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domingo, 12 de enero de 2020

Enero 2020


Salía de mi cooperativa preguntándome si la minifalda roja no sería demasiado corta para mi barrio, cuando escuché un saludo que fue un casi grito:
_ ¡Buenas tardes!
La voz venía de mi izquierda, fuerte e imperiosa. Lo miré. Un hombre flaco caminaba hacia mí.
_ Disculpá, ¿cómo es tu nombre?
_ Mariela.
(Mierda, pensé. ¿Por qué le digo mi nombre al primer desconocido que se me cruza por la calle?)
_ ¿Y dónde vivís?
(Mierda otra vez. ¿Se trata de una nueva modalidad de levante incentivada por la minifalda roja?)
Antes de que pudiera reaccionar el hombre continuó:
_ Vos fuiste la que me devolvió el monedero, y te quiero agradecer mandándote unas masitas...
(¿Masitas? ¡No, calorías no, no, no!)
_ No fue nada, todo bien. ¿Ese monedero era tuyo?- pregunté, recordando uno floreadito que encontré hace un tiempo cerca de mi casa y le di a una vecina que dijo saber de quién era.- Parecía de una viejita.
_ Era mío, sí. Bah, no era monedero, más bien portadocumentos; tenía la cédula, lo del auto, todo.
_ Entonces no fui yo la que te lo devolvió. Yo lo que encontré fue un monedero pequeño, con unos pesitos.
_ ¿No fuiste vos?
_ No. Vas a tener que seguir buscando.
_ Ah, bueno. Chau.
_ Chau. Seguí caminando hacia la parada, aliviada de no tener que buscar una excusa para no darle mi dirección a alguien que probablemente solo quisiera ser amable ante una supuesta buena acción de mi parte, aunque por momentos iba pensando que aceptar las masitas no hubiera sido una mala idea, después de todo. Unas calorías de más o de menos, a quién le puede importar.






El mar se despertó verde esta mañana, y lo primero que hizo fue meterse en el arroyo. Después limpió toda la playa: no dejó ni una placa de gliptodonte. Las olas altas, blancas, poderosas, rompen ahora sobre la arena con ritmo de viento, desparramando espuma y salitre sobre el aire fresco de la tarde. Estoy sentada en un círculo de arena blanca, y alguien toca una guitarra a mis espaldas. Es una melodía simple, que solo sabe recomenzar. Una vez, y otra, y otra. A veces la guitarra se silencia y aparece una flauta. No veo quién está tocando, quizás no haya nadie y sea solo una melodía de otro tiempo liberada de pronto en este enero. Juegan niños entre las olas. Ladra un perrito a lo lejos. Alguien me ofrece panes caseros recién horneados, le digo que no y se va sonriendo con aire de paz. Las nubes dibujan líneas de belleza sobre el azul del cielo, y todo, todo, todo está recomenzando para siempre. El mar, el viento, la guitarra, los panes y los niños son los mismos de ayer o de hace veinte años. Lo mismo yo, y vos, y todas las siluetas de la playa. Simultaneidades disfrazadas de sucesión, almanaques inútiles, relojes vacíos. Estamos acá. Estamos acá ahora, ayer, un día de estos. Somos parte de este juego, eterno recomienzo en camino a no sé dónde. Y acá estamos frente al mar, oyendo una guitarra, a merced del viento. Justo justo justo donde debemos estar.





Los colores de árboles y flores van de a poco desapareciendo, al tiempo que brotan en el cielo las estrellas más brillantes. A un par de metros de mi hamaca de jardín hay dos señoras que hace horas juegan a algo que implica el control de fichas de plástico y números cambiantes.
_ Vos tenés... Cuatro... A ver: cero...tres màs uno... me llevo seis... Listo. Vos tenés 4930 puntos. Hacés dos canastas y ganás.
_ Bueno, pero estamos jugando las dos, todavía no se sabe...
A mis espaldas suenan los pasos de uno de los tres gatos del rancho, en este caso una joven cazadora de pelaje azabache y ojos verdes. No tengo muy claro cuáles son sus potenciales presas, y creo que prefiero no saberlo.
Mis compañeras de patio interrumpen la partida ante el “trinn” de un celular.
_¡Llegó mensaje de Laurita!- grita una, emocionada.
_ Debe querer pedirte algo.- murmura la otra, moviendo las fichas. Y ambas siguen con el juego.
Las señoras escuchan un mix aleatorio en el que predomina el rock nacional. También suenan a nuestro alrededor muchos grillos y alguna que otra rana. Los autos son pocos y pasan lejos, a un par de cuadras.
Dentro del rancho se organizan los turnos de la ducha. Yo ya me bañé hace unas horas, pero no tengo la piel limpia, fresca y olorosa a jaboncito: más bien estoy recubierta de Eau de Off, la fragancia del verano. Frente a mis ojos los mosquitos bailan una versión diminuta de la danza de los vampiros.Varios de ellos, los más osados, tratan de picarme por encima del pareo que oficia de cubrepiernas. Alguno que otro lo logra, y se lleva un poquito de mi sangre con sabor a Off.
Cae la noche del sábado sobre Valizas. Las veteranas dejan de jugar y se van al centro, que queda a dos minutos. El gato amarillo duerme sobre dos almohadones. Se escucha el mar a lo lejos. Mis amigos están adentro, sumergidos en libros y celulares. Cae la noche del sábado sobre Valizas, y tengo tantas ganas de salir como de quedarme. Todo estará bien, de todos modos. Cae la noche del sábado sobre Valizas, y habrá que ir por ella.





Me acabo de cruzar con un individuo en bicicleta a una cuadra de mi casa, que apenas vio pelo largo, minifalda y musculosa emitió un silbidito admirativo y me tocó bocina.
7 años, tendría la criatura.
No tenía amigos ni otros adultos cerca, no se estaba haciendo ver con nadie ni era un gurí conocido. Solo un pichoncito patriarcal generación 20 20.
7 años, o menos. En fin.




Las dos señoras veteranas están sentadas a la mesa de al lado del Café Porto Vanila, en Tres Cruces. Mientras tomo un capuchino con hojaldrado de verduras ellas, a medio metro de mis oídos, van terminando su sandwich caliente con café (una) y juguito de naranja (la otra).
Son, respectivamente, pelirroja de rulos y castaña de cabello corto. Una gordita, otra muy delgada, ambas vestidas de negro, dicharacheras, contentas de encontrarse. A nuestro lado pasan y pasan personas apuradas, algunas con valijas, otras de mochila o cartera. Nadie repara en nosotras, o tal vez es que ellas están enfrascadas en su charla y yo en mi celular. El resto de las personas no son seres humanos ante nuestra percepción: son siluetas, pasos, movimiento, poco más. Nadie conversa. Solo se escucha a Cerati por los altavoces del shopping y (de vez en cuando) los sistemas de comunicación de los guardias de seguridad, que son siluetas iguales a las otras pero vestidas de negro.
_ ¡Muy rico todo!.- escucho que las sexagenarias le dicen a la moza, una chica caribeña que habla en voz muy bajita.- No como en otros lados. Acá sí que da gusto.
La muchacha les agradece y vuelve a la caja. Las dulces señoras comienzan a hablar de los billetes nuevos de $50, que una de ellas guarda para dárselos a no sé quién de la familia.
_ Yo tenía dos hace un rato, pero ahora no los tengo... - murmura la pelirroja revisando su billetera
_ ¿Se los habrás dado a esa mugrienta?- pregunta su amiga.
Por el tono de voz supuse que “la mugrienta” sería una empleada de algún otro local, pero no puedo asegurarlo. Ambas continuaron evaluando posibilidades.
_ ¿Y no los habrás dejado en el casino?
_ No... pero capaz que los usé en el Red Pagos. Sí, eso debe ser.- concluyó la pelirroja, dando por terminada la inquietud.
Ambas señoras se pararon y salieron, no sin antes cumplimentar nuevamente al café a través de la figura de la moza.Dos amables jubiladas. Quién diría que acaban de decirle mugrienta a otra y que vienen de jugarse los pesos en el casino. Tan dulces, ellas, tan abuelas.
Las sigo con la mirada mientras se alejan, para volver a concentrarme en el teléfono. Ni escribir ni leer me resultan tareas automáticas, porque acabo de dejar los lentes en una óptica para que me aumenten la graduación. Tuve que pagarlos en su totalidad: la receta que tenía 60 días de expedida ya estaba vencida para el BPS. En fin. Me preparo para iniciar el camino a la peluquería, pensando por cuánto tiempo seguiré con este ritual bimensual de taparme las canas que tan poco me gusta encarar, hasta que al final me alejo del café y me fusiono con las siluetas silenciosas y caminantes del shopping.
Me pregunto cuánto tiempo me queda antes de empezar a jugar a las maquinitas y a decir barbaridades con “la impunidad del viejo”. ¿Décadas? ¿Años? ¿Semanas? No sé. Solo sé que si se cruzan conmigo en estos días y no los saludo es bastante probable que no los haya visto. Sepan disculpar.





¿Dónde están los cascarudos negros? Hace como cuatro años que no encuentro ninguno patas arriba para dar vuelta en la vereda.
Ni bichitos de luz.
Ni mariposas amarillas, anaranjadas y de Peñarol.
Ni guitarreros.
Ni San Antonios.
De todo eso había en mi barrio hasta hace poco, muy poco tiempo. Ahora solo veo mosquitos, hormigas y cucarachas.
Qué pobreza.




Yo no sé si mis genes van a tirar para el lado materno o paterno, pero lo que tengo claro es que de mis cuatro líneas familiares de origen los Barreto son los más longevos. Mi vieja (que anda bien) acaba de contarme (un poco sorprendida) que hoy murió la tía Aldina, que tenía 103 años, y ahora solo queda vivo el tío Adeal, de 98.
Gente longeva pero con nombretes: todos (menos la última) empezaban con la misma letra. Adeal, Antenor, Albino, Albina, Aldina, Adelina, Alaides y Santa, hijos de Presolpina y Orosmán, en Cerro Largo, donde todo puede suceder (y sucede).





Hoy de mañana el cartero del Lago paró frente a casa y preguntó si conocíamos a un señor Fulano. Le dijimos que no, pero se ve que él andaba con ganas de socializar, porque se quedó un rato charlando con mi viejo y conmigo.
_ Lo que pasa es que la gente pone cualquier cosa como dirección, cualquier cosa. Los otros días llega una carta dirigida a una persona en la calle tal, “frente a la motoneta amarilla”. ¿Pueden creer? Le pusimos “dirección desconocida” y la devolvimos al remitente; después me dijeron que en esa calle hay una casa con una motoneta amarilla que asoma de adorno, en el jardín, pero ¿yo que iba a saber? O ponen “calle tal, casa con tres pinos”. Si me cortan un pino ya no la ubico. Bueno, sigo repartiendo, nos vemos, que tengan un buen día...
Y se fue pedaleando en su bici, mientras yo miraba el número 1245 que mi viejo le puso a nuestra casa, justo enfrente a otra que dice que tiene el 2942.
Cosas que pasan (dijo Larralde).

Igual la casa de mis viejos es muy fácil de ubicar: es la que tiene en el frente la silla de plástico con almohadón y con gato. No se pueden perder.




O estoy mandando señales que no se ajustan a mis intereses o el algoritmo de fb no es tan perfecto como yo creía. Hace pila que dejaron de sugerirme “fb parejas”, que es hetero, y que están probando por este lado. Todo bien, fb, todo bien. Mientras no me envíes invitación a Cabildo Abierto, vos promocioná tranquilo, que yo después veo lo que hago. 




Ella iba a llegar a la tardecita. Él puso en el frente el felpudo con el cartel de bienvenida, me preguntó veinte veces si estaría cómoda en la cama chica o en la grande y destendió la colcha que yo había puesto, porque no estaba seguro de cuál lado era el derecho.

Ella esperó tres horas que la ambulancia la trajera, y cuando vino estaba cansada y mareada por el viaje. Hubo que controlar a los cuatro gatos, que al principio se negaron a saludarla pero después querían meterse abajo de su tul mosquitero a decirle que estaban contentos con su regreso.

Ella nos contó esta mañana al Cele y a mí, sentados todos en la cama y los sillones de lo que hasta hoy fue mi cuarto, que una noche se sentía muy angustiada y triste, que le costó mucho rato conciliar el sueño, y que cuando lo hizo se encontró soñando con la tía Marina. La tía estaba en la plenitud de su vida, con un vestidito de flores amarillas, y andaba a su alrededor arreglándole el cuarto.
_ Yo nunca había soñado con ella desde que murió hace unos meses, pero ahí la vi tan bien qué le pregunté: “tía, ¿qué anda haciendo por acá”, y ella no dijo nada, solo me miró, sonrió y me siguió acompañando.
_ ¡Me hiciste lagrimear!- dijo el Cele, yendo a lavarse la cara.
_ ¡Pero Cele! No hay que llorar, es algo bueno: la tía Marina vino a acompañarme.
_ Dejalo.- acoto desde la emoción y los ojos húmedos- Ya sabés que nosotros somos sensibles.
_ Ah, no, yo no lloro, porque fue algo bueno. A la mañana siguiente le conté a Idemar, y él me dijo que cree en esas cosas. Cuando hacía poquito que había muerto la madre de él, la tía Albina, dice que una noche...

Las historias siguieron por un rato más, hasta que hubo que atender a alguno de los gatos, que apareció en el cuarto reclamando su dosis matutina de carne picada.

La calma se ha instalado sobre esta casa como una enorme burbuja de cotidianidad sin apuros. El Cele ha dejado de querer ir a tirar la basura cada cinco minutos, apenas si ha repetido alguna pregunta en las últimas horas y hasta camina más derechito, como si tuviera cinco años menos. Yo pude ir a la playa, tomé sol, hice un mandala. No está todo bien, pero al menos el mundo se ha ordenado un poco, por un tiempo. Ya va siendo hora de volver a mi casa.




Las siestas de mi infancia eran eternas y obligadas. Yo las odiaba. Un tiempo de preceptivo silencio e inmovilidad casi forzosa, en el que tiraba una frazada al piso y leía revistas “de chistes”, por lo general basadas en las aventuras del Pato Donald y su familia y amigos disfuncionales.
Los mayores amaban las siestas. Todos, todos ellos. “Ya te van a gustar a vos también, cuando trabajes”, me decían padres, tíos y abuelos. Pero no. No soy siestera, aún cuando las vacaciones me dan la posibilidad de disponer a mi antojo de tiempos y actividades.
Esta semana, sin embargo, he empezado a amar este tiempo post almuerzo, cuando mi viejo se va a dormir y puedo (¡al fin!) disponer de un par de horas para leer, escribir, pensar o simplemente distenderme sabiendo que él no está armando ningún zafarrancho dentro de la casa. Soy una especie de madre con un hijo octogenario, y ustedes saben que el instinto maternal no es uno de mis fuertes. La paciencia sí, la amabilidad y la capacidad de poner cara de poker ante disparates y reiteraciones increíbles sí, las tengo intactas, pero cuando el Cele se despierta siempre suena en mi cabeza una alarma con voz de milico que dice “¡se acabó el recreo!”. Ahí cambio de mundo, sonrío, entro en modo cuidadora y me dispongo a iniciar la segunda mitad de la jornada.




Yo: _ ¡Mirá ahí, en la calle!
El Cele: _ ¿Qué hay?
Yo: Un sapito. ¿Lo ves? Va correteando.
El Cele: _ ¡Ah, sí, lo veo!
Yo: Uy, viene una moto... ¡aaay, lo pisó!
El Cele: _ Pobre bichito... No da ni para ir a ver, porque debe haber muerto.
Yo: _ ¡Mirá, mirá! ¡Está caminando!
El Cele: _ Pah... Pero ojo que no lo vean esos perros...
Yo: _ Va lento, pero avanza... Uy, ahí viene el vecino gordo de la vuelta... Lo va a pisar... Ah, no, no lo pisó, sigue caminando. Ya casi llega al pastito del brasilero... ¡Llegó! ¡Se salvó!
_ Sí... Y ahora ahí, en ese pastizal que tiene el brasilero, ese sapo puede vivir mil años.

Pequeñas escenas de la vida lagunera.





Mediodía con mormazo y truenos en la laguna. Un viento caliente levanta nubecitas anaranjadas, que salen de gira y de giros por las calles del pueblo. Es la hora de la siesta, y fuera de unas gaviotas y del chico de los helados nada se mueve en este mundo. Ni siquiera yo.
Los cuatro gatos duermen literalmente panza arriba. Hoy tuvimos una lucha el Cele y yo para darle la pastilla anticonceptiva a Guaytica (mi vieja no se anima a operarla, es muy frágil, y después de la mordida de la crucera no se repuso nunca del todo), lucha que por supuesto ganó la gata, que se rehusó al pretendidamente inocente dulce de leche y nos miró como diciendo: “¿en serio creen que van a engañarme?”. Era la única pastilla que teníamos, y no hubo forma de que la comiera, pero al final fue mejor, porque por teléfono Inés nos dijo que nos habíamos equivocado de blister y le estábamos dando un desparasitante.
De tal palo... Ufff...
Ahora estoy esperando a que la susodicha tenga hambre de nuevo, cosa difícil, porque mi viejo todo el tiempo se olvida del plan y le pasa dando carne. Ya me veo publicando fotos de gatitos para regalar.

Hoy de mañana el Cele y yo salimos a caminar rumbo a la playa a eso de las siete y media, porque a él no le gusta el sol fuerte. Lo vi dubitativo apenas nos alejamos de la casa y le pregunté qué le faltaba.
_ Un palito... Siempre llevo algo por si nos sale al cruce un perro malo.
_ Ah. ¿Y este no te sirve?- dije, señalando una ramita de eucalipto de medio metro de largo que estaba sobre la vereda.
_ No, ese no. - dijo el Cele- Con ese no hago nada. Más bien los perros se van a reír: “mirá ese, con lo que pretende asustarnos, jaja!”
Los dos nos reímos y fuimos hilando chistes sobre lo que dirían los perros de nosotros, y por unos minutos tuve de nuevo al Cele que conozco. Después me preguntó por enésima vez si tendríamos que comprar leche y volvió a ser este padre tierno, dulce y completamente infantil con el que estoy aprendiendo a convivir por estos días.

Mientras escribo han empezado a caer unas gotas en la laguna. La tarde se puso gris, y no parece que vaya a salir el sol, por ahora.




Mi vieja tiene unas rutinas bastante estrictas con respecto a los gatos, pero el Cele y yo somos más desbolados. Ella los deja a todos encerrados, se levanta de madrugada a abrirle a uno, más tarde deja salir a otro, en un mecanismo de relojería que nadie más entiende. Nosotros, en cambio, lea dejamos la ventana abierta y que ellos vean qué horarios de entrada y salida son sus preferidos.
Hace un rato, con la casa ya a oscuras, hubo una agitación en el living. Sonó un maullido raro. La gata Clarita (que duerme conmigo) saltó de la cama, y Guaytica (la del Cele) apareció de lomo encrespado, acorralando a un gato contra un rincón. Me extrañó tanto lío por el Gatón o la otra, la barcina, hasta que la criatura acorralada quiso salir por la parte cerrada de la ventana, y la vi: era una gata gris y blanca, preciosa y desconocida, pobre. Debe haber captado que acá siempre queda comida en los platitos, y vino como a querer picar alguna cosita. La ayudé a salir, después de lo cual estuve un buen rato convenciendo a Guaytica de no salir a perseguirla por los campos de la patria o por las casas de los vecinos, que es más o menos la misma cosa pero en escala reducida.
Y esa fue la pequeña historia felina de la noche. Les mandaría una foto de mi compañera de sueño (que insiste en relegarme a un bordecito infame de la cama de una plaza), pero si le pongo flash la pobre va a salir de nuevo con los ojos rojos, cosa que no la favorece.




Hace días que escucho una especie de vuvuzela a lo lejos, en el pueblo. Ahora acaba de pasar por mi casa el origen del sonido: un chico joven que viene tirando de un carrito de helados.
_ ¿Tenés alguno de chocolate?- le pega el grito mi vecina de enfrente, la de los 5 perros.
_ No.- responde el muchacho- Ahora ahora no tengo. Los helados ya los vendí todos, solo me queda ensalada de frutas.
_ Dame una. - dice ella, resignada.
El vuvuzelero se va sonando su bocina-pregón por la calle de mis viejos, despertando de la siesta a todo el viejerío lagunero (o al menos eso espero, porque el Cele ayer se mandó tres horas de sueño, y no es cosa de andar después dejándolo desvelarse).




Acá andamos. El tiempo es un chicle que se estira interminable, y todas las energías están enfocadas en el regreso de mi vieja al hogar este viernes. Alguna caminata de mañana, para que el Cele no pierda la costumbre, limpieza de todo lo que me cae a mano (pero disimulando, para que no se note que les estoy cambiando la casa), 3 o 4 charlas que se reiteran cada dos minutos, poca cosa más.
Ahora viene el almuerzo, después la siesta, la tarde interminable y al fin la noche, donde por suerte el Cele duerme de corrido y sin problemas.
Ayer se quedó de golpe concentrado mirando al gato de mi madre que dormía feliz sobre el pasto y de repente murmuró:
_Pobre, el Gatón, extraña a Inés.
Y yo casi largo el moco, pero seguí disimulando, que es algo que en estos días me va saliendo cada vez más natural.




Mi viejo repite todo, con intervalos de cinco minutos, o menos. Ya van como viente veces que me pregunta si mi vieja está internada, o que me dice que lo bueno es que hoy hay vientito y no hace tanto calor. Ya encontré la miel en la heladera y la bolsa de la basura en medio del piso de la cocina, pero nada más grave, por ahora. Las milanesas se las cociné yo, por las dudas, pero él se hace el café con leche sin problemas.
Hace un rato los dos revisamos media casa buscando un paquete de azúcar, hasta que vi una heladera que no se usa en el dormitorio, y ahí estaba. Ahí estaba el azúcar, la harina, fideos, y también un estante lleno de ropa de mi vieja, que es la que organiza todo en este mundo y que si bien razona de manera impecable hay que reconocer que tiene su propia lógica, no siempre fácil de adivinar.
Yo, por mi parte, ayer le conteste un msj de wsp a un vecino del Lago pasándole mi teléfono (por si no lo tenía), hoy de mañana vi que había guardado las manzanas en la heladera (la que está en uso) aunque nunca las como frías, y hace un rato dejé a una gata comiendo sardinas directo del recipiente y me olvidé que la idea era sacárselo a los cinco minutos. O sea...
O sea.




Mi viejo escucha una radio de Río Branco, donde un señor explica la promoción de un restaurante.

“Hasta el 30 de enero de este mes...”

Dos veces lo dijo.

“Hasta el 30 de enero de este mes tienen tiempo de participar. Y ese sorteo va a determinar que una FAMILIA -dije familia- pueda disfrutar de una cena en El Rancho. No hay menú fijo, la familia (dije familia) elige qué comer y qué refresco quiere tomar. No dije bebidas, dije re fres cos. La familia son los cercanos, no el primo de la cuñada de la abuela, los cercanos. El teléfono es... le voy a dar tiempo de agarrar lápiz y papel. Tienen que mandar los datos por mensaje, con el nombre y final del documento. No con seudónimo: el nombre.”

Y así siguió diez minutos.

“No escriban el 31 porque ahí ya no participan”.




“Y el pronóstico del tiempo para esta tarde, amigos, es de 26 grados para las cinco de la tarde, la hora en que salen los niños de las escuelas...”

13 de enero. Escuelas.

Listo. No es que mi viejo ande medio desvariando solo por la genética: es culpa de Cerro Largo. Acá la palabra “lógica” parece alcanzar una dimensión completamente diferente.




Perros dueños de las calles.
Bandadas de aves rumbo a la frontera.
Agentes de tránsito cuidando avenidas sin autos.
El ómnibus que se atrasa apenas media hora.
Un flaquito en la parada que sospechosamente se sube primero a la moto de uno y a los diez minutos al auto de dos chicas.
Veteranos tomando mate en la plaza, en bancos que tienen grafitis de 4:20.
Río Branco.




Calle Hildebrando Vergara
Una casa con cartel de:
“Odontología policial”.
Clubes políticos de gente con diminutivo y sin apellido.
Calles de tierras rojizas bordeadas de casas con mucha pared y poca abertura.
Bienvenidos a Vergara. No sé si es de casualidad o no que recorro este mundo alternando el mirar por la ventanilla con la lectura de Gustavo Espinosa.




Sportivo Minas
Vendo Zorra Tumbera
Bar Pololo bienvenidos
Cosas que una lee al pasar por una ciudad que tiene un cerro al final de cada calle, donde el nomenclátor viene con explicaciones y donde a la hora de la siesta no camina ni el loro.




Llegué ayer a mi casa pasada la medianoche tras un viaje de 5 hs en Rutas del Sol, y acabo de tomarme un Rutas del Plata que en apenas (!!!) 6 horas y media me depositará suavemente en Río Branco, donde un Rutas del Polvo (vulgo Decatur o La Flotta, no tengo claro) en algún momento de la tarde/noche me llevará a la laguna. No voy al encuentro de madre accidentada, que está tranquila y muy bien acompañada en casa de uno de sus primos en Melo, sino que mi papel es acompañar a padre estresado y confuso, que desde hace 55 años no sabe lo que es vivir sin mi vieja.
Matilda, pobre, es la gata más abandonada del verano. Le dejé comida y agua, obvio, pero ella reclama presencia, y eso por unos cuantos días no va a poder ser. Al gato viejo ni lo vi. Mis plantitas, bien, por ahora.
Como dije hace unos días (y me repito mentalmente cada diez minutos): cosas que pasan.





Ayer nos vimos como nos vemos todos en este pueblo: en la calle principal. Yo andaba mirando artesanías y de repente hubo un antes y un después cuando él me clavó sus hermosos ojos verdes, y de la nada y al unísono los dos sonreímos. Después, en un segundo, se lo tragó la oscuridad de Valizas. Era hermoso, coincidimos con una de mis amigas, hermoso al nivel de un Peluffo mejorado. Flaco, canosito, sonrisa franca, fuerte, con dos niños de la mano pero sin madre a la vista.
Volví al rancho medio en el aire, pensando que por un momento había conectado con el hombre más bello de Valizas. Este es un pueblo pequeño; ya se encargarían la playa o la noche de volver a cruzarnos.
Esta tarde nos volvimos a ver, a través de caminos enredados entre el mar y la arena. Iba con uno de sus niños. Nos cruzamos como a ocho metros (yo por la orilla, él más arriba, cerca de la duna). Lo miré. Me miró. Desplegó una sonrisa, saludó con la mano y pronunció una palabra, una sola palabra que me dejó patitiesa y casi hiperventilando sobre la arena tibia de la playa:
_ ¡Profesora!
_ ¿Todo bien?- me escuché responder, mientras empezaba a volver al rancho a paso lento. Las luces de la tarde ya se estaban yendo, el mar rugía fuerte a mi costado y el tiempo seguía su curso sin detenerse, como siempre.
Es dura la vida del docente.




Mi vieja me cambia los planes casi minuto a minuto. Que vaya a Melo a acompañarla, que mejor esté en la laguna con el Cele, que anda medio nervioso, que no, que me quede en Montevideo, que a ella capaz que la trasladan...
Hoy iba a eso de las nueve de la mañana hacia Rutas del Sol, a cambiar el pasaje y de paso encontrarme con una amiga que estaba cerca de la plaza. Diez metros antes un muchacho rubio de ojos claros me saludó con una sonrisa:
_ Hola. ¿Sabés que hoy voy a suicidarme?
Lo miré un segundo: tenía un aire de paz un tanto sospechoso. Le dije algo de que estábamos en Valizas, que disfrutara, y habría dicho algo más, si no fuera porque ahí llegó mi amiga, que me dio un abrazo y dijo:
_ Está bravísima la plaza. Mientras te esperaba vi cómo un flaco duro de merca daba vueltas, vueltas, gritando cosas, hasta que de la nada se tiró contra uno que dormía abajo de la palmera y lo apuñaló en un riñón. El herido, durazo también, se levantó y se puso a dar vueltas a la plaza mientras se levantaba la ropa y se miraba la herida. ¡Vámonos de acá!
Y nos fuimos. Espero que el suicida solo estuviera en un viaje pasajero, y que el desriñonado se haya atendido en algún lado.
Cambié el pasaje en Rutas del Sol para las 3, y ahora en un rato voy a cambiarlo de nuevo, ya no sé para cuándo, como no sé si me voy a terminar yendo a Montevideo, a Melo, a la laguna o a comprar una tarta dulce al boliche de la esquina. Todo puede ser cuando la luna está llena y acaba de haber un eclipse (y tengan en cuenta que -como siempre- solo acabo de contar la mitad de las cosas).

Ooooom.

(Lo de la foto es para recordarles que si se exponen al sol no dejen ninguna zona sin protector, que después una es una colcha de retazos en tonos de rojo y naranja)

Doble oooom.






_ ¿Qué te pasó en el brazo? ¿Te lastimaste?- preguntó un anciano a una empleada de Tienda Inglesa que andaba con el brazo derecho vendado hasta el codo con una de esas cosas que se usan si una tiene tendinitis.
_ No, no: es que me hice un tatuaje- contestó la gurisa, que tendría unos veinte años.
_ Yo también pensé que estaba lastimada.- le comenté a otra empleada, a la que conozco de toda la vida. - Qué raro que la vendaran, en general solo se pone un nylon...
_ No la vendaron en la casa de tatuajes- dijo mi conocida- Esto es cosa de la Tienda. Las contratan si no tienen tatuajes, y si se los hacen las obligan a taparlos.
_ Pensé que se había lastimado trabajando.
_ ¿Viste? La empresa prefiere que parezca que lastiman a sus empleados y no que se los vea tatuados...

Hice un par de compras (literalmente: un par de compras) y cuando iba hacia la caja veo a otras tres empleadas que van charlando casualmente del mismo tema:
_ Y ahora con este calor tengo que andar de manga larga... - iba diciendo una de ellas.

Lo bueno por menos (menos humanidad, menos libertad, menos derechos) en Tienda In gle saaa! 



Entro a Mdeo. Portal y veo que hay 58 "noticias" más importantes que los incendios en Australia, en tanto El País pone 24 cosas antes de nombrarlos, entre ellas que Cameron Díaz tuvo una nena y que el innombrable deja Malos Pensamientos.
No me importa qué tan 4 de enero sea el día de hoy: esta gente tiene una responsabilidad que se está pasando por el orto, y el planeta en que vivimos les importa menos que nada.

Verano, verano, verano, noticias light y superficiales, no vaya a ser que alguien se amargue en sus vacaciones y después dejen de suscribirse. Asco.




El año pasado (hace 8 días) me picó una abeja, y todavía siento picazón en el dedo. ¿Alguien sabe si es normal que dure tanto el efecto? Me acabo de revisar el dedo (que está hinchado) y saqué una cosita negra que capaz que era un resto de aguijón, pero no sé. Malditas abejas. Son el animal más importante del planeta y bla bla bla, pero lpmqlp, bicho de efecto a largo plazo!

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