             



                 Presolpina era el nombre de mi bisabuela por el lado de los Barreto. Todavía hoy recuerdo con todo detalle las visitas a su casa en Melo como una instancia formal, aburrida y no exenta de cierto temor porque la vieja tenía muy mal carácter y su posición de Hembra Alfa de la manada la hacía de todo punto indesobedecible.
            Pero había que ir.
            La casa quedaba en las afueras de la ciudad y era relativamente modesta, aunque a mí me parecía enorme y misteriosa con sus estantes inalcanzables, su olor a encierro y esos silencios incómodos de las visitas por cortesía de los tiempos de antes en los que uno miraba al piso y tragaba saliva en silencio esperando que el grito lejano de un heladero o la irrupción intempestiva de un niño o un perro introdujeran una distracción por fin, por fin, por fin algo, dios mío. Por fin. Algo.
                En la época en que íbamos a visitarla ella vivía con la Santa y la Chiquita. Había tenido muchos hijos pero ya todos excepto la menor estaban casados y viviendo por su lado, incluyendo a mi abuelo, el único que había rumbeado para la capital. Una antigua tradición de Cerro Largo la había llevado a bautizarlos con nombres que comenzaran por la misma letra. Así fueron naciendo Albino, Adeal, Aldina, Adelina, Albina, Antenor y Alaídes, aunque hay que señalar que el nombre verdadero de mi abuelo según la cédula era Juan Elbio, porque al empleado del Registro Civil el nombre de Albino no le pareció lindo y se lo cambió al inscribirlo, sin decirle nada a la familia. La última hija del matrimonio de Presolpina y Policarpio desde un principio salió medio lenta para pensar, característica que la familia atribuyó al hecho de haber decidido sus progenitores a último momento interrumpir la seguidilla de nombres que empezaran por A y ponerle Santa. Nadie se cuestionó si no sería que los padres ya estaban más que maduritos para seguir procreando criaturas y tampoco _menos aún_ se les ocurrió consultar a un médico para ver si su problema tenía que ver con algo innato, con desnutrición o con vaya a saber uno qué motivos. La Santa tuvo un nombre que no empezaba por A y les salió lenta; más claro echale agua.
                Volviendo a la dueña de casa, era una mujer fuerte doña Presolpa. Como regalo de casamiento el viejo Orosmán, su padre, les había dado un lugar para hacerse un rancho en el fondo del campo lejos de todo, donde vivieron apartados del pueblo y de la familia por varios años. Pero Policarpio trabajaba en la esquila y había épocas en que pasaba diez o quince días sin aparecer. Una noche mi bisabuela se levantó porque escuchó a los teros y se puso a esperar. También ladraron los perros. De pronto sintió que golpeaban las manos y se quedó quieta. Era muy tarde y ella no estaba armada. Esperó en silencio, con el corazón en la boca, hasta que vio una mano aparecer por la rendija tratando de levantar la aldaba. La puerta no tenía cerradura, solo una maderita que la mantenía cerrada desde adentro por si el viento y los perros, obstáculo en todo caso fácil de sortear por cualquier caminante en busca de comida, mujer y techo ajenos. Cuando aquella mano de dedos grandes y curtidos tanteó la aldaba Presolpina no dudó y le dio flor de martillazo. Nunca se supo qué fue del intruso.
                Al poco tiempo las cosas mejoraron lo bastante para la pareja como para desembolsar novecientos pesos uno arriba del otro y comprarse una casa en Melo, donde vivieron hasta el final de sus días. El egoísmo de Presolpina fue proverbial en mi familia, al punto que se decía que tenía los dulces y otras cosas ricas bajo llave para disfrutarlos sin compartir ni siquiera con sus hijos y que a la hora del almuerzo ella se comía los churrascos y le daba los huesos al marido para que mordisqueara las sobras. Conociéndola, no lo dudo.
                Las tareas domésticas del hogar recaían siempre en los hombros de la Chiquita, la criada, una muchacha apocada y sometida al menor capricho de la patrona. En esa casa había mucho que limpiar, vaya si había. Esta no era como mi otra bisabuela, doña Eleodora, que no sabía nada del manejo de una casa de familia, que era torpe, poco habilidosa y perezosa a tal punto que a veces los chiquilines amanecían meados y así se quedaban hasta el mediodía por no molestarse en cambiarlos. Presolpina era muy activa; tomó las riendas del poder desde un principio y ya no las largó más ni hubo quién le disputara el derecho a hacerlo un día siquiera. La pobre Chiquita era la que llevaba la peor parte de las tareas y los rezongos de cada jornada.
                Hace muy poco tiempo vine a enterarme de dos cosas. Primero, que al parecer la Chiquita sí era parte de la familia, desde el momento en que era hija natural de uno de los hermanos de mi abuelo, quien la trajo para que su madre la criara porque vio que la gurisa estaba pasando hambre. Segundo, que la verdadera bruja de la vida de la Chiquita no era la vieja Presolpina sino la Santa, con su apariencia de pobrecita, quien la mandoneaba y le pegaba sin miramientos, desquitando en la muchachita el vacío de sus días iguales y sin para qué. De todos modos, que mi bisabuela no fuese mala con su nieta no reconocida no quiere decir que no lo fuese con otras, que el tener criadas era una costumbre muy arraigada en campaña y por ese hogar pasaron varias. A una, incluso, llamada Mabel, se la llevó la madre después de que una vecina denunció a Presolpina por maltratar a la criatura y no darle de comer.
                Volviendo a mi infancia, en esa cuadra siempre había algunos niños. Eran amigos de mis primos lejanos Randol y Raña, y por ese parentesco me aceptaban para jugar a la escondida o la mancha, aunque a veces cuando yo recién había llegado alguno se me quedaba mirando y me gritaba: “¡yo contigo no juego, Yanet!”, y cada vez había que explicarles que yo no era la nena mala de la calle, la tal Yanet a la cual nunca pude sacarme el gusto de conocer ni de lejos, que yo venía de Montevideo y solo quería jugar sin pelear con nadie.
                Las visitas duraban de dos a tres horas. Las señales de que se acercaban a su fin eran un licorcito con el que era invitado mi viejo y un concierto de acordeón conque éramos obsequiados todos, y que es lo único realmente bueno que recuerdo de la vieja Presolpina.
Tocaba como los dioses. Cuando se abrazaba al Paolo Soprani rojo el mapa de arrugas de su cara parecía alisarse como por arte de magia, lo endeble de sus huesos desaparecía, se apagaban todas las voces y escapaban todos los silencios y todas las incomodidades mientras sonaban sus notas exactas y conmovedoras y todos nos quedábamos mudos y con la boca abierta de la admiración. Eran siempre las mismas canciones, pero no importaba. Tocaba como los dioses.
Mi abuelo heredó su oído para la música.
Mi vieja tiene la misma fuerza de su carácter indomable.
Yo solo espero no haber ligado nada del infame egoísmo de la vieja Presolpina.

martes, 19 de noviembre de 2013

Viento helado






Lo primero que pensó Cecilia después de indagar cómo se presentaba el aspecto del mundo exterior por una rendija abierta de la cortina de su cuarto fue que no le gustaba el viento. No tenía demasiados problemas con el frío, la lluvia y hasta la nieve, que en cierto modo podría llegar a tolerar, pero los días de viento la invitaban siempre a rebelarse, a decir no, a meterse bajo las cobijas y no asomar la nariz hasta que todo hubiera terminado y la paz y el silencio reinaran nuevamente sobre el universo y afines.
No le gustaba el viento pero de todos modos esa mañana después del desayuno se puso sus mejores championes, un equipo deportivo, pescó los auriculares del celular de arriba de la mesita de luz y se fue a caminar por la rambla. Hacía dos horas que recorría una y otra vez el trayecto entre Malvín y Punta Gorda cuando algo la hizo detenerse de repente y quedarse un segundo inmóvil, como pensando.
“¿Qué estoy haciendo? A mí no me gusta caminar, y menos con este viento helado. Parezco Diana.”
Y lentamente emprendió el retorno a su hogar, extrañada.
Mientras volvía no pudo dejar de pensar que quién sabe cómo estarían los chiquilines en la escuela y el liceo con este día tan inhóspito, y que ojalá que a su ex marido no se le diera por utilizar la excusa del mal tiempo y las posibilidades de vendaval para cancelar el fin de semana con ellos, que tanta ilusión tenían, y que además con o sin viento iba a tener que encarar la ida a la terminal de Tres Cruces a sacar el boleto para ir a dar clases al interior, como todas las semanas, y que… 
Y que ella no era ni Valeria ni Nélida, por dios, ¿qué diablos le pasaba ese día?
Retomó la caminata hasta su casa; le quedaban ya unas pocas cuadras, pero el sonido del viento en sus oídos se hacía cada vez más apremiante, y apretó el paso, aunque no pudo evitar detenerse ante la vidriera de una mercería a contemplar las hermosas madejas de lana recién recibida de Colonia, con los nuevos colores del otoño. 
“¡Pero si yo no tejo! Gabriela se debe estar acordando de mí”. Y siguió caminando. 
“Capaz que a los trillizos les vendrían bien unas bufandas tejidas por mamá para días como el de hoy” llegó a cruzar por su cabeza mientras la sacudía violentamente, intentando desalojar de allí a Claudia y todas sus cuarentonas amigas de Montevideo. 
El pelo se le metía por los ojos y los rulos no la dejaban ver el camino; trató de desenredar uno de los auriculares y los dedos se le quedaron metidos en un mechón, atrapados. Siempre que soplaba fuerte le pasaba lo mismo; iba a tener que hacerse la planchita de modo definitivo un día de estos. “Mariela tiene rulos, vos no, vos tenés pelo lacio y dócil, que no te complica los días de viento” murmuró, mientras espiaba de reojo a una ardilla que trepaba al árbol más cercano, a unos cinco metros.
Miró a su alrededor como si estuviera despertando de un estado de adormecimiento. Los parques de su ciudad son hermosos en todas las estaciones, pensó. Y el aire es tan limpio que una siente que la sangre canta cuando se camina con ganas por un rato, incluso los días de viento. Es tan maravilloso ser joven y sentirse viva. Estar donde se quiere estar. Decidir.
Llegó hasta su hogar en Eden Pairie y se tiró en la cama por unos minutos. Afuera el viento seguía soplando pero ya no le importaba. Ya no podía helarle el alma ni quitarle las ganas de poner un disco, comer algo dulce, leer un libro y continuar siendo Cecilia por el resto del día.

viernes, 8 de noviembre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 3: El vecino


         


   La vaca de Juan Rivero era un asunto serio para mi abuelo. Él ya le había avisado una vez, y otra, y otra, pero el hombre no tomaba cartas en el asunto y la cabeza del Albino empezaba a echar humito cada vez que la veía pastando como si nada en medio de sus plantíos.
            _ Vecino, a ver si asujeta ese animal antes que se lo limpie de un balazo… Yo sé por qué se lo digo. Si me entra de nuevo en la chacra rompemos relaciones y dispué no se me ande quejando, que alvertido está hace rato. Yo le aviso.
            Pero el tal Juan Rivero era hombre flojo para el trabajo y con tal no cansarse persiguiéndola dejaba que la vaca pastara a su antojo. El animal era en verdad de otro paisano. El compadre Saturno Sosa se la había prestado por un tiempito para que él pudiera darle de vez en cuando un poco de leche a sus dos criaturas, porque la cosa estaba muy difícil como para poder comprar en la estancia más cercana, que quedaba a dos kilómetros pasando la zanja.
            Una tarde Albino y Viterba se demoraron un rato en asomar la nariz fuera del rancho después de la siesta. Era pleno noviembre, las gurisas estaban hasta las cuatro en la escuela y no había por qué andar trabajando la tierra al rayo del sol, que siempre cansa más que a la sombra. Ya desde el patio, mientras se echaba un jarro de agua de la cachimba por la cara para refrescarse, mi abuelo vio la figura marrón y blanca de la vaca ramoneando de lo más contenta en el medio mismo del maizal. De lejos hasta parecía estar moviendo la cola a lo perro, pero esto debe ser un agregado posterior a la historia, que no se sabe de vaca que haga esas señales, y menos cuando ve una figura de camisa a cuadros, bombacha ancha y sombrero de paja que se monta en la tordilla y arranca a correr hacia ella como alma que lleva el diablo.
            Pobre vaca.
            Mi abuelo la sacó corriendo del maizal y la persiguió montado en la yegua hasta acorralarla al borde de la zanja y obligarla a cruzar a nado. La corriente estaba crecida ese día y el animal tuvo sus dificultades, pero al final logró hacer pie en la orilla opuesta, donde se quedó un rato mugiendo lastimeramente porque estaba bravo para emprender la vuelta, aun cuando el paisano de la camisa a cuadros se alejó enseguida, yendo hasta el rancho del vecino Juan Rivero a darle las quejas por el maizal pisoteado.
            La discusión entre los dos hombres tuvo lugar en la puerta misma del rancho del otro. Era terco el hombre, y solo dejó de insultar a mi abuelo cuando este, genioso y mal encarado como el que más cuando alguien se metía con lo suyo, sacó el 38 de la cintura y le tiró un balazo que impactó en la pared de barro, a unos centímetros de su cabeza. Los Barreto de esas épocas no conocían el significado de la palabra paciencia, parece, ni sabían gran cosa del poder del diálogo y la cuota necesaria de diplomacia entre vecinos.
Lo que sí tenían claro y mi abuelo más que nadie era la importancia de llevarse bien con la autoridad, como quedó demostrado esa noche que pasaron ambos detenidos en la comisaría a raíz de la denuncia de Rivero. Este adujo que su vecino Albino le había pegado un balazo pero no pudo mostrar ni un rasguño para avalar sus dichos. El denunciante tuvo que pasar las horas cocinando y lavando los platos para mi abuelo y los milicos de la comisaría mientras ellos jugaban al truco y se divertían de lo lindo entre risas y cañas. La autoridad y la plata siempre se han llevado bien en este bendito país y en el Poblado de las Ratas mi abuelo venía a ser, sino un millonario, al menos el vecino potentado con rancho, carro y campo propio. A la mañana siguiente los levantaron temprano y cada uno rumbeó para su casa sin mirarse ni murmurar ni un buen día.
Después parece que la denuncia llegó a Melo pero no pasó a mayores porque el que la recibió fue un pariente, el padre del Lele, quien en defensa de mi abuelo la rompió en ocho pedazos y dio por terminado el tema. Entre familia no nos íbamos a andar pisando el poncho, y este Juan Rivero que aprenda a controlar la vaca o que la devuelva, que esos animales son de lo más mañosos y una vez que dan con el maíz no hay quien les haga volver al pasto.

domingo, 27 de octubre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 2: El linyera





Era casi mediodía cuando la Chola escuchó ladrar los perros y asomó la cabeza por el ventanuco del rancho. El desconocido se la quedó mirando y ella parpadeó.
_ ¿Qué pasa, m’hija? ¿Qué estás mirando?_ le llegó desde el fondo la voz de la Nila, que estaba lavando ropa en el latón azul al lado del pozo.
_ No sé… Un hombre._ contestó la Chola mientras se despegaba de la ventana y corría a refugiarse detrás de las polleras de la hermana mayor.
La Nila suspendió el lavado, se secó las manos en el delantal floreado y asomó por el costado de las casas, donde el desconocido aguardaba de pie con el sombrero en la mano. Viejo, el sombrero. El hombre no tanto. Unos treinta o poco más. La cara le quedaba escondida detrás de unas matas de pelo rubio y mugriento porque era un linyera, pero se veían detrás de las greñas unos ojos claros de mirada inquieta.
_ Buenas, doña. ¿Está su marido?
_ No, no está. Está en la chacra, ahora viene. ¿Qué se le ofrece?_ preguntó la muchacha, sacando fuerzas de no sabía dónde para que el susto no se le delatase demasiado en la mirada ni en la actitud. Por un momento pensó que se iba a hacer pichí pero por suerte la cosa no pasó de un amague. Juntó bien las piernas, por las dudas, y se quedó mirando al desconocido como si el miedo no le estuviera aflojando hasta el último hueso del cuerpo.
El hombre traía la ropa sujeta al flaco cuerpo por unas piolas y en la mano un bastón, que no era más que un palo con unos alambres en la punta para pegarle a los perros. Pareció dudar por un momento cuando vio la cara de la chiquita, que al no saber disimular su sorpresa ante la respuesta de la otra abrió la boca y se quedó mirándola con sus enormes ojos verdes. ¿Cómo podía su hermana inventar tan rápido una historia semejante, si tenía recién catorce años y no había conocido novio? Pero la Nila era vivaza, y ni loca que estuviera iba a dejar traslucir que los viejos se habían ido hasta el pueblo a anotar a la Esther, y que como  esas cosas son largas lo más probable era que hasta la noche no volvieran. El hombre dio un paso hacia ellas y espantó con el bastón al Negrito, que se le acercaba demasiado a los talones.
_ ¿Me da un poco de agua?
_ Sirvasé usté; ahí está el pozo._ dijo la Nila, y se lo quedó mirando con los brazos en jarra y actitud segura hasta que el hombre tomó unos tragos, se tiró el resto en la cara y pegó la retirada despacito, como decidiendo.
Los perros no habían parado de ladrar en todo el rato, y lo siguieron de lejos hasta la portera.
Cuando el viejo volvió a la noche y se enteró se puso furioso porque las gurisas lo habían atendido. La vieja se pasó todo el día rezongando que qué tenían que hacer ahí en la ventana mirando, qué cómo no cerraron la puerta, que esos linyeras a veces roban niños o les hacen cosas peores, que cómo Albino iba a dejar a las criaturas solas de ahora en adelante, que ya no iban a poder alejarse de la casa nunca más, que esos perros no servían para nada, que Jesús, María y José Santísimos y un montón de otros desatinos producto del miedo y de la impotencia. El viejo la escuchaba en silencio, tratando de pensar por debajo de la tormenta de palabras de su mujer y mirando todo el tiempo para el lado del camino.
Otro día a la mañana temprano oyeron ladrar a los perros y sin necesidad de mirar supieron que el hombre había vuelto. El mismo bastón, las mismas ropas hechas jirones, los mismos pelos sucios y largos. La Nila y la Chola se trancaron enseguida en la cocina y la vieja se quedó temblando junto a la puerta del lado de adentro, mientras rezaba en silencio un Padrenuestro atrás de otro. Igual no hizo falta porque el viejo, que estaba sembrando en una chacra cercana, oyó el barullo y se volvió al rancho con la yegua a toda carrera y el infaltable 38 en la cintura. El rubio lo vio venir de lejos y escapó hacia los montes donde pareció esfumarse.
Por unos días su paradero fue un misterio. El Tico Moreira, siempre amigo de atacar a mi abuelo en el truco, en los bailes o donde fuera, empezó a correr la voz de que Albino estaba mal de la cabeza y veía fantasmas rubios de ojos azules porque tenía miedo de que su mujer se le fuera con otro y eso le había entreverado las ideas, pero al final la policía encontró en la parte más sucia del monte de la laguna Ferreira un camastro hecho de pajas y trapos, y dedujeron que ese había sido el paradero del intruso por quién sabe cuánto tiempo.
Nunca averiguaron quién había sido ese hombre, aunque si hubieran sabido leer en una de esas capaz que habrían visto que por ese tiempo los pueblos cercanos tenían carteles buscando a un tal Assis Moraes, brasilero, acusado de robo, violación y asesinato cerca de la frontera.
Sucedió en la década del 40, en Cerro Largo, y no hay reunión familiar donde la historia no se cuente de nuevo, en esa especie de ritual hipnótico del pasado recreado vez tras vez con las mismas palabras y los mismos detalles, cosa que si uno de los nietos algún día se encarga de escribirlo no tenga manera de errarle a los hechos ni excusas que lo disculpen si agrega algo que no va en la historia.

Y en eso estamos.

lunes, 21 de octubre de 2013

Lunes otra vez





7.15: Despierto con la garganta ardiendo: esta alternancia de invierno y primavera no me hace bien.
7:16: Descubro horrorizada que le estoy echando la culpa de mis nanas al tiempo al mejor estilo vieja. Tomo nota de no andar repitiéndolo mucho, por si mis conocidos se avivan de que este año entré de lleno a dicha categoría, o al menos al nivel sub-vieja, una especie de precalentamiento en quejas y enfermedades varias cuya promoción al siguiente peldaño del escalafón puede durar meses, años o décadas, según el caso.
9.30: Ya desayuné. Ya limpié el baño de las gatas. Ya tomé un café. Ya lavé un par de tazas. Ya me hice un Capucchino. Ya le di atún a Roldana. Voy a tener que ponerme a hacer algo, después de todo. Se me acabaron las excusas.
10:45: No, no se habían acabado, y a esta hora aún no corregí nada, porque me enganché en la relectura de un novelón del siglo XIX de 900 páginas y no hay quien me haga dejar la pantalla y tomar la lapicera.
11.30: Me tengo que ir a trabajar. Qué lástima, justo cuando iba a empezar a mirar los escritos fuera de fecha que tengo arriba de la mesa.
11.50: Llego al liceo cargando con una bolsa enorme de ropa usada, porque hoy hay un festival y venta económica a beneficio de un chico que necesita una nueva prótesis. El Benedetti está arreglado con carteles y hay un escenario y sillas dispuestas enfrente; los conductores del evento serán alumnos de sexto y en el medio se rifará una canasta de alimentos.
14:00: Llevo dos horas de corregir, charlar y comer, refugiada en un salón con algunos compañeros que tampoco quieren asistir en su totalidad al evento del festival..
14:30: Abandono los sociales y me voy al patio del frente, donde escucho con los compañeros de Matemática un par de canciones melódicas y hiphoperas. Mi garganta sigue doliendo y me voy a las tres y poco. Dejo constancia de que si justo entonces fue anunciado un grupo de salsa el hecho no pasa de ser mera coincidencia.
15.25: Mientras recorro las góndolas del supermercado descubro a un morochito que me está mirando. Es re dulce y sé que basta con que yo le haga un mínimo gesto para que se venga conmigo hasta casa, y lo hago. Siempre lo he dicho: el brownie de chocolate es lo único realmente tentador del Multiahorro.
15.35: Voy a comprar algo para mi garganta en la farmacia pegada al super, y la encuentro cerrada. “La muchacha debe estar haciendo mandados” me dice el guardia de seguridad, con la serenidad de las afirmaciones cotidianas. Camino hasta otra farmacia, que también se presenta cerrada y vacía, pero esta vez tiene un timbre en la reja que limita la entrada de clientes. Lo toco e ipso facto se materializan tres personas. “¿Te pongo una bolsita?” “No, gracias”. Y me voy con el paquete de Di Neumobrón, prolijamente metido en una bolsa de nylon.
15.50: A una cuadra de mi casa siento una frenética carrera a mis espaldas y me doy vuelta justo a tiempo para enfrentar el vendaval de mimos que me hace Isis cada vez que nos cruzamos en la cooperativa.
16:50: Hace una hora que estoy en casa, y esta crónica es la última excusa que pongo para no ponerme a corregir otra vez, en este interminable ciclo de leer, releer, corregir, pensar, desesperarme, volver a leer, etc. Habrá que poner manos a la obra. Aunque Cumbres Borrascosas me está esperando, y después de todo, quién soy yo para desairar a Miss Brontë?

lunes, 7 de octubre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 1: La visita de la prima Corina





_ ¡Albino! ¡Albino! Despertate. ¿Qué es aquel mundo de gente al lado del alambrado? ¡Vení a ver, despertate, te digo!
                Mi abuelo iba volviendo a la vigilia como todos los días, en cámara lenta, pero al oír que había gente en su campo abrió los ojos y saltó de la cama tan rápido que medio se enredó con las cobijas y terminó pateando sin querer al perro que dormía al costado. Miró por el ventanuco del rancho. Efectivamente, aunque lejanas, se veían varias figuras humanas y una cosa más grande con pinta de camión. Un tractor parecía.
                _ Mantené las gurisas adentro, Viterba.
Fue lo único que dijo mientras se ponía el pantalón que estaba tirado en la silla del día anterior, manoteaba el sombrero y sacaba el infaltable 38 de debajo de la almohada. La yegua se sorprendió al verlo aparecer tan temprano porque el viejo nunca fue hombre de madrugar, pero no dijo nada y partió al galope tendido, dejando a mi abuela a los gritos en la tranquera  y a las niñas amontonadas contra la ventana preguntándose inútilmente qué era lo que estaba pasando.
El viejo no desmontó. Llegó hasta el alambrado y miró desafiante a las seis personas que allí estaban. En realidad no era viejo en ese entonces; tendría unos cuarenta años y aún le quedaba bastante del pelo que yo solo le conocí por fotos, sin contar con que la actitud de gallito le restaba unos cuantos abriles y la costumbre de ser el potentado del poblado Las Ratas lo había dotado de cierta postura soberbia y dominante. Especialmente ahora, que comprobaba con la máxima incredulidad que la que estaba al frente de esa comitiva era nada menos que la prima Corina Sosa, hija del primer matrimonio de don Juan Brum, su abuelo.
_ ¿Qué está haciendo, prima?
_ ¿Y no lo ves? Cortando el alambrado, pa’ marcar lo que es mío. Esta parte del campo me corresponde por herencia y vos te la apropiaste, hijo’una gran siete. Ahora es mía.
La prima Corina tenía más actitud beligerante que todos los hermanos, los que tímidamente de vez en cuando habían anunciado que aunque mi abuelo pagara los impuestos, alambrara y sembrara el campo desde muchos años atrás, ese reparto casero de tierras que le adjudicaba la mayor parte de la herencia era más que dudoso. La discusión no había pasado de las palabras hasta entonces, y al parecer ahora empezaba el reclamo en otros términos por parte de esa rama olvidada de la familia.
Pero el viejo no estaba para disputas legales. Sacó el 38 y le apuntó directo a los ojos.
_ Si das un paso más te juro que te mato, y vos sabés que no le erro.
Era cierto. Mi siempre madre cuenta que el viejo tenía ojo de lince. Era capaz de bajar cualquier paloma al vuelo o de acertarle a una pequeña perdiz entre los yuyos como si tal cosa. La prima Corina miró al milico Grillo, el único de la comitiva que no era de la familia y estaba ahí como zonceando, con ganas evidentes de rajarse a la primera de cambio.
_ ¡Dale, Grillo! ¡Hacé algo! ¿O para qué te creés que te pago?
El Grillo miró a mi abuelo, pasó la vista por el 38 que seguía inmóvil apuntando a Corina y dijo algo de que la autoridad no estaba para pleitos de familia y que él solo había ido para mantener el orden. En asuntos de tierras no tenía nada que ver.
Mi abuelo se mantuvo firme mientras los demás se miraban preocupados y poco a poco empezaban a recular bajo la mirada despreciativa de la prima Corina. Al fin montaron en el tractor y ya emprendían la retirada cuando escucharon desde lo alto de la yegua una orden de alto.
_ Momentito. Ustedes no me dan un paso más si no arreglan esto y lo dejan como lo encontraron.
Y tuvieron que remendar el alambrado que en la embriaguez de la reconquista habían cortado, incluyendo al Grillo, que fue el que más sudó la gota gorda para unir los alambres y reenterrar los postes,  devenido como por arte de magia de milico a peón a sueldo por unas horas.
Una vez que se fueron mi abuelo se volvió al trotecito para las casas, donde la vieja no paró una semana de renegar por el susto que había pasado.
Meses después uno de los hijos de Corina que había participado del suceso le pidió disculpas al viejo, que no se las aceptó.
_ Mirá, m’hijo, vos sos grande. Tenés mujer y tenés hijos. Ya no podés andar diciendo que tu madre te obliga a hacer las cosas, así que lo que hacés es por cuenta tuya. Andá pensando pa’ la próxima.
Ni ley ni perdón.
Así era el Cerro Largo de mis orígenes.


sábado, 14 de septiembre de 2013

RITUAL





Timbre. Rescate de la merienda en el fondo de la cartera. Carrera hasta el bebedero. Cola, empujones, amenazas, agua. Ronda. Ay, ay, ay, cuándo vendrá mi amor; me arrodillo a los pies de mi amante, me levanto constante, constante. Transmisión al oído de alguien de un rumor oído a la entrada. Gestos de inteligencia: te lo dije. Pelea en el fondo. Carrera vertiginosa para ser el primero en saber cómo salió. Mirada compasiva a los dos que la maestra lleva a la Dirección. Caminata sin rumbo por el patio. Llanto lejano de alguien por una caída. Grito y amenaza al vivo que desata moñas de túnicas: vas a ver, le voy a decir a mi hermano. Mirada a la puerta del salón. Comienzo de aburrimiento. Timbre. 

jueves, 12 de septiembre de 2013

1978





Yo le pedí, le rogué, la miré con los ojos más grandes que pude pero no me hizo caso.
_ Señorita, no quiero sentarme más con Jorge. Me muerde la goma, tira puntas de lápiz en mis cuadernos, me hace “arre caballito” en las trenzas. ¿Por qué no me pone con Loreley? ¡Por favor, señorita!
Pero Jorge siguió ocupando el banco de al lado hasta el 6 de diciembre: molesto, pesado, insoportable.
Lo vi años después: él estaba con un muchacho rompiendo a patadas el muro del costado de la Iglesia, y le dije de todo. Nos amigamos cuando ya se había hecho albañil y empezó a comprarme ropa deportiva en la feria para su hijo, pero al crecer el niño dejé de verlo. Hace poco encontré a la maestra de cuarto y supe por ella que Jorge, entre otros, había tenido a su padre preso por aquellos años.
Pobre Jorge.
Tener que compartir el banco hasta el 6 de diciembre con una nena molesta, pesada, insoportable, incapaz de ver más allá de una goma, un cuaderno y un par de trenzas.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

ESTE NO ES





Abro los ojos; me había quedado dormida y el mar llega casi a mis pies. El sol de setiembre se siente tibio y amigable en Valizas. Hay un fósil al alcance de mi mano, traído por una ola. A mi alrededor la playa entera está salpicada de piedras, huesos y caracoles.

Abro los ojos; había apagado el celular y ya es casi la hora de irme. Roldana me recuerda que tiene hambre desde afuera del dormitorio. Voy a la cocina y me pongo a corregir escritos.

Abro los ojos.

Este no es mi lugar en el mundo.

domingo, 25 de agosto de 2013

24 de agosto





1983. Carta:
Prima: no me van a dejar salir esta noche. No es justo porque yo tenía pila de ganas de ir a la Fiesta de la Nostalgia en Zum Zum y tenía la pollera con voladitos que me hizo mi vieja y los zapatos de charol negro y rojo recién arreglados pero viste cómo son. Se les metió eso de que no salga más que una vez cada quince días y como el sábado pasado fui contigo al Automóvil ahora dicen que hoy no porque tengo que estudiar. Divertite vos por mí. Va a estar buenísimo, ojalá que no te pidan la cédula. Mañana de tarde voy por tu casa y me contás todo.


1988. Querido diario:
Hace tiempo que no ando por acá, debe ser que estoy madurando, o más bien que no tengo tiempo. Paso estudiando. El IPA es un embole, no sé quién me convenció de meterme en esto que no me da ni un minuto libre. Para peor hoy justo que no tengo nada urgente para hacer o entregar me encantaría ir con aquellas a la noche de la nostalgia ahora que hay bailes por todos lados, pero mi novio es re celoso y no le gusta llevarme a los boliches. Yo qué sé, tendrá miedo. Igual a mí eso de la canilla libre no me convence: mucho borracho suelto, mucho pesado en la vuelta, mucha gente por todos lados. Mejor nos quedamos en casa viendo "El auto fantástico", que a él le gusta y mis viejos, si no ponemos la tele muy alta, no se quejan.


1993. Con una amiga en el Lobizón de Pocitos, 2.30 a.m.:
_ Al final esto cada año es lo mismo: un embole. Todo el mundo sale en pareja y los boliches que no pasan música vieja quedan vacíos. Mirá alrededor: nadie. Bah, nadie que valga la pena, obvio. ¿Vamos pegando la vuelta? Dale, pedí la cuenta vos que el mozo ese que está bueno te está cargando hace rato. Uy, mirá quién entró: el pesado aquel de la Escuela que me tiene harta. Dale, pagá y vamos, ¿querés? Te espero en la puerta.


1998. Teléfono:
Hola. ¿Cómo andan? Acá, como siempre. No, ¿estás loco? ¿Con lo que cuesta, encima ir a bancarnos un montón de vejetes como nosotros que se hacen los nenes y salen a dar lástima entre los péndex de veinte? Ni ahí. No, más bien íbamos a encarar una tranqui, acá en casa. ¿No quieren venir, pedimos unas pizzas y hacemos un partidito de TEG? Por eso, porque tu mujer siempre nos gana a todos y ya es tiempo de acabar con su imperialismo triunfante, ¡jaja! Bueno. caigan cuando quieran, que nosotros estamos acá. Beso.


2003. Mail:
¡Fiesta de la Nostalgia en casa!
 Lluvia. Para unos pocos elegidos. No vale venir solo/a. Te esperamos con ropa y música adecuada a la ocasión. Vos ves. 
¡No faltes!


2008. Mensaje de texto:
Gracias por la invit, xo mucho xa corregir y muero de sueño. Bzzz...


2013. Chat:

Che, ¿te vas hoy de jodita con tu marido? Yo sigo engripada. ¿No te animás a pasar antes del baile por una farmacia y tirarte por casa? Necesito Flodigrip, Rondec y Bucoglobín para hacer gárgaras. Te pago acá cuando vengas. Ah, y tráeme una lata de atún para las gatas, ¿ta?  Tocá el timbre fuerte que ando con los oídos tapados y si suena bajito no lo escucho. Gracias, te espero. 

sábado, 3 de agosto de 2013

BREVE HISTORIA




PARTE 1

Primero fue el silencio.
Yo le había dado mi teléfono a la salida de una obra de teatro espantosa en la que el azar hizo que coincidiéramos, un espectáculo hecho por un grupo de teatro independiente del interior que transcurría en una especie de barca y que nos había llevado a Diana y a mí a lamentar seriamente el hecho de haber arrastrado hasta la Sala Verdi a Yolanda, la madre de mi amiga con sus ochenta abriles, su andador de lentos pasos y su paciencia a prueba de balas.
Hacía veinte años que no nos veíamos, y él estaba igual, igual que siempre. Nos prometimos un encuentro algún día, encuentro que no se dio ni en esa semana ni en el resto del año.
Luego fue la distancia. Apenas un saludo a lo lejos en medio de una exposición de autos clásicos bajo el sol rabioso de febrero, sobre la rambla de Punta Carretas, justo en la mañana de ese domingo en que yo me había levantado tan extraña que no me sentía dentro de mi cuerpo y había tenido que recurrir al SEMM para saber que no estaba de remate y que eso ya le había pasado antes a otras personas.
Lástima que ni él ni yo estábamos solos ese día, y volvimos a perdernos.
Casi arrancaba ya la primavera cuando en una concentración por la diversidad sexual en la Plaza Libertad apareció su sonrisa y me detuve. 
Algún día por fin llegó el verano; vinieron la arena, el sol, los caminos de caracoles, los tragos a la madrugada, las horas de ocio, los libros postergados, el tiempo para todo, para charlar sin decidirse, para desear sin ansiedades.
Para algunas cosas el apuro no tiene razón de ser.

PARTE 2

_ Sí, m’hija, ya entendí lo que me planteás, pero no estoy de acuerdo, a mí me parece que no es por ahí la cosa. Yo qué sé por qué. Porque no los quiero dejar más sin clases, porque por algo me desafilié después de veintipico de años, porque… Ta, tenés razón. No, no, en serio, cuando tenés razón, tenés razón, te lo reconozco. No nos vamo’ a andar peleando por teléfono cuando hace tanto que no nos vemos, no da. Otro día hablamos de eso. ¿Tu marido, tus hijos? Pah, qué bueno. Me alegro pila, che. Y, sí, ya era hora. Un día te alcanzo el cd con las fotos del último encuentro con las chiquilinas; ¿te acordás, que saqué como veinte fotos? Esas. ¿Qué? Ah, ¿yo? Bien. Bien, sí… ¿Qué querés que te diga? Sí, obvio que seguimos. ¿Perdón? ¿Y esa risa? Esta es otra etapa, nada que ver. ¿Viste las fotos que colgué en el muro? Me ayudó con las lámparas; un divino. Me dejó sin luz en el living, es verdad, pero bueh, un detalle. Yo qué sé qué hizo; de repente fuimos a levantar la llave general, y nada. Ni luz del frente ni de la entrada. Una semana pasé así; hasta llamé a mi viejo a Cerro Largo a ver si tenía idea de qué diablos podía ser. Al final quedó todo bien. Como cuando se llevó mi computadora para la casa y la estuvo formando todo el fin de semana. Sí, formateando, eso, es lo mismo. Bueno, como te decía, se la llevó, la limpió de bichos y cuando me la fue a devolver resulta que todo era diferente, ya ni sé cómo editar las fotos, nada. ¡Casi no encuentro el procesador de textos, imagínate! ¿Eh? Ta, otro día la seguimos. Justo que te iba a contar todo lo bueno…Dale. Beso, cuídate.

PARTE 3

Esquema de guión para mi próxima película.

Escena 1. Secuencia basada en la reiteración. Primer plano de fila de butacas en un cine cualquiera de Montevideo. Mujer enrulada que por momentos suspira, se asusta o se inclina mirando con atención lo que ocurre en la pantalla. A su lado un hombre alto de pelo negro y campera de cuero oscila entre cabecear y entreabrir los ojos, hasta que su compañera le da un discreto codazo. Él finge despertarse y mira hacia adelante sin ver más que sus pestañas, que vuelven a cerrarse. La acción se deberá repetir entre ocho y nueve veces, hasta que la cámara se enfoca en el “The end” de rigor con el que termina la función, antes de mostrar las luces que se encienden y pasar a un fundido en blanco. Como variante a considerar, en vez de en un cine la acción puede ubicarse en un recital de Nicolás Arnicho en el Teatro Solís.

Escena 2. Mini road-movie, solo que en vez de ir en auto los personajes caminan. Ambos recorren solitarias y por momentos desoladas calles de la Curva de Maroñas en busca de fotos de iglesias y campanarios, de fábricas abandonadas y de viejas casas con fantasmas. Larga secuencia ubicada en el Club Ciclista Fénix, donde la mujer de los rulos manifiesta su deseo de acercarse a la vieja sede de la institución y el hombre de negro convence a un veterano del lugar para que les preste la llave del candado, atraviesen el portón principal y se pasen media hora rodeando y fotografiando la enorme casona  antigua y señorial aún pese al desgaste y al peligro de derrumbe, peligro del cual los dos protagonistas son cuidadosamente avisados por el veterano del club. Salen de allí con aire de felicidad, y continúan su recorrido, con las cámaras en el bolsillo, ya que llevarlas en la mano sería una imprudencia casi imperdonable.

Escena 3. Detalles de alcoba. Serie de situaciones cercanas al sueño ubicadas en diversos días y que finalizan siempre de igual manera, con el hombre durmiéndose exactamente un segundo después de pronunciar su última frase de la noche que suele ser algo como "creo que en un ratito me voy a dormir".

Escena 4. El toque romántico. Cámara ubicada en el interior de un ómnibus de transporte 
internacional de pasajeros. Primer plano de la mujer, sentada junto a la ventanilla y escudriñando el panorama de las calles y veredas de la entrada a Montevideo. En una esquina su rostro se ilumina al cruzarse con el de él, que ha venido en medio de la noche más fría del año solo para dejarle un beso y un saludo silencioso a su paso. La escena se funde con la caída de miles de pétalos de rosas y unos angelitos que sobrevuelan la Plaza Cuba abrigados con bufandas y guantes de lana.

Escena 5. Momentos de cotidianeidad. La cámara oscilará entre un primer plano de la cena con  pollo y papas al natural recién preparada, un libro antiguo entreabierto sobre la mesita de luz, una vista de la gata arisca de la familia dejándose mimar por el hombre, una seguidilla de momentos en que la mujer pone cara de no tener idea de quiénes son los músicos que él menciona, el sonido de un timbre por la noche,  y de la ventana que se abre por la mañana, la imagen de dos manos que se encuentran y de la sonrisa feliz de ella, en primer plano.

Y ya sobran las palabras. O tal vez no.



jueves, 11 de julio de 2013

EL PACTO







Al primer marronazo la baldosa se hizo añicos y una lasca que saltó hacia mi lado me dio en la frente. No llegó a lastimarme pero me impresionó lo suficiente como para no reprimir una exclamación que pronto encontró eco en otra voz, mucho más grave que la mía.
_ Señora, va a ser mejor que se aleje un poco. Esto puede ser peligroso, ¿sabe?
Miré al albañil con una mezcla de desprecio e incredulidad. ¿Señora? ¿Peligroso? Qué sabrás vos de peligros, pensé, y lo de señora se lo podés ir diciendo a tu abuela. En ese momento mi prima Nancy me tocó el brazo y con un gesto desarmó mi naciente belicosidad. Estamos grandes, lo sé, y la edad nos pone quisquillosas. Moví la cabeza y levanté los ojos como queriendo indicar mi resignación y ella y Marcela me sonrieron, mientras el reloj marcaba las nueve de la mañana y una tormenta de golpes iba desarmando poco a poco el piso de lo que había sido la cocina de nuestra abuela.


Estábamos todas las primas, una de las tías y un par de sobrinos nietos que correteaban por el patio como nosotras lo hiciéramos hace cincuenta años. Un azar del destino nos ponía frente a frente con la posibilidad de develar el misterio más grande de nuestra infancia. Apenas podíamos respirar.


El dueño de la casa, Gustavo, fue el que puso en marcha esta locura al llamar a Estrella hacía tres semanas y contarle que iba a demoler la vieja cocina y convertirla en un patio interior dado lo vetusto de su instalación. Era más barato edificar una nueva al fondo que refaccionar las paredes rajadas y cambiar las endebles ventanas que ni él ni mi abuelo lograron nunca impermeabilizar del todo. Escuchar eso y preguntar si nos dejaba participar de la empresa fue todo uno y así, con la velocidad de las comunicaciones propia de esta época, nos vimos de pronto envueltas en un laberinto de idas y venidas que desembocó en esta reunión matutina de ojos ansiosos y recuerdos agazapados. Solo faltaba Moisés, nuestro único primo varón, que estaba viviendo en Brasil con su familia desde hacía varias décadas.


Poco nos importaban, en verdad, paredes y ventanas. El piso era nuestro objetivo. El piso y lo que pudiera haber debajo, para ser más precisos. Las viejas historias del sótano clausurado antes de que los abuelos compraran la casa, del primer dueño obligado a casarse con una chica embarazada que desapareció misteriosamente, de mis tías matándose a golpes cada noche ante la aparición de una figura rubia y etérea que las miraba en silencio, todo eso y mucho más rondaba en el aire a nuestro alrededor. Yo me había tomado un cuarto más de esas pastillitas que desde mi jubilación uso (por prescripción médica) antes de acostarme, Lourdes confesó haberse preparado un té de tilo y Elizabeth retorcía entre sus manos un peluche de una de las nietas, juguete que, a juzgar por cómo estaba siendo tratado, corría serios riesgos de ser desmembrado en cualquier momento.
_ Esto tal vez lleve un rato, señoras. Si quieren, cuando terminemos de levantar las baldosas les avisamos.
No nos miramos siquiera. No hacía falta.
_ Nos quedamos acá, si no les molesta.
Si así fue no nos lo comunicaron, de modo que asistimos al lento proceso de romper, retirar, limpiar, hasta que bajo los escombros fue perfilándose algo así como un piso diferente, que a la postre terminó por ser el borde derecho de una vieja puerta de madera. Gritamos al unísono, haciendo saltar de la sorpresa a los dos muchachos, que nada sabían de nuestras intenciones, y corrimos a buscar al dueño de casa, quien precisamente por serlo tenía derecho a participar de cualquier descubrimiento que en su territorio pudiera tener lugar.
Gustavo vino todo lo rápido que pudo, lo que no es mucho decir. También él ha envejecido; es otro de los espejos en los que rehusamos mirarnos.
La puerta del sótano, si es que lo era, medía un poco más de sesenta por sesenta y pronto fue despejada, pero los obreros no lograron levantarla y tuvieron que hacerla pedazos, tal como hicieron con todo el costado derecho de la cocina, el que daba al corredor de la entrada cuando yo era niña.
Un agujero negro y con olor a humedad apareció ante nuestros ojos. Instintivamente nos habíamos tomado de las manos mientras nos acercábamos con actitud reverente.
_ ¿Qué hacemos? _preguntó alguien.
_ No sé_ respondimos las demás.
_ ¿Por qué no bajan? _terció uno de los obreros, el más rubión, con cierto tonito irónico en la pregunta.
_ Yo voy_ dijo Gustavo, manoteando una linterna que colgaba del rincón, ante lo cual Estrella dio casi un salto y lo tomó del brazo.
_ Gustavo, dejanos entrar primero. Llevamos una vida esperando.
Y bajamos.
Colocamos una escalerita de aluminio en el pozo y bajamos de a una por estricto orden de edades, de mayor a menor. Primero las mellizas, luego yo, las evangelistas después y por último Marcela, la más joven, que aún seguía trabajando pero se había pedido la mañana libre para asistir al descubrimiento (o no) del sótano perdido desde hacía setenta años.
La linterna de Gustavo y la luz de los celulares nos fueron mostrando los contornos de una habitación pequeña con piso de cemento. Dos paredes llenas de estantes donde se acumulaban rimeros de libros, diarios y papeles a punto de desintegrarse por el tiempo y la humedad. Un baúl en un extremo, que al abrirlo reveló prendas femeninas cubiertas de moho y un par de ropitas de bebé de un color que podría o no ser rosado. Una mesa rústica. Botellas vacías. Clavos oxidados. Pedazos de platos rotos contra un rincón. Un tenedor en el piso.
Una respiración entrecortada me sacó del estado de hipnótica contemplación en que había pasado no sé cuántos minutos. No entendí si era Marcela o Nancy la que lloraba, ni presté atención a las voces que susurraron las previsibles palabras de aliento y consuelo. Había tropezado con algo confuso y estaba maldiciendo la presbicia que me impedía enfocarme bien en lo que divisaba ahí, en el piso, a mi lado. Parecía un hueso. Me agaché a tomarlo y en ese instante mi vieja operación de rodilla me cobró boleta, perdí el equilibrio y caí encima de Lourdes, que dio un grito y trastabilló a su vez. Se nos fueron de las manos los teléfonos. Por un momento todo fue confusión y griterío, porque no hay nada más contagioso que el pánico, y el de seis mujeres de cierta edad no es precisamente el menos ruidoso.
_ ¿Están bien? ¡Señoras! ¿Están bien?_ asomó por la parte superior del pozo la cabeza con rulos del obrero más joven, que no llegaba a los treinta años.
_ Sí, sí, no te preocupes. Ya salimos.
Una a una fuimos asomando de nuevo por el agujero del piso de la otrora cocina de la vieja Barreto, nuestra abuela. Nos sacudimos el polvo y salimos al frente, donde los niños y la tía Esther, arrugadita y encorvada pero alegre como siempre, nos esperaban tomando un poco del tibio sol de setiembre.
Décadas de enigmas, hipótesis y leyendas habían sido de golpe suprimidas en apenas unos instantes de confrontación entre lo especulado y lo hallado. Como siempre, no hubo necesidad de muchas palabras entre nosotras. Los diez o quince minutos que nos llevó la caminata hasta Cuchilla Grande y 8 de Octubre bastaron para ponernos de acuerdo en unos pocos puntos fundamentales. Somos una familia pacífica y levemente egoísta: elegiríamos el silencio, más cómodo y menos riesgoso.
Han pasado cinco años de esa mañana y lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer. Ninguna quebró el pacto, hasta ahora, pero en mi fuero íntimo sé que si algún día me encuentro a un nieto o bisnieto de ese hijo de puta me va a oír. Vaya si me va a oír.

jueves, 13 de junio de 2013

Memoria afectiva






8 DE ABRIL

Otra vez los bichitos.
         Antes no me pasaba esto de tener que rascarme como una condenada, pero ahora sí, cada vez con más frecuencia. Ayer incluso lo hice tan seguido y con tanta fuerza que me saqué un poco de sangre y tuve que pasar la tarde mordisqueando el aire para espantar a una mosca demasiado atrevida que me revoloteaba alrededor, hasta que me la comí. Fue casi lo único del día, sin contar el pedazo de pan que encontré tirado de mañana y el hueso pelado que dejó abandonado el de enfrente. Voy a ver si mañana las cosas mejoran y encuentro algo más, porque entre los ruidos de mi panza y las costillas que se me marcan ya ni me reconozco, y eso que yo solía ser la más linda del barrio cuando cachorrita, o al menos eso me decían.
         No sé a quién más hacerle fiestas a ver si me invita con alguna cosa; paso moviendo la cola y mirándolos a todos a los ojos, pero cuesta no desanimarse cuando las horas pasan y las personas también.
Ya aparecerá algo.
Ojalá.
        

2 DE MAYO

Hace dos semanas que estoy en una nueva casa.
Bueno, estar, lo que se dice estar, no estoy mucho, pero al menos me dejan dormir en el patio por la noche, en unos cartones que arrimaron debajo del parrillero. Están un poco húmedos. Algo es algo.
Los más chicos de la manada son un castigo, aunque la voy llevando. Ayer me persiguieron por todo el patio soplándome una corneta en las orejas para ver cómo corría, hasta que uno de los grandes les pegó cuatro gritos y tuvieron que entrar a la casa. Por fin tuve un poco de paz. En realidad creo que hubiera preferido entrar, con los demonios esos y todo; el tiempo está empeorando y pasé la noche en un solo temblor. Capaz que es también por el hambre, porque como me dan solo lo que les sobra a veces me duermo sintiendo cómo me gritan las tripas, pero ellos no se enteran porque su cuarto está lejos y mis lamentos no les llegan.
Hace tres días que me acostumbré a escaparme al mediodía, cuando el humano saca la moto del patio, caminar un rato y pararme en la puerta de un supermercado donde todo el tiempo entran y salen personas, algunos cargados con paquetes que prometen toda clase de comidas. Yo los miro, los miro, les pongo mi mejor cara, pero hasta ahora no he logrado mucho. Hubo uno alto, ese sí, que me llamó, me hizo unos mimos y hasta me dio algo de carne en la esquina, pero cuando lo vi entrar a su casa y cerrar la puerta comprendí que su interés se había terminado y me volví al patio y el hueco debajo del parrillero.
Y acá sigo.


15 DE MAYO

Hoy me encontré de nuevo al grandote de la otra vez, y volvió a darme comida. Me sacó también fotos, como cuatro fotos. Debo haber salido muy demacrada; a esta altura no hay manera de evitar que se me marquen las costillas, porque los del patio y los niños malvados se ocupan cada vez menos de mí. A veces pienso que se olvidaron de mi existencia.
Por supuesto que lo seguí hasta la casa, que no es muy lejos del supermercado, y esta vez esperé un rato ante su puerta una vez que la hubo cerrado. Hice bien, porque al rato me trajo un recipiente con agua (limpia, para variar) y me habló muy cariñosamente. A mí me gusta el grandote, pero me pareció que por alguna razón no me va a adoptar, al menos por ahora.
Por eso, cuando cerró la puerta la segunda vez, me fui.
No estoy muy fuerte que digamos para las desilusiones, y además la noche se venía lluviosa y helada, pero sé que hice mal, especialmente porque la puerta del patio estaba cerrada cuando llegué y tuve que pasar toda la noche debajo de uno de los cajones de verdura, en la vereda del supermercado. Menos mal que los dueños no se dieron cuenta o me sacaban a pedrada limpia, como hicieron la semana pasada.
Cuándo dejará de llover.
Cuándo tantas cosas.


13 DE JUNIO

Hoy sí que fue un día raro. No sé si bueno o malo, pero raro sí, sin dudas.
En plena tarde, mientras hacía mi clásica función en la puerta del supermercado, cuál no sería mi sorpresa al ver de nuevo al grandote, que pensé que habría desaparecido del todo. Le hice muchas fiestas y él me correspondió, e incluso me llevó hasta la puerta de la carnicería, donde consiguió carne fresca y sabrosa. Hacía días que no comía algo que no oliera mal. Quizá meses.
De la carnicería emprendimos el camino a su casa. Yo lo seguía contenta y esperanzada, pero en eso sentí que me llamaba el de la moto. El del patio. El de los niños de la corneta. 
Crucé la calle hasta él, a ver si se había arrepentido de maltratarme y dejarme sola todo el día, pero no. Solo me llamó para marcar que (según parece) era algo así como “mi dueño”.
“Listo”, pensé. “Ahora me lleva de arrastro al patio y al infierno”.
Pero no, porque en eso el grandote (con muy buenos modos, debo reconocerlo) se puso a hablar con él y a decirle que no parecía estar ocupándose de mí si me dejaba sola todo el día, si me tenía flaca a más no poder, si en cualquier momento me mataba un auto por andar vagando por las calles. El otro pareció dudar, decidir si pelear por mí o por su honor, pero no mucho, a decir verdad, porque de pronto escuché que le decía:
_ Bueno, si te la querés quedar, por mí, quedatelá.
Y se dio media vuelta y se fue, sin mirar hacia atrás ni una sola vez. A mí me pareció que hasta se iba aliviado. Yo pensé que me iba a defender un poco, pero nada, ni un segundo. 
Me fui caminando con el grandote, que me llevó hasta su casa y esta vez sí me hizo pasar. Tuve que aprender a subir una cosa larga y con vueltitas que ellos llaman escalera, pero no fue difícil. Una vez adentro lo primero que miré fue que aunque el espacio era pequeño al menos no había patio, ni humanos pequeños, ni cornetas, y me puse a saltar y mover la cola de puro contenta. Él apenas entramos se dirigió  a la otra habitación y cerró la puerta, a través de la cual al ratito se empezaron a oír roces en la madera y maullidos suaves, como de gato de casa. A mí me gustan los gatos de las casas; son muy suaves y mimosos. Los de la calle no, porque más de una vez me robaron la comida a arañazo limpio, pero los que tienen familia me caen muy bien. Sí, ya me han dicho que los perros no debemos ser amigos de los gatos, pero yo soy así, qué le voy a hacer. Me caen bien.


20 DE JUNIO

Al final no me quedé a vivir en lo del grandote; resulta que él era solo un nexo hacia otro destino, en el que estoy ahora.
Vivo con otros perros y algunos gatos. No entiendo mucho cómo es esta familia; hay varios humanos que van y vienen durante el día y uno solo que se pasa aquí todo el tiempo pero nos tratan bien, con cariño. La humana que me trajo me tuvo incluso una noche en su casa y se ocupó de bañarme y matarme los bichitos, así que estoy como quien dice empezando una nueva vida.
Ya ni me acuerdo de cómo fueron las muchas casas en las que he estado antes. Los perros tenemos memoria afectiva pero no anecdótica, por suerte.
Y disculpen, pero ya es la hora de la cena y debo acercarme al reparto, o no me tocan los mejores pedazos. Buenas noches.

domingo, 9 de junio de 2013

UNA VEZ DORMÍ OCHO HORAS...




                Entré al bar por el patio trasero, como lo hacían todos, y consideré la posibilidad de ocupar alguna de las mesas debajo del parral donde el aire de la tardecita se hacía sentir en rachas suaves, pero terminé por instalarme en la sala interior, donde ya había varios grupos de personas. Deben ser todos conocidos, pensé. La mayoría rondaba los veintipico, y había en el ambiente un cierto clima de expectativa que atribuí a la tarde de domingo, con la clásica operación de mirar y ser mirado reducida al interior de un establecimiento en virtud del frío que este año se empezaba a sentir cada vez más temprano.
                La dueña, una mujer de unos cincuenta años regordeta y simpática, apareció a los pocos minutos con un cortado y dos medialunas que yo no recordaba haber ordenado. En verdad justo estaba por decidirme por algo dulce, dudando entre la torta de chocolate y los panqueques con dulce de leche. La miré interrogativa.
                _Tú aceptaste la dos cuando te pregunté si estaba bien, ¿te acuerdas?
                Sí, me acordaba, pero yo había pensado que se refería a la mesa dos, no a una promoción. Detesto los combos y me hubiera encantado pedir cualquier otra cosa no organizada de antemano. Igual, no importaba. O un poco sí, porque las medialunas eran de esas de color amarillo rabioso y altísimas, con pan como para cuatro porciones y fiambre y queso apenas dibujados con tinta traslúcida en el medio del socotroco, pero no opuse resistencia. La masa era chiclosa y me costó muchísimo pasar cada bocado.
                En eso estaba cuando a mi alrededor se empezó a gestar un movimiento de general nerviosidad. ¡Estaba por empezar el concurso! ¿Cómo que qué concurso? EL concurso. Una competencia de saberes y opiniones, por parejas, que se desarrollaba en forma simultánea en toda la ciudad. Ese bar era una de las filiales donde se daba la competencia, lo que me llevó a comprender cómo es que había tanta gente allí, cuando Melo por lo general los domingos solo bosteza y mira la tele.
Yo había ido sola, por unos trámites familiares, y me hallaba instalada en un hotel enorme y tranquilo de las afueras, sobre una calle de doble vía que una vez había pretendido ser el nuevo centro de la ciudad y ahí seguía, medio siglo después, sin siquiera ser pavimentada, con los yuyos y los bichos creciendo alegremente sin barrera alguna ni de hombres ni de cemento. A la mañana siguiente partiría en el ómnibus de las ocho de vuelta a mi casa en Montevideo, y esa oportunidad de pasar la noche sola en el oscuro rincón de los orígenes de mi gente me parecía por lo menos romántica y hasta casi aventurera.
                La competencia se desarrollaba de manera simultánea en todas las mesas donde una pareja participaba, e incluía un ítem de opinión, una pregunta de cultura general y una fundamentación de alguna cuestión teórica, todo lo cual se planteaba en prolijas tarjetitas blancas que se entregaban a uno de los dos jueces al terminar.
Cuando habían pasado unos minutos me retiré para hacer uso del baño, en el patio trasero. A la salida demoré varios minutos jugando con un gatito bebé hasta que la dueña, celosa a más no poder desde la casa de al lado, lo hizo entrar y me privó de la diversión. En ese momento me di cuenta de que el patio ya estaba baldeado y las sillas y mesas del mismo apiladas prolijamente sobre un costado, es decir, que toda la actividad se concentraba ahora en el interior del establecimiento.
Y allá fui.
Se estaban dando los puntajes. A la primera pareja, dos muchachos, los avergonzaron horriblemente al decirles que no habían pasado del mínimo porque la opinión que plantearon en el primer ítem era tan pobre como previsible. Eran muy exigentes y despiadados estos jueces melenses. Los participantes lo aceptaron contritos aunque se defendieron mínimamente aduciendo que a uno de los dos se le había roto la moto, por lo que llegaron con el tiempo justo y en un estado de ánimo nada apropiado para la argumentación persuasiva, pero nadie les llevó el apunte y se continuó con la entrega de resultados.
Terminé mi medialuna, pagué y ya me estaba retirando cuando me llaman los muchachos de una mesa cercana para preguntarme quién soy y qué estoy haciendo ahí, sola. Aprovecho para preguntarles quién ganó la competencia y por sus caras de extrema sorpresa deduzco que es algo de todo punto inadmisible que alguien hubiese permanecido en el bar sin prestar atención a cómo se iba definiendo la cosa. Habían ganado ellos, al menos en esa primera etapa. Los felicité y me quedé un ratito conversando, pero no mucho. Uno de los triunfadores trató de cimentar su triunfo intelectual conquistando a la nueva u obteniendo al menos mi teléfono pero no lo logró, porque a esa altura lo único que yo quería era volver al hotel antes de que cayera la noche.
Se me ocurrió que lo mejor sería no subir hasta la ruta sino tomar por la calle trasera, caminar unas ocho o diez cuadras y allí sí, subir un par más por la doble vía del hotel, y emprendí el camino. Bueno, camino, lo que se dice camino en verdad no fue, ya que a los pocos pasos me di cuenta de que volar sería infinitamente más práctico, y me elevé medio metro, con lo cual evitaba pasar demasiado cerca del pajonal de la esquina. Cientos de pájaros blancos, parecidos a lechuzas y en su mayoría pichones, ya estaban dispuestos a conciliar el sueño al borde del pajonal y me miraron pasar volando bajito sin inmutarse en lo más mínimo. Siempre que vuelo me pasa lo mismo: los animales lo aceptan mucho mejor que las personas, porque es algo natural y ellos lo saben.
Hacía años que no volaba; casi había olvidado que podía hacerlo. Y ni necesitaba aletear: aunque traté de colaborar con la operación moviendo brazos y piernas (porque me parecía que al menos debería tratar de imitar a las aves) nada cambiaba con ello mi forma de desplazarme, que consistía en un vuelo rasante con no más de una o dos cuadras de autonomía cada vez. Me pregunté por qué había dejado de hacerlo hacía tanto tiempo si era tan maravillosamente placentero y liberador, pero no supe responderme. Es verdad que muchas veces me había soñado volando, pero no era lo mismo que ahora, que sí lo estaba haciendo de verdad.
En la esquina del hotel pensé que la doble vía estaba aún más inundada de agua y de yuyos de lo que había previsto; tendría que volar todo el trayecto hasta mi punto de destino o me embarraría de pies a cabeza.
Ciudad rara, esta Melo. Semejante hotel de lujo, en una calle con pretensiones de gran avenida, y el turista lo único que ve al llegar son charcos barrosos y matorrales espesos. Tendrían que ponerse a arreglar las calles y dejarse de concursitos.
Levanté vuelo por última vez y me dirigí al hotel, que ya era tarde y a la mañana siguiente tendría que madrugar.