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domingo, 9 de junio de 2013

UNA VEZ DORMÍ OCHO HORAS...




                Entré al bar por el patio trasero, como lo hacían todos, y consideré la posibilidad de ocupar alguna de las mesas debajo del parral donde el aire de la tardecita se hacía sentir en rachas suaves, pero terminé por instalarme en la sala interior, donde ya había varios grupos de personas. Deben ser todos conocidos, pensé. La mayoría rondaba los veintipico, y había en el ambiente un cierto clima de expectativa que atribuí a la tarde de domingo, con la clásica operación de mirar y ser mirado reducida al interior de un establecimiento en virtud del frío que este año se empezaba a sentir cada vez más temprano.
                La dueña, una mujer de unos cincuenta años regordeta y simpática, apareció a los pocos minutos con un cortado y dos medialunas que yo no recordaba haber ordenado. En verdad justo estaba por decidirme por algo dulce, dudando entre la torta de chocolate y los panqueques con dulce de leche. La miré interrogativa.
                _Tú aceptaste la dos cuando te pregunté si estaba bien, ¿te acuerdas?
                Sí, me acordaba, pero yo había pensado que se refería a la mesa dos, no a una promoción. Detesto los combos y me hubiera encantado pedir cualquier otra cosa no organizada de antemano. Igual, no importaba. O un poco sí, porque las medialunas eran de esas de color amarillo rabioso y altísimas, con pan como para cuatro porciones y fiambre y queso apenas dibujados con tinta traslúcida en el medio del socotroco, pero no opuse resistencia. La masa era chiclosa y me costó muchísimo pasar cada bocado.
                En eso estaba cuando a mi alrededor se empezó a gestar un movimiento de general nerviosidad. ¡Estaba por empezar el concurso! ¿Cómo que qué concurso? EL concurso. Una competencia de saberes y opiniones, por parejas, que se desarrollaba en forma simultánea en toda la ciudad. Ese bar era una de las filiales donde se daba la competencia, lo que me llevó a comprender cómo es que había tanta gente allí, cuando Melo por lo general los domingos solo bosteza y mira la tele.
Yo había ido sola, por unos trámites familiares, y me hallaba instalada en un hotel enorme y tranquilo de las afueras, sobre una calle de doble vía que una vez había pretendido ser el nuevo centro de la ciudad y ahí seguía, medio siglo después, sin siquiera ser pavimentada, con los yuyos y los bichos creciendo alegremente sin barrera alguna ni de hombres ni de cemento. A la mañana siguiente partiría en el ómnibus de las ocho de vuelta a mi casa en Montevideo, y esa oportunidad de pasar la noche sola en el oscuro rincón de los orígenes de mi gente me parecía por lo menos romántica y hasta casi aventurera.
                La competencia se desarrollaba de manera simultánea en todas las mesas donde una pareja participaba, e incluía un ítem de opinión, una pregunta de cultura general y una fundamentación de alguna cuestión teórica, todo lo cual se planteaba en prolijas tarjetitas blancas que se entregaban a uno de los dos jueces al terminar.
Cuando habían pasado unos minutos me retiré para hacer uso del baño, en el patio trasero. A la salida demoré varios minutos jugando con un gatito bebé hasta que la dueña, celosa a más no poder desde la casa de al lado, lo hizo entrar y me privó de la diversión. En ese momento me di cuenta de que el patio ya estaba baldeado y las sillas y mesas del mismo apiladas prolijamente sobre un costado, es decir, que toda la actividad se concentraba ahora en el interior del establecimiento.
Y allá fui.
Se estaban dando los puntajes. A la primera pareja, dos muchachos, los avergonzaron horriblemente al decirles que no habían pasado del mínimo porque la opinión que plantearon en el primer ítem era tan pobre como previsible. Eran muy exigentes y despiadados estos jueces melenses. Los participantes lo aceptaron contritos aunque se defendieron mínimamente aduciendo que a uno de los dos se le había roto la moto, por lo que llegaron con el tiempo justo y en un estado de ánimo nada apropiado para la argumentación persuasiva, pero nadie les llevó el apunte y se continuó con la entrega de resultados.
Terminé mi medialuna, pagué y ya me estaba retirando cuando me llaman los muchachos de una mesa cercana para preguntarme quién soy y qué estoy haciendo ahí, sola. Aprovecho para preguntarles quién ganó la competencia y por sus caras de extrema sorpresa deduzco que es algo de todo punto inadmisible que alguien hubiese permanecido en el bar sin prestar atención a cómo se iba definiendo la cosa. Habían ganado ellos, al menos en esa primera etapa. Los felicité y me quedé un ratito conversando, pero no mucho. Uno de los triunfadores trató de cimentar su triunfo intelectual conquistando a la nueva u obteniendo al menos mi teléfono pero no lo logró, porque a esa altura lo único que yo quería era volver al hotel antes de que cayera la noche.
Se me ocurrió que lo mejor sería no subir hasta la ruta sino tomar por la calle trasera, caminar unas ocho o diez cuadras y allí sí, subir un par más por la doble vía del hotel, y emprendí el camino. Bueno, camino, lo que se dice camino en verdad no fue, ya que a los pocos pasos me di cuenta de que volar sería infinitamente más práctico, y me elevé medio metro, con lo cual evitaba pasar demasiado cerca del pajonal de la esquina. Cientos de pájaros blancos, parecidos a lechuzas y en su mayoría pichones, ya estaban dispuestos a conciliar el sueño al borde del pajonal y me miraron pasar volando bajito sin inmutarse en lo más mínimo. Siempre que vuelo me pasa lo mismo: los animales lo aceptan mucho mejor que las personas, porque es algo natural y ellos lo saben.
Hacía años que no volaba; casi había olvidado que podía hacerlo. Y ni necesitaba aletear: aunque traté de colaborar con la operación moviendo brazos y piernas (porque me parecía que al menos debería tratar de imitar a las aves) nada cambiaba con ello mi forma de desplazarme, que consistía en un vuelo rasante con no más de una o dos cuadras de autonomía cada vez. Me pregunté por qué había dejado de hacerlo hacía tanto tiempo si era tan maravillosamente placentero y liberador, pero no supe responderme. Es verdad que muchas veces me había soñado volando, pero no era lo mismo que ahora, que sí lo estaba haciendo de verdad.
En la esquina del hotel pensé que la doble vía estaba aún más inundada de agua y de yuyos de lo que había previsto; tendría que volar todo el trayecto hasta mi punto de destino o me embarraría de pies a cabeza.
Ciudad rara, esta Melo. Semejante hotel de lujo, en una calle con pretensiones de gran avenida, y el turista lo único que ve al llegar son charcos barrosos y matorrales espesos. Tendrían que ponerse a arreglar las calles y dejarse de concursitos.
Levanté vuelo por última vez y me dirigí al hotel, que ya era tarde y a la mañana siguiente tendría que madrugar.

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