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domingo, 12 de enero de 2020

Enero 2020


Salía de mi cooperativa preguntándome si la minifalda roja no sería demasiado corta para mi barrio, cuando escuché un saludo que fue un casi grito:
_ ¡Buenas tardes!
La voz venía de mi izquierda, fuerte e imperiosa. Lo miré. Un hombre flaco caminaba hacia mí.
_ Disculpá, ¿cómo es tu nombre?
_ Mariela.
(Mierda, pensé. ¿Por qué le digo mi nombre al primer desconocido que se me cruza por la calle?)
_ ¿Y dónde vivís?
(Mierda otra vez. ¿Se trata de una nueva modalidad de levante incentivada por la minifalda roja?)
Antes de que pudiera reaccionar el hombre continuó:
_ Vos fuiste la que me devolvió el monedero, y te quiero agradecer mandándote unas masitas...
(¿Masitas? ¡No, calorías no, no, no!)
_ No fue nada, todo bien. ¿Ese monedero era tuyo?- pregunté, recordando uno floreadito que encontré hace un tiempo cerca de mi casa y le di a una vecina que dijo saber de quién era.- Parecía de una viejita.
_ Era mío, sí. Bah, no era monedero, más bien portadocumentos; tenía la cédula, lo del auto, todo.
_ Entonces no fui yo la que te lo devolvió. Yo lo que encontré fue un monedero pequeño, con unos pesitos.
_ ¿No fuiste vos?
_ No. Vas a tener que seguir buscando.
_ Ah, bueno. Chau.
_ Chau. Seguí caminando hacia la parada, aliviada de no tener que buscar una excusa para no darle mi dirección a alguien que probablemente solo quisiera ser amable ante una supuesta buena acción de mi parte, aunque por momentos iba pensando que aceptar las masitas no hubiera sido una mala idea, después de todo. Unas calorías de más o de menos, a quién le puede importar.






El mar se despertó verde esta mañana, y lo primero que hizo fue meterse en el arroyo. Después limpió toda la playa: no dejó ni una placa de gliptodonte. Las olas altas, blancas, poderosas, rompen ahora sobre la arena con ritmo de viento, desparramando espuma y salitre sobre el aire fresco de la tarde. Estoy sentada en un círculo de arena blanca, y alguien toca una guitarra a mis espaldas. Es una melodía simple, que solo sabe recomenzar. Una vez, y otra, y otra. A veces la guitarra se silencia y aparece una flauta. No veo quién está tocando, quizás no haya nadie y sea solo una melodía de otro tiempo liberada de pronto en este enero. Juegan niños entre las olas. Ladra un perrito a lo lejos. Alguien me ofrece panes caseros recién horneados, le digo que no y se va sonriendo con aire de paz. Las nubes dibujan líneas de belleza sobre el azul del cielo, y todo, todo, todo está recomenzando para siempre. El mar, el viento, la guitarra, los panes y los niños son los mismos de ayer o de hace veinte años. Lo mismo yo, y vos, y todas las siluetas de la playa. Simultaneidades disfrazadas de sucesión, almanaques inútiles, relojes vacíos. Estamos acá. Estamos acá ahora, ayer, un día de estos. Somos parte de este juego, eterno recomienzo en camino a no sé dónde. Y acá estamos frente al mar, oyendo una guitarra, a merced del viento. Justo justo justo donde debemos estar.





Los colores de árboles y flores van de a poco desapareciendo, al tiempo que brotan en el cielo las estrellas más brillantes. A un par de metros de mi hamaca de jardín hay dos señoras que hace horas juegan a algo que implica el control de fichas de plástico y números cambiantes.
_ Vos tenés... Cuatro... A ver: cero...tres màs uno... me llevo seis... Listo. Vos tenés 4930 puntos. Hacés dos canastas y ganás.
_ Bueno, pero estamos jugando las dos, todavía no se sabe...
A mis espaldas suenan los pasos de uno de los tres gatos del rancho, en este caso una joven cazadora de pelaje azabache y ojos verdes. No tengo muy claro cuáles son sus potenciales presas, y creo que prefiero no saberlo.
Mis compañeras de patio interrumpen la partida ante el “trinn” de un celular.
_¡Llegó mensaje de Laurita!- grita una, emocionada.
_ Debe querer pedirte algo.- murmura la otra, moviendo las fichas. Y ambas siguen con el juego.
Las señoras escuchan un mix aleatorio en el que predomina el rock nacional. También suenan a nuestro alrededor muchos grillos y alguna que otra rana. Los autos son pocos y pasan lejos, a un par de cuadras.
Dentro del rancho se organizan los turnos de la ducha. Yo ya me bañé hace unas horas, pero no tengo la piel limpia, fresca y olorosa a jaboncito: más bien estoy recubierta de Eau de Off, la fragancia del verano. Frente a mis ojos los mosquitos bailan una versión diminuta de la danza de los vampiros.Varios de ellos, los más osados, tratan de picarme por encima del pareo que oficia de cubrepiernas. Alguno que otro lo logra, y se lleva un poquito de mi sangre con sabor a Off.
Cae la noche del sábado sobre Valizas. Las veteranas dejan de jugar y se van al centro, que queda a dos minutos. El gato amarillo duerme sobre dos almohadones. Se escucha el mar a lo lejos. Mis amigos están adentro, sumergidos en libros y celulares. Cae la noche del sábado sobre Valizas, y tengo tantas ganas de salir como de quedarme. Todo estará bien, de todos modos. Cae la noche del sábado sobre Valizas, y habrá que ir por ella.





Me acabo de cruzar con un individuo en bicicleta a una cuadra de mi casa, que apenas vio pelo largo, minifalda y musculosa emitió un silbidito admirativo y me tocó bocina.
7 años, tendría la criatura.
No tenía amigos ni otros adultos cerca, no se estaba haciendo ver con nadie ni era un gurí conocido. Solo un pichoncito patriarcal generación 20 20.
7 años, o menos. En fin.




Las dos señoras veteranas están sentadas a la mesa de al lado del Café Porto Vanila, en Tres Cruces. Mientras tomo un capuchino con hojaldrado de verduras ellas, a medio metro de mis oídos, van terminando su sandwich caliente con café (una) y juguito de naranja (la otra).
Son, respectivamente, pelirroja de rulos y castaña de cabello corto. Una gordita, otra muy delgada, ambas vestidas de negro, dicharacheras, contentas de encontrarse. A nuestro lado pasan y pasan personas apuradas, algunas con valijas, otras de mochila o cartera. Nadie repara en nosotras, o tal vez es que ellas están enfrascadas en su charla y yo en mi celular. El resto de las personas no son seres humanos ante nuestra percepción: son siluetas, pasos, movimiento, poco más. Nadie conversa. Solo se escucha a Cerati por los altavoces del shopping y (de vez en cuando) los sistemas de comunicación de los guardias de seguridad, que son siluetas iguales a las otras pero vestidas de negro.
_ ¡Muy rico todo!.- escucho que las sexagenarias le dicen a la moza, una chica caribeña que habla en voz muy bajita.- No como en otros lados. Acá sí que da gusto.
La muchacha les agradece y vuelve a la caja. Las dulces señoras comienzan a hablar de los billetes nuevos de $50, que una de ellas guarda para dárselos a no sé quién de la familia.
_ Yo tenía dos hace un rato, pero ahora no los tengo... - murmura la pelirroja revisando su billetera
_ ¿Se los habrás dado a esa mugrienta?- pregunta su amiga.
Por el tono de voz supuse que “la mugrienta” sería una empleada de algún otro local, pero no puedo asegurarlo. Ambas continuaron evaluando posibilidades.
_ ¿Y no los habrás dejado en el casino?
_ No... pero capaz que los usé en el Red Pagos. Sí, eso debe ser.- concluyó la pelirroja, dando por terminada la inquietud.
Ambas señoras se pararon y salieron, no sin antes cumplimentar nuevamente al café a través de la figura de la moza.Dos amables jubiladas. Quién diría que acaban de decirle mugrienta a otra y que vienen de jugarse los pesos en el casino. Tan dulces, ellas, tan abuelas.
Las sigo con la mirada mientras se alejan, para volver a concentrarme en el teléfono. Ni escribir ni leer me resultan tareas automáticas, porque acabo de dejar los lentes en una óptica para que me aumenten la graduación. Tuve que pagarlos en su totalidad: la receta que tenía 60 días de expedida ya estaba vencida para el BPS. En fin. Me preparo para iniciar el camino a la peluquería, pensando por cuánto tiempo seguiré con este ritual bimensual de taparme las canas que tan poco me gusta encarar, hasta que al final me alejo del café y me fusiono con las siluetas silenciosas y caminantes del shopping.
Me pregunto cuánto tiempo me queda antes de empezar a jugar a las maquinitas y a decir barbaridades con “la impunidad del viejo”. ¿Décadas? ¿Años? ¿Semanas? No sé. Solo sé que si se cruzan conmigo en estos días y no los saludo es bastante probable que no los haya visto. Sepan disculpar.





¿Dónde están los cascarudos negros? Hace como cuatro años que no encuentro ninguno patas arriba para dar vuelta en la vereda.
Ni bichitos de luz.
Ni mariposas amarillas, anaranjadas y de Peñarol.
Ni guitarreros.
Ni San Antonios.
De todo eso había en mi barrio hasta hace poco, muy poco tiempo. Ahora solo veo mosquitos, hormigas y cucarachas.
Qué pobreza.




Yo no sé si mis genes van a tirar para el lado materno o paterno, pero lo que tengo claro es que de mis cuatro líneas familiares de origen los Barreto son los más longevos. Mi vieja (que anda bien) acaba de contarme (un poco sorprendida) que hoy murió la tía Aldina, que tenía 103 años, y ahora solo queda vivo el tío Adeal, de 98.
Gente longeva pero con nombretes: todos (menos la última) empezaban con la misma letra. Adeal, Antenor, Albino, Albina, Aldina, Adelina, Alaides y Santa, hijos de Presolpina y Orosmán, en Cerro Largo, donde todo puede suceder (y sucede).





Hoy de mañana el cartero del Lago paró frente a casa y preguntó si conocíamos a un señor Fulano. Le dijimos que no, pero se ve que él andaba con ganas de socializar, porque se quedó un rato charlando con mi viejo y conmigo.
_ Lo que pasa es que la gente pone cualquier cosa como dirección, cualquier cosa. Los otros días llega una carta dirigida a una persona en la calle tal, “frente a la motoneta amarilla”. ¿Pueden creer? Le pusimos “dirección desconocida” y la devolvimos al remitente; después me dijeron que en esa calle hay una casa con una motoneta amarilla que asoma de adorno, en el jardín, pero ¿yo que iba a saber? O ponen “calle tal, casa con tres pinos”. Si me cortan un pino ya no la ubico. Bueno, sigo repartiendo, nos vemos, que tengan un buen día...
Y se fue pedaleando en su bici, mientras yo miraba el número 1245 que mi viejo le puso a nuestra casa, justo enfrente a otra que dice que tiene el 2942.
Cosas que pasan (dijo Larralde).

Igual la casa de mis viejos es muy fácil de ubicar: es la que tiene en el frente la silla de plástico con almohadón y con gato. No se pueden perder.




O estoy mandando señales que no se ajustan a mis intereses o el algoritmo de fb no es tan perfecto como yo creía. Hace pila que dejaron de sugerirme “fb parejas”, que es hetero, y que están probando por este lado. Todo bien, fb, todo bien. Mientras no me envíes invitación a Cabildo Abierto, vos promocioná tranquilo, que yo después veo lo que hago. 




Ella iba a llegar a la tardecita. Él puso en el frente el felpudo con el cartel de bienvenida, me preguntó veinte veces si estaría cómoda en la cama chica o en la grande y destendió la colcha que yo había puesto, porque no estaba seguro de cuál lado era el derecho.

Ella esperó tres horas que la ambulancia la trajera, y cuando vino estaba cansada y mareada por el viaje. Hubo que controlar a los cuatro gatos, que al principio se negaron a saludarla pero después querían meterse abajo de su tul mosquitero a decirle que estaban contentos con su regreso.

Ella nos contó esta mañana al Cele y a mí, sentados todos en la cama y los sillones de lo que hasta hoy fue mi cuarto, que una noche se sentía muy angustiada y triste, que le costó mucho rato conciliar el sueño, y que cuando lo hizo se encontró soñando con la tía Marina. La tía estaba en la plenitud de su vida, con un vestidito de flores amarillas, y andaba a su alrededor arreglándole el cuarto.
_ Yo nunca había soñado con ella desde que murió hace unos meses, pero ahí la vi tan bien qué le pregunté: “tía, ¿qué anda haciendo por acá”, y ella no dijo nada, solo me miró, sonrió y me siguió acompañando.
_ ¡Me hiciste lagrimear!- dijo el Cele, yendo a lavarse la cara.
_ ¡Pero Cele! No hay que llorar, es algo bueno: la tía Marina vino a acompañarme.
_ Dejalo.- acoto desde la emoción y los ojos húmedos- Ya sabés que nosotros somos sensibles.
_ Ah, no, yo no lloro, porque fue algo bueno. A la mañana siguiente le conté a Idemar, y él me dijo que cree en esas cosas. Cuando hacía poquito que había muerto la madre de él, la tía Albina, dice que una noche...

Las historias siguieron por un rato más, hasta que hubo que atender a alguno de los gatos, que apareció en el cuarto reclamando su dosis matutina de carne picada.

La calma se ha instalado sobre esta casa como una enorme burbuja de cotidianidad sin apuros. El Cele ha dejado de querer ir a tirar la basura cada cinco minutos, apenas si ha repetido alguna pregunta en las últimas horas y hasta camina más derechito, como si tuviera cinco años menos. Yo pude ir a la playa, tomé sol, hice un mandala. No está todo bien, pero al menos el mundo se ha ordenado un poco, por un tiempo. Ya va siendo hora de volver a mi casa.




Las siestas de mi infancia eran eternas y obligadas. Yo las odiaba. Un tiempo de preceptivo silencio e inmovilidad casi forzosa, en el que tiraba una frazada al piso y leía revistas “de chistes”, por lo general basadas en las aventuras del Pato Donald y su familia y amigos disfuncionales.
Los mayores amaban las siestas. Todos, todos ellos. “Ya te van a gustar a vos también, cuando trabajes”, me decían padres, tíos y abuelos. Pero no. No soy siestera, aún cuando las vacaciones me dan la posibilidad de disponer a mi antojo de tiempos y actividades.
Esta semana, sin embargo, he empezado a amar este tiempo post almuerzo, cuando mi viejo se va a dormir y puedo (¡al fin!) disponer de un par de horas para leer, escribir, pensar o simplemente distenderme sabiendo que él no está armando ningún zafarrancho dentro de la casa. Soy una especie de madre con un hijo octogenario, y ustedes saben que el instinto maternal no es uno de mis fuertes. La paciencia sí, la amabilidad y la capacidad de poner cara de poker ante disparates y reiteraciones increíbles sí, las tengo intactas, pero cuando el Cele se despierta siempre suena en mi cabeza una alarma con voz de milico que dice “¡se acabó el recreo!”. Ahí cambio de mundo, sonrío, entro en modo cuidadora y me dispongo a iniciar la segunda mitad de la jornada.




Yo: _ ¡Mirá ahí, en la calle!
El Cele: _ ¿Qué hay?
Yo: Un sapito. ¿Lo ves? Va correteando.
El Cele: _ ¡Ah, sí, lo veo!
Yo: Uy, viene una moto... ¡aaay, lo pisó!
El Cele: _ Pobre bichito... No da ni para ir a ver, porque debe haber muerto.
Yo: _ ¡Mirá, mirá! ¡Está caminando!
El Cele: _ Pah... Pero ojo que no lo vean esos perros...
Yo: _ Va lento, pero avanza... Uy, ahí viene el vecino gordo de la vuelta... Lo va a pisar... Ah, no, no lo pisó, sigue caminando. Ya casi llega al pastito del brasilero... ¡Llegó! ¡Se salvó!
_ Sí... Y ahora ahí, en ese pastizal que tiene el brasilero, ese sapo puede vivir mil años.

Pequeñas escenas de la vida lagunera.





Mediodía con mormazo y truenos en la laguna. Un viento caliente levanta nubecitas anaranjadas, que salen de gira y de giros por las calles del pueblo. Es la hora de la siesta, y fuera de unas gaviotas y del chico de los helados nada se mueve en este mundo. Ni siquiera yo.
Los cuatro gatos duermen literalmente panza arriba. Hoy tuvimos una lucha el Cele y yo para darle la pastilla anticonceptiva a Guaytica (mi vieja no se anima a operarla, es muy frágil, y después de la mordida de la crucera no se repuso nunca del todo), lucha que por supuesto ganó la gata, que se rehusó al pretendidamente inocente dulce de leche y nos miró como diciendo: “¿en serio creen que van a engañarme?”. Era la única pastilla que teníamos, y no hubo forma de que la comiera, pero al final fue mejor, porque por teléfono Inés nos dijo que nos habíamos equivocado de blister y le estábamos dando un desparasitante.
De tal palo... Ufff...
Ahora estoy esperando a que la susodicha tenga hambre de nuevo, cosa difícil, porque mi viejo todo el tiempo se olvida del plan y le pasa dando carne. Ya me veo publicando fotos de gatitos para regalar.

Hoy de mañana el Cele y yo salimos a caminar rumbo a la playa a eso de las siete y media, porque a él no le gusta el sol fuerte. Lo vi dubitativo apenas nos alejamos de la casa y le pregunté qué le faltaba.
_ Un palito... Siempre llevo algo por si nos sale al cruce un perro malo.
_ Ah. ¿Y este no te sirve?- dije, señalando una ramita de eucalipto de medio metro de largo que estaba sobre la vereda.
_ No, ese no. - dijo el Cele- Con ese no hago nada. Más bien los perros se van a reír: “mirá ese, con lo que pretende asustarnos, jaja!”
Los dos nos reímos y fuimos hilando chistes sobre lo que dirían los perros de nosotros, y por unos minutos tuve de nuevo al Cele que conozco. Después me preguntó por enésima vez si tendríamos que comprar leche y volvió a ser este padre tierno, dulce y completamente infantil con el que estoy aprendiendo a convivir por estos días.

Mientras escribo han empezado a caer unas gotas en la laguna. La tarde se puso gris, y no parece que vaya a salir el sol, por ahora.




Mi vieja tiene unas rutinas bastante estrictas con respecto a los gatos, pero el Cele y yo somos más desbolados. Ella los deja a todos encerrados, se levanta de madrugada a abrirle a uno, más tarde deja salir a otro, en un mecanismo de relojería que nadie más entiende. Nosotros, en cambio, lea dejamos la ventana abierta y que ellos vean qué horarios de entrada y salida son sus preferidos.
Hace un rato, con la casa ya a oscuras, hubo una agitación en el living. Sonó un maullido raro. La gata Clarita (que duerme conmigo) saltó de la cama, y Guaytica (la del Cele) apareció de lomo encrespado, acorralando a un gato contra un rincón. Me extrañó tanto lío por el Gatón o la otra, la barcina, hasta que la criatura acorralada quiso salir por la parte cerrada de la ventana, y la vi: era una gata gris y blanca, preciosa y desconocida, pobre. Debe haber captado que acá siempre queda comida en los platitos, y vino como a querer picar alguna cosita. La ayudé a salir, después de lo cual estuve un buen rato convenciendo a Guaytica de no salir a perseguirla por los campos de la patria o por las casas de los vecinos, que es más o menos la misma cosa pero en escala reducida.
Y esa fue la pequeña historia felina de la noche. Les mandaría una foto de mi compañera de sueño (que insiste en relegarme a un bordecito infame de la cama de una plaza), pero si le pongo flash la pobre va a salir de nuevo con los ojos rojos, cosa que no la favorece.




Hace días que escucho una especie de vuvuzela a lo lejos, en el pueblo. Ahora acaba de pasar por mi casa el origen del sonido: un chico joven que viene tirando de un carrito de helados.
_ ¿Tenés alguno de chocolate?- le pega el grito mi vecina de enfrente, la de los 5 perros.
_ No.- responde el muchacho- Ahora ahora no tengo. Los helados ya los vendí todos, solo me queda ensalada de frutas.
_ Dame una. - dice ella, resignada.
El vuvuzelero se va sonando su bocina-pregón por la calle de mis viejos, despertando de la siesta a todo el viejerío lagunero (o al menos eso espero, porque el Cele ayer se mandó tres horas de sueño, y no es cosa de andar después dejándolo desvelarse).




Acá andamos. El tiempo es un chicle que se estira interminable, y todas las energías están enfocadas en el regreso de mi vieja al hogar este viernes. Alguna caminata de mañana, para que el Cele no pierda la costumbre, limpieza de todo lo que me cae a mano (pero disimulando, para que no se note que les estoy cambiando la casa), 3 o 4 charlas que se reiteran cada dos minutos, poca cosa más.
Ahora viene el almuerzo, después la siesta, la tarde interminable y al fin la noche, donde por suerte el Cele duerme de corrido y sin problemas.
Ayer se quedó de golpe concentrado mirando al gato de mi madre que dormía feliz sobre el pasto y de repente murmuró:
_Pobre, el Gatón, extraña a Inés.
Y yo casi largo el moco, pero seguí disimulando, que es algo que en estos días me va saliendo cada vez más natural.




Mi viejo repite todo, con intervalos de cinco minutos, o menos. Ya van como viente veces que me pregunta si mi vieja está internada, o que me dice que lo bueno es que hoy hay vientito y no hace tanto calor. Ya encontré la miel en la heladera y la bolsa de la basura en medio del piso de la cocina, pero nada más grave, por ahora. Las milanesas se las cociné yo, por las dudas, pero él se hace el café con leche sin problemas.
Hace un rato los dos revisamos media casa buscando un paquete de azúcar, hasta que vi una heladera que no se usa en el dormitorio, y ahí estaba. Ahí estaba el azúcar, la harina, fideos, y también un estante lleno de ropa de mi vieja, que es la que organiza todo en este mundo y que si bien razona de manera impecable hay que reconocer que tiene su propia lógica, no siempre fácil de adivinar.
Yo, por mi parte, ayer le conteste un msj de wsp a un vecino del Lago pasándole mi teléfono (por si no lo tenía), hoy de mañana vi que había guardado las manzanas en la heladera (la que está en uso) aunque nunca las como frías, y hace un rato dejé a una gata comiendo sardinas directo del recipiente y me olvidé que la idea era sacárselo a los cinco minutos. O sea...
O sea.




Mi viejo escucha una radio de Río Branco, donde un señor explica la promoción de un restaurante.

“Hasta el 30 de enero de este mes...”

Dos veces lo dijo.

“Hasta el 30 de enero de este mes tienen tiempo de participar. Y ese sorteo va a determinar que una FAMILIA -dije familia- pueda disfrutar de una cena en El Rancho. No hay menú fijo, la familia (dije familia) elige qué comer y qué refresco quiere tomar. No dije bebidas, dije re fres cos. La familia son los cercanos, no el primo de la cuñada de la abuela, los cercanos. El teléfono es... le voy a dar tiempo de agarrar lápiz y papel. Tienen que mandar los datos por mensaje, con el nombre y final del documento. No con seudónimo: el nombre.”

Y así siguió diez minutos.

“No escriban el 31 porque ahí ya no participan”.




“Y el pronóstico del tiempo para esta tarde, amigos, es de 26 grados para las cinco de la tarde, la hora en que salen los niños de las escuelas...”

13 de enero. Escuelas.

Listo. No es que mi viejo ande medio desvariando solo por la genética: es culpa de Cerro Largo. Acá la palabra “lógica” parece alcanzar una dimensión completamente diferente.




Perros dueños de las calles.
Bandadas de aves rumbo a la frontera.
Agentes de tránsito cuidando avenidas sin autos.
El ómnibus que se atrasa apenas media hora.
Un flaquito en la parada que sospechosamente se sube primero a la moto de uno y a los diez minutos al auto de dos chicas.
Veteranos tomando mate en la plaza, en bancos que tienen grafitis de 4:20.
Río Branco.




Calle Hildebrando Vergara
Una casa con cartel de:
“Odontología policial”.
Clubes políticos de gente con diminutivo y sin apellido.
Calles de tierras rojizas bordeadas de casas con mucha pared y poca abertura.
Bienvenidos a Vergara. No sé si es de casualidad o no que recorro este mundo alternando el mirar por la ventanilla con la lectura de Gustavo Espinosa.




Sportivo Minas
Vendo Zorra Tumbera
Bar Pololo bienvenidos
Cosas que una lee al pasar por una ciudad que tiene un cerro al final de cada calle, donde el nomenclátor viene con explicaciones y donde a la hora de la siesta no camina ni el loro.




Llegué ayer a mi casa pasada la medianoche tras un viaje de 5 hs en Rutas del Sol, y acabo de tomarme un Rutas del Plata que en apenas (!!!) 6 horas y media me depositará suavemente en Río Branco, donde un Rutas del Polvo (vulgo Decatur o La Flotta, no tengo claro) en algún momento de la tarde/noche me llevará a la laguna. No voy al encuentro de madre accidentada, que está tranquila y muy bien acompañada en casa de uno de sus primos en Melo, sino que mi papel es acompañar a padre estresado y confuso, que desde hace 55 años no sabe lo que es vivir sin mi vieja.
Matilda, pobre, es la gata más abandonada del verano. Le dejé comida y agua, obvio, pero ella reclama presencia, y eso por unos cuantos días no va a poder ser. Al gato viejo ni lo vi. Mis plantitas, bien, por ahora.
Como dije hace unos días (y me repito mentalmente cada diez minutos): cosas que pasan.





Ayer nos vimos como nos vemos todos en este pueblo: en la calle principal. Yo andaba mirando artesanías y de repente hubo un antes y un después cuando él me clavó sus hermosos ojos verdes, y de la nada y al unísono los dos sonreímos. Después, en un segundo, se lo tragó la oscuridad de Valizas. Era hermoso, coincidimos con una de mis amigas, hermoso al nivel de un Peluffo mejorado. Flaco, canosito, sonrisa franca, fuerte, con dos niños de la mano pero sin madre a la vista.
Volví al rancho medio en el aire, pensando que por un momento había conectado con el hombre más bello de Valizas. Este es un pueblo pequeño; ya se encargarían la playa o la noche de volver a cruzarnos.
Esta tarde nos volvimos a ver, a través de caminos enredados entre el mar y la arena. Iba con uno de sus niños. Nos cruzamos como a ocho metros (yo por la orilla, él más arriba, cerca de la duna). Lo miré. Me miró. Desplegó una sonrisa, saludó con la mano y pronunció una palabra, una sola palabra que me dejó patitiesa y casi hiperventilando sobre la arena tibia de la playa:
_ ¡Profesora!
_ ¿Todo bien?- me escuché responder, mientras empezaba a volver al rancho a paso lento. Las luces de la tarde ya se estaban yendo, el mar rugía fuerte a mi costado y el tiempo seguía su curso sin detenerse, como siempre.
Es dura la vida del docente.




Mi vieja me cambia los planes casi minuto a minuto. Que vaya a Melo a acompañarla, que mejor esté en la laguna con el Cele, que anda medio nervioso, que no, que me quede en Montevideo, que a ella capaz que la trasladan...
Hoy iba a eso de las nueve de la mañana hacia Rutas del Sol, a cambiar el pasaje y de paso encontrarme con una amiga que estaba cerca de la plaza. Diez metros antes un muchacho rubio de ojos claros me saludó con una sonrisa:
_ Hola. ¿Sabés que hoy voy a suicidarme?
Lo miré un segundo: tenía un aire de paz un tanto sospechoso. Le dije algo de que estábamos en Valizas, que disfrutara, y habría dicho algo más, si no fuera porque ahí llegó mi amiga, que me dio un abrazo y dijo:
_ Está bravísima la plaza. Mientras te esperaba vi cómo un flaco duro de merca daba vueltas, vueltas, gritando cosas, hasta que de la nada se tiró contra uno que dormía abajo de la palmera y lo apuñaló en un riñón. El herido, durazo también, se levantó y se puso a dar vueltas a la plaza mientras se levantaba la ropa y se miraba la herida. ¡Vámonos de acá!
Y nos fuimos. Espero que el suicida solo estuviera en un viaje pasajero, y que el desriñonado se haya atendido en algún lado.
Cambié el pasaje en Rutas del Sol para las 3, y ahora en un rato voy a cambiarlo de nuevo, ya no sé para cuándo, como no sé si me voy a terminar yendo a Montevideo, a Melo, a la laguna o a comprar una tarta dulce al boliche de la esquina. Todo puede ser cuando la luna está llena y acaba de haber un eclipse (y tengan en cuenta que -como siempre- solo acabo de contar la mitad de las cosas).

Ooooom.

(Lo de la foto es para recordarles que si se exponen al sol no dejen ninguna zona sin protector, que después una es una colcha de retazos en tonos de rojo y naranja)

Doble oooom.






_ ¿Qué te pasó en el brazo? ¿Te lastimaste?- preguntó un anciano a una empleada de Tienda Inglesa que andaba con el brazo derecho vendado hasta el codo con una de esas cosas que se usan si una tiene tendinitis.
_ No, no: es que me hice un tatuaje- contestó la gurisa, que tendría unos veinte años.
_ Yo también pensé que estaba lastimada.- le comenté a otra empleada, a la que conozco de toda la vida. - Qué raro que la vendaran, en general solo se pone un nylon...
_ No la vendaron en la casa de tatuajes- dijo mi conocida- Esto es cosa de la Tienda. Las contratan si no tienen tatuajes, y si se los hacen las obligan a taparlos.
_ Pensé que se había lastimado trabajando.
_ ¿Viste? La empresa prefiere que parezca que lastiman a sus empleados y no que se los vea tatuados...

Hice un par de compras (literalmente: un par de compras) y cuando iba hacia la caja veo a otras tres empleadas que van charlando casualmente del mismo tema:
_ Y ahora con este calor tengo que andar de manga larga... - iba diciendo una de ellas.

Lo bueno por menos (menos humanidad, menos libertad, menos derechos) en Tienda In gle saaa! 



Entro a Mdeo. Portal y veo que hay 58 "noticias" más importantes que los incendios en Australia, en tanto El País pone 24 cosas antes de nombrarlos, entre ellas que Cameron Díaz tuvo una nena y que el innombrable deja Malos Pensamientos.
No me importa qué tan 4 de enero sea el día de hoy: esta gente tiene una responsabilidad que se está pasando por el orto, y el planeta en que vivimos les importa menos que nada.

Verano, verano, verano, noticias light y superficiales, no vaya a ser que alguien se amargue en sus vacaciones y después dejen de suscribirse. Asco.




El año pasado (hace 8 días) me picó una abeja, y todavía siento picazón en el dedo. ¿Alguien sabe si es normal que dure tanto el efecto? Me acabo de revisar el dedo (que está hinchado) y saqué una cosita negra que capaz que era un resto de aguijón, pero no sé. Malditas abejas. Son el animal más importante del planeta y bla bla bla, pero lpmqlp, bicho de efecto a largo plazo!

sábado, 4 de enero de 2020

5 - 0







Yo:_ ¿Es grande el aeropuerto de Panamá?
La chica del mostrador en Carrasco:_ Eh... Es mas grande que este...
Tiene 225 puertas.


Una ya sabe que las fotos desde el avión son una bosta, pero igual: una (que va en ventanilla) saca. Porque el panorama desde el cielo es tan increíble que no vale no registrar, no se puede. Ríos que forman racimos (o rizomas, no le acuerdo bien y no tengo wifi a más de 10.000 metros). Volcanes, muchos volcanes, varios de ellos humeantes, algunos rodeados por una zona desierta de arena negra. Casitas y calles en lo alto de todas las estribaciones. Barquitos dejando su huella en ríos y lagunas. El mapa de la pantalla me va tirando países: Nicaragua, El Salvador, Guatemala. Para cuando llegamos a México ya vamos por encima de las nubes, y no veo nada. Después, zonas montañosas sobre la costa oeste de Estados Unidos. Me pregunto si veré el Gran Cañon, pero se nubla.

Los dos primeros vuelos son una seda. La comida ronda en ambos el concepto de “desayuno”, incluye frutas, una barrita de cereales y algo harinoso que en el primer caso fue un croissant caliente con dulce de leche y en el segundo tostadas francesas: una cosa esponjosa de tres cm de alto, suavetona, para comer caliente con manteca o con syrup. El almuerzo se sirvió una y pico, que para mí es como tres y pico, y no tenía opción vegetariana: hamburguesa de carne o sandwich de pavo. En ambos casos, una mole de pan con algo en medio. El jugo de piña con guayaba viene siendo lo más rico.
Mientras tanto, en la pantalla, mapa de vuelo sigue mostrando el progreso hacia San Fco: Chichicastenango, Huehuetenango, Belice, San Diego... Afuera hace menos 51 grados. Faltan mil horas de vuelo. Los dos brasucas de al lado miran una película atrás de otra, en tanto yo retomo intermitentemente una novela policial de la que ya confundo nombres y sospechosos.
Es dura la vida del turista.


Vuelo de United, dos muchachos a mis espaldas:


_ What are you watching at Netflix?

_ Eeh... The irish man.
_ Oh, is good, but is too longer!!

Confirmado. Para las charlas intrascendentes no hay fronteras., y si no hay 103, siempre hay algo parecido. 



El jet lag me está haciendo hacer cosas raras. Ayer (24) me dormí a las nueve de la noche, y acá estoy, despierta en navidad a las 4 de la mañana, en la habitación sin ventanas de mi hostel. Jail 233, es nuestra celda. Tenemos camas de metal, y dos ventanas tapiadas. La única luz es la del mini arbolito de navidad de diez cm que mi amiga trajo para poner los regalos ;(que deberían abrirse hoy, pero hicimos un mix de navidades y los abrimos en lo que serían las 5 de la mañana de Uruguay).

Cada vez que decimos de dónde somos nos miran con sorpresa, pero un australiano ya había ido a Montevideo y otro dijo que quería conocer. El hostel está lleno de australianos, todos de menos de 30. En las habitaciones compartidas no permiten quedarse a mayores de 45, pero la nuestra es semi privada (dormitorio nuestro, cocina y baño compartidos con otras dos habitaciones). Queda a una cuadra de la playa, tiene desayuno y las camas son reee cómodas. Hubiéramos ido al Royal Hawai, pero sale U$745 la noche, y una no es partidaria de los grandes hoteles, vio...
Los australianos de al lado ya están despiertos, hablando en la cocina. Ellos tb deben tener jet lag, o capaz que aún no durmieron. O son otros, porque hay una voz de mujer. Es muy raro esto del apto compartido.
5 de la mañana.
Para cuando mi cuerpo adapte sus horarios a este mundo ya voy a estar amaneciendo en Montevideo a las 11 de la noche.



Salpicón hawaiano


* lleno de pájaros

* Olas gigantes, agua turquesa, arena maso (limpia, linda, pero hasta ahí)
* La mayoría son asiáticos
* Edificios por todos lados, pero mucho verde
* Todo impecable
* Ómnibus con aire acondicionado, con anuncio de cada parada (U$2.75)
* Poca gente con perros, pero los que andan con ellos los llevan al super, a la playa, etc, y hasta les ponen ropas navideñas 😱
* Homeless, varios, casi todos hombres
* Inodoros incomprensibles en los baños públicos, llenos de comandos y botones. No supe cómo usar el mío, pero al final el agua se tiró sola, y los comandos eran x si querías usarlo como bidet.
* Ni un fuego artificial. Creo, porque me dormí a las 9.
* En la calle te van regalando cremas hidratantes
* Música callejera y chicas con trajes típicos por todos lados
* Playa con espigón para cortar las olas gigantes
* Gente de todas las razas y edades, todos bien vestidos y con pinta de no tener problemas.
* Gente haciendo yoga
* Parque vacíos
* Sol que no lastima
* Limusinas
* Japoneses modelando con ropa de boda en la playa
* Libre tránsito por hoteles carísimos
* Palomas por todos lados, la mayoría blancas
* Flores hasta en los adornos del pelo: si te la ponés a la derecha, es porque estás soltera
* Gente vestida igual (parejas, familias, grupos de amigos)
* Aún no vi ningún gato



Llueve, llueve, llueve, llueve. Hay alerta de lluvias y alerta de inundación. De tsunami no, x ahora, y de rayos sí, pero en otra parte de la isla. Hace calor. No hay mosquitos. El mar sigue turquesa. Las calles desbordan de japoneses. Aún no vi un gato. Mi amiga se está haciendo un pilot con una bolsa de basura. Ampliaremos.


Ocho de la noche del 25 de diciembre en Waikiki. La lluvia parece haber amainado, aunque nunca se sabe. Hoy la ciudad estaba inundada y llena de pedazos de palmera que habían volado con el viento, pero eso no era lo único que te podía caer del cielo. Íbamos rumbo al hostel al mediodía cuando vimos cinco enormes colchones negros, de esos de las reposeras, que cayeron desde lo alto de un edificio y fueron a aterrizar en la calle y la vereda. Un auto que pasaba recibió un colchón en pleno parabrisas, aunque por suerte se manejó bien y no pasó nada. Las personas de alrededor sacamos otros de la calle, en tanto un par de turistas desde la azotea del edificio trataban de evitar que se volaran otros.

_ ¿Llovió mucho?
_ Sí, cayeron colchones de punta. (Cecilia dixit)
Sigue haciendo calor.
Hoy había canilla libre de snacks y bebidas en el otro edificio del hostel, cruzando la calle. Adivinen quiénes no fueron.
Los australianos del apto 2 ya no están, así que vamos a dormir sin voces ni risas a la madrugada (léase más de las once, porque seguimos con el temita del jet lag). Nos quedó el otro, el alto del apto 1, que parece medio oriental aunque no hablamos casi con él. Desprolijito, el muchacho. Deja la alfombra de la ducha mojada y eructa después de comer. No molesta, es amable y de buen ver, pero puede y debe mejorar.
Hay movimiento en el hostel. Gente sube y baja escaleras, charlan, salen. En nuestro apto soy la única despierta, sentada en el umbral mientras espero a que se actualice mi teléfono nuevo, cosa que iba a llevar unos minutos pero va como tres horas y no termina. Son las nueve y pico, y se me cierran los ojos del sueño, pero es que en Mdeo son pasadas las cuatro de la mañana, y el cuerpo tiene memoria de hogar.
En ocho horas nos vamos a otra isla, a ver volcanes y otras cositas.


The Big Island


El viaje a la Isla Grande comenzó en plena noche, y antes del amanecer ya estábamos bajando en el aeropuerto más lindo del mundo mundial: el de Kona, al aire libre, sin estrés, casi sin techo. A los costados una tierra negrísima con pastos secos, que al final resultó no ser tierra sino lava.

Kona es en el extremo seco de la isla, llueve poquísimo, aunque hoy estaba nublado y ayer hubo terrible vendaval, nos dijo una señora, que contó que el viento le llegó a tirar un bananero de su casa.
Comenzamos el camino guiados por Mike, un señor obeso y charlatán. Íbamos unas veinte personas, la charla se hacía en inglés y eso ayudó a que me evadiera cada vez que quisiera concentrarme en el paisaje.
La Big Island tiene 5 volcanes, el que más conocemos es el Kilauea, que hizo erupción el año pasado, pero ese es en el otro extremo, en el lado lluvioso. Acá hay uno que está activo (el Mauna Loa) pero no ha producido daños desde 1983. En ese año hubo 700 hectáreas cubiertas de lava, pero no murió nadie, porque la cosa fue muy lenta. Un día un temblor, al otro humito, después olor sulfúrico y al fin lava. La gente decía: “walk, walk for your life”. 🙂
Los Temblores de tierra son comunes, más o menos hay uno al mes. En cuanto a la lava, la negra tiene menos de cien años y la roja más, porque cambia de color al oxidarse.
En la isla no hay serpientes, zorros, mapaches ni lobos. Las vacas y las cabras son salvajes, y son especies invasoras, como casi todas. Hace 10 años vinieron unos lagartitos (geckos) verdes de Madagascar, están por todas partes y se comen a los lagartitos nativos, que son marrones. Los barcos trajeron ratas, y hubo que combatirlas con otros bichos, pero nada es muy efectivo. Hay ranitas; Mike menciona “the Never ending simphony of the cookie frog”.
Mucha costa de lava rocosa. Olas, pero no grandes. Hay una playa que se llama Magic sand, donde la arena se va en invierno y vuelve en primavera. Acá el Mc Donald’s abre a las seis y media, pero si hay olas ningún empleado aparece a trabajar hasta al mediodía.
Arboles ohia: son típicos de Hawai pero están muriendo por un hongo. Acá hay mil cuidados ambientales. Si haces trakking tenes que lavarte las manos con alcohol, por ejemplo. Los árboles ohio crecen lento y dan pocas semillas, nadie sabe cómo eliminar ese hongo.
En algunas partes de la isla hay Steam vent: agujeros de vapor. En 2018 erupcionó el Kilauea, un huracán pasó cerca y los vapores que explotaban de los steam vent se registraban como temblores: cartón lleno.
La ciudad de Hilo (“jilo”), en el otro extremo de la isla, es la segunda más poblada de Hawai, con 86.000 personas. En 1960 fue azotada por un tsunami (los tsunamis acá siempre son consecuencias de los del sudeste asiático), pero mucha gente desoyó las alertas, o volvieron a sus casas cuando llegó una olita de 3 pies y creyeron que la cosa había pasado. Por la noche hubo una ola de 35 pies, la gente estaba desprevenida y muchos murieron.
Los nombres aquí son muy musicales: Avenida Kanehameha, por ejemplo. El idioma original solo tiene 6 consonantes y las 5 vocales, por lo cual luchas consonantes se repiten. Además no hay palabras que no terminen en vocal, y muchas son compuestas: casa de la montaña verde, ponele.

El tour


Playas de arena negra como el carbón.

Lagos con nenúfares lilas.
Túneles de lava.
Cascadas.
Arcoiris.
Palmeras.
Paraíso.
Parques.
Corales.
Tortugas durmiendo.
Peces.
Pavos reales al costado de la ruta.
Lluvia.
Helechos grandes como árboles.
Orquídeas.
Montańas.
Lava negra por todos lados.
Café.
Nueces de macadamia.
Totems.
Un nativo (o pseudo) medio en bolas.
Santa Ritas de todos los colores y por todos lados.
Agujeros de vapor.
Fósiles.

No hay palabras. Las fotos dicen algo, no mucho. Indescriptible.

Y estoy agotada (pero feliz).


Llueve. Para. Sale el sol. Llovizna. Sale el sol. No hay nubes pero llueve. Sol. Lluvia. Sol. Creo que nunca en la vida vi tanto arco iris. Ahora entiendo lo de “some place over the rainbow”... Hasta en la matrícula lo tienen.



Salpicón hawaiano


* No hay nada más cambiante que el tiempo en esta isla.

* Si pedís una pizza cuatro quesos te la traen sin salsa de tomate y con un potecito de miel.
* No hay serpientes, excepto las que algunos introducen ilegalmente como mascotas. En la Big Island si encontrás una la tenés que matar y llevar a la policía en una caja. Una vez una señora atropelló (sin querer) a una pitón, y muy prolijamente hizo lo debido, pero cuando abrieron la caja en la police station la bicha estaba viva. No sé qué pasó con ella ( ni con los polis).
* ¿Qué es lo primero que sabés cuando vas a viajar en avión? Que no se puede llevar nada líquido ni cremoso de más de 100ml, ¿no? Y si en el aeropuerto de la mañana te sacaron tu protector solar sin estrenar, ¿da para que en el de la tarde caigas a la aduana con una botella de coconut syrup de 350ml que te compraste para llevar a Montevideo? No, ¿verdad? (Snif...doble snif)
* En North Shore las olas son gigantescas y los caracoles microscópicos.
* En Kailua todo el que tiene un kayac o similar aparece a la misma hora: a las 10 de la mañana. Salen de todas las esquinas y se apresuran a meterse al mar como lemmings en procesión; vi más de 40.
* Estuve en la piscina natural más increíble del mundo. Cristalina, peces de colores, caracoles, cangrejitos. Agua verde-blanca. Arena espectacular. Rocas con fósiles. Maravilla.
* Una abeja me picó un dedito del pie derecho. Más de una hora me duró el dolor. Creo que la pisé en la arena, sin verla, al anochecer. Pobre.
* Un gato, un solo gato (negro) he visto en esta isla, y no fue en una casa sino merodeando a la orilla de la carretera junto a un bosque. Debe comer gallinas, que son salvajes y están por todas partes, porque mucho otro bicho no hay. Pocos insectos (salvo un millón de mosquitos que se nos metieron al auto puntualmente en un solo lugar). Alguna mariposa. Dos o tres moscas. Y pará de contar. Aves sí, pero no muchísimas. Garzas blancas y palomas por todos lados, unos pájaros tipo urraca, gorriones... No hay gaviotas en las playas.
* “Te juro que me agarré una bronca...” escuché hoy en la playa, y pensé: uruguayos, pero no. Eran cordooobeses.
* Acá nadie mira a nadie. No digo las miradas normales de “a ver si me gusta tal”, digo mirarse, en general. Si te quedás viendo a una persona seguro que ni se da cuenta, porque todos viven metidos en una burbuja, con o sin tecnología.
* Ya van tres mujeres que me dicen que les encanta mi pelo. La última hoy de tarde: yo no la había visto, ella iba con su perrito y me pegó un grito que casi salto: “you have such a wonderful hair!!”. Las otras dos fueron promotoras, de esas que regalan cremitas hidratantes por la avenida principal de Waikiki.
* Voy manejando el jet lag con una lentitud digna de mejor esfuerzo: recién logro dormir a las 10 y despertar a las 6 (en plena moche, porque estamos en invierno). Para cuando me adapte del todo ya estaré en Montevideo, empezando de nuevo el proceso.
* Traje un montón de ropa de abrigo porque leí que las noches eran frescas, pero no. Ayer me quedé de bikini hasta la casi noche, y si no fuera por el incidente abeja daba para eternizarse en la playa.
* Leo las noticias de Montevideo y entre el tema Manini y la violencia de género el panorama parece jodido jodido. Disculpen que esté llenando esto de fotos y crónicas light; digamos que estoy en el recreo, y una en los recreos vive medio sin pensar, aunque la realidad sigue ahí, del otro lado, y aguarda.



Coffee time. El vaso es de Starbucks pero el café me lo acabo de hacer en la cocina. Las paredes son verdes, aunque de plástico, y la sombrilla del patio en vez de paja es de nylon.

Siglo XX cambalache, siglo XXI apariencia. Salvo la playa, las montañas y los (pocos) bichos. Esos son de verdad. 



El sábado de tarde tiene un nombre: Manoa Falls, y un subtítulo: Barro Peligroso.

Hicimos la excursión con la gente del hostel, fuimos bordeando una montaña verde llena de casitas en la falda, y apenas bajamos vimos que habíamos llegado a Jurassic Park. De verdad. La película no se filmó en esta isla, pero sí acá cerca, en Kauai.
El paisaje es impactante. Árboles gigantes, helechos aún más grandes que los de la otra isla, lianas, troncos caídos, ruido de agua corriendo a nuestro lado.
El único problema era el camino. El camino (con todo lo que ha llovido) estaba resbaloso como la
mierda, y del mismo color, además. Barro líquido, pegajoso, invitando a la caída. Por suerte vi al comienzo una caña-bastón, que me sirvió de apoyo, y aún así. Todos íbamos de championes, pero igual. Un segundo de distracción y rodabas. La gente que ya volvía venía indefectiblemente embarrada, algunos descalzos, unos pocos con las pantorrillas embadurnadas de ese lodo plástico, tipo greda.
_ Vamos a ver solo la primera de las siete cascadas- avisó el muchacho del hostel (que tiene pinta de hawaiano y es el único que me cae bien del Waikiki Beach)-porque en las otras ya se ha muerto gente alguna vez, y ustedes me caen bien.
Nadie dijo ni mu, y todos aceptamos dejar las seis cascadas restantes para otro momento (es decir nunca).
El camino llevó una media hora, en repecho. A veces escalones, puentes de tablas fangosas, partes casi imposibles. Mucha gente subiendo y bajando, el tránsito se hacía por momentos de una sola mano, porque el camino era muy angosto. A los costados, la selva, alta y profunda, impenetrable. El barro, siempre, y siempre el ruido del agua. No había bichos, ni siquiera mosquitos. Algunas personas iban con perros, incluyendo uno que había sido blanco pero ahora iba de lo más contento con sus cuatro patitas marrones.
De repente miramos hacia arriba, y ahí estaba la catarata. Altísima, cayendo por una pared de roca, caudalosa, impresionante. A sus pies, una laguna transparente entre las rocas, cuya agua nos dijeron que mejor no tocar porque tiene no sé qué bacteria, lo que me pareció medio chucu, pero ta. Igual no me animaba.
Volví caminando atrás de unos japoneses, y la bajada fue más fácil de lo esperado. No había resbalado ni una vez, pero igual venía con los championes tapados del barro del camino.
En el parking, como en todos lados, gallos, gallinas y pollitos. Había como treinta, más un cardenal disputándoles las semillas que una mujer les tiraba de un paquete. Tras media hora de cola esperando por una manguera para lavarnos, los del hostel decidimos que igual nos íbamos a ir embarrados, y así subimos a la van.
Pasamos por una especie de heladería, donde compramos unos vasos de helado con cosas, muy ricos. El mío tenía helado de banana y alrededor coco, granola, chocolate negro y miel. Así pertrechados de calorías arrancamos para la picnic-area, un mirador imponente desde lo alto de un cerro, dominando todo Honolulu, ya en plena noche.
Cuando llegamos al hostel el barro se había secado, así que solo lo saqué con un cepillo, y listo. Casi limpios. 🙂 Mariela: inteligencia.
Las Manoa Falls fueron difíciles, pero increíbles.
Ahora le toca a Pearl Harbor.
Coming soon.


Pearl Harbor Memorial. No llegamos a tiempo para el barco (las colas son de cientos de personas), y solo vagabundeamos por ahí y vimos un par de museos. Muchas aves, lindo paisaje. Gente con pinta de patriota emocionado, incluyendo un veterano con un águila tatuada en el brazo con la leyenda “pray for us”. “We never forget”, dicen, y una se pregunta si su buena memoria alcanzará a otros hechos relacionados con su historia reciente. En fin.



Buses de Oahu: manual del usuario


En estos días hemos tomado ómnibus varias veces, lo que nos da, sino un nivel de experticia, al menos la posibilidad de disertar sobre el tema a nivel de redes sociales (o sea, el mío). De todos modos sí existe un manual del usuario: un folleto que está para servirse, junto al chofer, en cada vehículo, y que contiene cuatro o cinco carillas de reglas y recomendaciones. Mezclo eso con lo que he visto y me da el siguiente popurrí waikikeño:


* Se baja una escalerita cada vez que va a ascender un pasajero, para que no tenga que hacer el esfuerzo de trepar al primer escalón.

* Carteles luminosos y una voz en off van anunciando las paradas y los centros de interés de c/u de ellas. Como si dijera: “18 y Ejido. IMM. La Pasiva. Ministerio de tal cosa. Hotel Fulano.
* El aire acondicionado nunca falta.
* Los choferes no dan cambio ni boletos (no hay).
* Hay buses dobles.
* El pasajero pide parada tirando de una cuerda, pero no se pone de pie hasta que el bus se detiene. Recién ahí uno se levanta y se baja.
* Esperan a la gente aunque corra una cuadra.
* Son limpios y bastante puntuales.
* Cada boleto sale U$2.75.



Hawai 2019: Lado B


* Hay homeless por todas partes. No piden, no acechan, no nada. Solo están.

* Por otro lado, vimos varios loquitos (hombres y mujeres), gente con la mirada perdida, hablando solos, con pinta de caídos del (hiper exigente) sistema.
* Hay mal olor dos por tres.
* Varios canales cruzan la ciudad, a veces limpios, a veces maso.
* Hay personas con cara triste, por ejemplo una que dijo que este iba a ser el peor fin de año, porque lo pasaba sola y su hijo estaba lejos, en Nueva York. “Don’t be sad”, le dijo una vieja que charlaba con ella, con lo que queda claro que las frases chotas de consuelo imposible se dicen igual en todo el mundo.
* Mucho use y tire. Por todos lados voy encontrando cosas que van a parar a mi valija, desde collares a lentes de marca. Las toallas de los hoteles quedan todos los días por decenas tiradas a la orilla del mar, aunque luego algún empleado las recoge. Quedan snorkels, sandalias, pañuelos, juguetes e inflables, porque acá todo se usa y se tira, todo sale rápido de circulaciòn, todo tiene vida corta (salvo que termine en mi valija, que vino medio vacía pero se va relltenita). 


Hanauma Bay: el rincón vip del paraíso.


Una cree que después de ver tanta maravilla ya no puede haber nada que la deje con la boca abierta, pero esta isla siempre se guarda un as bajo la manga. Hâlona Blowhole es un parque natural que incluye playa, cerro y acantilados, aves, peces, mangostas y humanos que lo recorren con los ojos desorbitados y el alma agradecida.

Fuimos en una van con la gente del hostel, y la primera parada fue en unos acantilados negros (volcánicos) donde las olas reventaban cada cinco segundos, generando unos aluviones de varios metros de espuma. Pero no solo chocaban la roca, sino que se metían por un agujero que dejó la lava en alguna remota erupción, así que además de la ola rompiendo contra la piedra aparecía también un chorro de agua que se elevaba varios metros hacia el cielo, saliendo por el agujero.
Trepamos las piedras mojadas (imaginen mi miedo a resbalarme y caer) y recorrimos por adentro un agujero de lava de unos 30 metros de largo (imaginen mi claustrofobia), que empezaba alto, después te hacía agacharte y terminaba en una parte que solo se podía hacer de arrastro (imaginen mi retroceso).
De allí llegamos al cerro, al que se podía subir por un camino de mil escalones altos, empinadísimos y sin pasamanos. La vista desde arriba sería muy linda, pero cuatro de nosotras decidimos saltear la escalada y bajar directamente a la playa.
Nunca demoré tanto en entrar a una playa. Primero, no es gratis: sale U$7.50, y para pagarlos tuvimos que hacer una cola de más de media hora. La playa es de un par de cuadras, encerrada entre las viejas paredes de un cráter volcánico, y solo puede entrar por día una limitada cantidad de personas. Después de pagar la entrada, esperamos otros veinte minutos hasta que fueran las 12.30, que era nuestra hora de pasar al anfiteatro y tener una charla (con video de orientación incluido) sobre cómo moverse en un arrecife. Básicamente, las dos reglas principales son no tocar nada y no meterse en situaciones que uno no puede resolver. “Si tiene dudas, no lo haga”. Hay corrientes marinas fuertes, hay aguavivas, los corales cortan la piel. Los arrecifes son extremadamente frágiles, y allí viven peces que solo existen en esta parte del mundo. Para este año se va a prohibir la entrada a Hawai de pantallas solares que no sean amigables con los arrecifes (que son casi todas).
Al fin, casi a la una, bajamos a la playa. Bajamos literalmente, porque estábamos en lo alto del cráter. Una mala hora, aquí y en cualquier lado, pero como no hay agujero de ozono no lo sentimos, y no nos quedó ni la marca de la bikini. El agua es del color turquesa de las fotos más turísticas, ese que uno piensa que es un filtro, pero no. Es así.
Como habíamos llevado snorkel, nos pusimos a vagabundear alrededor de los arrecifes. “Si solo miran desde arriba no van a ver nada, tienen que sumergirse”, había dicho en la charla un viejo con sombrero de pulpo violeta, y era verdad. Aunque solo estuvieras a un metro de profundidad, bajo el agua había todo un mundo por descubrir. Los peces saben que no somos sus predadores, así que andan entre los corales y las piernas humanas de lo más tranquilos. Vi como diez o quince especies, de variados tamaños y colores, divinos. De entre veinte cm y medio metro. Solos o en barra. Rayados o lisos. Grises, amarillos, azules, celestes, platinados, negro con rojo... Literalmente no daban los ojos!!
En el afuera, mientras tanto, las mangostas acechaban entre las plantas y los tarros de basura, en busca de restos de comida. La playa está sembrada de corales que no debemos traer disimuladamente en el bolsillo de la mochila. Casi no hay caracoles. La mayor parte de la gente son japoneses. Hay árboles a la orilla del agua y palmeras contra el acantilado. Las aguavivas, por suerte, suelen irse por la mañana. En cierto momento salió del agua una foca, que se tendió contra las rocas, y al instante aparecieron dos guardias que acordonaron el lugar y clavaron carteles de “shhh... estoy durmiendo”.
Volvimos a las cinco de la tarde, y no importa cuánto escriba: no soy capaz de decir ni la décima parte de lo que vivimos. Uno de los mejores días de mi vida.


De aeropuertos, carteles y puertas improbables...


Salí de Honolulu ayer (1/1) por la noche. No fue difícil encontrar la puerta, y todo el tramiterío de valijas y boarding pass me lo hizo mi amiga, así que cero problema. El aeropuerto es medio vintage, no hay enchufes para celulares y hay muebles y máquinas que parecen de los años 70’. Los carteles de los baños son simpáticos, y los anuncios se pasan en inglés y en hawaiano.

Mi primer vuelo, a Los Angeles (supongo que sin tilde, por ser yanqui) estaba lleno a reventar. Varias veces pidieron si algún pasajero podía ceder su lugar y viajar más tarde, ofreciendo dos mil dólares de regalo en futuros vuelos de United, y no sé si alguien quiso. Yo no, porque tenía que conectar con vuelos de otra compañía (si no, ya estaba ahí). Cuando subimos la cola de entrada fue lenta y larga. Me senté en mi asiento 34F ventanilla, y una chica me tocó el brazo.
_ Sorry, I got the 34F.
_ Me too.
_ Oh, shit.
Salió de una a buscar a la azafata, que habló con alguien por teléfono (“we got that incredible situation here...”) y al final consiguió otro asiento, no sé de dónde. Fiuuu...
Mi compañero del asiento 34E fue un señor callado y abrigado que llevaba una palmera de Hawai en una bolsita. ¿No es que no se puede hacer eso? Parece que sí, porque antes otra andaba con una caja de ananás naturales. Al entrar en Honolulu pasamos un control de Agricultura que si te pescaba llevando un ser vivo (una semilla, ponele) eran U$1000 de multa. No entiendo nada.
Ya en Los Angeles, busco mi vuelo en la pantalla (porque el boarding pass no decía la puerta) y leo “TBIT”. ¿Qué diablos es TBIT? Terminal Internacional Tom Bradley, logré deducir de las indicaciones que me dio un policía. Tuve que caminar como veinte cuadras por pasillos interminables, subir y bajar unas seis escaleras, preguntar un par de veces más, hasta que encontré al fin la Tom Bradley, pero no veía las pantallas con los destinos, hasta que capté que estaban directamente sobre la pared. Y aquí estoy, en la puerta 151, esperando por un Copa que me lleve a Panamá. Llegaré a casa algún día de este mes, creo.
Y ahora, con su permiso, voy a desayunar, porque United no me dio más que un vaso de jugo en un vuelo de 7 horas. Espero que Copa se porte mejor. Ampliaremos.


Un grupo de ocho personas corre desesperada hacia la puerta 150, donde se acaba de emitir el último llamado del vuelo hacia México.

Una japonesa (probablemente maestra) cruza la terminal seguida por veinte o trienta gurisitos.
Un cura español enfrente a mí lee “El hombre Dios”, pero ya lo vi mirándome al disimulo. Viaja con una veterana con pinta de devota, que acaba de hablar con una amiga y repetir como siete veces que “esas son costumbres, siempre ha sido así”.
En la casa de cambio una chica trata de vender o comprar dólares. Debe ser musulmana: viene vestida de pies a cabeza, incluyendo el velo para el cabello, y todo su atuendo es rosado.
_¡Excuse me!- gritan los conductores de carritos que llevan a algún pasajero de movilidad reducida y circulan a todo lo que da en medio de la gente.
El aeropuerto tiene wifi y cargadores en cada asiento. Los de Copa hablan en español, y voy a Panamá, donde espero me sea fácil ubicarme.
¡Feliz dos de enero! Para mí va a ser una sucesión de vuelos, puertas, boarding passes y, con suerte, un rato de sueño. Desde ayer ando en la vuelta, y United no solo no da de comer y no tiene pantallas mi cargadores; además es más incómoda. Viva Copa! (Por ahora, y toco madera...)


El vuelo Los Angeles-Panamá dura seis horas y media, pero cuando aterricemos van a haber pasado ocho o nueve, por aquello de las diferencias horarias. Por eso mi tiempo total entre vuelos y esperas es de 24 horas, pero salí de Hawai el 1 por la noche y llegaré a Montevideo el 3 por la mañana.

Vengo sentada en la fila lectora del avión: voy con una pareja de yanquis que leen El Quijote (él) y Robinson Crusoe (ella), en tanto yo ando por la mitad de El Evangelio según Van Hutten, de Abelardo Castillo.
Afuera el sol se acaba de poner con una fuerza de rojos y anaranjados que tiñó por un momento el techo de nubes que nos ha acompañado todo el vuelo. Abajo comienzan a verse luces dispersas en los agujeros de las nubes. Estamos a una hora de Panamá.
Nada, me puse a pensar que todos tendríamos que tener derecho al menos una vez a un viaje a cualquier parte, no importa dónde, porque esto es una adicción, y, como pasa también con el amor, quien no la probó no la conoce (Lope dixit). Una vez que le agarrás el gustito no podés olvidarlo, pero si nunca saliste capaz que no tira tan fuerte. “Yo no viajo, yo ahorro”, me dijo una vez un profe amigo, y la frase aún resuena en mis oídos. Si no se puede quién va a decir nada, pero si se puede y no se hace... Es un desperdicio.
Seguimos avanzando a 11277 metros de altura, dice la pantalla. Estamos sobre Managua (que acá aparece con tilde). Afuera hace -49 grados, y vamos a 781 km por hora.
Nos estamos viendo.


El último vuelo lo hice con los 3 asientos para mí sola!! Esto en mi barrio se llama ser privilegiado.
Ahora ya en mi casa, con Matilda que no se cansa de recriminarme y pedir atún con toda la potencia de sus pulmones. Esto en mi barrio se llama ser esclavizado.



(fotos: instagram @hojasdearbolito)