Vistas de página en total

viernes, 5 de octubre de 2018

Crónica del deshierro







Eran las 13.05 cuando salí de mi casa bajo el alegre sol del mediodía. Iba con tiempo, tratando de pensar en cualquier cosa para zafar de las imágenes que me habían estado rondando por la cabeza durante las últimas dos semanas. Había una batalla en mi interior entre conciencia y negación, y si bien la contienda se presentaba indecisa, era sabido que a las 14.05, cuando me encontrara con el doctor Graciano, se me iban a terminar las dudas y llegaría la hora de la verdad.
El segundo ómnibus del viaje, el 300 que tomé en el Intercambiador, vino tan lleno que quedé casi sobre la puerta delantera. Lo primero que hice fue sacar el teléfono del bolsillo para pasarlo a la cartera, y ahí me di cuenta de que me faltaba algo: había puesto junto al teléfono la tarjeta del banco y unos cientos de pesos adentro del protector de plástico, de los que ahora no quedaban ni rastros. 
_ Bajo en la próxima- le dije al chofer, tras mirar que no se me hubiera caído ahí mismo al sacar el teléfono, y en ese momento arranqué una loca carrera contrarreloj, cuya primera etapa fue caminar a toda velocidad las cuatro cuadras hasta el Intercambiador, y mirar que mi sobrecito con tarjeta y plata (o sin plata, que era lo de menos) no siguiera (por milagro) en el piso. Pero no estaba. 
Revisé (aún casi corriendo) todas las bolsas de basura de la terminal, que eran como ocho, y en la última encontré una billetera, pero no era la mía. Se la di a una señora que controla que todo esté en orden en el lugar y me tomé un 316 hasta mi casa. Bajé en mi parada, revisé los alrededores, incluyendo el contenedor, pero nada. Dos cuadras hasta Arbolito. Busqué la cédula y manoteé al pasar un billete de dos mil que de casualidad tenía. Vuelta a salir. Otras dos cuadras. Parada de taxis. Mientras aparecía uno busqué el número de extravíos de Brou y empecé a llamar. Número inválido. Esa opción no existe. La cotización del día de hoy es… Bienvenidos a Fonobrou. Si desea… Estuve llamando unos diez minutos, y ni un puto taxi vacío. El hombre de la parada me miraba con cara de circunstancia, pero a mí lo único que me importaba era poder denunciar de una vez el extravío. ¿Extravío o robo? Supongo que se me habrá caído… Yo qué sé, capaz que asomaba del bolsillo y alguien la terminó de sacar. Para mí que la perdí. 
En cierto momento pude al fin hablar con una chica, y denuncié la pérdida, al tiempo que aparecía un taxi libre. Subí mientras aún solucionaba lo de la tarjeta, y solo le indiqué al chofer que iba a Cosem al lado del Pereira. Él no lo tenía muy claro, pero arrancó. Era un hombre de mi edad, de pelo negro y hermosos ojos verdes, pero sus manos… No me gustaron sus manos. De todos modos era amable, y nos pusimos a charlar. Evidentemente su tema preferido era la inseguridad, así que por ahí agarró, y ya no hubo quién lo detuviera. 
_ ¿Y vos de noche levantás a cualquiera, o seleccionás según la pinta del pasajero?- le pregunté.
_ Yo levantó a todo el mundo, y los llevo a cualquier lado- respondió- Si me parece que son gente bien no hay ningún problema, y si no le apunto y listo. 
“¿Le apunto” ¿Habrá dicho “le apunto”?, pensé, pero como la ventanilla iba abierta y afuera había mucho ruido era posible que yo hubiese escuchado algo equivocado. Mi cabeza iba dividida entre la necesidad de solicitar nueva tarjeta y el miedo a que el doctor Graciano ya no estuviera en el consultorio, o que siguiera ahí pero se negara a atenderme por llegarle con un considerable retraso. Con toda intención evité mirar la hora para no desesperar, pero mientras aguardaba el taxi había visto que eran tres menos veinte, o sea que sí o sí estaba llegando al las mil y quinientas. 
El tachero seguía hablando.
_ Los otros días levanté a una mujer… No sabés lo que era: una viejita divina, como de 80 años, una de esas abuelitas que son lo más dulce del mundo. Me hizo llevarla hasta el Cerro, y cuando quise ver estaba metido en un pasaje. Ahí tranqué la puerta, y le dije: “¿Qué hacemos, mi vida, ganás vos o gano yo?” Ella dijo que no entendía, y ahí la apunté. 
_ ¿La apuntaste con un arma???
_ Claro.
_ ¿Pero vos estás seguro de que te iba a robar?
_ No. Pero igual. Esperé que contara las moneditas para pagar el viaje, di marcha atrás y la dejé a la entrada del pasaje. Cuando se bajó se iba riendo, la viejita. Bueno, llegamos.
No había tiempo de continuar el tema viejita-arma-pasaje. Le di los dos mil pesos, él me dio 1700 de vuelto, y bajé.
El doctor Graciano sí quiso atenderme, por suerte. 
_ Acuéstese en la camilla y deje la mano al costado- me indicó.
_ ¿Me vas a poner anestesia?_ pregunté con un hilo de voz, presintiendo su respuesta.
_ No. 
_ Pe… pero… ¿Vos te acordás que me desmayé la última vez que estuve acá? - pregunté, apelando del modo más abyecto a la compasión del facultativo, mientras la enfermera me depositaba un algodón embebido en lidocaína sobre el dedo fracturado.
_ Esto va a dormir la superficie de la piel- aclaró el doctor- Los clavos suelen aflojarse con el paso del tiempo, suelen ser fáciles de sacar. Salvo que se hayan doblado. 
_ ¿Y cómo sabés que no se doblaron en mi dedo?
_ Y… ahora lo vamos a saber. 
Mierda. 
Me quedé acostada boca arriba, pensando que al primer dolor le iba a dar una piña involuntaria al doctor Graciano (lo que hubiera estado mal, porque me cae muy bien), pero no fue necesario. Hubo un par de pinchazos que dolieron pero apenas, sentí que algo estaba haciéndome en el dedo y de repente escuché su voz diciendo que ya estaba, que todo había salido muy bien. 
El pulgar volvía a estar por fin sin metales, aunque sigue un poco hinchado, y está tan inmóvil como antes. Parece que la movilidad no se recupera tan fácil, y tengo 15 días de ejercicios antes de la próxima consulta. 
Salí del consultorio y busqué una parada. 
_ ¡Profe! ¿Cómo está tu dedo?- escuché de repente, y era Juan, un estudiante de cuarto año del IAVA. 
_ Bien, pero no lo puedo mover. 
_Ah, no te preocupes, profe, tranquila, que ya vas a poder. 
_ Bueno. ¡Nos vemos!
Y con ese mensaje positivo me tomé un 526 hasta el Shopping, donde solicité una nueva tarjeta y me regalé un Alto Moka en el Starbucks, al que hasta ahora nunca había entrado. ¡Alto Moka! Una delicia.
Cinco horas después, ya con la mano sin vendajes, escribo esta crónica catártica mientras trato de controlar la ansiedad de recuperar la movilidad general e irrestricta ya. Matilde ronronea a mi lado; ella sabe que los seres humanos somos a veces un poco impacientes, y tiene toda la razón.
Saludos desde mi mundo con dedos sin clavos, nueve de ellos con movilidad plena y un décimo levemente encaminado. Muy levemente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario