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jueves, 13 de junio de 2013

Memoria afectiva






8 DE ABRIL

Otra vez los bichitos.
         Antes no me pasaba esto de tener que rascarme como una condenada, pero ahora sí, cada vez con más frecuencia. Ayer incluso lo hice tan seguido y con tanta fuerza que me saqué un poco de sangre y tuve que pasar la tarde mordisqueando el aire para espantar a una mosca demasiado atrevida que me revoloteaba alrededor, hasta que me la comí. Fue casi lo único del día, sin contar el pedazo de pan que encontré tirado de mañana y el hueso pelado que dejó abandonado el de enfrente. Voy a ver si mañana las cosas mejoran y encuentro algo más, porque entre los ruidos de mi panza y las costillas que se me marcan ya ni me reconozco, y eso que yo solía ser la más linda del barrio cuando cachorrita, o al menos eso me decían.
         No sé a quién más hacerle fiestas a ver si me invita con alguna cosa; paso moviendo la cola y mirándolos a todos a los ojos, pero cuesta no desanimarse cuando las horas pasan y las personas también.
Ya aparecerá algo.
Ojalá.
        

2 DE MAYO

Hace dos semanas que estoy en una nueva casa.
Bueno, estar, lo que se dice estar, no estoy mucho, pero al menos me dejan dormir en el patio por la noche, en unos cartones que arrimaron debajo del parrillero. Están un poco húmedos. Algo es algo.
Los más chicos de la manada son un castigo, aunque la voy llevando. Ayer me persiguieron por todo el patio soplándome una corneta en las orejas para ver cómo corría, hasta que uno de los grandes les pegó cuatro gritos y tuvieron que entrar a la casa. Por fin tuve un poco de paz. En realidad creo que hubiera preferido entrar, con los demonios esos y todo; el tiempo está empeorando y pasé la noche en un solo temblor. Capaz que es también por el hambre, porque como me dan solo lo que les sobra a veces me duermo sintiendo cómo me gritan las tripas, pero ellos no se enteran porque su cuarto está lejos y mis lamentos no les llegan.
Hace tres días que me acostumbré a escaparme al mediodía, cuando el humano saca la moto del patio, caminar un rato y pararme en la puerta de un supermercado donde todo el tiempo entran y salen personas, algunos cargados con paquetes que prometen toda clase de comidas. Yo los miro, los miro, les pongo mi mejor cara, pero hasta ahora no he logrado mucho. Hubo uno alto, ese sí, que me llamó, me hizo unos mimos y hasta me dio algo de carne en la esquina, pero cuando lo vi entrar a su casa y cerrar la puerta comprendí que su interés se había terminado y me volví al patio y el hueco debajo del parrillero.
Y acá sigo.


15 DE MAYO

Hoy me encontré de nuevo al grandote de la otra vez, y volvió a darme comida. Me sacó también fotos, como cuatro fotos. Debo haber salido muy demacrada; a esta altura no hay manera de evitar que se me marquen las costillas, porque los del patio y los niños malvados se ocupan cada vez menos de mí. A veces pienso que se olvidaron de mi existencia.
Por supuesto que lo seguí hasta la casa, que no es muy lejos del supermercado, y esta vez esperé un rato ante su puerta una vez que la hubo cerrado. Hice bien, porque al rato me trajo un recipiente con agua (limpia, para variar) y me habló muy cariñosamente. A mí me gusta el grandote, pero me pareció que por alguna razón no me va a adoptar, al menos por ahora.
Por eso, cuando cerró la puerta la segunda vez, me fui.
No estoy muy fuerte que digamos para las desilusiones, y además la noche se venía lluviosa y helada, pero sé que hice mal, especialmente porque la puerta del patio estaba cerrada cuando llegué y tuve que pasar toda la noche debajo de uno de los cajones de verdura, en la vereda del supermercado. Menos mal que los dueños no se dieron cuenta o me sacaban a pedrada limpia, como hicieron la semana pasada.
Cuándo dejará de llover.
Cuándo tantas cosas.


13 DE JUNIO

Hoy sí que fue un día raro. No sé si bueno o malo, pero raro sí, sin dudas.
En plena tarde, mientras hacía mi clásica función en la puerta del supermercado, cuál no sería mi sorpresa al ver de nuevo al grandote, que pensé que habría desaparecido del todo. Le hice muchas fiestas y él me correspondió, e incluso me llevó hasta la puerta de la carnicería, donde consiguió carne fresca y sabrosa. Hacía días que no comía algo que no oliera mal. Quizá meses.
De la carnicería emprendimos el camino a su casa. Yo lo seguía contenta y esperanzada, pero en eso sentí que me llamaba el de la moto. El del patio. El de los niños de la corneta. 
Crucé la calle hasta él, a ver si se había arrepentido de maltratarme y dejarme sola todo el día, pero no. Solo me llamó para marcar que (según parece) era algo así como “mi dueño”.
“Listo”, pensé. “Ahora me lleva de arrastro al patio y al infierno”.
Pero no, porque en eso el grandote (con muy buenos modos, debo reconocerlo) se puso a hablar con él y a decirle que no parecía estar ocupándose de mí si me dejaba sola todo el día, si me tenía flaca a más no poder, si en cualquier momento me mataba un auto por andar vagando por las calles. El otro pareció dudar, decidir si pelear por mí o por su honor, pero no mucho, a decir verdad, porque de pronto escuché que le decía:
_ Bueno, si te la querés quedar, por mí, quedatelá.
Y se dio media vuelta y se fue, sin mirar hacia atrás ni una sola vez. A mí me pareció que hasta se iba aliviado. Yo pensé que me iba a defender un poco, pero nada, ni un segundo. 
Me fui caminando con el grandote, que me llevó hasta su casa y esta vez sí me hizo pasar. Tuve que aprender a subir una cosa larga y con vueltitas que ellos llaman escalera, pero no fue difícil. Una vez adentro lo primero que miré fue que aunque el espacio era pequeño al menos no había patio, ni humanos pequeños, ni cornetas, y me puse a saltar y mover la cola de puro contenta. Él apenas entramos se dirigió  a la otra habitación y cerró la puerta, a través de la cual al ratito se empezaron a oír roces en la madera y maullidos suaves, como de gato de casa. A mí me gustan los gatos de las casas; son muy suaves y mimosos. Los de la calle no, porque más de una vez me robaron la comida a arañazo limpio, pero los que tienen familia me caen muy bien. Sí, ya me han dicho que los perros no debemos ser amigos de los gatos, pero yo soy así, qué le voy a hacer. Me caen bien.


20 DE JUNIO

Al final no me quedé a vivir en lo del grandote; resulta que él era solo un nexo hacia otro destino, en el que estoy ahora.
Vivo con otros perros y algunos gatos. No entiendo mucho cómo es esta familia; hay varios humanos que van y vienen durante el día y uno solo que se pasa aquí todo el tiempo pero nos tratan bien, con cariño. La humana que me trajo me tuvo incluso una noche en su casa y se ocupó de bañarme y matarme los bichitos, así que estoy como quien dice empezando una nueva vida.
Ya ni me acuerdo de cómo fueron las muchas casas en las que he estado antes. Los perros tenemos memoria afectiva pero no anecdótica, por suerte.
Y disculpen, pero ya es la hora de la cena y debo acercarme al reparto, o no me tocan los mejores pedazos. Buenas noches.

domingo, 9 de junio de 2013

UNA VEZ DORMÍ OCHO HORAS...




                Entré al bar por el patio trasero, como lo hacían todos, y consideré la posibilidad de ocupar alguna de las mesas debajo del parral donde el aire de la tardecita se hacía sentir en rachas suaves, pero terminé por instalarme en la sala interior, donde ya había varios grupos de personas. Deben ser todos conocidos, pensé. La mayoría rondaba los veintipico, y había en el ambiente un cierto clima de expectativa que atribuí a la tarde de domingo, con la clásica operación de mirar y ser mirado reducida al interior de un establecimiento en virtud del frío que este año se empezaba a sentir cada vez más temprano.
                La dueña, una mujer de unos cincuenta años regordeta y simpática, apareció a los pocos minutos con un cortado y dos medialunas que yo no recordaba haber ordenado. En verdad justo estaba por decidirme por algo dulce, dudando entre la torta de chocolate y los panqueques con dulce de leche. La miré interrogativa.
                _Tú aceptaste la dos cuando te pregunté si estaba bien, ¿te acuerdas?
                Sí, me acordaba, pero yo había pensado que se refería a la mesa dos, no a una promoción. Detesto los combos y me hubiera encantado pedir cualquier otra cosa no organizada de antemano. Igual, no importaba. O un poco sí, porque las medialunas eran de esas de color amarillo rabioso y altísimas, con pan como para cuatro porciones y fiambre y queso apenas dibujados con tinta traslúcida en el medio del socotroco, pero no opuse resistencia. La masa era chiclosa y me costó muchísimo pasar cada bocado.
                En eso estaba cuando a mi alrededor se empezó a gestar un movimiento de general nerviosidad. ¡Estaba por empezar el concurso! ¿Cómo que qué concurso? EL concurso. Una competencia de saberes y opiniones, por parejas, que se desarrollaba en forma simultánea en toda la ciudad. Ese bar era una de las filiales donde se daba la competencia, lo que me llevó a comprender cómo es que había tanta gente allí, cuando Melo por lo general los domingos solo bosteza y mira la tele.
Yo había ido sola, por unos trámites familiares, y me hallaba instalada en un hotel enorme y tranquilo de las afueras, sobre una calle de doble vía que una vez había pretendido ser el nuevo centro de la ciudad y ahí seguía, medio siglo después, sin siquiera ser pavimentada, con los yuyos y los bichos creciendo alegremente sin barrera alguna ni de hombres ni de cemento. A la mañana siguiente partiría en el ómnibus de las ocho de vuelta a mi casa en Montevideo, y esa oportunidad de pasar la noche sola en el oscuro rincón de los orígenes de mi gente me parecía por lo menos romántica y hasta casi aventurera.
                La competencia se desarrollaba de manera simultánea en todas las mesas donde una pareja participaba, e incluía un ítem de opinión, una pregunta de cultura general y una fundamentación de alguna cuestión teórica, todo lo cual se planteaba en prolijas tarjetitas blancas que se entregaban a uno de los dos jueces al terminar.
Cuando habían pasado unos minutos me retiré para hacer uso del baño, en el patio trasero. A la salida demoré varios minutos jugando con un gatito bebé hasta que la dueña, celosa a más no poder desde la casa de al lado, lo hizo entrar y me privó de la diversión. En ese momento me di cuenta de que el patio ya estaba baldeado y las sillas y mesas del mismo apiladas prolijamente sobre un costado, es decir, que toda la actividad se concentraba ahora en el interior del establecimiento.
Y allá fui.
Se estaban dando los puntajes. A la primera pareja, dos muchachos, los avergonzaron horriblemente al decirles que no habían pasado del mínimo porque la opinión que plantearon en el primer ítem era tan pobre como previsible. Eran muy exigentes y despiadados estos jueces melenses. Los participantes lo aceptaron contritos aunque se defendieron mínimamente aduciendo que a uno de los dos se le había roto la moto, por lo que llegaron con el tiempo justo y en un estado de ánimo nada apropiado para la argumentación persuasiva, pero nadie les llevó el apunte y se continuó con la entrega de resultados.
Terminé mi medialuna, pagué y ya me estaba retirando cuando me llaman los muchachos de una mesa cercana para preguntarme quién soy y qué estoy haciendo ahí, sola. Aprovecho para preguntarles quién ganó la competencia y por sus caras de extrema sorpresa deduzco que es algo de todo punto inadmisible que alguien hubiese permanecido en el bar sin prestar atención a cómo se iba definiendo la cosa. Habían ganado ellos, al menos en esa primera etapa. Los felicité y me quedé un ratito conversando, pero no mucho. Uno de los triunfadores trató de cimentar su triunfo intelectual conquistando a la nueva u obteniendo al menos mi teléfono pero no lo logró, porque a esa altura lo único que yo quería era volver al hotel antes de que cayera la noche.
Se me ocurrió que lo mejor sería no subir hasta la ruta sino tomar por la calle trasera, caminar unas ocho o diez cuadras y allí sí, subir un par más por la doble vía del hotel, y emprendí el camino. Bueno, camino, lo que se dice camino en verdad no fue, ya que a los pocos pasos me di cuenta de que volar sería infinitamente más práctico, y me elevé medio metro, con lo cual evitaba pasar demasiado cerca del pajonal de la esquina. Cientos de pájaros blancos, parecidos a lechuzas y en su mayoría pichones, ya estaban dispuestos a conciliar el sueño al borde del pajonal y me miraron pasar volando bajito sin inmutarse en lo más mínimo. Siempre que vuelo me pasa lo mismo: los animales lo aceptan mucho mejor que las personas, porque es algo natural y ellos lo saben.
Hacía años que no volaba; casi había olvidado que podía hacerlo. Y ni necesitaba aletear: aunque traté de colaborar con la operación moviendo brazos y piernas (porque me parecía que al menos debería tratar de imitar a las aves) nada cambiaba con ello mi forma de desplazarme, que consistía en un vuelo rasante con no más de una o dos cuadras de autonomía cada vez. Me pregunté por qué había dejado de hacerlo hacía tanto tiempo si era tan maravillosamente placentero y liberador, pero no supe responderme. Es verdad que muchas veces me había soñado volando, pero no era lo mismo que ahora, que sí lo estaba haciendo de verdad.
En la esquina del hotel pensé que la doble vía estaba aún más inundada de agua y de yuyos de lo que había previsto; tendría que volar todo el trayecto hasta mi punto de destino o me embarraría de pies a cabeza.
Ciudad rara, esta Melo. Semejante hotel de lujo, en una calle con pretensiones de gran avenida, y el turista lo único que ve al llegar son charcos barrosos y matorrales espesos. Tendrían que ponerse a arreglar las calles y dejarse de concursitos.
Levanté vuelo por última vez y me dirigí al hotel, que ya era tarde y a la mañana siguiente tendría que madrugar.