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martes, 19 de noviembre de 2013

Viento helado






Lo primero que pensó Cecilia después de indagar cómo se presentaba el aspecto del mundo exterior por una rendija abierta de la cortina de su cuarto fue que no le gustaba el viento. No tenía demasiados problemas con el frío, la lluvia y hasta la nieve, que en cierto modo podría llegar a tolerar, pero los días de viento la invitaban siempre a rebelarse, a decir no, a meterse bajo las cobijas y no asomar la nariz hasta que todo hubiera terminado y la paz y el silencio reinaran nuevamente sobre el universo y afines.
No le gustaba el viento pero de todos modos esa mañana después del desayuno se puso sus mejores championes, un equipo deportivo, pescó los auriculares del celular de arriba de la mesita de luz y se fue a caminar por la rambla. Hacía dos horas que recorría una y otra vez el trayecto entre Malvín y Punta Gorda cuando algo la hizo detenerse de repente y quedarse un segundo inmóvil, como pensando.
“¿Qué estoy haciendo? A mí no me gusta caminar, y menos con este viento helado. Parezco Diana.”
Y lentamente emprendió el retorno a su hogar, extrañada.
Mientras volvía no pudo dejar de pensar que quién sabe cómo estarían los chiquilines en la escuela y el liceo con este día tan inhóspito, y que ojalá que a su ex marido no se le diera por utilizar la excusa del mal tiempo y las posibilidades de vendaval para cancelar el fin de semana con ellos, que tanta ilusión tenían, y que además con o sin viento iba a tener que encarar la ida a la terminal de Tres Cruces a sacar el boleto para ir a dar clases al interior, como todas las semanas, y que… 
Y que ella no era ni Valeria ni Nélida, por dios, ¿qué diablos le pasaba ese día?
Retomó la caminata hasta su casa; le quedaban ya unas pocas cuadras, pero el sonido del viento en sus oídos se hacía cada vez más apremiante, y apretó el paso, aunque no pudo evitar detenerse ante la vidriera de una mercería a contemplar las hermosas madejas de lana recién recibida de Colonia, con los nuevos colores del otoño. 
“¡Pero si yo no tejo! Gabriela se debe estar acordando de mí”. Y siguió caminando. 
“Capaz que a los trillizos les vendrían bien unas bufandas tejidas por mamá para días como el de hoy” llegó a cruzar por su cabeza mientras la sacudía violentamente, intentando desalojar de allí a Claudia y todas sus cuarentonas amigas de Montevideo. 
El pelo se le metía por los ojos y los rulos no la dejaban ver el camino; trató de desenredar uno de los auriculares y los dedos se le quedaron metidos en un mechón, atrapados. Siempre que soplaba fuerte le pasaba lo mismo; iba a tener que hacerse la planchita de modo definitivo un día de estos. “Mariela tiene rulos, vos no, vos tenés pelo lacio y dócil, que no te complica los días de viento” murmuró, mientras espiaba de reojo a una ardilla que trepaba al árbol más cercano, a unos cinco metros.
Miró a su alrededor como si estuviera despertando de un estado de adormecimiento. Los parques de su ciudad son hermosos en todas las estaciones, pensó. Y el aire es tan limpio que una siente que la sangre canta cuando se camina con ganas por un rato, incluso los días de viento. Es tan maravilloso ser joven y sentirse viva. Estar donde se quiere estar. Decidir.
Llegó hasta su hogar en Eden Pairie y se tiró en la cama por unos minutos. Afuera el viento seguía soplando pero ya no le importaba. Ya no podía helarle el alma ni quitarle las ganas de poner un disco, comer algo dulce, leer un libro y continuar siendo Cecilia por el resto del día.

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