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viernes, 11 de enero de 2019

EL ESTUDIO





_ Buenos días. ¿Su nombre es…?
_ Mariela, Mariela Rodríguez. 
_ Mucho gusto, Mariela, soy el doctor Fontán. Acompáñeme por aquí, por favor. 
Así comenzó la consulta. 
Al principio hubo un sinfín de preguntas de información personal (¿edad? ¿máximo nivel de estudios alcanzado? ¿con quién vive? Etc.), hasta que llegamos al meollo del asunto: 
_ ¿Cuál diría usted que es el motivo de su visita?
_ Hace un par de años me está pasando que no logro recordar el nombre de todos mis alumnos. Tengo unos 200 cada año, y en general los ubico bien luego de varias clases, pero últimamente hay dos o tres que no termino de recordar ni aún en noviembre. 
_ Muy bien. ¿Eso es todo?
_ Sí. Ah, y a veces quiero decir una palabra y me sale otra. 
_ Bien, bien. 
_ También me pasa que suelo mantener conversaciones con personas que saben quién soy, pero que nunca he visto en la vida.
El doctor Fontán no movió un músculo de la cara en toda la entrevista. Su tono fue dulce y calmo, tanto como el ambiente de la oficina, rodeada de un hermoso jardín y con música funcional sonando bajita de fondo. La mayor parte del tiempo lo pasó tecleando suavemente en su computadora, una laptop parecida a la mía pero a la que por alguna razón le faltaban dos teclas. Creo que eran las de las flechitas. Muchos silencios; ¿serían también parte de la prueba? El doctor vestía muy formalmente, pero la mochila sobre la silla era demasiado juvenil y no coincidía con el resto de su apariencia. Por debajo de la mesa asomaban sus pies, enfundados en mocasines sin medias. ¿Habría hecho mal en ir de minifalda? Estaba toda vestida de negro; ¿eso indicaría algo para un psicólogo? ¿Era psicólogo, el doctor Fontán, o neurólogo? No sé. Solo sé que cuando terminaron las clases le pedí pase a la doctora de medicina general, preocupada por el estado titilante de mi memoria, y apenas dos meses más tarde ahí estaba, haciéndome un estudio. 
La parte de las preguntas fue larga, pero fácil. 
¿Tiene antecedentes familiares de demencia senil o alzheimer? ¿Le ha sucedido que dice que va a hacer algo y se olvida? ¿Alguien le ha dicho que está reiterativa, o que ha cambiado su carácter últimamente? ¿Le ha sucedido dejar comida en el fuego y luego hacer otra cosa y olvidarse de la cocina? ¿Cómo es su sentido de orientación? ¿Recuerda con facilidad lo que ha hecho ayer o antes de ayer? ¿Cuáles son sus hobbies? ¿Con quién vive? ¿Usted se cocina? ¿Cómo se desplaza? Y así. 
Tengo algunos tíos, y mi padre… No, en general no me pasa. Si estoy en casa cocino. Me oriento bien. Ando en ómnibus. Etc. 
_ ¿Le ha pasado de encontrar algo en un lugar que no corresponde, las llaves en un sitio que no recuerda haberlas dejado, o algo que no va en la heladera?
Suspiro aliviada.
_ No, no. Todavía no. – y se me viene la imagen del helado que ayer puse en la heladera y no en el freezer, o de la miel que metí junto con el yogurth. No se le puede mentir al doctor Fontán. 
_ Digo… sí. Un par de veces.
Bien. Ahora vamos a hacer una cosa: yo saco objetos de esta caja y usted me dice qué son.- y empezó a sacar una moneda ( _Una moneda.), un alfiler ( _Un alfiler.), un tornillo ( _Un tornillo.) y así hasta veinte o treinta cosas. 
_ Muy bien, Mariela, lo hizo bárbaro- concluye el doctor Fontán, mientras mi yo se va sintiendo pequeño y gusanito, como si esta entrevista fuese el comienzo de la decadencia del Imperio Arbolitano.
_ Ahora yo voy a hacer algo con las manos, y usted debe imitarlo. 
_ Tengo un dedo lastimado, no me pidas que lo flexione mucho. 
_ Bien.
El doctor comenzó a hacer pequeñas torsiones y jueguitos con los dedos, que seguí lo mejor que pude. Con el último le erré; él me miró y no dijo nada, hasta que me di cuenta y arreglé los dedos errados. Comencé a preguntarme si el CES me pagaría por una buena terapia post consulta. 
_ Ahora yo le voy a decir dos palabras y usted tiene que decirme en qué se parecen. ¿De acuerdo?
_ Bueno. 
_ ¿En qué se parecen una naranja y una banana?
_ Son frutas.
_ Bien.
_ Son ricas, baratas...
_ Suficiente. ¿Un poema y una escultura?
_ Arte. 
_ ¿Un árbol y una mosca? 
_ Vida.
El test siguió durante unos minutos más, hasta que el doctor Fontán dio por terminada esa parte y me pidió aguardar por la psicóloga, para la segunda. Me quedé en la sala de espera, donde solo había otra mujer, que se puso de costado, como para que yo no la mirara. Pronto fue llamada por el doctor Fontán y me quedé sola, esperando. El lugar estaba adornado sin personalidad, con un par de deslucidas reproducciones de Kandinsky y Torres García, así como un cuadro amarillento con un poema de Atahualpa Yupanqui. Había trece sillas en la sala, todas tapizadas de rojo, alineadas prolijamente a lo largo de dos de las paredes. Las conté de nuevo. ¿Tenían que ser trece? ¿Algún otro paciente había visto cuántas eran? ¿Tenía algún sentido meter justo 13 sillas? Me empecé a acordar de un personaje de “Toc Toc”, el que siempre numeraba y contaba las cosas; traté de distraerme apelando a otro sentido. La música venía de una radio de FM; al terminar la locutora comunicó con su suave voz impostada que habíamos tenido el placer de escuchar “Pavana para una infanta difunta”, de Ravel. Pum para arriba. Los cuadros, las 13 sillas y la infanta difunta. Iupi. 
Ahí llegó la psicóloga, quien me invitó a pasar a otro consultorio. 
_ Buenos días, Mariela. ¿Puede usted decirme qué día es hoy?
Mierda. Estoy en vacaciones y ya perdí la noción del tiempo, pensé, pero dije:
_ 10 de enero. 
_ Muy bien. ¿Y qué día de la semana es?
_ Jueves. 
_ ¿De qué año?
_ 2019 (ja!)
_ ¿Y dónde está usted ahora?
_ En un consultorio neurológico.
_ ¿En qué barrio estamos? 
_ Pocitos. Creo.- dije, porque era cerca de Arquitectura y no tengo claros los límites con Punta Carretas. 
La doctora siguió un rato más con las preguntas. Después arrancaron los tests de memoria y de atención. Una hoja con números y letras encerrados en círculos de 1 a 16 y de A a O,  para ir uniendo con líneas, alternando número y letra. Perdí el 6 en un momento, pero después vi que ahí estaba, y salí del paso. 
_ Le voy a contar un cuento, y después quiero que me diga todo lo que recuerda.
(¡Bien! ¿Será El almohadón de pluma? Porque ese lo sé de memoria)
_ El 23 de agosto del año pasado hubo una inundación en Paysandú, provocada por la crecida del río Uruguay. 800 personas debieron ser evacuadas y refugiadas en casa de sus familiares o amigos. Un bombero resultó herido cuando…
(No. No es El almohadón)
_ Le voy a dar una hoja con cuatro dibujos, trate de copiarlos lo más parecido que pueda. 
Unos círculos, un cubo, una casa y una flor. La flor me quedó muy bien. La casa también, pero le dibujé la puerta al final. ¿Quiere decir algo dejar la puerta para el final? ¿Es que estoy sintiendo que estoy encerrada? ¿Por qué dejé la puerta para lo último? ¿Qué va a pensar esta mujer de mí?
_ Le voy a mostrar estas imágenes por unos segundos y usted me dice cuáles recuerda. (…) Quiero que lea todas las “F” como “G” y todas las “G” como “F”. (…) Ahora debe leer los colores pero no nombrándolos según lo que dicen las letras, sino según el color con que están escritos. (…) ¿Cuáles de estas imágenes le había mostrado antes? (…) Nómbreme todos los animales que pueda, en un minuto. (…) Quiero que diga todas las palabras que pueda que empiecen por “p”, en un minuto. (…) ¿Puede decirme qué recuerda del cuento que le conté hace un rato?
Me imaginé a mi viejo haciendo esto: saldría deprimido. Todo era muy fácil, pero a la vez complicado, aún si uno no está en una situación preocupante. Menos mal que lo mío era una simple consulta por precaución, porque soy una persona extremadamente prudente en este tipo de asuntos, pensaba mientras recuperaba mi libertad, un minuto antes de tomar Bulevar España para el lado equivocado y desembocar en la Facultad de Arquitectura cuando pensaba que estaba yendo hacia la rambla. Puse de nuevo Google Maps y esta vez di vuelta el teléfono: ahí estaba la rambla, a unas cuadras para el otro lado. Cosas que pasan.

miércoles, 9 de enero de 2019

LA TIJERA INDISCRETA





Apenas llegué de Valizas y estuve cinco minutos en la cocina supe que habían vuelto las pulgas. Mi ausencia, el calor y quizás otros gatos autoconvocados las habían traído consigo. No demasiadas, quizás: esa primera noche se me subieron a los pies unas tres o cuatro, que fueron convenientemente despachadas a pura uña hacia algún paraíso pulgueril del que no quiero saber, por el momento. 
Volví de los mandados por la mañana con la tapa amarilla de un frasco de Jimo asomando entre los quesos y las verduras. Pasado el almuerzo eché a ambos felinos al jardín y me dediqué con alma y vida a aplicar aerosol por todos los rincones. Antes de salir a tomar aire iba a dejar el frasco debajo de la pileta, junto a la basura, cuando los vi: otros dos Jimos de tapa amarilla, descansando alegremente desde el verano pasado y el anterior. Evidentemente somos un tanto predecibles (y desmemoriados), pensé. Las pulgas y yo repetimos el mismo ritual cada año, en el verano.
En los días siguientes la escena de la casa aerosoleada se reiteró dos veces más, porque la pulga es bicho volvedor. El domingo, en la feria, compré sendos collares para ponerle a Matilda y a León como parte del proceso de limpieza en todos los frentes posibles. A ella se lo puse de inmediato y no le gustó nada, pero en un par de días se olvidó del tema, como siempre. A él no me animé, también como siempre. Imaginen por un momento que tienen un gato viejo, tímido y arisco, que solo es mimoso con ustedes, pero que de todos modos siempre está en guardia, por las dudas. Ese es León. 
Ayer, después de encontrar la décima pulga (esta vez, para peor, en el piso de arriba) en cierto momento lo agarré medio desprevenido y le encajé el collar a prepo. Me miró con cara de traicionado, pegó unos bufidos y se fue corriendo, con el collar medio grande sin ajustar, pero puesto. 
A la noche, a eso de las diez y media, el hambre lo animó a entrar de nuevo a la casa. Me di cuenta de que le quedaban colgando como cuatro centímetros del ajuste del collar, y medio al pasar lo agarré para recortarlo con una tijera, así no le molestaba tanto, pobre. Pero me salió mal. El gato vio la tijera, se aterrorizó, pegó un respingo y se me fue de las manos. Empezó a maullar como loco, con la tijera colgando del collar, porque había quedado trabada. Y no era una de las pequeñas, ¿eh? Que en esta casa había un taller de costuras, y el susodicho implemento anda por los veinte cm de largo, cm más, cm menos. 
Situación: gato con tijera colgando, completamente enloquecido, corriendo por toda la casa y maullando como un condenado, hasta que se le ocurrió la peregrina idea de alejarse del enemigo (vulgo yo) y refugiarse en el rincón más escondido debajo de la cama, en el dormitorio chico. 
¿Recuerdan que les dije que el suceso tuvo lugar a eso de las diez y media? Bueno. Hasta la una y pico estuve hablándole, tratando de tentarlo con delicatessen varias, acompañándolo en silencio, dejándolo solo, en fin, todo lo que se me pudo ocurrir, y todo en vano. El pobre no se movía de su rincón; apenas emitía profundos sonidos de miedo, que me hacían desestimar cualquier operación desesperada al estilo de “levanto la cama y te saco como sea, te saco…”, porque ya se sabe que los gatos acorralados dan pelea, y el mío es un chico de barrio, acostumbrado desde siempre a defenderse. 
Al final me fui a dormir. Había puesto las sábanas a lavar y con todo este lío no tenía ni ganas de armar la cama, así que me tiré en el colchón con la almohada sin funda, y dormí unas cuatro horas. A las 4.45 me despertaron unos maullidos, pero no venían del dormitorio chico, sino de la ventana de mi cuarto: era Matilda, pidiendo comida. Le di, la saqué, visité al condenado y vi que todo seguía exactamente igual que como lo había dejado. Volví a mi cuarto pero no tenía sueño, así que miré unas cosas en youtube hasta que a eso de las seis me instalé en la Zona Roja, a ver si lograba algo con el acorralado. 
Le hablé lo más dulcemente que pude. Le llevé comida (que no quiso). Me tiré a leer en esa cama. Traté de acercarme hasta él, pero de repente una cucaracha muerta se me enredó en el pelo y retrocedí dando gritos. Sí, había olvidado contarles: el aerosol no parece ser muy efectivo con las pulgas pero había matado montones de cucarachas, que con el paso de las horas iban apareciendo patas para arriba en los más diversos lugares de la casa. Iupi.
Ya estaba evaluando pedir ayuda, pero no sabía a quién. ¿Haría una convocatoria abierta a través de las redes? ¿Buscaría al vecino que me había salvado de la rata hace unos meses? ¿Un veterinario? Este no era un tema de gato lastimado, porque la tijera lo molestaba mucho para caminar con ella colgando, pero no le había hecho nada. ¿Los bomberos? Ya podía imaginar sus risas oyendo mi llamada… Capaz que era cuestión de paciencia, pero ¿Cuánto podía resistir el viejito en su búnker? ¿Y si nunca salía, y se moría de hambre, de estrés o de un infarto? Mi cabeza era un torbellino; tenía el estómago hecho un ñoqui y no podía ni pensar en el desayuno.
A eso de nueve y media, estaba en el piso de abajo cuando oí de pronto los pasos en la escalera. Bah, pasos no eran: sonaba más bien como la pata de palo de un pirata apoyándose en cada escalón. Lo dejé bajar, mientras en medio del calor sofocante de la mañana me ponía un abrigo de invierno por las dudas de que resultara arañada. 
_ Me voy a abrigar porque tengo frío, ¿oíste, viejito? Y me pongo los lentes para leer, no porque tenga miedo de que me saques un ojo, ¿ta?- le dije, sin acercarme, todavía, pero fue inútil: apenas llegó al piso de abajo empezó a correr de un lado a otro de la casa, maullando y arrastrando la tijera por el piso. Yo había cerrado las ventanas y descorrido las cortinas, por las dudas, y también tenía a mano una manta. Se subió al banquito de la cocina, miró la ventana y me dirigió una mirada implorante. Me acerqué hablándole, fingiendo que le iba a abrir, pero en lugar de eso lo envolví con la manta y en un segundo le saqué la tijera, antes de abrir la ventana y dejarlo escapar corriendo, como alma que lleva el diablo. 
Matilda, desde el patio, me miró con cara de “¿qué le pasa a este?”. Le di un poco de sardinas y me fui hacia el frente: León ya iba a media cuadra. Cuando me vio, aceleró el paso y se perdió entre los jardines de los vecinos. Suspiré aliviada, saqué al frente también a Matilda y me puse a calentar un poco de agua. Ya era tiempo de desayuno, sin gatos, y en paz.

miércoles, 2 de enero de 2019

Enero 2019




Debo confesar que en realidad no tenía nada, pero nada que hacer en el shopping. Salí del Divino de Avenida Italia con tiempo de sobra en mi boleto de dos horas y fue la adicción la que me guió, sin que la razón tuviera mucho que opinar en ello. Para eso está enero, para que la razón se calle, pensé mientras me pedía un inapropiado y poco saludable almuerzo de moka y scon de queso. A la vez oscilaba entre abrir el libro de cuentos de misterio que tenía en la cartera, aprovechar el wifi del lugar o simplemente dedicarme a estudiar el panorama humano de los alrededores. Siempre hay personajes esperando por un cuento o una crónica, especialmente cuando el suave aroma del café con chocolate se nos va adentrando en el cuerpo y en el alma. 
Apenas había decidido ingresar en uno de los cuentos de misterio cuando una voz se materializó a mi lado, acompañada de una figura femenina uniformada en blanco y en verde.
_. Disculpe. Me parece que usted fue mi profesora. 
Era una chica de unos veinte años, de ojos claros y trenza entre verde y caoba. Traté de verle el nombre al disimulo pero no me resultó fácil, porque tenía un montón de pins y carteles prendidos a la camisa. 
_ Hola. No recuerdo tu nombre. ¿Vos eras...?
_ Allison. 
_ Ah, Allison... Tengo muy mala memoria, Allison, ¿a qué liceo ibas?- pregunté, creyendo que iba a decirme el 30, pero no: era del IAVA. Hace poco tiempo, entonces, no más allá de 2014... 
_ Pero estuve contigo solo un par de meses- aclaró, pasando del usted al tuteo y provocándome un inaudible suspiro de alivio. 
_ Debe ser por eso que no te termino de ubicar- mentí descaradamente, al tiempo que me preguntaba cuándo me iba a acordar de levantar el test de memoria que me había hecho en la clínica neurológica hace como dos semanas.
_ Estamos por hacer una cata de café, ¿te interesaría participar?- preguntó la chica- Vamos a hablar sobre el café, sus variedades, sus cuatro enemigos, y a probarlo acompañado con algo dulce. Solo lleva unos minutos. 
_ Ah, está bien, vamos.
Para eso son las vacaciones, ¿no? Para hacer cosas sin sentido, me iba justificando a la vez que me preguntaba quiénes serían los cuatro enemigos del café. ¿Los amantes del té, acaso? ¿Los que tienen problemas para dormir? ¿Los accionistas de la Coca Cola?
La cata tuvo tuvo lugar en una mesa grande del costado, y contó con solo tres participantes: una pareja de salvadoreños y yo. El café sin endulzar no es lo mío, pero el croissant relleno de chocolate amargo estaba delicioso. 
Los enemigos del café resultaron no ser personas sino condiciones: la humedad, el calor, la luz y no sé qué más. Los salvadoreños pretextaron alguna cosa y se fugaron ni bien terminó la cata. Yo me quedé un rato charlando con Allison, que no estaba segura de si seguir trabajando en el lugar o meterse al IPA a estudiar Literatura. Traté de darle manija con el estudio, pero el sistema de reconocimiento de la cafetería a través de pins y pequeñas distinciones parece ser extremadamente poderoso, y después de todo quién es una para saber qué es lo que más le conviene a otra persona.
Salí del café ya casi terminando mi moka, hice unos mandados medio simbólicos en Tienda Inglesa y subí al primer 405 que llegó a la parada. Era demasiado tarde: el boleto de dos horas había expirado y tuve que sacar uno nuevo. 
¡Ah, los dramas de las vacaciones! 
A veces quisiera que enero durara once meses. Y medio. O más.




El pingüino peludo ligó de rebote una gota de amarillo y Matilda está ahí, consolándolo mientras el sol lo seca. 
Lo interesante es que el olor a cuero mojado me llevó en un instante a mi casa de la infancia, tierra de curtiembres y de olores invasivos. Fue eso: oler y visualizar; los dos sentidos relacionados de misteriosas maneras.
Bueno, ta. Proust tiene su magdalena, yo esto, cada uno tiene sus propios resortes. Ahora, por ejemplo, bajar a la cocina me sugiere de modo automático una taza de café. Voy a ver si hago un poco de ruido con la cucharita, a ver adónde me lleva. 
Buen domingo para todos.


Cuando con mi amiga Nélida llegamos el domingo pasado a Mercedes lo hicimos bajo una cortina de agua. Llovía tanto que para cruzar la calle tuvimos que descalzarnos, y llegamos al hotel chorreando.
Pasado el mediodía fuimos a recorrer las calles sin rumbo fijo, entre la plaza y la rambla inundada, y nos sorprendió la quietud, la inmovilidad, el silencio. No había un alma en la vuelta, y solo al rato comprendimos que era la hora de la siesta. El único catamarán que se dedica a brindar recorridos por el río estaba en reparaciones, y su cuidador no tenía ni la menor idea de hasta cuándo seguiría inoperante. La parrillada que vimos sobre la rambla estaba cerrada e inundada. No había quiosquitos, venta de souvenirs o de productos caseros, ni información sobre los toques, nada. Empezamos a pensar que era una verdadera lástima desperdiciar una oportunidad tan grande como los 9 días de Jazz a la Calle para promover el turismo interno, con o sin lluvia.
Conversando con gente de Mercedes y de Montevideo, más tarde fuimos, sin embargo, accediendo a otras caras de la ciudad. Por ejemplo, que en la UTEC tienen una Tecnicatura en Jazz, donde dan clase docentes uruguayos y argentinos. O que también se estaban dando cita en Mercedes unos 33 muralistas de todo el mundo (algunos de renombre internacional, que no aceptan cualquier proyecto así como así) para ponerle color a la ciudad. En el relevamiento previo se pusieron 450 murales a disposición de los artistas, que por el momento estaban alojados en las instalaciones de la Escuela Pública, sobre la rambla. El Museo Paleontológico abierto al público está bastante desactualizado (con vitrinas y carteleras al mejor estilo años 70'), pero se están construyendo varias salas (algunas repetando los pisos y paredes originales del Castillo del Barón de Mauá, de 1898), y la colección que se va a exponer (y que pude ver de rebote, porque ligué como las mejores) es espectacular.
Todo esto para decir que a veces una primera impresión distraída puede ser por lo menos injusta, especialmente si uno se manda sin rumbo por las calles de Mercedes un domingo de lluvia, a la hora de la siesta.



Lluvia a la calle

Ayer se hizo el primer toque a la calle en Mercedes. La lluvia de la mañana hacía pensar en suspenderlo, pero la tarde vino con sol, y a la tardecita se empezó a juntar la gente en la vereda y a instalar sillitas plegable en la calle. 
Los músicos eran todos veinteañeros, frescos, buenos. Llegó a haber unos 15 tocando a la vez: cada uno llegaba y se iba sumando en su momento, hasta los tres tambores del final. El perro no se movió casi en todo el toque. Los niños estaban fascinados. Cuando cayó la tarde se agregaron un par de luces y se siguió de largo hasta las nueve, en que una de las chicas dijo que se había acabado el tiempo y que nos veíamos en el teatro, ahora mismo. 
Pasamos de apuro por el hotel a dejar el mate y volamos hasta el teatro, pero la función demoró un cuarto de hora en comenzar. Hubo tres grupos brasileros; los primeros fueron nuestros compañeros de hotel, y la rompieron. En cada entreacto y a veces durante el toque la gente sale a la vereda a charlar y a comprar empanadas deliciosas. Muchos jóvenes, quizá eatudiantes de la Tecnicatura de Jazz que hoy noes enteramos que hay en Mercedes. Nos vinimos antes del final, porque el día había sido excelente pero agotador. Era casi la una y la sala seguía llena. 
Este es un país muy extraño. Por suerte.

La iguana del Hum

Estábamos terminando de almorzar cuando la vimos ahí, en la vereda, en pleno centro de Mercedes. Un viejo se le acercó a mirarla y Humita enseguida se metió abajo del deck del restaurante. Le pregunté si ya la había visto antes a un flaco que vi que le explicaba algo al veterano, y él me contó que hace pila que ella vive ahí. Êl le tira pedazos de milanesa, y otra chica del restaurante le da huevos. Les gustaría soltarla en el campo, pero Humita es muy tímida y no se deja agarrar. La cola que le falta la perdió hace unos días, porque se metió en la farmacia y no había quién la sacara; cuando la atraparon dejó la cola y salió corriendo. Ya le va a crecer de nuevo, dice el flaco. 
Me imagino aparecer en Arbolito con una iguana en la mochila. Después de todo, ella ya está acostumbrada a vivir abajo de un deck; ¿qué problema podría haber? 

10 de la mañana. Comienza la “Clínica” de improvisación en Mercedes, a cargo de un guitarrista chileno que va a tocar hoy de noche. 75% de hombres en la sala del Centro Uruguayo, 93% menores de 25, 99% del público sabe muchísimo de música. Adivinen quién vino a sacar fotos y a ver si aprende algo...
Barón de Mauá: el museo
Llegamos al castillo con mi amiga justo cuando de casualidad salía de allí una prima de ella, y como su esposo es alguien importante en la gestión cultural del país resulta que ligamos un paseo por zonas aún no habilitadas del Museo Paleontológico del castillo. Bingo.

Barón de Mauá: el castillo.

Queda a tres km de la ciudad, es de 1898, se puede visitar, es gratuito y maravilloso. El estado de conservación no es el mejor, pero si andan en la vuelta vayan a verlo.
Barón de Mauá: la bodega.
La elaboración de los vinos Mauá se realiza en un edificio al lado del castillo, de la misma época que el mismo. Una empleada de la intendencia de Soriano nos llevó a una visita guiada, y nos contó que después del Barón fue un tal Cabilla el que dirigía la bodega, en la que trabajó como enólogo Brenno Benedetti, el padre del poeta. Parece que Brenno había ido a Piriápolis a trabajar para Piria, pero hubo una seria desavenencia entre ellos, al punto que Benedetti se fue hasta Montevideo caminando, con muras a embarcar para Alemania. Ahí lo encontró Cabilla y le propuso venirse a trabajar a Soriano. Hace poco en la bodega lanzaron un vino que se llama como el enólogo, y en su honor nos compramos unas botellas. Hic.

Barón de Mauá: el parque
Prolijo, tranquilo, increíblemente bello. El agua aún en creciente es un espejo perfecto. Mesas, sillas, parrilleros. Cabras, burro, patos y carpinchos. Sin palabras, salvo una: paz.




Hoy a mediodía compré pintura como para probar a ver cómo me va con el baño y el dormitorio chico. Ya hace 8 años que un verano pinté toda la casa de blanco, pensando en darle color un par de meses después. Unos 90 meses, meses más, meses menos. 
Por ahora elegí un color que en el momento me pareció que no me va a cansar mucho, miré los pinceles y rodillos que tengo y, como es lógico, después de almorzar en vez de pintar me puse a ver casas a la venta en la computadora. Nunca dije que la lógica fuera mi fuerte.
Mirando páginas de casas descubrí cosas muy interesantes, como que Veracierto y Argerich para algunas inmobiliarias queda en el Buceo, que la Unión llega hasta el Antel Arena o que Montevideo is in the United States. Vi fotos de casas con "Algunos detalles de pintura" a las que se le ven los cascarones caídos y las baldosas hudidas. Calles de nombres para mí ignotos como Camino Bajo de la Petisa, Curuzú Cuatiá, Hervidero o Curupú. Avisos que en vez de fotos del lugar tienen empanadas, publicidades de contenedores encubiertas y otras tan borrosas que no se puede creer que alguien las publique con propósitos de venta. También encontré una Casa en mi cooperativa (aunque el mapa la mostraba 5 cuadras más cerca de la Unión de lo que queda): 3 dormitorios, 76.000. Yo no sabía que nos publicitábamos online, sorpresa sorpresa, la COVINE parece haber entrado al siglo XXI, después de todos. 
Queridos: como alguna vez inexplicablemente corrieron rumores de que me mudaba YA para un apartamento de Pocitos, aclaro que no estoy buscando casa ni tengo plata para hacerlo; solo estoy mirando porque me divierte, aunque si saco el 5 de oro nunca se sabe... 
Ahora, con su permiso, los dejo. No estoy segura de si voy a pintar o a chusmear qué hay a la venta en balnearios de Rocha. 

Ampliaremos.



La casa quedaba en un balneario de la costa de oro, y cuando llegué no me impresionó mayormente el color del agua. Había algo de tormenta; bajé del ómnibus y caminé un rato por la arena antes de instalarme y desarmar el bolso. Mi amigo, el que me había invitado, por el momento no estaba, así que podía disfrutar de la vivienda frente a la playa y la vista del mar sin interrupciones. O eso creía, porque en determinado momento miré hacia el costado y la vi. Era una muchacha de pelo negro, linda y sonriente. 
_ ¿Ya viste el color del agua? - preguntó, y cuando dirigí mis ojos a las olas me quedé sin aliento. Todo había cambiado: ahora tenía.un color verde intenso, casi caribeño. Volví a mirar a la chica: estábamos en nuestros respectivos livings, pero nos veíamos a través de un gran ventanal entre las casas. 
Un ruido de espuma llamó de pronto mi atención: el agua estaba justo justo a la altura de la ventana, e incluso unos chorritos se derramaban hacia el interior con cada movimiento de las ondas. No es que llegaba apenas a mojar la casa: es que tenía un metro de profundidad junto al marco de la ventana, aunque por suerte el verde profundo se mantenía apenas meciéndose, sin avanzar. La chica no parecía demasiado preocupada, pero yo sí. Dejé el espectáculo del mar lamiendo la ventana, tomé mi bici y me fui a recorrer las calles del balneario, hasta que desperté.

Desde entonces no puedo dejar de pensar en Valizas.




El Intercambiador ya es una parte central de la vida de este barrio. Zona de patinaje infantil, de encuentro adolescente y ahora también de ensayo carnavalero. Salvo cuando hay partido en los estadios de Peñarol o Danubio, que a veces se pica el ambiente, suele ser un sitio seguro y tranquilo. 
Siempre he vivido acá y puedo decir por experiencia propia que es la primera vez que se construye algo de estas dimensiones en la Curva. 

Alguien se acordó de nosotros, parece.



Ya había pasado el Salón Comunal de mi cooperativa y me dirigía a Camino Maldonado cuando escuché una voz masculina gritando mi nombre. Era una voz adulta, que no pude reconocer. Solo eso, mi nombre, una vez, desde lejos. Poca gente me llama así en la cooperativa. Somos 200 familias y de cara todos nos conocemos, pero en general acá soy “la vecina”, la profe” o (en el mejor de los casos) “la hija de Rodríguez”. Miré para todos lados y no vi a nadie. Misterio. Cuando casi llegaba a la parada me acordé de mi amigo Danilo, y le mandé un mensaje, pero no, no había sido él. 

Estimados, si me conocen bien (o si han leído alguna cosa que escribí sobre eso de “escuchar voces” en el pasado) comprenderán que me quedo un poco nerviosa. Díganme que están todos bien, y que el grito iba dirigido a una improbable tocaya. Si no saben de qué hablo, olvídenlo. Nada importante. Y no, no tomo alcohol desde el año pasado. Solo café, pero no demasiado (o al menos eso creo).



Una se va de vacaciones, deja la ventana abierta, un recipiente grande de agua y el dispensador de comida programado.
Una vuelve, y los dos gatos, especialmente la más joven, se turnan para mirarla con expresión acusatoria. 
Una se siente culpable.
Una ve que la gata parece desganada, que anda por la casa sin gracia ni interés, y decide que tal vez se podría (por esta vez) reflotar algunas tradiciones que por el bien de la vivienda, de las plantas del living y de la propia humana, habían sido piadosamente dejadas en el pasado. 

Una (a veces) se equivoca.





_ Te podés recibir de niña?- escucho al pasar, y no sé si la mujer que lo dijo se refiere a si hay un curso que se puede estudiar siendo niño, si habla de algo que se duda si corresponde también a las nenas o si hay cursos para estudiar “cómo ser una niña”. 
Sigo caminando. Las cuadras de puestos bajo el sol se bifurcan y extienden hasta donde la vista alcanza. Carteles de calles, juguetes, viejos pasaportes, “no hay lo que no encuentres”, dirían en mi familia. 
Entro a una librería, pregunto por “Noviembre” y me sorprende saber que sí lo tienen. El vendedor demora un poco pero al final aparece con el libro. 
_ Acá está el libro de Mela- anuncia. 
_ ¿Vos le decís Mela o Mella?- le pregunto, solo para tener la oportunidad de decirle que en verdad el apellido del escritor es con “ll”, porque una vez le pregunté al susodicho y me dijo que no era de origen tano sino de otro lado, catalán, tal vez, no me acuerdo. Es lindo pelear con los vendedores de vez en cuando, si se hace en buenos términos. 
_ En realidad yo no le digo Mela ni Mella, sino González- contestó- porque lo conozco de jugar al básquet, antes de saber que escribía. 
Me cagó, pienso. Se me fue el argumento. Y seguimos charlando de “El hermano mayor”, y de cómo él (el librero) tenía un amigo guardavidas en Santa Teresa que compartía la casilla con el hermano del escritor. 
_ Cuando escuché del accidente con el rayo no tenía idea de quién había sido. Traté de llamar a mi amigo pero nunca atendió (porque había cambiado el número y yo no sabía), así que asumí que era él y lo lloré pila, hasta que una tarde, como seis meses después, lo veo entrando a la librería y casi me muero del susto. No lo podía creer. 
Ahí cortamos la charla, porque un señor muy viejo, con voz temblorosa y pinta de sin hogar, estaba pidiendo libros sobre Beethoven y Bach.
_ No quiero biografías ni partituras, sino libros sobre la obra. 
_ Este sobre Bach sale 470. Voy a buscarle sobre Beethoven- dijo el vendedor, perdiéndose en los pasillos. 
El mediodía avanzaba y mi débil humanidad reclamaba algún alimento saludable, así que me fui hasta Starbucks a tomar un Moka con pan de jengibre. 

Bueno, ta. Nunca dije que fuera perfecta (pero casi).





Un día dos tipos en una moto me arrancaron la cartera y cuando conté el hecho alguna gente me dijo:: 
_ Eso pasa por andar en barrios complicados.
Aclaré que me pasó en la rambla de Buceo, y preguntaron:
_ ¿De noche? 
No, a las cuatro de la tarde. Y siguieron.
_ ¿Ibas sola? 
No, con un amigo corpulento. 
_ ¿Del lado de la calle?
No, contra la vereda. lejos del cordón. 
_ ¿Pero llevabas la carterita colgando de un hombro, no?
No: a la bandolera, atravesada.
_ ¿Una cartera cara?
_ No. De tela, pequeña, poco llamativa. 
_ ¿Y tenías ahí todas tus cosas?
_ No tenía más que un par de recibos que acababa de pagar. Había llevado la cartera solo para no arrugarlos en la mano.
Ante eso no quedaban preguntas, sino frases lapidarias del estilo de: "esa parte de la rambla está brava", "no hay que usar cartera" o "menos mal que no te lastimaron".

Me quedé mucho tiempo pensando en esas reacciones, que no fueron de uno, sino de la mayoría, y en cierto momento entendí, o creí entender que necesitaban una estrategia para sentirse a salvo. Poner un cúmulo de reglas entre ellos y la posibilidad de convertirse algún día en la víctima les daba cierta seguridad, aunque fuese ilusoria. "Si se hace esto, aquello y lo de más allá, entonces uno zafa", pensarían. Y no, uno no zafa, a veces, por más precauciones que se tengan.


Cuento un hecho violento, pero no tanto, solo para tratar de reflexionar y (tal vez) construir algo. Tengo claro que por razones de algoritmos es muy posible que mis amigos de estas redes piensen como yo, y estén hasta la coronilla (iba a poner "re podridos", pero, en fin, esa es la idea) de la gente que culpabiliza a la víctima. Estoy harta de tratar de hacerlos reflexionar, por acá, en las charlas, en todos lados. Jamás voy a dejar de hacerlo ni (menos aún) a justificarlos, solo planteo otra mirada: ¿qué tal si nos damos cuenta de que están aterrorizados ante la sola idea de poder ser los próximos? ¿Si pensamos que solo tratan de bloquear en sus pequeñas cabecitas la posibilidad de estar el día de mañana en el lugar de la víctima? Hay que educarlos, aunque ni siquiera sospechen que lo están necesitando. Explicarles que sus muritos de seguridad son de arena, que la primera ola los derriba sin pena ni gloria (perdón por la metáfora bíblica, ya saben que sé de qué hablo). Ellos no se ponen en el lugar del otro, de acuerdo, bla bla bla, pero nosotros no somos ellos, no queremos ser iguales y podemos tratar de acercarnos. Dejar de atacarnos entre las víctimas de ayer, de hoy o de mañana. No queda otra, me parece. En este barco (que no se llama Uruguay, sino especie humana) estamos todos, y no podemos dejarlo, por ahora. Por ahora.



Este enero voy a pintar mi casa, a presentarme al concurso de CFE, a ordenar las cosas que he escrito, a seguir escribiendo, a conocer Jazz a la calle en Mercedes, a ir al Cabo, a verme con gente con la que en el año no pudimos, a caminar por la rambla, a leer muchos libros que tengo apilados al costado de la cama, a bajar de peso y a enseñarle buenos modales a Matilda.

¿4? ¿Ya estamos a 4? Ah, ta. No me va a dar el tiempo. Queda para 2020.




Mundo modo Valizas, sin lluvia, con fósiles y lleno de gente amiga. Gatos, perros, personas de todos lados, hindúes de nombres raros, franceses, brasileros. Playa llena de cosas para encantarme. Torta de chocolate y naranja. Valizas. Mi lugar en el mundo, a 4 horas de casa.



Kerala ayrvedic massage. Ese es el nombre del lugar y el tipo de masajes que me recomienda Triven, el hindú roncador de la cama de al lado. ¡Cómo ronca ese hombre! Nunca nunca nunca escuché algo igual; todo bien con sus recomendaciones, pero hoy se va a Punta del Diablo, iupi iupi! Lo de los masajes (cuyo nombre escribió en mi teléfono, porque deletrearlo era muy complicado) parece ser mágico, lo recomendó para todo, especialmente para la tendinitis. Ayer charlé pila con Ronquitis y con su amigo Niranjaam, que duerme en la cucheta de arriba. Es maravilloso hablar en inglés con gente que no lo tiene como primera lengua; con Trivia y Naranjín nos entendemos todo! 🙂

Valizas en domingo amanece tranquila y amodorrada. Ayer hubo música en vivo, circo, tambores y agites varios, pero hoy llovizna, y todos desayunamos con aire de peace and love and not disturb. Los árboles del hostel tienen pinta de felices. De los perros no hay noticias a la vista, y la gata Milu duerme en el mejor sillón de la cocina. Los humanos que ya han despertado comparten desayuno en varios ambientes; se escuchan diversos idiomas, sin contar con los ronquidos de largo alcance del volcán Tronador.

La playa ayer estaba increíblemente linda para los beachcombings. Apenas pare la llovizna me largo de nuevo, bolsa en mano (porque cuando fui me olvidé, o no pensé que me diera el tiempo de juntar nada, y llené mi bolsito playero de huesos con arena).


Alerta naranja... ¿Qué era eso? No me acuerdo. En este mundo la única alerta que vale es si te toca dormir en la cama de al lado de Triven. Eso sí que no tiene remedio. Para todo lo demás, existe Valizas. 



El pibe de la cucheta de arriba se interesó por el libro que yo estaba leyendo, lo convidé con un sticker de café y me contó que le quedan dos materias de sexto por salvar y que piensa hacer Literatura en el IPA. 

Ta, listo, lo que me faltaba: ahora tengo un hijo en el hostel.



La vida no siempre es justa. A veces una simple decisión puede tener un costo impensado. 
_ Mari, ¿ a vos te da igual si yo me quedo en esa cama al lado de la ventana?- dijo mi amiga y la verdad es que sí, me daba lo mismo. 
Ahora ella está con un flaco alto re tranquilo y con dos brasileros muy dulces que creo que son pareja, mientras que yo comparto habitación con tres péndex: uno está ofendido con el amigo y anda con cara de traste, otro fumó en la habitación y tuve que pedirle que no lo hiciera, y el tercero (el que va a hacer Literatura) asomó hace un rato su cabeza desde la cucheta de arriba y me preguntó “si me podía hacer compañía ahí abajo”. 

Conclusiones: el azar es caprichoso, el hostel es por momentos bizarro e impredecible y hay que mirar muy bien a quién convida una con café en estos días. Habráse visto, mocoso sin sombra de barba... Se acaba de quedar sin profesora adscriptora en el IAVA. Cosas veredes...



De mañana me corté sola, crucé el arroyo y me quedé en la primera playa, hasta que decidí alejarme del mar e ir bordeando el arroyo. El agua estaba hecha un espejo de tranquila, y en un islote descansaban gaviotas y patos, ajenos al accionar de los humanos y sus celebraciones rituales. Peces de diversos tamaño iban acompañándome cerca de la orilla, el agua estaba tibia y el cielo azul. Pasé un par de botes abandonados, llegué hasta la zona en que los barros van ganándole espacio a la arena y al final di la vuelta, cuando el Valizas empezaba a ser encajonado por una barranquita de tierra y de pasto. En esa soledad volvía caminando cuando vi dos adolescentes de unos 16, 17 años que venían en mi dirección. Uno de ellos me vio antes que su compañero.
_ Se te cumplió.- le dijo, pensando que yo no lo escuchaba, y como el otro no lo entendió repitió la frase, mientras yo me hacía la sorda y los saludaba al pasar, con aire de “ni se te pase por la cabeza, niño, para péndex ya tengo bastante con el del hostel”. Siguieron su camino y no los volví a cruzar. 
¿Qué diablos pasa, Destino, no nos estamos entendiendo con el rango de edades? Te dije más-menos diez, no me tires más criaturas, que el instinto maternal no es mi fuerte.
Mi compañero de cucheta me tiene harta. Ayer me tiró encima (digamos “se le cayeron”) primero el celular, después un libro y al final el señalador. Se mueve toda la noche, y cuando su amigo en la cama de enfrente sueña emitiendo sonidos él le habla para que deje de hacerlos y al final me despierta más que el otro. Hoy vi su cama deshecha, con las sábanas dobladitas arriba de la frazada, y pensé que se había ido. Iba a saltar de alegría, pero no: el amigo me dijo que es una especie de toc, que iba a seguir quedándose en la habitación, aunque no quise preguntar hasta cuándo. Siempre es mejor no saber, y de todos modos la noche de hoy no cuenta, así que solo me queda una. 
El patio del hostel ya tiene terrible carpa, con candelabros y todo. La DJ llegó por la mañana, y por ahora reina el silencio acá y en el resto del pueblo. 
Estimados: dénse por saludados, dejen (si corresponde) de mandarme videos de feliz año, y sean felices hoy y siempre, que para eso estamos acá, aunque a veces no parezca. Yo en un rato me voy a las Malvinas, a ver qué me trae la tarde. Salud.