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sábado, 6 de octubre de 2018

Octubre 2018





Dos y pico de la tarde de un miércoles somnoliento. Salí de 3 Cruces luego de volver de Florida y me subí al primer bus que llevaba puesto un “Ciudadela” en su destino. No había almorzado, venía con solo tres horas de sueño de la noche del martes y traía en la mochila las designaciones para el año que viene; el 330 iba medio vacío y ya estaba por elegir un asiento cuando fui saludada por una mujer rubia cuyo rostro me sonó levemente familiar. 
_ ¡Profesora! ¿Cómo andás? 
Mmmmh... 
Por suerte le pregunté, y me dijo quién era: alguien que me había visto en una jornada por el Día del Libro en la UTU central, el año pasado. La ubicaba perfectamente, pero solo de nombre; es interesante como la gente que una no ve o no conoce personalmente se aloja en la memoria con el nombre y la foto de redes sociales como única identificación. 
_ Leo todos tus cuentos, especialmente los de gatos- me dice, y yo me pregunto qué pensaría de un texto bastante hot que escribí ayer para el taller y que (¡horror de horrores!) después perdí por ahí en el correr del día, ni idea de dónde. 😱 
La mujer, que es Directora de una UTU, lamentó no haberse acordado de invitarme a un mundial de poesía espectacular que tuvo lugar en su centro hace un par de días. Mientras habla saca unos librillos, elige uno que no está dedicado y me lo regala antes de bajarse, una parada después. 
Mirá vos, las redes sociales ( virtuales y de las otras), cómo se entretejen formando diseños inesperados.
Y aquí voy por fin rumbo a casa, en un 106 bastante lleno, mientras cae la tardecita con lluvia mansa y el centro está medio enloquecido por un encuentro de cooperativistas en la Plaza Independencia. 
Por ahora esta cooperativista se dirige a su hogar sin sentimientos de culpa, pensando que va a encontrarse en breves minutos conla poesía de un dominicano que le resulta desconocido, y que antes de bajarse del 106 TIENE sí o sí que comprar comida para gatos, o estalla la revolución en los dominios de Arbolito.


Ps: si encuentran por algún lado el cuento hot, desde ya aclaro, afirmo y porfío que no es mío. Aviso.




Stranger things. 
Llego a casa una y pico de la madrugada, bajo un cielo anaranjado rabioso, cual si estuviera amaneciendo fuera de hora. No había tormenta, no había incendio ni eran las luces. Tampoco el alcohol, y como muestra valga una foto. 
Salgo rumbo a la parada a las seis y cuarto. Un picaflor me sigue, se para en el asta de la bandera de la cooperativa hasta que saco la foto, y recién ahí levanta el vuelo y se pierde entre los árboles.
Son señales, no tengo la menor duda, señales. 
Debo dormir más. 
Debo dormir más. 

Debo dormir más.



Subís al ómnibus y te invade esa felicidad pequeñita de los detalles imprevistos: hay muchos asientos libres, la tele viene con Roger Waters y la radio con Cranberries. En ese momento una voz desagradable interrumpe a Cranberries y se pone a hablar de darle una mano a la gente. Listo. Petinatti mata felicidad, y no hay asiento ni Roger que valga. Menos mal que el viaje es corto. Ooom.




Salí del CES después de muchas horas de trabajo, porque repuse las que no hice ayer por elección de horas en Florida, y empecé a caminar hacia la parada. Mi cabeza era un laberinto de variables, como le pasa a la mayoría de los docentes por estas fechas: iba comparando tiempos de viaje, días de vacaciones, climas de trabajo y un largo etc entre dos posibles lugares. Horas de clase o de las otras: ahí estaba (y sigue estando) el meollo del asunto. 
Al pasar frente a la Ciudadela, una figura femenina recostada a una columna: ex alumna de Artístico del IAVA. Primero me miró sin reconocerme, pero al instante una sonrisa le iluminó la cara. 
_ ¡Profe! ¿Cómo andás?
_ Bien, bien. ¿Vos? ¿Seguís estudiando?
_ Sí: hago joyería en la UTU, ahora voy para ahí. ¡Mirá!- y me mostró dos preciosos anillos que llevaba puestos en la mano izquierda, uno solo de metal y el otro con una piedra color borra de vino
_ ¡Qué divinos!
_ Sí, están buenos.- respondió, orgullosa de su arte- ¿Vos seguís dando clase?
_ Sigo. En el IAVA. 
_ ¡Qué bueno, qué bueno que sigas, profe: le hacés un favor al mundo!- terminó, al tiempo que nos despedíamos con una sonrisa, porque su ómnibus acababa de llegar
Vaya, vaya, con esto de las señales, me quedé pensando mientras caminaba hacia mi parada. Tan claras a veces, ellas. Vaya, vaya.


Estimado lector, me olvidé de decirle que este era un post mitad crónica, mitad misticismo y mitad autobombo (y que las matemáticas nunca fueron mi fuerte). Que tenga usted un buen día.




Viernes, 19 horas, MNHN, charla de Rinderknecht (alias dios) sobre paleontología. Entre las 30 personas del público había especialistas en el tema, gente del museo, aficionados como una y, especialmente, me llamó la atención una joven madre que estaba con sus dos hijos, dos gurises de unos 5 y 6 años. Ellos, uno rubio y el otro morocho, eran bellísimos, andaban aún con el uniforme del colegio, y no se mantuvieron callados más de dos minutos seguidos durante los tres cuartos de hora que duró la presentación y charla sobre videos y fósiles. TODO el tiempo intervenían y hacían preguntas, o sea que ya se pueden imaginar cómo estaría una servidora, que no es precisamente el ser más maternal del mundo... No, no, queridos, todo lo contrario: una asistía admirada, porque los dos pendejos eran unas luces, y hacían preguntas de lo más atinadas, demostrando concentración y reflexión sobre los conceptos que se iban tratando. Además levantaban la mano pidiendo la palabra, y cada vez las preguntas o conclusiones eran similares a las que podríamos plantear el resto de los presentes. Rinderknecht también arrancó en esto de chiquito, ya a los 8 años era colaborador honorario del Museo de Historia Natural, mi museo preferido de la infancia, en la época en que estaba al lado del Solís. 
Todo esto para decir que está bueno encontrarse de vez en cuando con los miembros de la tribu, sean de la edad que sean, niños genios de primero de escuela, científicos como Rinderknecht o simplemente obsesivos como una. 

Háganme un favor: cuando yo me muera donen mis huesos a algún museo, ta?. Los frescos no, porque para ser fósiles tienen que tener por lo menos diez mil años, y todavía me faltan algunos. Están en el galpón, los van a ver enseguida. Muchas gracias.




Después de sacar 6 bolsas de pasto y yuyos, 327 caracoles, 4 ramas grandes y 432 hojas secas de malvón, 54 ramas de seto espinoso y 8 nylons en diverso estado de deterioro. 
Después de pincharme 20 veces los 5 dedos de la mano derecha (la única que puedo usar por ahora). 
Después de explicarle 4 veces a Matilda que no estaba jugando con ella y de gritarle otras 3 veces que se dejara de correr a la gata de la vecina. 
Después de enfrentar a 2 arañas con ínfulas territoriales.
Después de arrancar cuchillo en mano y de raíz unas 30 malezas. 

Después de 1 hora de trabajo al sol, después de 3 meses de no haber podido encararlo, al fin, hoy arreglé el jardín del frente. 




La profe muestra la hilacha

"Tirarse una cañita al aire", he leído por varios lados, y en verdad la frase es "tirarse una canita al aire", viene de sacarse una cana y hacerse el péndex, no de festejar tirando una cañita voladora.

Esto me hace acordar a mis estudiantes de cuarto, que cuando hablo de España y la dominación musulmana siempre me dicen "ah... ¿la frase era "no hay moros en la costa"?... Yo siempre dije que "no hay monos..."

De igual modo, cada vez más escucho decir que Fulanita (el motivo de la frase suele ser una mujer y no un hombre, igual que el de la canita siempre es un tipo, en fin) "está desalineada". No, m`'hijo, no está desalineada, porque no es un auto: capaz que está está desaliñada.

Ta, era eso. 

Por ahora. 




Leyendo Las arañas de Marte, de Gustavo Espinosa, me sonaba que el título venía por Bowie pero igual lo busqué por las dudas. Según la Wikipedia en Marte hay de verdad "arañas", que son unas grietas en la superficie con forma de patas, pero aclara que Bowie inventó el nombre de la banda mucho antes de que se descubrieran esas formaciones geológicas. Parece que en un partido de fútbol en 1954 hubo un avistamiento OVNI que paralizó a los 10.000 asistentes, y el objeto volador no identificado al final resultó ser solo un grupo de arañas migrantes.
Ta, eso. Compartiendo wikipedia, se llama esta sección. 

Sigo con Espinosa.




_ Al Correcaminos depende de cómo lo agarres- me había dicho Huguito en el hostel- Hay días que está bárbaro, charla contigo, te presta el barre olas, y de repente la otra mañana te saluda apenas y se vuelve a meter en el rancho. 
Totalmente cierto, pienso mientras lo escucho, ya lo he vivido como veinte veces, pero no me importa.

El lunes pasado veníamos Diana y yo por la playa, desde la ensenada que está al otro lado del arroyo, cuando lo vi en el porche, almorzando. Por suerte estaba en un día sociable, aunque no nos detuvimos más de cinco minutos a charlar de playa a rancho, por las dudas. Con Marcelo alias Correcaminos me pasa algo raro, y es que no importa por cuánto tiempo no lo vea yo siento que hay una corriente de afecto que se activa en un segundo. Con otras gentes hay un par de minutos de tanteo social, de saludos convencionales, pero con él todo es directo, sin prólogos ni vueltitas. Igual me sucede con Graciela, mi amiga de cuando íbamos al IAVA, a la que veo cada cinco o diez años. Pertenecen a ese tipo particular de amigos con los que uno se siente identificado y cercano más allá de vivir en mundos distantes o de transitar por caminos que casi nunca se cruzan.

La amistad es el único afecto que no requiere de la frecuentación, decía el viejo Borges, y yo creo que tiene razón, al menos para este tipo de amigos. El problema es que a veces alguien tiene que irse, y uno no tuvo tiempo de despedirse y decirle que lo quiere mucho. Ya nombré hace un rato a Marcelo y a Graciela; el tercero era Pepe. Pepe el buenazo, mi nexo con Valizas en el invierno, el que me dejaba quedarme en su rancho si me agarraba la noche y no encaraba caminar hasta Malvinas, el que tuvo panadería y cuando caía la tarde regalaba a la gente del pueblo todos los bizcochos que le quedaban para que matearan contentos, el que tenía cinco años más y cumplía el mismo día que yo, el que casi se pone a llorar cuando un turismo le caímos decenas de amigos por sorpresa y descubrimos un cartel con el que denominábamos "Calle Pepe" a la que pasa por el frente de su rancho. Debe hacer 20 años que no lo veía, y cuando pregunto por él en medio de una charla de desayuno con sol y pajaritos en el hostel, Huguito me dice que no me va a gustar enterarme de esto pero hace un mes que Pepe se murió, y de repente el mundo se me queda nublado, negro y en silencio.

Todo esto para decir que no nos olvidemos de nuestra esencial condición de paso. Memento mori, decían antes: acordate de la muerte. Y si vas a Valizas un fin de semana de acá a fin de año avisame, y capaz que nos cruzamos. 

Carpe diem.




Ta, ta, ta, ta... Menciono hoy en una crónica a mi amiga Graciela, a la que veo una vez por década, que no tiene redes sociales, y me manda un mensaje así, de la nada! 

Voy a ver si menciono a Peluffo, a ver si también funciona con él.




Se pasan las horas cantando en el patio, probándose extraños vestuarios hechos por ellos mismos para alguna materia o armando exposiciones de artes plásticas. Organizan su propia cantina ante el cierre de la oficial, venden las tortas de chocolate al lado de las veganas. Respetan a quienes piensan distinto o parecen ser diferentes. Les nombro a Dostoyevsky y hay dos que están por leer Crimen y Castigo. Tienen sus propias bandas, actúan, bailan o dirigen documentales. Saben más que yo de Historia, de animación, de fotografía. Son alegres y coloridos, inquietos y reflexivos. 
Cada año pienso si no será hora de volver al barrio y olvidarme del IAVA, pero sé que no puedo. Este romance comenzó en 1982 y si bien hemos estado años distanciados la relación no se termina, como no se terminan los gurises queribles ni los escritos por corregir. 
Bueno, ta, es la verdad. Cortá con tanta dulzura. 

IAVA: adorables, pero muchos. 




Despierto diez minutos antes de que suene la alarma, y ya de entrada me sorprende el silencio de la casa. Me muevo un poco para prender la computadora, incluso empiezo a escuchar un programa: nada. ¿Qué le pasa a Matilda que no aparece por mi puerta a llorar y reclamar por su comida? Raro. Y más cuando bajo a la cocina, el gato viejo maúlla pidiendo sardinas, y ni rastros de la gata. ¿Le habrá pasado algo? Comienzo a preparar mi desayuno, tratando de no preocuparme, hasta que de pronto me parece escucharla. Salgo al frente, pero no está. No la veo en el fondo; entro a pensar si no estará lastimada más allá del muro, si tendré que llevarla al veterinario, si algo me complicará en un día en que bajo ningún concepto puedo faltar al liceo, hasta que suena otro maullido. Es acá nomás, pero hasta el segundo reclamo no logro verla, porque está metida abajo de la pileta de lavar. Sus ojos alternan entre los míos y el suelo, al lado de la vieja regadera de jardín. Me agacho a mirar, y ahí entiendo todo. Tiene a un pichoncito de paloma acorralado entre la pared y la regadera; el pobre está muy asustado, pero intacto. Lo envuelvo en un repasador, salgo al frente y lo deposito en el enorme macizo de plantas de una vecina, a unos veinte metros de mi casa. Él aleteó un poco pero se ve que entendió, porque se dejó llevar tranquilo. Cuando lo solté salió todo esponjado y se escondió bien adentro, junto al tallo de la planta. Quedó invisible. Desde entonces tengo una gata que me reclama de la manera más insistente que puede, pero ya se sabe que en esta casa a gatos cazadores oídos proteccionistas. 

Y así estamos.



Salpicón de sábado.


Valizas se lució a toda primavera, sol y poco viento, con pascualinas y Ricarditos del Tío Pato, con el hostel renovado y La Proa espectacular, entre espumas, fósiles y caracoles. Todo pide foto. Diana canta y bailotea por la playa; yo me reencuentro con varios de mis amores. Una conocida me muestra su colección de gliptodontes, otro habla largo y tendido de sus proyectos gastronómicos y un tercero se olvida de que me eliminó de facebook cuando no quise comprar su rancho y saluda de lo más simpático. Hugo, eterno habitante del hostel. Rubén y Leo, dos soles que nos encantan con sus historias de Grecia y de Amsterdam. Busco a la mariquita que pegué en un árbol el año pasado y ahí sigue. Hay perra nueva que no se sabe perra, vive entre los humanos y se llama Joaquina, y gata bellísima Milu que se prende de mi pelo como si no tuviera otros juguetes en el pueblo. Conozco a una escritora que vive en Valizas y charlo con algunos de los 40 gurises de Paysandú que vinieron por tres días con dos maestras y un gendarme (vulgo directora) que no se saca la túnica ni para ir a las dunas, los obliga a comer toda toda toda la comida y se pasa el día entero gritoneando. Hace un rato nos invitaron al agite del boliche frente al hostel; Valizas en octubre mueve y mueve, así que por ahora capaz que pinta siesta desfasada. Linda gente en el pueblo. Ampliaremos. O no. 




Garzas blancas que se posan en lo alto de los pinos. 
Tordos azulados que picotean flores rojas.
Patos blancos, grises, de cuello tornasolado. 
Cardenales de copete rojo y dorados dorados. 
Picaflores grises. 
Perros buenos y de los otros. 
Horneros con ramitas y barro. 
Y una persona sola recorriendo el pueblo a las ocho, tras dos horas de caminar por la playa, minutos antes del desayuno multietario e internacional en el patio del hostel. 

Vida. Eso.



Todo puede suceder en Valizas. Que haya dos días seguidos sin viento. Que un lobito pase horas jugueteando en la orilla. Que el Tïo Pato nos cuente del strudel con carne, manzanas y canela. Que yo cargue kilos de fósiles. Que salga de El Puente con tres latas de sardinas para Matilda. Que me inviten a un asado. Que arranque el día confirmando que hay que vivir, que la vida es corta. Que la perra y la gata del hostel me hagan escenas de celos. Que el arroyo se haya movido. Que la espuma esté quieta. Que me haya pasado un par de cuadras de la entrada del pueblo al volver caminando por la playa. Que en Valizas solo se escuchen sapitos y grillos. Que no pasen autos. Que la felicidad te abrace y no te suelte. Todo puede suceder en Valizas. Y sucede.





El muchacho alto y barbado que viaja a mi lado en el 300 viene mirando un partido de fútbol en el celular. Debe ser interesante porque otros dos, que van parados, miran de reojo la pantalla y comentan algo, aunque yo solo diviso unas cosas blancas y rojas que se deslizan sobre fondo verde. 
¿Aprenderá uno a jugar al fútbol mirando partidos?, me pregunto, y pienso en los hinchas que dicen saberlo todo aunque nunca pisan una cancha. La pregunta me lleva a mi viejo: ¿jugaba al fútbol mi padre cuando era joven? ¡Sí! Me viene del fondo de la memoria la imagen del Cele volviendo a casa feliz cada domingo después de jugar con “los muchachos”. Los muchachos eran los del barrio y capaz que algún amigo del Club Primavera, que jugaban en las canchas al fondo de la curtiembre de Sea, frente a mi casa. Una especie de campo enorme (gigante para mis ojos de ocho años), que terminaba en un bosque, el mismo bosque donde una mañana se me fue a morir el Viruta después de que lo atropelló un auto frente a mis ojos impotentes. 
El Cele en el fútbol parece que era bueno o al menos muy querido, porque sus amigos lo aclamaban cuando llegaba. Una vez se lastimó en una caída, una herida tan profunda que tardó como un mes en cicatrizar, y cada noche le decía veinte veces a mi vieja: “¡la rodilla, Inés!”, porque ella era de dormir inquieto y al moverse le rozaba la herida. 
El dueño de la curtiembre era amigo de todos los vecinos, y su hijo dos por tres (generalmente a la hora de la siesta) cruzaba hasta la casilla donde yo vivía a pedirnos un inflador para la bici. Al llegar la adolescencia los dos íbamos al liceo en el mismo ómnibus (él a un privado, yo al 30), y en general se nos pegaba al Cele y a mí en las dos cuadras de camino hasta la parada. Siempre me daba charla, y parecía simpático, pero yo a los 12 o 13 años era un bichito arisco que solo quería que se callara un poco ese pesado. 
Un par de años después los dueños de la curtiembre dejaron el barrio y se mudaron a Carrasco. Las malas lenguas especularon con que los viejos tuvieron miedo de que el nene se enganchara con mi tocaya, con La Mariela De La Parrillada, que lo perseguía tenazmente desde que tenía 10 años, pero no sé. Las morochitas querendonas probablemente eran un problema extra, pero no el principal. Mirando a la distancia, capaz que solo quisieron juntarse con gente de su nivel y alejarse de los partidos de fútbol del domingo con los obreros, de las sirenas de las fábricas y del olor a podrido de las curtiembres.


Levanto los ojos: me acabo de pasar una parada. El muchacho del fútbol en el celular se bajó hace rato, y es tiempo de imitarlo. Vuelvo a la realidad lloviznosa, lejos de los Sea, las rodillas lastimadas y los gatos imprudentes. Era lindo el Viruta. Era muy lindo.




Consulta popular:

¿Ustedes no están hartos de esa moda de meterle música de fondo a cualquier entrevista o llamado telefónico en los programas de radio o televisión? No digo lo que se pone por broma, o que es una señal de algo, sino esa cosa melodramática que implica pescar una emoción en alguien e ipso facto querer intensificarla con un fondo lacrimógeno. Meto en youtube al Chino Darín hablando de la película de los 12 años, llama en vivo Rosencof y ¡paf! Musiquita.

¿No es un poco querer infantilizarnos? Como si alguien nos dijera "dale, llorá, llorá ahora... dale, pensá en Bambi o en Marco de los Apeninos a los Andes, llorá, ¡llorate algo!"

Igual pasa con los videos que se viralizan en esta red, aunque ahí capaz que es por algoritmos y esas cosas que siempre termino viendo animales rescatados a último momento, acciones heroicas de gente común o cómo a veces la vida te da sorpresas sorpresas te da la vida (ay, dios).

A mí me parece que hay algo macabro detrás de esto, pero no logro alejarme para verlo claro. Como si todo nos llevara a la deshumanización y el trabajo de robot, pero este fuera un espacio inofensivo donde no pasa nada si nos permitimos sentir algo. Grandes amores no, dar la vida por tus ideales no, salir de los parámetros no, pero si querés sentir (creer) que estás vivo, acá te damos unas cápsulas de emoción de efecto rápido para que te entretengas. Ojo, no te envicies, ¿eh? Que tenés que seguir trabajando.


(Sí, me fui al carajo, mal yo, ya vuelvo a corregir escritos, termino de ver la entrevista al Chino y ya vuelvo 😱 )




Miércoles. 13.35. Generalmente es tiempo de coordinación, pero hoy decidí cambiarlo por una hora de repechaje con los estudiantes de uno de mis quintos que sacaron bajo el último escrito. Les dije que me esperaran en el salón, que yo iba, y al acercarme me extrañó que estuvieran todos metidos en el de al lado, al que nunca van.
_ ¿Por qué se cambiaron de clase?
_ No sé, nos vinimos para acá- dijeron todos con caras de inocencia, un segundo antes de que yo mirara (como siempre) al pizarrón de tiza, y lo viera tapado de datos que podía preguntarles en el escrito. Ahí entendí: en el salón de ellos solo hay pizarra de acrílico, y los alumnos en general no andan con marcadores. 
_ ¿Ustedes no pensarán que yo voy a dejar eso en el pizarrón, no? 
_ Nooo, nada que ver, profe. Era que estábamos estudiando en el recreo...

Sí, sí. Estudiando. Casi podía sentir las lágrimas resbalando por su alma cuando pasé el borrador sobre lo que habían escrito con tan esperanzada inocencia. Uno de ellos se ofreció a ayudarme a borrar, pero mi dosis de confianza se había agotado por esta hora y preferí hacerlo yo, para evitar todo rastro de palabras.

Mariela: inteligencia... menos en lo del repechaje, que me deja con nuevos escritos para corregir. Muchos más. Interminables más.

Mariela: autoexplotada.

Mariela: exceso de Súper Yo.

Mariela: no aprende más.




Dos voces a mis espaldas, dos mujeres en el 103.

_ Y con este calor los gatos se vienen a dormir conmigo... Ayer los corrí de la cama. 
_ ¿Y tenés muchos?
_ Dos, y son insoportables. ¡Con decirte que me abren la heladera!
_ ¿Eeeh?
_ Me abren la heladera, me abren el horno... No puedo con ellos. Hay uno, un siamés, que es divino, pero no puedo con ellos. Hacen lo que quieren.

Hago un esfuerzo para no darme vuelta y decirle “choque esos cinco!”, mientras de reojo veo que en el 300 de al lado, que viene repleto, el Morocho Rapero anda recorriendo los asientos uno por uno.


Esta es una mañana afortunada, pienso. Sin números musicales en el viaje y confirmando que Matilda no es el felino más insoportable del mundo; no me puedo quejar. El pulgar sigue ahí, quietito y sin acordarse de cómo mover las articulaciones, pero ya se va a despertar. Espero.




Donguorri, que no es lo que parece. Estoy en el Americano, pero no pasa nada. Desperté de madrugada con terrible dolor en pecho y espalda, a la media hora como la cosa seguía llamé al Semm, me dijeron que por las dudas tenían que ingresarme y aquí estoy, tres pinchazos, dos electros, dos extracciones de sangre y una placa mediante. Tengo una vía en el brazo, un brazalete identificador y estoy con electrodos, conectada a un aparato. No me dejan caminar, solo puedo usar silla de ruedas. El dolor se fue hace horas, estoy perfecta, pero en manos de una doctora joven y concienzuda, que no me deja irme hasta agotar todos los estudios. Ya estoy como chancho con Federico, el enfermero, y la nutricionista hace un rato me preparó el desayuno, tema muy importante en la Emergencia, porque estuvieron media hora debatiendo dónde comprar medias lunas, ya que la panadería de siempre no les atendió el teléfono. Fue toda una proeza tomar el café con leche y abrir el paquete de Crackers con un pulgar inmóvil y la otra mano conectada, pero lo logré, aunque el pote de mermelada se resistió tanto que le tuve que pedir ayuda a un enfermero.

El el box de al lado está Juan José, un viejito que se cayó. 
_¿Y usted por qué se escapa, Juan José?- le preguntan, pero él no lo sabe.

Pared por medio, del otro lado, una chica que comió mucho ayer (dice) y ahora están por operarla de apendicitis.

Bienvenidos a mi domingo en blancos y grises. Matilda debe estar extrañando, aunque le dejé comida. El doc del Semm quedó chocho con ella, y casi se la regalo. Je.

Los dejo, porque sigo escuchando la historia de Juan José, que parece que cuando se cayó andaba en carreras de caballos, si no me confundo de box. 
_ Es muy hiperactivo él- dice la enfermera. Se le ponen medidas de contención y zafa de todo.

Pobre Juan José. Yo sé que zafo de estos cables en un rato, pero a él no lo dejan, y “en él es habitual las caídas”, oigo, mientras miro mi pulgar izquierdo que me mira y trata de hacer algo, pero no se mueve ni un centímetro.

Suspiro hondo, alejo pensamientos extremistas y me refugio en el recuerdo de la primera enfermera, que me preguntó los datos y se sorprendió, porque me daba diez años menos, dijo. Ooom.





La mujer atiende varias llamadas, mientras a su lado la nena viaja medio dormida y en silencio. Una conversación en especial me llamó la atención, aunque no llegué a ver si la tía se llamaba Tía Pamela, Tía Amelia o algo parecido.

_ Hola, tía.
_ ...
_ ¡Ay, muchas gracias!
_ ...
_ Bien, bien. 
_ ...
_ Con Enrique, en casa. 
_ ...
_ Magallanes. Magallanes.
_ ...
_ Sí, decile. 
_ ... 
_ Bueno. 
_ ...
_ Chau, tía.

Diálogos-interrogatorios con personas que llaman por compromiso. Audios. Textos. Facebook. Cuando yo cumplía 20 o por ahí lo más probable es que me llamaran diez o quince personas y vinieran algunas a mi casa. Hoy somos una especie de felices esclavos hiperconectados que se pasan la mayor parte de los cumpleaños manteniendo no-conversaciones.

¿Y si pegamos un grito de Ipiranga y ese día solo atendemos, escuchamos o leemos a aquellos con los que queremos dialogar?


Piénsenlo, y en mi próximo cumpleaños lo charlamos. (O lo debatimos en el muro, o me lo cuentan en un mensaje de texto. Audios no, porque no los voy a escuchar, salvo que me reenvíen un saludo de Peluffo)






Si yo tuviera una gran tienda de ropa y fuera a abrir una nueva sucursal en un país ignoto, capaz que buscaría que la publicidad llegara por caminos alternativos. Podría, por ejemplo, pagarle a media docena de personas para que hagan cola desde el día de la pre-inauguración, así los entrevista la prensa y ellos dicen por qué me quieren comprar, y por qué quieren ser los primeros que vean todo lo que traigo. 
O capaz que hay gente al pedo que hace un día y pico de cola para que le den un descuentito y para salir en el diario, no sé.



100 a Aparicio Saravia, coche 670, llenito a la caída de la tarde. El joven guarda primero le da su asiento a una señora con un niño en brazos y luego a una viejita de 86 años, que primero le dice riendo que “va a aprovechar y llevarse todos los vintenes”, y después le quiere ceder el lugar a otra señora con un niño.

Pequeñas escenas de solidaridad y simpatía cotidianas.




Ella está en quinto Artístico, y mientras transcurre la clase va regando obras de arte a lápiz por su banco y el de la compañera de al lado. 
Cuando salgo del grupo me llama la atención una inscripción en otro banco, mucho más adelante en el salón: “una cosa es hacer arte y otra cosa es hacer mugre”. 
_ ¿Esto lo escribiste vos?- le pregunto al muchacho que estaba en ese lugar, y él duda un segundo pero al final me contesta:
_ Sí, lo escribí yo, pero lo dijo una profesora, porque vio a una chiquilina que estaba dibujando en un banco. Me dio tanta bronca que escribí la frase, porque no lo podía creer. 
_ Yo tampoco- le dije, y salí rumbo a la Sala de Profesores. No sé si hablaba de esta chica o de otra, porque ese grupo tiene varios excelentes dibujantes. 

Qué fácil la vida si uno solo funciona con respuesta automática, ¿no? Fácil, empobrecedor y peligroso. Muy peligroso.

viernes, 5 de octubre de 2018

Crónica del deshierro







Eran las 13.05 cuando salí de mi casa bajo el alegre sol del mediodía. Iba con tiempo, tratando de pensar en cualquier cosa para zafar de las imágenes que me habían estado rondando por la cabeza durante las últimas dos semanas. Había una batalla en mi interior entre conciencia y negación, y si bien la contienda se presentaba indecisa, era sabido que a las 14.05, cuando me encontrara con el doctor Graciano, se me iban a terminar las dudas y llegaría la hora de la verdad.
El segundo ómnibus del viaje, el 300 que tomé en el Intercambiador, vino tan lleno que quedé casi sobre la puerta delantera. Lo primero que hice fue sacar el teléfono del bolsillo para pasarlo a la cartera, y ahí me di cuenta de que me faltaba algo: había puesto junto al teléfono la tarjeta del banco y unos cientos de pesos adentro del protector de plástico, de los que ahora no quedaban ni rastros. 
_ Bajo en la próxima- le dije al chofer, tras mirar que no se me hubiera caído ahí mismo al sacar el teléfono, y en ese momento arranqué una loca carrera contrarreloj, cuya primera etapa fue caminar a toda velocidad las cuatro cuadras hasta el Intercambiador, y mirar que mi sobrecito con tarjeta y plata (o sin plata, que era lo de menos) no siguiera (por milagro) en el piso. Pero no estaba. 
Revisé (aún casi corriendo) todas las bolsas de basura de la terminal, que eran como ocho, y en la última encontré una billetera, pero no era la mía. Se la di a una señora que controla que todo esté en orden en el lugar y me tomé un 316 hasta mi casa. Bajé en mi parada, revisé los alrededores, incluyendo el contenedor, pero nada. Dos cuadras hasta Arbolito. Busqué la cédula y manoteé al pasar un billete de dos mil que de casualidad tenía. Vuelta a salir. Otras dos cuadras. Parada de taxis. Mientras aparecía uno busqué el número de extravíos de Brou y empecé a llamar. Número inválido. Esa opción no existe. La cotización del día de hoy es… Bienvenidos a Fonobrou. Si desea… Estuve llamando unos diez minutos, y ni un puto taxi vacío. El hombre de la parada me miraba con cara de circunstancia, pero a mí lo único que me importaba era poder denunciar de una vez el extravío. ¿Extravío o robo? Supongo que se me habrá caído… Yo qué sé, capaz que asomaba del bolsillo y alguien la terminó de sacar. Para mí que la perdí. 
En cierto momento pude al fin hablar con una chica, y denuncié la pérdida, al tiempo que aparecía un taxi libre. Subí mientras aún solucionaba lo de la tarjeta, y solo le indiqué al chofer que iba a Cosem al lado del Pereira. Él no lo tenía muy claro, pero arrancó. Era un hombre de mi edad, de pelo negro y hermosos ojos verdes, pero sus manos… No me gustaron sus manos. De todos modos era amable, y nos pusimos a charlar. Evidentemente su tema preferido era la inseguridad, así que por ahí agarró, y ya no hubo quién lo detuviera. 
_ ¿Y vos de noche levantás a cualquiera, o seleccionás según la pinta del pasajero?- le pregunté.
_ Yo levantó a todo el mundo, y los llevo a cualquier lado- respondió- Si me parece que son gente bien no hay ningún problema, y si no le apunto y listo. 
“¿Le apunto” ¿Habrá dicho “le apunto”?, pensé, pero como la ventanilla iba abierta y afuera había mucho ruido era posible que yo hubiese escuchado algo equivocado. Mi cabeza iba dividida entre la necesidad de solicitar nueva tarjeta y el miedo a que el doctor Graciano ya no estuviera en el consultorio, o que siguiera ahí pero se negara a atenderme por llegarle con un considerable retraso. Con toda intención evité mirar la hora para no desesperar, pero mientras aguardaba el taxi había visto que eran tres menos veinte, o sea que sí o sí estaba llegando al las mil y quinientas. 
El tachero seguía hablando.
_ Los otros días levanté a una mujer… No sabés lo que era: una viejita divina, como de 80 años, una de esas abuelitas que son lo más dulce del mundo. Me hizo llevarla hasta el Cerro, y cuando quise ver estaba metido en un pasaje. Ahí tranqué la puerta, y le dije: “¿Qué hacemos, mi vida, ganás vos o gano yo?” Ella dijo que no entendía, y ahí la apunté. 
_ ¿La apuntaste con un arma???
_ Claro.
_ ¿Pero vos estás seguro de que te iba a robar?
_ No. Pero igual. Esperé que contara las moneditas para pagar el viaje, di marcha atrás y la dejé a la entrada del pasaje. Cuando se bajó se iba riendo, la viejita. Bueno, llegamos.
No había tiempo de continuar el tema viejita-arma-pasaje. Le di los dos mil pesos, él me dio 1700 de vuelto, y bajé.
El doctor Graciano sí quiso atenderme, por suerte. 
_ Acuéstese en la camilla y deje la mano al costado- me indicó.
_ ¿Me vas a poner anestesia?_ pregunté con un hilo de voz, presintiendo su respuesta.
_ No. 
_ Pe… pero… ¿Vos te acordás que me desmayé la última vez que estuve acá? - pregunté, apelando del modo más abyecto a la compasión del facultativo, mientras la enfermera me depositaba un algodón embebido en lidocaína sobre el dedo fracturado.
_ Esto va a dormir la superficie de la piel- aclaró el doctor- Los clavos suelen aflojarse con el paso del tiempo, suelen ser fáciles de sacar. Salvo que se hayan doblado. 
_ ¿Y cómo sabés que no se doblaron en mi dedo?
_ Y… ahora lo vamos a saber. 
Mierda. 
Me quedé acostada boca arriba, pensando que al primer dolor le iba a dar una piña involuntaria al doctor Graciano (lo que hubiera estado mal, porque me cae muy bien), pero no fue necesario. Hubo un par de pinchazos que dolieron pero apenas, sentí que algo estaba haciéndome en el dedo y de repente escuché su voz diciendo que ya estaba, que todo había salido muy bien. 
El pulgar volvía a estar por fin sin metales, aunque sigue un poco hinchado, y está tan inmóvil como antes. Parece que la movilidad no se recupera tan fácil, y tengo 15 días de ejercicios antes de la próxima consulta. 
Salí del consultorio y busqué una parada. 
_ ¡Profe! ¿Cómo está tu dedo?- escuché de repente, y era Juan, un estudiante de cuarto año del IAVA. 
_ Bien, pero no lo puedo mover. 
_Ah, no te preocupes, profe, tranquila, que ya vas a poder. 
_ Bueno. ¡Nos vemos!
Y con ese mensaje positivo me tomé un 526 hasta el Shopping, donde solicité una nueva tarjeta y me regalé un Alto Moka en el Starbucks, al que hasta ahora nunca había entrado. ¡Alto Moka! Una delicia.
Cinco horas después, ya con la mano sin vendajes, escribo esta crónica catártica mientras trato de controlar la ansiedad de recuperar la movilidad general e irrestricta ya. Matilde ronronea a mi lado; ella sabe que los seres humanos somos a veces un poco impacientes, y tiene toda la razón.
Saludos desde mi mundo con dedos sin clavos, nueve de ellos con movilidad plena y un décimo levemente encaminado. Muy levemente.